Una Bella Novia

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El recuerdo de un canto exquisito

Ella estaba con su vestido blanco, de esos antiguos que mi abuela conserva uno en casa; y su ramo de flores, unos tulipanes generosos que tenían la grata sorpresa de emanar un olor refrescante, adornaban lo que parecía ser un semblante triste e inquietante. Su rostro casi era imperceptible por la luz tenue de la luna, su fulgor era lo único deducible en su rostro y esa quietud beatífica nos hacía pensar en que debió de ser feliz siempre, desde los memorables años de la adolescencia, cuando uno se encuentra con un amor sereno, digno de memoria. Eso, en modo alguno, pretende significar que no sea feliz ahora, con ese vestido diáfano y carismático. En su lugar yo me habría sentido en paz, con esa quietud que en la noche la envolvía. Una digna representación de la belleza, de la tranquilidad, de esa felicidad que parece congelarse en el transcurrir de los días.

Mi abuela nos contaba una historia sobre ella, mejor narrada claro; los efectos de la voz que ella sabía ponerle a la historia eran dignos de admiración. Nos contaba, por ejemplo, que en uno de esos años, en los que se decía que el país estaba en guerra con el Perú, ella fue la que construyó una pequeña casucha de caña a las afueras de Huaquillas y que logró reunir a la mayor parte de sus vecinos, que atemorizados habían huido en la impasividad de la madrugada. La construcción defectuosa, que se entiende no era la obra de una amante de la arquitectura, permitió sembrar en la opinión de la ciudadela un aprecio indiscutible. Ella, a la que todos conocimos como Angélica María Romero, mantenía desde su infancia unos secretos, que sin duda modificarían la opinión de la comunidad, aunque no llegarían a distorsionarla. Por ejemplo: desde los siete años sus padres ocultaban el hecho de que padeciera de epilepsia, y el temor de que ella nunca llegara a ser feliz llevó a ocultársele al novio, un muchacho cinco años mayor que ella, el asunto de su enfermedad.

Uno escapa a las sombras y a las sombras uno inevitablemente vuelve. Uno es de barro y ha de fundirse con el lodo que nos constituye. Esto lo tenía presente María Angélica Romero el día de su boda, eran las palabras del abuelo, un lector empedernido de la filosofía vitalista, y por alguna extraña razón esas palabras no llegaban a infundirle el temor necesario para desistir de su empeño en ser feliz. Algunos dirían que su terquedad era admirable. Sin duda lo era, pero negar las palabras de su anciano abuelo, ignorarlas incluso, era como estar negando la posibilidad de que toda felicidad se extingue en algún momento o en algún punto. Uno camina como si ya estuviera muerto, como si vida fuera un ratón pudriéndose en los bolsillos; y uno aprende, con el tiempo, a soportar la pestilencia de ese ratón en nuestros bolsillos. Todo resulta inútil a la hora de enfrentarse a nuestros mayores temores, que no necesariamente deben ser los mismos para todos los humanos.

Cuando conocimos, mis hermanos y yo, a esta bella mujer, que nos llevaba quince años por delante, quedamos impresionados al conocer que en su semblante llevaba un luto injustificado. Algo así como si alguien o algo ya se le había muerto hace mucho tiempo y aun conservara ese luto defectuoso, propio de toda memoria frágil. Mis hermanos y yo no deberíamos de haber pasado los diez años cuando hablamos con ella por primera vez; lo recuerdo tan nítidamente, en esa casa de la tía Flor, en esa casa donde un loro repetía constantemente aquellas indecencias propias del dueño de casa. Ella nos miraba con cierta ternura y nosotros le devolvíamos la mirada con un pánico indescriptible. No creo que haya llegado a ofenderse por el semblante de nuestro rostro, más bien estoy seguro que lo comprendía. Había algo en ella tan triste que sentíamos unas ganas inquietantes de ponernos a llorar, pero no lo hicimos por el temor al ridículo y también porque sabíamos que si llorábamos todos nos iban a dar la razón puesto que éramos unos niños y todos los niños al fin y al cabo lloran aunque no exista un motivo serio para hacerlo.

Ese acontecimiento de construir una casucha en tiempos de guerra no debía favorecerle en gran medida a su personalidad. Este hecho corresponde a todo aquel que se siente en peligro y tiene el instinto de salvaguardar las vidas del resto, ya sea que sirvan o no, para beneficiarse de una cierta fama de moralista, que es vista de como si fuera la más alta distinción de los valores morales. Esta novia magnífica, que poseía los adornos necesarios para resaltar cualquier deseo compulsivo, era la sensación encarnada de las devociones espirituales. Mi abuela, aunque mantenía un respeto por la bella novia, por ser frágil y devota de Cristo, se sentía en el la obligación de llamarnos la atención por conservar de ella una fotografía. Un muestrario de purificación donde le rezábamos todas las noches, ese instinto de creer que las oraciones pudieran servirle de algo.

Siete años después comprendimos que mi abuela tenía razón en cuanto a no venerar esas imágenes putrefactas. Era una noche de noviembre en que a mi hermano se le dio la tonta idea de grabar el viaje a Machala, para descartar cualquier posibilidad de que un ente extraño se apareciera por la carretera. Eran tonterías, pero debo confesar que también me inquieto la posibilidad de obtener, aunque sea una grabación minúscula, y enviarla a América Vive, la sensación de aparecer en televisión era más intensa que la de enfrentar a cualquier estúpido fantasma.

Dejamos de ver a esta muchacha dos años después de la reunión en casa de tía Flor. Y aunque muchos suponían que el accidente que sufrió debió dejar huella en el comportamiento de los acontecimientos no fue sino una marca de la psicología moderna que nos diagnosticaron cuando presentamos la fotografía de la bella novia tres años después de que la viéramos en su ataúd con el rostro despedazado por el accidente.

La tía Flor era una mujer pequeña, de una paciencia incomparable, que si nos hubiera visto encima del ataúd nos habría dejado sin mayores complicaciones. La idea que ella tenía sobre la libertad del niño eran extremas; muy confiados de esa situación, mi hermano Joaquín dispuso de una pequeña silla para poder ver el rostro de esta mujer, el día en que falleció. Nadie, nadie en la casa ni fuera de ella, nos quiso creer que la muerta no tenía rostro. Nos miraban con una mirada piadosa cuando incluíamos en nuestras exclamaciones, más de emoción sorpresiva que de espanto siniestro, que la muerta "ya no tenía rostro", como esperando que en algún momento le faltara.

La noche en que acompañamos a la difunta era un poco particular, no comprenderíamos su particularidad hasta unos años más tarde, cuando la habríamos de encontrar, de pie, en la carretera al Limo; esa particularidad, que a nosotros era como una característica más de las cosas que recién empezábamos a conocer, consistía en que el color negro de la noche se había desteñido de una manera imposible de describir, era espantoso tener que mirar al cielo sabiendo que una muerta, la mujer más bella que habíamos conocido hasta ese momento, estaba sin rostro en ese cajón de madera preciosa.

Un canto exquisito estalló en el momento justo de nuestra estupefacción. Lanzamos una de esas palabras que nuestro padre sabe usar, y la mirada de nuestra madre, que tenía la facultad increíble de convertirla desde una mirada de ternura celestial a una de furia inquisitorial, nos atrapó en seguida.

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⏰ Última actualización: Dec 28, 2016 ⏰

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