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La luz de la luna buscaba con impaciencia aquella música de arpa que se acercaba cada vez más y más a aquel macabro y sórdido lugar donde se encontraban aquellas dos hermosas y místicas musas de la muerte y la tragedia, que para aquellos momentos no hacía mucho que habían luchado entre sí. La luz de la luna, debemos decir, buscaba aquella música para amarla, para experimentar el dulce deshielo de su propia soledad, para dejar de sentir la fatigante fruición del vacío absoluto. Sin embargo, lo que la luz de la luna nunca supo, porque nadie tuvo nunca el suficiente tacto para decírselo, era que aquella no era una de esas músicas preparadas de antemano, para soliviantar cualquier alma existente, o cualquier corazón agitado, con grandes dosis de pasión. No, claro que no. Aquella era más bien, y a decir verdad, una música de muerte.

"A veces pienso que hay suficiente alma en cada nosotros para que una vez fallezcamos, pueda forjarse una nueva estrella en el firmamento. Pero en otras ocasiones también se me ocurre pensar que cuando alguna estrella se quiebra ante la melancolía infinita de sus propias irisaciones y estalla, esa energía, esa delicuescencia cósmica, ese colapso de singularidad suprema, tiene la suficiente fuerza como para destruir, o borrar, o anular el tejido constitutivo de cualquier alma", esas palabras, dichas con cierta tranquilidad de espíritu pero que no dejaban de arder de forma indescriptible en el aire, fueron dichas a unos cuantos kilómetros de la espeluznante cárcel en la cual se encontraban aquellas dos hermosas y místicas musas de alma guerrera que mencionamos líneas atrás. Fueron dichas nada más y nada menos que por el representante de la más importante coalición militar del orbe, es decir, Miguel Montalbán Maffla. Y mientras Montalbán hablaba, en aquella cárcel de mirada macabra y de ambiente ligeramente tenue, una gran cantidad de vísceras, sesos y otras partes brutalmente arrancadas o extraídas del cuerpo humano, hacían las veces de sanguinaria orquesta a una música de arpa. Una música que llevaba dentro de sí una esencia sublime y quintaesenciada. Una música que de tiempo en tiempo congelaba y de tiempo en tiempo encendía la sonrisa del cielo nocturno y dotaba a unas nubes ligeramente rojas y ocres de una fuerza ciclónica y pasional. Y claro, como bien podemos imaginar, quien tocaba el arpa en aquella tétrica y sombría cárcel llena de cadáveres y rastros de sangre por doquier, no era otro más que el mismísimo Alessandro Gabriel Vanstrien, quien de un momento a otro apareció frente a la mujer del parche en el ojo izquierdo y la mujer de los ojos y el cabello de fuego. Él apareció, con una pérfida y maligna intención reluciendo en lo más profundo de su mirada arcangélica. La intención de asesinar a aquellas dos hermosas musas, a aquellas dos mujeres de aura implacable, tal y como minutos atrás asesinó de forma rápida y despiadada a un gran número de guardias y convictos en aquella cárcel. En aquella insana perdurabilidad de la muerte manchada de rojo almagre y rodeada por una rabia muda y descontralada. Sí, una feroz pelea estaba a puño limpio, porque así lo decían las miradas que chocaban, estaba a punto de empezar.

—Voy a ser breve —le dijo Miguel Montalbán Maffla a aquellos dos hombres a los que se dirigía, es decir, a Marcel Larkin y a Dumet Saúl Portela, a quienes, por cierto, mantenía esposados, cada uno a una silla, dentro de un oscuro, insípido y frío cuarto de interrogatorio—. Muy seguramente los dos se estarán preguntando por qué los he mandado a secuestrar y a traer hasta acá. Pues bien, mis buenos amigos, he de decir que he hecho un trato con el señor Pascual Praguere, ya que él tiene algo que me interesa y que, según sé, está dispuesto a intercambiar por una buena suma de dinero y alguno que otro favor de índole militar. Me refiero a una pequeña profetiza que es muy buena vaticinando importantes hechos del futuro. Sí, así es, señor Marcel, estoy hablando de su pequeña sobrina.

La mitología y la vida comparten el mismo vínculo nebuloso que bien podríamos encontrar entre la realidad humana y el ancho universo de la significación. Para dar cuenta de ello, de repente hemos creído conveniente mencionar una famosa historia de la mitología celta. Se trata de la mística arpa de Dagda, instrumentos musical también conocido como La mano de música cuádruple o como El roble de los dos gritos. Un instrumento poco común que, según se dice, poseía tres aires distintivos. Uno de ellos provocaba el llanto, otro hacía reír, y el tercero, por su parte, adormecía poco a poco a los espectadores de aquel hechizo musical. Se cuenta, de igual forma, que cierto día, alguien, valiéndose de aquella arpa, logró derrotar a los ejércitos fomorianos durante la segunda batalla de Meg Tured. Eso sí, mucho más hermético, como un buen puñado de noches desesperanzadas que llegaron a perder la crónica de todos sus pecados durante un solo segundo, resulta el hecho, igualmente mítico, de que, según se dice en algún misterioso libro, quien sepa enamorar los olvidos que desprende el arpa de Dagda en su música, y descubrir la húmeda naturaleza de sus pasiones, puede descubrir en ella, a su vez, un cuarto aire, el lúgubre y escalofriante aire de la muerte atroz. Gabriel, el arcángel de Dios, no lidera el contingente casi infinito de las fuerzas celestiales, pero, para efectos prácticos, él es el ángel más poderoso de todos. En una cárcel macabra donde se halla sangre y cadáveres por doquier, se encuentra él, con las venas de sus ojos inflamadas por la emoción del sadismo y la pasión del combate. Nunca antes la luna de aquel lugar del mundo había sido tan roja e infernal. La neblina ligeramente tóxica que habíamos mencionado con anterioridad, debemos anotar, se mueve, al igual que las rojas y ocres nubes, de forma desenfrenada. Tan fuerte es la brisa que las empuja, es decir, que empuja a aquellas nubes y a aquella neblina, que aun cuando la bóveda celeste vuelve a estallar en lluvia de forma repentizada, el siniestro y espantoso chiflido de aquella brisa se mantiene por encima del sonido que producen las gotas de lluvia al caer. Alessandro Gabriel Vanstrien sonríe. Una sonrisa de placer perverso que incita a que Melanie Oldman y su nueva amiga se coloquen en posición de pelea. Luego, el fuego. Una hoguera de almas cuyas llamas transitan sobre el velo de la muerte. Cuando aquellas dos hermosas musas de aura implacable se percatan, Alessandro, quien en un momento dado se encontraba a unos cuantos metros de ellas, se halla, casi como por arte de magia, a un palmo de narices, y luego, sin darle tiempo a ninguna de las dos de reaccionar, les propina un fuerte y contundente golpe a cada una.

De las inercias de la piel a un mar de constelacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora