Capítulo I - Ignacio y el descampado

585 16 6
                                    


Ignacio alzó su mirada. Aún en sus treinta, nunca solía prestarle atención a la gente que lo rodeaba. Ignoraba sus alrededores, evitaba el contacto visual con las demás personas. No le importaban los demás. Solía repetir cosas como "es su problema" dándole la espalda a quien por alguna razón necesitaba asistencia. Aquel comportamiento le valió su familia y sus amistades, pero no sintió pena o soledad cuando se quedó solo, sino tranquilidad. Y esa noche no fue diferente ya que tampoco le importó lo que le sucedía a la muchacha que era arrastrada por dos hombres hacia un descampado. La joven parecía estar inconsciente, pues la punta de sus pies se arrastraban por el suelo y su cabeza colgaba hacia adelante, pero como su cabello negro no dejaba ver su cara, Ignacio concluyó que la mujer había caído presa del alcohol, algo que ya había atestiguado más de una vez.

«Típico. Una joven borracha con muchachos», se dijo a sí mismo, y volvió su mirada hacia sus zapatos mientras esperaba el autobús en esa parada iluminada por la tenue luz de un foco que amenazaba con fundirse en cualquier momento. Odiaba a la gente que bebía más de la cuenta, al igual que a quienes fumaban. No toleraba a los niños ni tampoco a los ancianos. Su paciencia se agotaba muy rápido cuando las cosas que aborrecía lo afectaban.

Ignacio ignoró la situación, pero luego de unos minutos comenzaron a escucharse unos gritos femeninos. Esos gritos llamaron un poco su atención causándole algo de curiosidad, por lo que levantó su cabeza y vio cómo la joven trataba, sin éxito, de zafarse de aquellos dos muchachos. A pesar de sus esfuerzos y de sus gritos, la joven fue arrastrada hasta el fondo del descampado, perdiéndose en la oscuridad que los árboles y arbustos brindaban.

«Si ella tomó mucho, es su problema», se dijo al tiempo en el que los gritos de la joven se transformaban en balbuceos inentendibles.

Ignacio comenzó a perder la paciencia, pues era raro que el autobús tardase tanto. Eso hacía que su mal humor aumente. Un mal humor que solía tener todos los días luego de su trabajo y el cual no podía evitar. Un mal humor que había estado alimentado por la ira que le produjo el abandono de su esposa y el cual transformaba todas las palabras que le dirigían en amenazas.

Los balbuceos seguían. Era como escuchar un llanto a lo lejos. Oculto y triste, apagándose de a poco. Ignacio ya no aguantaba más. Quería irse a dormir a su casa. Dejando escapar un ápice de furia, golpeó con su puño el banco en donde se encontraba sentado y resopló. Con una mirada fría y carente de alegría, miró otra vez hacia el descampado, tratando de diferenciar alguna silueta en la oscuridad.

Y algo salió corriendo torpemente de entre los árboles.

La joven dio varios pasos torpes y apresurados en dirección a Ignacio, con su ropa algo rota y a medio quitar. Tenía su blusa estirada, dejando a la vista el sostén, y su falda estaba algo subida, dejando a la vista sus medias rotas. Su cara estaba algo hinchada, su nariz estaba roja y desde ella se desprendía un hilo de sangre que se perdía en la comisura de sus labios. Sus cabellos, lacios y sedosos al momento de entrar al descampado, ahora se encontraban alborotados y maltratados, y sus ojos estaban rojizos y llenos de lágrimas; desprendían tristeza y clamaban por ayuda. Esa mirada, tan hermosa y dolorida, penetró en los ojos de Ignacio provocando un sentimiento extraño en su pecho. Pero su orgullo y su frialdad pudieron más.

Y la joven cayó al suelo de forma violenta. Los dos muchachos no tardaron en alcanzarla y luego volvieron a arrastrarla hacia la parte oscura del descampado. Ignacio entendió que la joven no estaba allí por voluntad propia.

«Qué habrá hecho -pensó, y la visión de la escena fue interrumpida por un autobús-. Al fin llegó».

Y sin más, aquel hombre abordó el autobús, casi vacío debido a la hora. Ya no debía seguir atestiguando tan aberrante escena. Se sintió aliviado pero aún poseía ese sentimiento raro en su pecho. La imagen de esos ojos parecía haberse plasmado en su cabeza, pues jamás en su vida había visto unos ojos como ésos. Tal belleza poseían esos ojos que casi le quitaron el mal humor con el que siempre cargaba, como si se tratase de una enfermedad crónica. Llevaba su molestia reprimida hace tiempo sintiendo que en cualquier momento podría explotar pero que hoy, aunque fuese solo por un momento, se redujo hasta volverse casi imperceptible. Se había olvidado incluso de las duras palabras de su esposa las cuales siempre volvían a su cabeza a atormentarlo.

Los tristes ojos de VictoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora