Prólogo: Lluvia de sangre

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La torre Lijiang era uno de los edificios más grandes y prestigiosos de China, pero ya no, ahora estaba recubierto en llamas. La mayoría de los ventanales y numerosas partes del edificio estaban hechas añicos. 

Las alarmas de los coches policiales en la calle, eran atenuados por la fuerte lluvia que caía acompañada de repetidos y estruendosos relámpagos y truenos, que iluminaban la oscuridad de la noche. 

Distintos drones con cámaras y focos instalados, sobrevolaban la azotea. Podían captar a dos mujeres, acostadas en el suelo, una al lado de la otra, aparentemente desmayadas o muertas. Una de ellas, era una joven de piel pálida con una ropa ajustada de color morado, y que sostenía un rifle de francotirador partido en dos. A su lado, se encontraba una anciana, con un tono de piel más oscura y unas ropas blancas, con otro rifle de francotirador azulado y visiblemente funcional a su costado.

En una parte no muy alejada de ellas, próxima a un hueco (donde antes de ser destruida, había una barandilla que daba seguridad al precipicio del edificio), se encontraba un hombre arrodillado y aguantándose el torso herido. Vestía con una chaqueta de motero y llevaba una mascara que le cubría desde los ojos hasta la barbilla, aunque se encontraba rota y podía apreciarse parte del rostro repleto de cicatrices. 

En frente suya, se hallaba en pie, un aterrador hombre, si es que se le podía considerar un hombre y no un monstruo, vestido completamente de negro, con una capucha y una máscara cubriendo toda su cara. Era lo más parecida a una calavera y  también estaba dañada con una considerable grieta de punta a punta.

Se notaba que una gran batalla había acontecido y sólo quedaban ellos dos, esos viejos camaradas enfrentados por última vez, este era el final de alguno de ellos.

  —Hagámoslo sin máscaras, Reyes —dijo el hombre arrodillado.

  —Como gustes, Morrison —respondió el ser con una voz fría e inquietante, como si de un muerto viviente se tratase.

El arrodillado se la quitó sin dificultad, pero el otro, noto un tirón como si la tuviera pegada.

—Lo siento mucho, Gabriel... —dijo el arrodillado con sentimiento al ver el rostro de su antiguo camarada.

—No lo sientas... —respondió mientras se acercaba a él lentamente y cerrando las enormes garras, que goteaban lluvia y sangre. Por cada paso que daba hacia el hombre arrodillado, sonaba un chapoteo por la gran cantidad de agua que había en la superficie del suelo.

El hombre arrodillado, se levantó con apuro para aparentar ser el soldado firme que siempre aparentaba ser, pero en el fondo sabía que esos chapoteos de su camarada, era como los latidos de su corazón, que pronto cesarían.

Los pasos sonaban cada vez más cerca: pasos, pasos, pasos y de repente un potente trueno zumbó.


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