¿Cómo se llega a ese misterioso Archipiélago? Hora tras hora vuelan aviones, navegan barcos y retumban trenes en esa dirección, pero no llevan un solo letrero que indique el lugar de destino. Tanto los taquilleras como los agentes de Sovturist y de Inturist se quedarían atónitos si les pidieran un billete para semejante lugar. No saben nada ni han oído nada del Archipiélago en su conjunto, y tampoco de ninguno de sus innumerables islotes. Los que van a ocupar puestos de mando en el Archipiélago proceden de la Academia del MVD. Los que van de vigilantes al Archipiélago son convocados a través de la Comandancia Militar. Y los que van allí a morir, como usted y yo, mi querido lector, deben pasar forzosa y exclusivamente por el arresto. ¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?, ¿que se abate sobre nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura? El universo tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un centro del universo. Y el cosmos se desmorona cuando le dicen a uno entre dientes: «¡Queda usted detenido!». Si alguien como usted está detenido, ¿no será que ha habido un cataclismo?, ¿habrá quedado algo en pie? Con el cerebro en blanco, incapaces de abarcar tales evoluciones del cosmos, a todos, del más simple al más despierto, no se nos ocurre en ese instante, pese a nuestra experiencia de la vida, más que balbucear: –¿Yo? ¿Por qué? Pregunta repetida millones y millones de veces antes de que la hagamos nosotros, y que nunca ha obtenido respuesta. Una detención es un tránsito impresionante, un cambio que nos transpone de un estado a otro. La larga y sinuosa calle de la vida nos llevaba, a veces con paso alegre y otras veces en un sombrío vagar, a lo largo de unas vallas, vallas y más vallas, cercas de hierro, tapias de cemento, de ladrillo, de adobes o de madera podrida. No nos parábamos a pensar qué podía haber detrás de ellas. No intentábamos elevar la mirada ni el pensamiento hacia el otro lado. Pero allí, precisamente, justo a nuestro lado, a dos metros comenzaba el país del GULAG. Tampoco observábamos en aquellas tapias el incontable número de puertas y portillos perfectamente ajustados y muy bien disimulados. ¡Todos estos portillos, todos, estaban esperándonos! Y de pronto se abría rápidamente la puerta fatal, y cuatro manos blancas masculinas, no acostumbradas al trabajo pero robustas, nos agarraban por el brazo, por la pierna, por la solapa, por la gorra, por la oreja, nos arrastraban como un saco, y cerraban para siempre el portillo a nuestras espaldas, la puerta de nuestra vida pasada. ¡Se acabó! ¡Queda usted detenido! Y no atinas a dar ninguna respuesta, nin-gu-na, como no sea el balido de corderito: –¿Yo-o? ¿Por qué?... El arresto es un fogonazo cegador, un golpe que desplaza el presente convirtiéndolo en pasado, que convierte lo imposible en un presente con todas las de la ley. Y no hay más. Esto es todo lo que somos capaces de asimilar, no ya en la primera hora, sino incluso en los primeros días. Centellea todavía en nuestra desesperación una luna de papel, un decorado de circo: «¡Es un error! ¡Lo aclararán!». Y todo lo demás, que actualmente conocemos por la imagen tradicional e incluso literaria de una detención, ya no puede almacenarse ni organizarse en nuestra turbada mente, sino en la memoria de nuestra familia y de los vecinos con compartimos piso. Es un estridente timbrazo nocturno o un golpe brutal en la puerta. Es la arrogancia de unos agentes que irrumpen en casa sin limpiarse las botas. Es el asustado y anonadado testigo que permanece a sus espaldas. (¿Para qué traen siempre a un testigo? Las víctimas no se atreven a preguntar y los agentes ni le prestan atención, pero lo dispone la normativa, y deberá pasarse toda la noche en vela y firmar al amanecer. También para el testigo, arrancado de la cama, es un suplicio: noche tras noche de arriba abajo, colaborando en el arresto de vecinos y conocidos.) El arresto tradicional son también las manos temblorosas que preparan las cosas del detenido: las mudas de ropa interior, el pedazo de jabón, algo de comida. Y nadie sabe qué es preciso llevarse, qué está permitido y qué ropa es la más conveniente, y los agentes meten prisa e interrumpen: «No necesita nada. Allí le darán de comer. Allí no hace frío». (Mentira. Con las prisas quieren meter más miedo.) El arresto tradicional son también -después, cuando ya se han llevado al pobre detenido- las muchas horas que va a ocupar nuestra vivienda una fuerza intrusa, dura e implacable. Romper, desgarrar, sacar y arrancar de la pared, arrojar al suelo desde los armarios y las mesas, sacudir, desparramar, despedazar, montones de desechos en el suelo, crujidos bajo las botas. ¡Durante un registro no hay nada sagrado! Cuando arrestaron al maquinista de tren Inoshin, había en la habitación el pequeño féretro de su hijo, un niño que acababa de morir. Los juristas arrojaron al niño del ataúd y revolvieron también