Capítulo 1

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Albert dio vuelta atrás, chocándose con la persona que tenía detrás en el intento. No podía creerse que le hubiera vuelto a pasar; era el tercer día consecutivo, un récord incluso para él. Le esperaba un sinuoso camino hasta su clase de segundo de bachillerato: debía subir las escaleras hasta el segundo piso, para después coger el segundo pasillo hasta el fondo, dónde por fin encontraría su aula; todo eso yendo a contracorriente de una manada de adolescentes dispuestos a pisarle, empujarle y darle codazos con tal de salir de ese edificio, al que más que instituto llamaban prisión, medio segundo antes. Pero no le quedaba más remedio.

Se había dejado la calculadora y al día siguiente tenia un examen de matemáticas.

Era un asunto de vida o muerte.

Por suerte, a mitad de camino se encontró con Inés, quien llevaba la calculadora en la mano, extendiendo el brazo en un gesto triunfante en cuanto vio a Albert acercarse.

-Gracias Inés, ¿que haría sin ti?- Preguntó mientras esta le entregaba su preciado objeto.

-No quieras saberlo.- Bromeó, dedicándole una de sus sonrisas radiantes.

Inés era su ex novia y, básicamente, su mejor y única amiga. Su relación era, cuanto menos, curiosa; y aún más cuando descubrías el motivo de su ruptura.

Ninguno de los dos recordaba haber vivido sin conocer al otro: fueron juntos a la guardería, coincidieron en primaria y, finalmente, decidieron ir al mismo instituto. Y aunque Albert era hijo único, no recordaba haber jugado nunca solo: Inés siempre estuvo allí, compartiendo sus juguetes, descubriéndole las mejores pelis de animación, y ayudándole a levantarse cada vez que se tropezaba (que era a menudo).

Por eso cuando a los 14 años se besaron en aquel parque al que siempre iban a pasar las tardes, Albert sintió que era lo correcto, que todo estaba en su sitio. Pero cuando empezaron a estar oficialmente juntos y su relación cambió, se dio cuenta de que algo no iba bien. Le resultaba incomodo ir juntos de la mano por la calle, besarla cada vez le parecía menos correcto, se acostaba con ella pero no era capaz de sentir nada, le devolvía el "te quiero" cada vez que ella se lo decía, pero sospechaba que no significaba lo mismo para ambos. Y no es que a Albert no le gustara Inés en concreto (que también), es que a Albert no le gustaban las mujeres. En general.

Y, poco a poco, entre todo aquel caos, todo empezó a tener sentido.

Se acordaba de aquel niño con el que iba a clase a los 9 años y al que siempre intentaba impresionar. También tenia en mente sus clases de piano y al chico un año mayor que él que hacía que el tiempo se parara cada vez que sus manos se posaban en las teclas; y como olvidar a su profesor de autoescuela, aquel que le enseñó a conducir una moto, siendo su melena hasta los hombros al viento y su chupa de cuero posiblemente lo más erótico que había visto Albert en su vida. Y eso eran solo algunos ejemplos.

Albert Rivera era gay. Total y absolutamente gay. Y no pudo elegir peor momento para contárselo a su novia.

Estaban en una fiesta (a la que solo le habían invitado porque Inés era lo que comúnmente se conoce como "popular"), siendo ese en absoluto un entorno en el que Albert se sintiera cómodo. Así que le pareció buena idea emborracharse para dejar los nervios atrás. Y ese fue precisamente su error, siendo el ron con coca cola y los chupitos de tequila los que le conducieron al más absoluto desastre. Y es que cuanto más bebía más le sobraba Inés, siempre insistente a su lado, y menos vergüenza tenía al hablar con aquel chico alto de ojos azules.

