Rosa nació en una familia trabajadora de clase media. Sus padres nunca tuvieron una buena relación, por lo cual a sus 10 años vió como el divorcio dividía a su familia.
La madre de Rosa era una persona fría, dura como la piedra. La vida no había sido amable con ella, y el tiempo la había transformado en una mujer sumamente independiente, a costa de la calidez que se supone debería tener una madre, la cual no recobraría hasta mucho después, con la llegada de sus nietos.
El padre de Rosa estaba loco. Por loco no me refiero a una persona fuera de lo común, sino a alguien realmente loco. Presa de un accidente que lo dejó discapacitado, le recordaba a Rosa todos los días lo inútil que eran ella y su madre, y lo mucho que la mataría si pudiera levantarse de esa silla y comprar un arma. Falleció a la edad de 50, consumido por el odio.
Rosa jugaba, como cualquier niña de su edad. Tenía un oso de peluche que la acompañaba a todos lados y que décadas después, a sus casi 60, aún conservaría y cargaría en silencio, anhelando empezar de nuevo, lejos de esta vida.
En el colegio estaba casi tan sola como en su casa. Sus compañeras, compañeros y hasta los profesores se burlaban de su peso, como si realmente fuera algo que debiera importarle a una niña de 10 años. La respuesta que su madre le daba a esto era que si no quería que la molestaran, debía aprender a cerrar la boca y no comer de más. Y así transcurrieron años. Pasó su adolescencia entre críticas de su madre y discusiones con su padrastro, quien pretendía mucho de los demás y daba muy poco de sí. Tuvo su primer trabajo como administrativa a la edad de 17 años en un estudio, empleo que mantuvo para poder cursar la carrera de sociología.
Rosa se casó joven con un hombre que no estaba segura de amar pero quien era un escape de su madre y su soberbia pareja. Horacio, su marido, falleció 3 años después en un accidente, sin ella estar segura aun si alguna vez lo había amado.
La soledad la llevó a una depresión que la dejó pesando 40 kg a la edad de 23 años. Ella había dejado su carrera para casarse (en la familia de Rosa estaba mal visto que la mujer no se ocupara bien de su marido además de tener empleo) y ahora estaba a la deriva, con escasos ingresos y un nivel de estudios básicos.
La ayuda no tardó en llegar y Rosa pudo salir adelante bajo el ala protectora de su madre, quien ocupaba todas sus energías en recordarle a Rosa lo inútil que era y lo mucho que fracasaba, a la vez que apuntaba cada uno de sus errores con una precisión asesina.
Algunos años y pocos hombres pasaron por la vida de Rosa. Las relaciones hacia tiempo que no funcionaban para ella y, aunque no quisiera admitirlo, sus parejas eran muy parecidas a su padre o muy parecidas a su difunto esposo. Rosa sabía que esas relaciones no estaban hechas para durar.
Los 30 años la encontraron soltera y económicamente estable. Luego de recuperarse de la anorexia nerviosa por la que casi había desaparecido, Rosa intentaba establecerse lejos de su madre, quien aún continuaba resaltando todos sus errores.
En el medio de esa inestable estabilidad fue que conoció a Martín, unos años más joven y con una visión del mundo totalmente diferente a la de ella.
Él, el pibe de clase baja, el que había trepado desde el barro de las calles de zona sur, el que ahora tenía un departamento en Almagro y el hambre que sienten aquellos dispuestos a comerse el mundo. Fue un golpe de luz que la encandiló... Y se enamoró.
Con un pie casi fuera del país, proyectando un futuro mejor en un lugar lejano, Rosa decidió quedarse. Se quedó por amor, si, pero también se quedó por su bebé, y es que hacía 3 meses que estaba embarazada.
Podríamos cerrar la historia acá y decir que aquel bebé nació y fueron una familia feliz. Pero no. Esto no es Disney, y Rosa no es una princesa.
El embarazo trajo consigo ciertas complicaciones económicas que ambos deberán afrontar. Rosa había renunciado a su trabajo poco antes de conocer a Martín, con la certeza que su futuro iba a desarrollarse en otro país. Martín era un camarero cuyas propinas apenas alcanzaban para pagar los impuestos y lo justo para comer. Sin embargo, el pibe no podía estar más feliz. Ella le había dicho que no tenía por qué hacerse cargo del bebé, que sin importar lo que el quisiera, ella iba a llevar el embarazo a término y cuidar de su hijo y que no iba a obligarlo a ser parte de eso si no quería. Nadie espera ser padre a los 22 años, pero para él, el momento no podía ser mejor y se quedó.