allí. Y sacan violentamente a los enfermos de sus camas, y desenrollan los vendajes. ¡Durante un registro no hay nada que esté fuera de lugar! A Chetverujin, un aficionado a las antigüedades, le incautaron ukases zaristas («ukases..., tantas hojas»), entre ellas, el ukase del fin de la guerra contra Napoleón, el de la formación de la Santa Alianza, y plegarias contra el cólera de 1830. A Vóstrikov, nuestro mejor especialista en el Tíbet, le confiscaron valiosos códices antiguos tibetanos (¡los discípulos del difunto a duras penas consiguieron rescatarlos del KGB al cabo de treinta años!). Cuando arrestaron al orientalista Nevski se llevaron manuscritos tangutos (veinticinco años después le fue concedido el Premio Lenin a título postumo por haberlos descifrado). A Karguer lo despojaron del archivo sobre los ostiales del Yeniséi, le prohibieron el alfabeto y la escritura que había inventado, y ese pueblo se quedó sin escritura. Sería muy largo describir todo esto en lenguaje académico, pero el pueblo habla de los registros de la siguiente manera: buscan lo que no hay. Todo lo que les quitaban quedaba requisado y a veces obligaban al propio detenido a que lo llevara a cuestas -como Nina Aleksándrovna Palchinskaya, que cargó sobre sus espaldas un saco con documentos y cartas de su difunto marido, hombre muy laborioso, un gran ingeniero ruso- hasta sus fauces, para siempre, sin regreso. Tras el arresto, los que quedan se enfrentan a una interminable vida, vacía y revuelta. Y el intento de hacerle llegar paquetes al detenido. Pero en todas las ventanillas les ladran: «Este no figura aquí», «¡No existe!». En los peores días de Leningrado había que pasarse cinco días apretujado en la cola para llegar a la ventanilla. Y sólo quizás, al cabo de medio año, o de un año, el propio detenido dejaba oír su voz. O bien te espetaban: «Sin derecho a correspondencia». Y esto quería decir para siempre. «Sin derecho a correspondencia» significaba casi con toda seguridad que lo habían fusilado. En una palabra, «vivimos en unas condiciones tan atroces que un hombre desaparece sin dejar rastro, y sus personas más allegadas, su madre, su esposa..., pasan años sin saber qué ha sido de él». Una verdad como un templo, ¿no? Pues lo escribió Lenin en 1910, en una nota necrológica acerca de Bábushkin. Pero dejemos clara una cosa: Bábushkin llevaba un convoy de armas para una insurrección y con ellas lo fusilaron. Sabía a lo que se exponía. Mas éste no es el caso de los simples borregos, de nosotros. Así nos imaginamos nosotros el arresto. Ciertamente, en nuestro país preferían el arresto nocturno, como el que acabamos de describir, porque ofrecía considerables ventajas. Todos los ocupantes del piso estaban dominados por el horror desde el primer golpe en la puerta. El detenido era arrancado de la tibia cama, por lo que se encontraba enteramente en la indefensión del sueño y su razón aún estaba enturbiada. En un arresto nocturno, los agentes disponían de superioridad de fuerzas: llegaban varios hombres, armados, contra uno solo con los pantalones a medio abrochar; durante los preparativos y el registro se tenía la seguridad de que en el portal no se congregaría una muchedumbre de posibles partidarios de la víctima. La lenta y gradual visita a una vivienda, luego a otra, mañana a una tercera y a una cuarta, ofrecía la posibilidad de utilizar de forma racional al personal operativo y de meter en la cárcel a una cantidad de ciudadanos varias veces superior al número de agentes que componían la plantilla. Otra de las ventajas de los arrestos nocturnos era que ni los vecinos de la casa, ni las calles de la ciudad, podían ver a cuántos se habían llevado durante la noche. Aunque asustaban a los vecinos más cercanos, no eran ningún acontecimiento para los que vivían más lejos. Como si no existieran. Por aquel mismo asfalto que de noche recorrían los «cuervos» pasaba de día la juventud con banderas y flores cantando alegres canciones. Sin embargo, los que recolectaban, aquellos cuya tarea consistía sólo en arrestar, aquellos para quienes los horrores de los detenidos eran una tediosa rutina, entendían la operación de detener de un modo mucho más amplio. Tenían una gran teoría; no vayan a creer, ingenuamente, que no la tenían. La ciencia de la detención es un párrafo importante del curso general de penitenciaría y se sustenta en una teoría social fundamental. Los arrestos se clasificaban según las modalidades: nocturnos y diurnos; en el domicilio, en el lugar de trabajo y en viaje; por primera vez o por segunda vez; individuales o en grupo. Los arrestos se distinguían por el grado de sorpresa requerido, por el nivel de resistencia que cabía esperar (aunque en decenas de millones de casos no se esperaba ninguna resistencia, porque no se daba). Las detenciones se diferenciaban también por la escrupulosidad del registro; por la necesidad o no de levantar inventario y confiscarlo todo; por el sellado