Y aunque Inés ya hacía rato que había notado algo raro en el comportamiento de su chico, el asunto no acabó de desmadrarse hasta que alguien tuvo la genial idea de jugar a la botella. Y es que el destino, que es caprichoso, no se anduvo con rodeos: a la primera tirada a Albert ya le tocó besar a ese chico de mirada cristalina. Y como era de esperar, ninguno de los dos se cortó un pelo. Los primeros diez segundos todos reían; al fin y al cabo, ese era el fin del juego, que dos personas se besaran mientras los demás armaban jaleo. La cosa empezó a ir cuesta abajo cuando, al haber pasado más de medio minuto, ninguno de los dos parecía tener intención de separarse del otro. Albert había besado a Inés un millón de veces, pero ni todos juntos se podían comparar a lo que estaba sintiendo en ese momento. Se sentía emocionado, la adrenalina por los aires, los pelos de punta. Sentía que ese era el primer beso que daba de verdad. Ahora lo tenía claro.

Y no supo si fue por la euforia del momento, por la necesidad imperiosa de llenar ese silencio incomodo, o porque ya no podía reprimir más esas palabras que tanto necesitaba decir. El caso es que, al separarse por fin de su compañero por una simple necesidad física como es el respirar, se plantó en frente de Inés (la cual ya llevaba un tiempo sin saber donde meterse o donde mirar) y pronunció esa frase que cambiaría el curso de su vida: "Inés, soy gay". Encima añadió un "Me gustan los chicos", por si no había quedado claro.

Y así es como te cargas una relación de casi dos años y una amistad de toda la vida.

O al menos eso pensó Albert cuando vio a Inés levantarse e irse corriendo de esa casa mientras lloraba, sintiéndose humillada. Igual decírselo delante de todo el mundo no había sido una buena idea.

Fue un verdadero milagro que Inés, eventualmente, volviera a dirigirle la palabra. Y aún más si se tiene en cuenta que durante un mes no se habló de otra cosa. Albert le suplicó que le perdonara hasta que la propia Inés le pidió que dejara de disculparse, que estaba todo olvidado y que no quería perderlo como amigo. "No la merezco" pensaba constantemente. No sabía como iba a compensar lo que le había hecho pasar. Seguramente no había forma de hacerlo.

-¿Vendrás esta tarde a estudiar?- Preguntó Inés, sacando al otro de sus pensamientos, y ya de camino a casa.

-¿Qué?

-Que si vendrás esta tarde a estudiar. El examen de mates de mañana, digo.- Repitió.

-Ah, sí. A las cinco y media me paso, ¿vale?

-Perfecto.

Y en ese preciso instante lo vio: un cubo de colores, tirado en el suelo, medio escondido en la hierba. No sabía porque sus ojos se habían posado en ese sitio en concreto, pero el instinto le decía que debía cogerlo. Se paró en seco.

-¿Qué haces?- Le preguntó su amiga, pero no le respondió.

Se agachó y lo cogió con una mano.

-¿Qué es eso?- Volvió a probar suerte la chica, esta vez si obteniendo contestación.

-Un Cubo de Rubik. ¿Sabes resolverlo?

-Ni idea. Pero seguro que en Internet encuentras como hacerlo. ¿Desde cuando tanto interés por este trasto?- Curioseó, con una media sonrisa.

-Desde ahora.- Y era verdad. No sabía que era lo que lo empujaba, pero sentía una necesidad insuprimible de resolver ese Cubo de Rubik.

Inés no le dio mucha importancia al asunto. Simplemente se despidió de él al llegar a su casa, recordándole que habían quedado esa tarde para estudiar.

Albert llegó a su casa diez minutos más tarde, pero no estuvo tranquilo hasta que no pudo ponerse a investigar como resolver el maldito Cubo. Ni él mismo entendía esa obsesión tan repentina que le había invadido, pero cuando quiso darse cuenta ya estaba en su habitación con las instrucciones expuestas en la pantalla del ordenador y el Cubo en las manos, poco a poco cogiendo forma.

No sabía si era por las ansias de acabarlo o si realmente era más complicado de lo que creía, pero tardó más de lo esperado en acabarlo. Pero por fin lo consiguió.

En el instante en el que accionó el último movimiento de dedos una luz dorada y cegadora empezó a salir del Cubo, intensificándose a cada momento; hasta que, por fin, desapareció en seco. Albert se quedó perplejo. Había durado demasiado como para pensar que se lo había imaginado. Sabía lo que había visto; pero no entendía nada.

Y menos entendió cuando una mano, acercándose por su espalda, se posó en su hombro, haciéndole saltar de la silla.

Como deseesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora