La vehemencia de la noche

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Siendo el fulgor en las luces de las farolas y el tenue llanto del cielo lo único destacable del crepúsculo, se encontraba enterrado a dos metros bajo tierra un secreto. Entre rocas, gusanos e innombrables etcéteras de los que nadie quería oír hablar. Allí, allí se encontraba mi tesoro. 

No era un tesoro particular, ni particularmente bonito, ni cálido, ni alegre, ni de gran valor; pero cuando jugábamos al posesivo, era lo único mío que importaba. A mis ojos siempre conseguía, ciertamente, convertirse en algo de lo más peculiar. 

Es una pena que una vez enterrado a dos metros ya no fuese ni particularmente bonito, ni cálido, ni alegre, ni de gran valor. Y por desgracia, tampoco del posesivo mío sino de un ser superior, no llamado Dios, sino muerte.

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