Mi vecino murió ayer. Cayó de su techo y fue tragado por la tierra. No es la primera persona que perdemos así, pero lo que lo hizo notable fue cómo cayó. Trataba de impedir que su perro saliera al tejado. El can está bien, o eso asumo. Salió corriendo. Ellos no son afectados, los animales. Este mal está reservado para nosotros. Hacer un descubrimiento tan nihilista como ese fue más de lo que pude soportar; era todo una jodida pesadilla. Bebí con tanto exceso que caí inconsciente por todo lo que quedaba del día.
Cuando desperté, con dificultad podía ubicarme en esa densa oscuridad en la que me encontraba. Encendí todos los interruptores de luz y fusibles, pero la energía se había ido. Tomé una linterna de mi caja de herramientas y recorrí la casa, ignorante de lo que pasaba. Al llegar a mi alcoba, lo vi: el último vestigio de luz natural que advertiría. Me obligué a creer que era de noche y había dormido todo el día en un coma alcohólico. Para cuando avancé a la ventana, la luz desapareció. Estaba bajo suelo. Traté de salir, escarbando por horas a través de la tierra que no dejaba de llegar, sin resultado.
No sé cuánto más conseguiré permanecer aquí. En esta enorme tumba. Tengo suficiente comida y oxígeno, y hasta conseguí alumbrar un poco con algunas candelas y una cajetilla de fósforos. La linterna murió hace un tiempo.
Pero este es nuestro destino. El destino del ser humano. Nuestro regreso a la tierra.