CUANDO QUIERO LLORAR NO LLORO
MIGUEL OTERO SILVA
PREFACIO
La aparición de una novela tan curiosa y provocativa como Cuando quiero llorar no
lloro fue una especie de sorpresa para los contingentes de lectores que se incorporaron
entonces al conocimiento de la literatura venezolana. Quienes frecuentaban a Otero
Silva desde antes, desde el año 1939, época de su primera ficción narrativa, se
interesaron principalmente en lo evidente, en que la obra giraba sobre la violencia, las
varias violencias separadas por clases sociales. Otros entendieron que había algo más
complejo. De pronto, el escritor reconocido por todo el mundo como un hombre afiliado
a la revolución política, la cual pasaba sin ninguna dificultad a la visión de mundo que
expresaban sus novelas, sin abandonar su tema político de siempre, como que aceptaba
una herejía literaria prácticamente opuesta a sus convicciones.
Desde hacía unos años venía ganando terreno una postura estética en parte contraria al
modo de pensar de MOS y para finales de los años 60 del siglo XX copaba, en el mundo
occidental, en Latinoamérica y en Venezuela, todos los ámbitos hasta afectar e influir
incluso en quienes la combatían, llegando a imponerse como el dogma artístico de una
época, el patrón o molde que debía seguirse de una manera inexorable. Era lo moderno,
lo contemporáneo, lo que dejaba atrás el pasado y lo daba por superado: no una moda
sino una necesidad de los nuevos tiempos. Esta tendencia, pues no es sino una de las
tantas manera de entender las cosas que ha habido y habrá en la historia de las artes,
tenía un aspecto polémico y había salido de los pequeños círculos de intelectuales para
ganar el interés de los lectores generales, convertidos ahora en "el público" gracias a
hábiles aparatos de la industria editorial, desconocidos hasta entonces, muy nuevos en
Venezuela. Es el momento en que Otero Silva concibe, escribe y publica, exactamente
en 1970, su nueva novela.
Esta doctrina artística proponía que había un tipo de revolución paralela y hasta ajena a
la política, que ser revolucionario en las artes consistía, entre otras cosas, en
abandonarse a las energías del lenguaje, a la fuerza de la palabra, a un universo de
símbolos propios del ser humano pero hasta cierto punto ajenos a su control. El lenguaje
es el mensaje, aseguraban. Los partidarios de tal tendencia llegaban también al extremo
de afirmar que una obra podía ser revolucionaria en el terreno estético, por innovadora,
por romper los moldes y fracturar las convenciones y, simultáneamente, sin que tuviera
importancia, reaccionaria en el campo político. Jorge Luis Borges, por ejemplo.
Pero también escritores comprometidos con la izquierda como García Márquez, se