El reflejo que Nuria percibió de sí misma parecía una pantomima escrita sobre la superficie reflectante de aquel espejo. No se consideraba una gran decoradora y los espacios minimalistas siempre le habían parecido los más acogedores. Por eso su habitación era blanca y lisa, sin cuadros que vistieran sus parees para tapar todos los desperfectos que el tiempo provocaba, inexorable, sobre ellas. Dentro de su cuarto tan solo había una cama con sábanas blancas, un pequeño escritorio anclado a la pared con una pila de libros que habían sido devorados por ella tantas veces que las páginas ya amarilleaban, una silla sin respaldo y un armario lleno de ropa que jamás iba a ponerse.
Y, por supuesto, el espejo.
Nuria no sabía por qué seguía manteniéndolo allí. Era un espejo viejo, con grietas que rompían la armonía de su cuidada superficie pulida allá donde el marco se había roto, y alto, por lo que cada vez que se colocaba enfrente de él podía verse de cuerpo entero; desde su larga cabellera negra hasta sus pequeños pies. A veces, el espejo acumulaba tal cantidad de polvo que ni siquiera conseguía verse reflejada en él. No era una pieza de coleccionista, ni siquiera podía ser considerado una antigüedad.
Era un espejo roto, sucio e inútil.
Pero a Nuria, sin conocer la razón, le gustaba. Cada mañana se levantaba con energía y tras estirarse cuán larga era, se miraba en el espejo y observaba cada parte de su cuerpo como si fuese la primera vez que lo veía: sus rechonchos y pálidos mofletes, su estrecha cintura, sus pequeñas manos... Y sus ojos, de un color azul tan profundo como el cielo que se colaba por su ventana en una calurosa tarde de verano. Nuria podía pasarse horas mirándose en aquel reflejo que no consideraba suyo, porque nadie nunca había puesto en palabras lo que veía ella. Nadie le había hecho sentir que su cuerpo era suyo, que su rostro era parte de ella, porque jamás nadie se había encargado de hacerle ver que no era una simple persona más.
Era Nuria, una chica de dieciséis años que se sentía estancada entre cuatro paredes, como si su hogar fuera una jaula invisible de la que no podía salir porque no conocía sus límites, como si ella fuera su propio límite y no existiera nada más en el exterior por lo que mereciera la pena romper el cristal. A veces tan solo existían barreras mentales que no se podían destruir, ni siquiera empuñando el martillo de la voluntad.
"Qué pesimista me vuelvo en estas fechas", pensó Nuria suspirando y apartándose del espejo. Diciembre acababa de hacer su aparición en Dalandaia, y el frío se había instalado en su corazón junto a la inexplicable tristeza que la embargaba cuando el invierno llegaba para quedarse.
Nuria apartó de su cabeza los malos pensamientos y abrió el armario. El olor a naftalina invadió sus fosas nasales mientras elegía un jersey de lana blanco, el mismo que se ponía cada día desde hacía una semana, pero que aún conservaba ese olor a detergente fresco y mentolado que a ella tanto le gustaba. Se lo puso encima de la fina camiseta que utilizaba como pijama y se recogió el pelo en una sencilla coleta. Descalza y abrazándose a sí misma, salió de su cuarto y se dirigió a la cocina para comprobar que, efectivamente, estaba sola.
Su hermana se levantaba cada día para ir a trabajar y no aparecía hasta bien entrada la noche. Según ella, eso le ayudaba a sentirse útil y a no pensar más de lo necesario. A Nuria aquello le parecía una tremenda estupidez. Hacía ya tiempo que el dinero había dejado de significar algo en Dalandaia. Las personas trabajaban para conseguir víveres: comida, agua, mantas, productos de higiene... lo básico.
Sin embargo, aquellos que dedicaban más tiempo y esfuerzo al empleo al que habían sido destinados tras Lo Qué Pasó, eran recompensados con una serie de tickets, papeles pequeños sin valor alguno que podían cambiarse por ropa, muebles, productos de belleza, juguetes, libros... e incluso si ahorrabas lo suficiente, podías permitirte el lujo de conseguir un coche, aunque casi ningún habitante de Dalandaia los usaba ya. El pueblo había retrocedido décadas sin pretenderlo, y su gente buscaba incansablemente maneras de que aquella vuelta a la Edad Media no les afectara.
Francamente, a Nuria le traía sin cuidado. Ella no había conocido otra cosa, no podía echar de menos algo que nunca había tenido. Y, sin embargo, eso le hacía sentirse tremendamente desdichada. Aunque le costara, tenía que terminar aceptando que Lo Que Pasó les había afectado a todos por igual, a pesar de que ella ni siquiera hubiera nacido cuando ocurrió. Todo podía haber sido tan distinto...
El timbre insistente y desagradable del microondas sacó a Nuria de su ensimismamiento. Mientras pensaba había preparado de forma mecánica e inconsciente una taza de chocolate caliente, lo que desayunaba todas las mañanas. Nuria sujetó la taza entre sus manos, agradecida por el calor que emanaba y que ahuyentaba el frío de sus entrañas. Tras soltar una palabrota al descubrir que no quedaban galletas de jengibre en la despensa, cogió su chocolate y se dirigió a la ventana del salón, sentándose en el alféizar y contemplando su pueblo con deleite. Dalandaia era propietaria de unas calles preciosas, decoradas con poblados jardines y floridos rosales que nacían en cada esquina y que alegraban la vista y la pituitaria a todo aquel que paseara atravesándolos.
Las calles se vestían con un empedrado clásico y oscuro, y aunque las grietas se hubieran abierto camino a través de sus suelos, el pueblo lucía más espléndido que nunca. Nuria le dio un sorbito a su taza y se arrebujó en su jersey, mientras un tímido Sol se escapaba entre dos nubes grises e intentaba cobijarla entre sus rayos.
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En el espejo de Nuria
Mystery / ThrillerUna fría y gélida noche de invierno, el pueblo de Dalandaia fue testigo de un trágico suceso que acabó con la vida de una de las familias que lo habitaban. Sus almas, furiosas e incansables, echaron una maldición sobre el pueblo y todos los que lo h...