de las habitaciones o viviendas; por la necesidad de detener a la esposa después que al marido, de enviar a los niños a un orfanato, o bien al resto de la familia al destierro, o también a los ancianos a un campo penitenciario. Por otra parte, existe toda una Ciencia del Registro (en Almá-Atá tuve ocasión de leer un folleto para quienes estudiaban Derecho por correspondencia). El folleto se deshacía en elogios hacia los juristas a quienes durante un registro no se les caen los anillos por revolver dos toneladas de estiércol, seis metros cúbicos de leña, dos carretas llenas de heno, limpiar de nieve toda la zona aneja a la finca, arrancar los ladrillos de las estufas, vaciar los pozos negros, comprobar las tazas de los retretes, buscar en las casetas de los perros, en los gallineros, en los nidos de estorninos, agujerear los colchones, arrancar cataplasmas e incluso dientes metálicos para buscar un microfilme. Se recomendaba muy encarecidamente a los estudiantes que empezaran por cachear al detenido y que al terminar procedieran a un segundo cacheo (por si el detenido se había guardado algo que buscaban); y también que volvieran de nuevo al mismo lugar, pero a otra hora del día, para practicar un nuevo registro. Ya lo ven, las detenciones varían en su forma. En cierta ocasión, Irma Mendel, una húngara, consiguió del Komintern (1926) dos entradas de primera fila para el teatro Bolshói, e invitó al juez Kleguel, que le hacía la corte. Estuvieron haciendo manitas durante todo el espectáculo, y después el juez se la llevó... directamente a la Lubianka. Y si un florido día de junio de 1927, en Kuznetski Most, un joven petimetre hace subir a un coche de punto a Anrta Skrípnikova, una beldad de trenza rubia y cara redonda que acababa de comprarse una pieza de tela azul marino (el cochero ya comprende de qué se trata y frunce el ceño: sabe que los Óiganos nunca pagan los trayectos), sabed que no se trata de una cita amorosa, sino que es también una detención, que torcerán inmediatamente hacia la Lubianka y que se introducirán en las negras fauces del portal. Y si (veintidós primaveras más tarde) el capitán de segundo rango Borís Burkovski, con su guerrera blanca y su aroma de agua de colonia cara, compra una tarta para una muchacha, no juréis que la tarta llegará a la moza, que no la registrarán con cuchillos y que no será introducida por el propio capitán en su primera celda. No, nunca se desdeñó en nuestro país ni la detención diurna, ni la detención en viaje, ni la detención en medio de una bulliciosa multitud. Sin embargo, se realizaba discretamente y, ¡es curioso!, las propias víctimas, de acuerdo con los agentes, se comportaban del modo más digno posible para no permitir que los vivos advirtieran la perdición del condenado. No a todo el mundo se le puede detener en su domicilio llamando a la puerta (pero si no queda más remedio, dirán que es «el administrador», «el cartero»), ni tampoco se puede detener a cualquiera en su puesto de trabajo. Si el detenido está mal predispuesto, es más cómodo hacerlo fuera de su ambiente habitual, lejos de sus familiares, de sus compañeros de trabajo, de sus correligionarios, de sus escondrijos: no se le debe dar tiempo a destruir nada, a esconder cosas o entregárselas a otros. A los altos cargos, militares o del partido, les daban a veces un nuevo destino, ponían a su disposición un vagón de lujo y los detenían por el camino. Y si se trata de un simple mortal al que aterrorizan las detenciones en masa y que lleva ya una semana soportando las miradas ceñudas de sus jefes, de pronto se le llama a la sección local del sindicato donde, radiantes, le ofrecen una putiovka para el balneario de Sochi. El borrego se enternece: o sea, que sus temores eran infundados. Da las gracias y parte exultante a casa para hacer las maletas. Faltan dos horas para la salida del tren, y regaña a su esposa que tarda una eternidad. ¡Ya estamos en la estación! Aún queda tiempo. En la sala de espera o en un tenderete donde venden cerveza lo llama un joven simpatiquísimo: «¿No me conoce, Piotr Iványch?». Piotr Iványch se siente confuso: «Creo que no, aunque...». El joven se prodiga en atenciones, con la más benévola amistad: «Bueno, pero cómo, pues yo sí le recuerdo...». Y se inclina con respeto ante la esposa de Piotr Iványch: «Perdone que le robe a su esposo por un minuto...». La esposa consiente y el desconocido se lleva a Piotr Iványch confiadamente del brazo... ¡para siempre o por diez años! Y en la estación todo es bullicio, nadie advierte nada... ¡Ciudadanos a quienes guste viajar! No olvidéis que en todas las grandes estaciones hay una sección de la GPU y también unas cuantas celdas. La insistencia de estos falsos conocidos es tan recia que un hombre que no esté curtido como un lobo en el campo penitenciario no acierta a sacárselos de encima. Y no creas que si eres funcionario de la embajada estadounidense y te llamas, por ejemplo, Alexander Dolgun, no pueden arrestarte en pleno día, en la calle Gorki, cerca de la Central de Telégrafos. Tu desconocido amigo se precipitará hacia ti atravesando la masa de transeúntes, abriendo sus enormes brazos: «¡Sa-sha!», sin disimular, a grito pelado. «¡Sinvergüenza! ¡Cuánto tiempo sin vernos! Anda, apartémonos un poco, que estamos estorbando a la gente.» Y en este lugar aparte, acaba de arrimarse al borde de la acera, en ese preciso instante, un coche Pobeda... (Al cabo de unos días, la agencia TASS comunicará irritada en todos los periódicos que los círculos competentes nada saben de la desaparición de Alexander Dolgun.) ¿Qué tiene de particular? Si nuestros bravos mozos han practicado arrestos así, no ya en Moscú sino en Bruselas (de este modo cogieron a Zhora Blednov). Hay que reconocer a los órganos de la Seguridad del Estado sus méritos: en una época en que los discursos de los oradores, las obras de teatro y la moda femenina parecen producidos en serie, las detenciones en cambio pueden presentar múltiples formas. Te llevan aparte en la entrada de la fábrica, una vez te has identificado con el pase, y ya estás; te sacan del hospital militar con fiebre (Hans Bernstein) y el médico no protesta (¡que se le ocurra!); te sacan directamente del quirófano, en plena operación de úlcera de estómago (N.M. Vorobviov, inspector regional de enseñanza, 1936) y te meten en una celda medio muerto y ensangrentado (como recuerda Karpúnich); consigues (Nadia Levítskaya) a duras penas una entrevista con tu madre condenada, ¡y te la dan!, pero resulta que el careo precede a la detención. En el supermercado Gastronom te invitan a pasar al departamento de pedidos y te detienen allí mismo; te detiene un peregrino al que por caridad dejaste pasar la noche en casa; te detiene el fontanero que vino a tomar la lectura del contador; te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la Caja de Ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y sólo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde. A veces, las detenciones llegaban a parecer un juego, tan fecunda inventiva y tanta energía superflua se depositaba en ello, cuando en realidad la víctima no se resistiría aunque no hubiera tamaño despliegue. ¿Pretendían los agentes justificar así su servicio y su gran número? De hecho, parece que hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (A los koljosianos los cogían así. O es que iban a ir de noche hasta sus cabañas por caminos intransitables? Los llamaban al consejo rural y allí los apresaban. A los obreros no cualificados los ñamaban a la oficina.) Como es natural, toda máquina tiene una capacidad de absorción determinada, y ésta, si se sobrepasa, deja de funcionar. En los tensos y febriles años de 1945-1946, cuando llegaban de Europa convoyes y más convoyes que había que engullir a la vez para enviarlos al Gulag, ya no estaban para estos juegos, la teoría había quedado muy deslucida y se habían perdido las plumas del ritual. La detención de decenas de miles de hombres se resolvía como quien pasa lista: tenían todos los nombres, llamaban a los de un convoy, los metían en otro, y se acabó. Durante varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada, por cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) de que era imposible escapar de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones, cuando al salir a trabajar los hombres se despedían de sus familias cada día, pues no podían estar seguros de volver por la tarde, incluso entonces apenas se registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa vive el lobo. Se debía también a una falta de comprensión de la mecánica de la epidemia de detenciones. A menudo, los órganos de la Seguridad del Estado no tenían grandes fundamentos para elegir a quién había que detener y a quién dejar en paz. Se orientaban únicamente por una cifra de detenciones prevista. Para alcanzar esa cifra podía seguirse un procedimiento sistemático, pero también podían ponerse en manos del azar. En 1937 una mujer fue a las oficinas de la NKVD de Novo-cherkask para preguntar qué debía hacer con el niño de pecho de una vecina suya detenida. «Siéntese», le dijeron, «y ya veremos.» Permaneció sentada un par de horas y luego la sacaron de recepción y la metieron en una celda: debían completar rápidamente la cifra y no tenían bastantes agentes para enviarlos por la ciudad, ¡y a aquella mujer ya la tenían allí! Por el contrario, cuando el NKVD de Orsha fue a arrestar al letón Andrei Pável, éste, sin abrir la puerta, saltó por una ventana, logró escapar y se marchó directamente a Siberia. Y aunque vivió allí con su propio apellido, y su documentación decía muy a las claras que era de Orsha, nunca fue encarcelado ni citado por los órganos de Seguridad del Estado, ni suscitó sospecha alguna. En realidad, existían tres grados de busca y captura: extensibles a toda la URSS, de carácter republicano, y regional. Casi la