Nació en otoño una niña a quien llamaron Elizabeth. Para cuando la pequeña tenía 3 años, su familia había alcanzado la solvencia económica para darle todo lo que necesitaba y más. Todo parecía estar bien. Rosa, sin embargo, no lo estaba. La maternidad nunca había estado en sus planes y, aunque no quisiera admitirlo, una parte de ella odiaba a la niña. Cada vez que veía a su hija a los ojos, veía un error. Oía la voz de su madre decir como había fallado, como se había equivocado. Era como si su irresponsabilidad y sus imperfecciones se hubieran materializado en esa cosa tan pequeña. Sentía lo que probablemente todas las mujeres de su familia habían sentido antes que ella: el comienzo del legado familiar, la enorme cadena de equivocaciones.
Para los 4 años de Elizabeth, Rosa quedó embarazada nuevamente. Martín no cabía en sí de felicidad y comenzaron a planear todo meticulosamente, con su madre, obviamente, metiendo la nariz en cada detalle.
A mediados del año siguiente Rosa dió a luz a David, de 3.980 kg. La primera semana del neonato la pasaron en el hospital, con el pequeño totalmente intubado debido a una complicación en el parto. No sería sino hasta dos décadas después que Rosa aceptaría que la misma se había debido al estrés provocado por el abuso sexual de Elizabeth por parte de su cuñado y la montaña de mierda familiar que eso destapó.
El abuso sumado a la depresión post parto golpearon fuerte a la no tan feliz madre, y Rosa ganó 20kg y una notoria intolerancia que los años incrementarían. No lograba conectar con sus hijos y estaba segura que esto se debía a que intermitente los veía como aquellos llegados para consumirle la vida.
Como si no fuera suficiente, su madre ahora pasaba más tiempo en la casa con la excusa de ayudarla, mientras se deleitaba haciendo lo que más le gustaba hacer: criticar a Rosa.
La demanda del cuidado de los niños y las críticas de su madre, llevaron a Rosa a desarrollar un humor casi violento e inestable. La situación empeoró a tal punto que, un año después del nacimiento de. David, Martín se marchó por un tiempo de la casa. Si bien no fue mucho, ese tiempo alcanzó para marcar un antes y un después en la pareja. Ella, convencida de nunca estar equivocada y el, condenado a dormir con alguien que ya no amaba con tal de poder ver a sus hijos.
Pasaron los meses entre discusiones y tensión, y para cuando David cumplía 2 años, la pareja se separaba definitivamente. La madre de Rosa se encargo de marcar este como uno de los mayores fracasos de la vida de su hija, mientras le decía a ella y a sus nietos que ella nunca había aprobado a esa "basura".
Rosa, resentida y enojada, buscaba cualquier excusa para que ver a los niños le conllevara a Martín mucho más que un trámite. Si bien ella no quería estar con los niños, tampoco quería darle el gusto a el de que los viera.
El resto pueden imaginarlo un poco. Elizabeth creció para convertirse en la receptora de las críticas de su madre. Todo el resentimiento que había acompañado a Rosa durante su vida culminaba en su hija, quien, para su desgracia, había heredado los rasgos de su padre y el género poco favorecido en su árbol genealógico. David tiene una vida feliz. Su madre nunca supo como tratarlo, pero al menos no lo maltrataba como a su hermana ni lo sofocaba con sus críticas. Con el tiempo pudo abrirse un poco y hacer su vida, siempre preguntándose que era lo que estaba mal entre su madre y su hermana. Martín eventualmente consiguió ver más a los niños, pero para cuando eso ocurrió, se encontraba en pareja con una mujer a la que no le agradaban y los veía poco. Luego de estar años atrapado en una relación sumamente tóxica, logró rehacer su vida y actualmente se encuentra en pareja con una agradable mujer con quien tienen una niña, mientras de a poco intenta reconstruir su relación con sus hijos.
Rosa? Ella nunca va a ser feliz. Descarga sus frustraciones constantemente en su hija, ya que es la única forma que conoce de relacionarse con ella. Se casó nuevamente con un hombre con quien mantiene poca comunicación a pesar de hablar mucho. Sigue escuchando constantemente las críticas de su madre, que ahora se suman a las suyas y hacen un triste coro en su cabeza que se la pasa recordándole lo mucho que pudo ser y no fue.
Ella aun conserva su oso de peluche, todo viejo y malogrado por el tiempo. Rosa a veces sueña, a sus casi 60 años, con la vida que nunca tuvo ni va a tener.