Refrescaba. Había sido un hermoso día, pero el sol comenzaba a ponerse tras la gran montaña cerca del pueblo y las aves dejaron de cantar. Todo se sumió en un profundo silencio, uno de esos que sólo hacen más inquietante la espera.
Ella estaba tirada en el piso de su cuarto, de eso no cabía duda. Tenía ese extraño afecto a tirarse en el suelo a pesar de tener un sillón y una cama en la habitación. Creo que lo hacía para asegurarse de que seguía en la Tierra aunque su mente estuviese navegando entre estrellas y galaxias.
Podría haber estado pensando en cualquier cosa; quizás en aquel dentista al que le tenía envidia por lo bien que le iba en la vida o, tal vez, en una de todas las idioteces que yo hacía con tal de escuchar su melodiosa risa ó capaz tomando un té de orégano; su abuela decía que era bueno cuando uno enfermaba.Ojalá lo sea; ojalá esté pensando en algo.
Recuerdo cuando supe su nombre. Dijo que no quería decírmelo, pero escribió en su cuaderno "Daniela López" en lápiz rosa y lo remarcó con un resaltador verde como si fuera un cartel de neón.
Estimo que nunca se dio cuenta que desde mi casa se veía las paredes de su cuarto pintadas de un índigo indiscutible. Supuse que se habría quedado dormida después del té que presuntamente tomó. Quería creer que lo estaba. Que no escuchó su celular cuando le mandé mensajes ni su teléfono cuando la llamé exactamente por eso. "El sueño le pudo"-me decía para mi- "Ya despertará y voy a ver una sombra que interrumpa el índigo liso."
En unos minutos lo vi. "Se despertó"- pensé y me alivié, pero no era sólo su sombra; eran cuatro. Vi algo más por la ventana, su madre lloraba. Lo entendí. Yo también lloré.
Ella no despertaría. Ese día había una quinta sombra en la habitación. Una que el hombre no ve, pero siente. Estuvo esperándola durante meses, acercándose de a poco, y al fin encontró el momento perfecto. La acarició con su frío manto y así la durmió. Aunque me doliera, le agradecí que no iba a despertar nunca más. Al final, ese era su último deseo.