mitad de los detenidos en esas epidemias no fueron objeto de búsqueda más allá de su región. Cuando se iba a detener a una persona por circunstancias fortuitas, como por ejemplo la denuncia de un vecino, esa persona podía ser sustituida fácilmente por otro inquilino. Y lo mismo que A. Pável, las personas que caían casualmente en una redada, o en una vivienda rodeada por los agentes, y tenían la valentía de huir en aquel mismo momento, antes del primer interrogatorio-, nunca eran capturadas ni citadas a comparecencia. En cambio los que se quedaban a esperar justicia recibían una condena. Y casi todos, la aplastante mayoría, se comportaban con pusilanimidad, indefensión y resignación. También es cierto que cuando faltaba la persona buscada, el NKVD hacía que los parientes se comprometieran, bajo firma, a no ausentarse, y, naturalmente, luego no les costaba nada empapelar a los que se habían quedado en lugar del que había huido. El sentimiento general de inocencia engendraba una parálisis también general. ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A. I. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: «¡Márchate, Alexandr Iványch, estás en las listas!». Pero se quedó: «Soy yo el que lleva el peso de la escuela y da clase a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme?». (Lo detuvieron al cabo de unos días.) No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: «Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor, también me encerrarán a mí». (Lo tuvieron en prisión veintitrés años.) La mayoría se aferra a una fútil esperanza: Si no soy culpable, ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! Y cuando te estén arrastrando por las solapas, todavía exclamarás: «¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!». Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual: «¿Quién sabe si éste, precisamente...?». ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico: tan pronto como se aclare me soltarán. Entonces, ¿para qué vas a huir?, ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo no te resistes, sino que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se enteren los vecinos. Y luego en los campos penitenciarios te reconcome una idea: ¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población, la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubiéramos comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiese a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pincharle los neumáticos a ese «cuervo» que esperaba en la calle con sólo el chófer dentro. A los órganos de la Seguridad del Estado pronto les habrían Sitado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina. Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra... Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después. Además, ¿resistir a qué? ¿A que te confisquen el cinturón? ¿A que te ordenen retirarte a un rincón? ¿A que te manden atravesar el umbral de tu casa? La detención consta de pequeños preámbulos, de innumerables minucias, que, considerados por separado, no parecen suficiente motivo para discutir (en unos momentos en que el pensamiento del detenido se debate en torno a la gran cuestión: «¿Por qué?»), aunque, en conjunto, son todos estos circunloquios los que desembocan irremisiblemente en la detención. ¡Hay tantas cosas que ocupan el alma del recién detenido! Tantas son que llenarían un libro. Podemos descubrir sentimientos que ni siquiera sospechábamos. En 1921, cuando arrestaron a Evguenia Dorayenko, de diecinueve años, y tres jóvenes chekistas revolvieron su cama y hurgaron en la cómoda de la ropa interior, la muchacha no perdió la calma: no había nada, no encontrarían nada. Pero de pronto echaron mano a su diario íntimo, que ella no habría mostrado ni a su propia madre, y la lectura de esas líneas por tres jóvenes extraños y hostiles la impresionó más que toda la Lubianka, con sus rejas y sótanos. Para muchas personas estos sentimientos y afectos personales, destrozados por la detención, pueden tener más fuerza que las ideas políticas o el temor a la cárcel. La persona que no está interiormente preparada para la violencia es siempre más débil que el opresor. Sólo unas pocas personas, listas y valientes, reaccionan con reflejos. En 1948, cuando fueron a detener a Grigóriev, director del Instituto Geológico de la Academia de Ciencias, éste se encerró en un cuarto y estuvo dos horas quemando papeles. A veces, se siente sobre todo alivio, e incluso... alegría, especialmente durante las epidemias de detenciones: cuando a tu alrededor no cesan de detener a gente como tú, pero pasa el tiempo y no vienen por ti, van retrasándose. Es en verdad extenuante, es un sufrimiento peor que el de la propia detención, y no sólo para aquellos de ánimo débil. Vasili Vlásov, un intrépido comunista del que volveremos a hablar más de una vez, después de renunciar a la fuga que le proponían sus ayudantes, que no eran del partido, languidecía al ver que todos los cuadros de mando del distrito de Kady habían sido detenidos (1937) e iba pasando el tiempo y a él no lo detenían. Era de aquellos que ante el peligro ponen el pecho por delante, y encajó el golpe y se quedó tranquilo, y durante los primeros días que siguieron a la detención se sintió maravillosamente. En 1934, un sacerdote, el padre Irakli, viajó a Almá-Atá para visitar a unos creyentes deportados. Mientras tanto, fueron por tres veces a su piso de Moscú para detenerlo. A su regreso, las feligresas acudieron a la estación y no consintieron que volviera a su casa: lo escondieron de casa en casa durante ocho años. Sufrió tanto el sacerdote con esta vida de persecución, que cuando al final lo detuvieron en 1942, cantó alegres alabanzas al Señor. En este capítulo hemos hablado siempre de la masa, de los borregos encarcelados no se sabe por qué. Pero también tendremos que mencionar a aquellas personas que, incluso en esta época nueva, continuaban siendo auténticamente políticos. Cuando aún estaba en libertad, Vera Rybakov, estudiante socialdemócrata, soñaba con el izoliator de Suzdal, pues sabía que sólo ahí podría volver a ver a sus camaradas mayores (ya no quedaba ninguno en libertad) y cultivarse ideológicamente. En 1924 la eserista Yekaterina Olítskaya se consideraba incluso indigna de ser encerrada en la cárcel: en ella habían estado los mejores hombres de Rusia. Aún era joven y todavía no había hecho nada por Rusia. Pero la libertad estaba expulsándola ya de su seno. Y así ingresaron las dos en prisión: con orgullo y alegría. «¡Había que resistir! ¿Dónde estuvo vuestra resistencia?», increpan ahora a las víctimas los que se libraron del arresto. Sí, la resistencia debiera haber empezado en el momento del arresto. Pero no fue así. Y al final, se te llevan. En la detención diurna siempre hay un breve e irrepetible momento en el que, disimuladamente (si en tu cobardía has accedido a la discreción), o de manera completamente pública, con las pistolas desenfundadas, te conducen a través de la multitud de centenares de personas tan inocentes e indefensas como tú. Y nadie te tapa la boca. ¡Puedes gritar, no debieras dejar escapar la ocasión! ¡Gritar que se te llevan! ¡Que unos monstruos disfrazados andan a la caza de la gente! ¡Que los cogen con falsas denuncias! ¡Que están acabando en silencio con millones de seres! Y al oír muchas veces al día estos gritos, al oírlos en todas las partes de la ciudad, quizás a nuestros conciudadanos se les desgarraría el alma. Quizá las detenciones se harían más difíciles. En 1927, cuando la sumisión aún no había atrofiado tanto nuestros cerebros, dos chekistas intentaron detener en pleno día a una mujer en la plaza de Sérpujov. Ella se agarró a una farola y empezó a gritar y resistirse. Se congregó una muchedumbre. (¡Se necesitaba para ello a una mujer como aquélla, pero se necesitaba también a una multitud como aquélla! No todos los transeúntes bajaron la vista, ni todos se apresuraron a escabullirse.) Y aquellos diligentes muchachos se quedaron de inmediato desconcertados. No pueden trabajar a la luz de la sociedad. Subieron a su automóvil y huyeron. (¡La mujer tendría que haberse ido rápidamente a la estación y abandonar Moscú! Pero pasó la noche en su casa. Y esa noche se la llevaron a la Lubianka.) Pero de tus labios resecos no escapa un solo sonido, y la multitud que pasa por vuestro lado, con despreocupación, os toma, a ti y a tus verdugos, por unos amigos que van de paseo. Yo también tuve más de una ocasión de gritar. A los diez días de mi detención, tres parásitos del SMERSH, que transportaban con más celo las tres maletas de botín de guerra que a mi propia persona (después del largo camino hasta me tomaron confianza), me desembarcaron en Moscú, en la estación de Bielorrusia. Tenían el rango de escolta especial, pero en realidad sus metralletas eran más que nada un estorbo para arrastrar las pesadísimas maletas: unos bienes que habían saqueado en Alemania ellos mismos o sus jefes del contraespionaje SMERSH del segundo Frente Bielorruso. Un botín que ahora, con la excusa de escoltarme a mí, transportaban a la Patria, a sus familias. Yo cargaba con la cuarta maleta, a regañadientes, pues contenía mis diarios y mis obras, es decir, pruebas contra mí. Ninguno de aquellos tres conocía la ciudad, y fui yo quien tuvo que elegir el camino más corto hasta la prisión, yo mismo hube de guiarlos hasta la Lubianka, en la que nunca habían estado (y que yo confundí con el Ministerio de Asuntos Exteriores). Después de veinticuatro horas en el contraespionaje del Ejército, después de tres días en el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda ya me habían puesto al corriente de todo (de las argucias de los jueces de instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre libre entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apalizados y privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrí los ojos a la multitud aprovechando mi último minuto en público? Guardé silencio en la ciudad polaca de Brodnica, aunque, bien pensado, quizá no entendieran el ruso. No grité ni palabra en las calles de Bielostok. ¿Quizá porque lo mío nada tenía que ver con los polacos? No emití sonido alguno en la estación de Wolkowysk. Estaba poco concurrida. Me paseé con esos bandidos como si nada por los andenes de Minsk. Pero la estación estaba todavía en ruinas. Y ahora conducía a los hombres de SMERSH al vestíbulo superior de la estación de metro Bielorrússkaya, de la línea circular, una estación redonda, de blanca cúpula, inundada de luz eléctrica, donde subía a nuestro encuentro una masa compacta de moscovitas sobre dos escaleras mecánicas paralelas. ¡Parecía que todos me miraban! Subían formando una cinta sin fin desde las profundidades del desconocimiento, hacia la brillante cúpula, esperando de mí aunque sólo fuera una palabra de verdad. ¿Por qué, entonces, me callé? Cada uno encontraba siempre una docena de razones plausibles para demostrar que tenía razón al no sacrificarse. Unos seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito (téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde habría de sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y al final, había aquellas personas que tenían el alma demasiado llena, cuyos ojos habían visto demasiado para poder verter todo este torrente en unos pocos gritos incoherentes. Pero yo, yo me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí, muy pocos. Aquí mi clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a los doscientos millones... Pero de momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el infierno. Y también me callaría en Ojótny Riad. No gritaría al pasar por delante del hotel Metropol. Ni agitaría los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka. Tuve, seguramente, el tipo de arresto más fácil que cabe imaginar. La detención no me arrancó de los brazos de mis familiares, ni me separó de la entrañable vida doméstica rusa. En un lánguido día de febrero europeo me sacó de la estrecha punta de lanza que se adentra hacia el mar Báltico, donde no sé si habíamos cercado a los alemanes o ellos a nosotros. Tan sólo me separó de mi división, y también del espectáculo de los tres últimos meses de guerra. El jefe de brigada me llamó al puesto de mando, solicitó mi pistola sin decir por qué, y yo se la entregué sin sospechar añagaza alguna. De pronto, del tenso e inmóvil grupo de oficiales que había en un rincón, se adelantaron hacia mí rápidamente dos agentes del servicio de contraespionaje, atravesaron la estancia en un par de zancadas, y agarraron simultáneamente, a cuatro manos, la estrella de mi gorra, los galones, el cinturón y el macuto de campaña, mientras gritaban de forma histriónica: –¡Queda usted detenido! Aturdido, acribillado de la cabeza a la planta de los pies, no encontré nada más inteligente que decir que: –¿Yo? ¿Por qué? Esta pregunta no suele tener respuesta, pero, cosa sorprendente: ¡Yo sí la recibí! Vale la pena que lo explique porque es muy impropio de nuestras costumbres. Apenas los agentes terminaron de despojarme, de quitarme el macuto con las reflexiones políticas que yo iba anotando, de zarandearme lo más rápido posible hacia la salida, apurados por las detonaciones de los alemanes que hacían retumbar los cristales, sonó de pronto una voz firme que me llamaba. ¡Sí! Por encima del sordo abismo entre los que se quedaban y yo, del abismo abierto al caer pesadamente la palabra «arrestado», por encima de esa línea que ya me separaba como un apestado, y no se atrevería a pasar a través de la cual ni el sonido, pasaron sin embargo las inesperadas y mágicas palabras del jefe de brigada: –Solzhenitsyn. Vuélvase. Yo, girando en redondo, me zafé de los agentes del SMERSH y di unos pasos hacia el jefe de brigada. Lo conocía poco, nunca había tenido la condescendencia de entablar conversaciones intrascendentes conmigo. Para mí, la expresión de su rostro significaba siempre una orden, una disposición, un reproche airado. Y ahora en cambio brillaba meditabundo. ¿Sería por vergüenza de haber participado involuntariamente en un asunto sucio? ¿O por sacudirse de encima la mísera sumisión de toda la vida? Diez días atrás yo había sacado casi íntegra mi batería de exploración del cerco en que había caído su división de artillería, doce cañones pesados. ¿Y ahora debería renegar de mí por culpa de un pedazo de papel con un sello? –¿Tiene usted... -preguntó muy serio- un amigo en el Primer Frente de Ucrania? –¡No puede hacer eso! ¡No está usted autorizado! – le gritaron al coronel el capitán y el comandante del servicio de contraespionaje. El grupo de oficiales de estado mayor se encogió asustado en su rincón temiendo verse identificados con la inconcebible imprudencia del jefe de brigada (y los de la sección política se preparaban ya para