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Los hospitales tienen siempre ese tufo a muerte mezclado con el tufo a vida, aunque suele ser lo segundo lo que se extiende por los pasillos, haciéndolo lóbrego. Algunos cuartos, sin embargo, lo son más que otros y en ellos se percibe un dolor mucho más intenso.

El cuerpo de Johan Andersen reposaba en una cama blanca. Tenía la cara hinchada por las heridas recibidas y un corte muy feo en la ceja derecha. Un tubo de plástico se introducía en su boca y le mantenía conectado a unas máquinas y, con ellas, a la vida.

Amanda estaba sentada al borde de la cama, abrazando su cuerpo con los brazos, incapaz de mirarle de nuevo. Orwell, por su parte, iba y venía de un lado a otro, con los ojos llorosos. María Esteve acababa de marchar, visiblemente afectada. El médico se había ido pocos minutos antes que ella.

-Creo que deberíamos...-comenzó el hombre.

-Ni lo digas. Ni te atrevas a pronunciarlo, Orwell- bramó Amanda con rabia y el maquillaje corrido tras el llanto.

-... contactar con su familia. Al fin y al cabo ni tú ni yo podemos hacer más.

El médico había explicado la compleja operación a la que le habían sometido y si bien habían logrado detener las múltiples hemorragias, pero el panorama era desolador; estaba destrozado por dentro. Había perdido mucha sangre y su cerebro no respondía. Había entrado en un coma profundo y las máquinas podían mantenerle vivo, pero lo más probable era que su cuerpo no lograra reponerse de todo aquello y, simplemente, dejara de funcionar. De hecho aunque despertara nada indicaba que pudiera seguir vivo.

-Esperar. Ha salido del quirófano hace tres horas... Es pronto para...

-Amanda, escúchame- Orwell se colocó frente a ella. Su sonrisa habitual se había borrado por completo y tenía el rostro enrojecido- Eres una mujer inteligente y sabes cómo está la situación. Tenemos que hablar con sus padres. Y tenemos que encontrar al muchacho que lo sacó de entre los escombros y evitó que cayera al río.

Ella le abrazó, llorando de nuevo desconsolada, preguntándose por qué de esa manera, por qué justo en ese momento. El ambiente olía a muerte.

La puerta se abrió de un golpe seco. La niña rubia entró como un rayo, barriendo la sala con sus ojos ambarinos, que se posaron en el hombre tendido en la cama. Pareció quedarse helada.

-¿Quién...?- comenzó Amanda, frunciendo el ceño.

-Angelique...-Orwell pareció extrañado, como si no la esperara allí- ¿Cómo te has enterado...?

Ella solo negó con la cabeza despacio, incapaz de apartar la mirada de Johan Andersen. Radu apareció tras ella, aún sin aliento y pálido. Se mantuvo en silencio.

-Tú eres...- Amanda se levantó, confundida, mirándole- Tú eres el chico que...- se cubrió la boca con la mano, incapaz de proseguir-... no es...

-Dios, cerrad ya la boca- espetó él, con el ceño fruncido. Agarró del brazo a la rubia- Vamos, hazlo. Tráele de vuelta... ¡Angie!- la zarandeó con fuerza- Reacciona, me cago en la puta, y haz lo tuyo.

Le enterneció. Le enterneció el gesto de Radu y le enterneció que él también le hubiera cogido cariño al policía. Ella sonrió un poco, asintiendo. Se dirigió a la cama. Claro que podía. Podía con todo, sí. Pero sabía que eso tenía un precio.

Tanto demonios como ángeles tenían prohibido devolver la vida. Hacerlo suponía un dolor terrible, el más duro que pudieran experimentar. Extendió la mano, acariciando con suavidad el rostro. Sentía el latido débil de su alma atrapada dentro de un cuerpo que no respondía; viva, inquieta. Estaba ahí, pero no podía retomar el control de la carne y el hueso.

carameloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora