Todo lo que ruge, sangra. Lo de afuera, es raíz que muere dentro. Cerrojos y compuertas. Las castas sueñan con blindar el tiempo. Mudos, sin compartir la lengua. Con la piel de otro, sobre el cuerpo, entrecerrando los ojos, aferrando como puñados de selva las ideas. Sobre los hombros, pesado, el traje de los años. En la sien, el recuerdo del alma atesorando su bóveda celeste. En la piel, las heridas que han dejado cosas que nunca pasaron.
Gastada ya la risa, queda por fuera la mueca siniestra de algo, que en silencio, lleva por dentro ya muerto mucho tiempo. Imposible evitar que el recuerdo avance por debajo de la piel, tranzando con reminiscencias un mapa para siempre volver a donde nunca quisimos. Y haber tejido (Irreversible) la coraza, segunda piel que no deje ver al otro, que se sangra. Lento y continuo.
Quedamos espantados cuando arrancamos esa coraza y quedó, a la intemperie, el horror de lo que somos. Lo que todavía late. Siniestro. En carne viva. Palpitamos lobos de montañas, que ahuyentaron a esos que venían a salvarnos. Y nos quedamos solos, junto a nuestros trazados contornos por el viento. Ese viento que alguna vez, me llevó hasta tu sombra. Hasta tu boca. Mi luz espectral. Mi preciosa estrella chispeante.
La vana idea de tocarte... un jinete de fuego pasa por mi sonrisa.