suministrar material contra el coronel). Pero con eso me había bastado para comprender, inmediatamente, que me arrestaban por la correspondencia sostenida con mi amigo del colegio, y comprendí también por qué lado debía esperar el peligro. ¡Zajar Gueórguievich Travkin podía, pues, haberse detenido en este punto! ¡Pero no! Continuó purificándose e irguiéndose ante sí mismo, se levantó de la mesa (¡nunca antes se había levantado para acudir a mi encuentro!), me tendió la mano por encima de la línea de los apestados (¡cuando yo era libre, nunca me la había tendido!) y mientras estrechaba la mía, ante el mudo horror de los oficiales, dulcificó su rostro siempre severo y dijo sin miedo y bien claro: –¡Le deseo a usted suerte, capitán! Yo, no sólo no era ya capitán, sino que era además un enemigo del pueblo desenmascarado (ya que en nuestro país todo detenido queda completamente desenmascarado desde el momento mismo de su detención). ¿Deseaba buena suerte a un enemigo? Temblaban los cristales. Las explosiones enemigas martilleaban la tierra a unos doscientos metros recordándonos que aquello no habría podido suceder allí, en las profundidades de nuestra patria, en el contexto de una vida normal, sino sólo aquí, bajo el hálito de una muerte próxima e igual para todos. Este libro no va a ser un relato de mis recuerdos, de mi propia vida. Por eso no voy a contar los sabrosísimos detalles de mi singular arresto. Aquella noche, los agentes del SMERSH ya habían desistido de entender el mapa (nunca lo habían sabido interpretar) y me lo endosaron muy amablemente y rogaron que le indicara al chófer cómo se iba a la sección de contraespionaje del Ejército. Los conduje a ellos y a mí mismo a esa cárcel, y como agradecimiento no se contentaron con meterme acto seguido en una simple celda, sino en un calabozo. Pero de lo que no puedo dejar de hablar es de lo que pasó en la pequeña despensa de una casa de campesinos alemana que utilizaban como calabozo provisional. Tenía la longitud de lo que medía un hombre, y una anchura en la que se podían tender a duras penas tres personas y, bien apretujadas, hasta cuatro. Yo era precisamente el cuarto, embutido allí después de medianoche. Los tres que estaban acostados me miraron con mala cara cuando les dio la luz de la lamparilla de petróleo, y se movieron un poco ofreciéndome el espacio necesario para pender de costado y, gradualmente, por la fuerza de la gravedad, encajarme entre ellos. De este modo, sobre la paja triturada éramos ya ocho botas cara a la puerta y cuatro capotes. Ellos dormían, pero a mí me ardía el alma. Cuanto mayor había sido mi empaque de capitán hacía media jornada, tanto más doloroso era ahora apretujarme en el fondo de aquel cuchitril. Los muchachos rebulleron un par de veces al entumecérseles los costados y nos dimos la vuelta al unísono. Al amanecer ya habían saciado su sueño, bostezaron, carraspearon, encogieron las piernas y se metieron en los diferentes rincones. Empezaron las presentaciones. –¿Y a ti por qué? Pero yo ya había respirado la turbia brisa de la precaución bajo el techo ponzoñoso del SMERSH, y fingí un candido asombro: –No tengo la menor idea. ¿Desde cuándo te dicen algo estos canallas? En cambio, mis compañeros de celda -tanquistas tocados de negros cascos de cuero- no lo ocultaban. Eran tres honrados corazones de soldado, tres sencillotes corazones, un género de personas al que había tomado afecto en los años de la guerra quizá por ser yo más complejo y peor que ellos. Los tres eran oficiales. Sus galones también les habían sido arrancados con rabia, en alguna parte se veían aún las hilachas. En sus grasientos uniformes, unas manchas claras mostraban las huellas de las condecoraciones desprendidas; las cicatrices rojas y oscuras de sus rostros y sus manos eran el recuerdo de heridas y quemaduras. Por desgracia, su división necesitaba hacer reparaciones y para ello se habían detenido en la misma aldea donde se estacionaba el contraespionaje SMERSH del cuadragésimo octavo Ejército. La víspera habían bebido para remojar el combate que había tenido lugar dos días antes, y en las afueras del pueblo se colaron en una caseta de baño donde habían visto entrar a dos atractivas mozas medio desnudas. Las muchachas habían conseguido huir de los borrachos a quienes apenas obedecían las piernas. Pero una de ellas era nada menos que amiguita del jefe del contraespionaje del ejército. ¡Sí! Llevábamos tres semanas de guerra en Alemania y todos sabíamos muy bien que, de haber sido alemanas, podrían haberlas violado tranquilamente y fusilarlas después, y que casi se lo hubieran tenido en cuenta como un mérito de guerra; de haber sido polacas, o rusas deportadas, a lo sumo podrían haberlas perseguido en cueros por el huerto y darles unas palmadas en las nalgas, una broma ocurrente, pero no más. Pero se habían metido con la «esposa de campaña» del jefe del contraespionaje. Eso era suficiente para que un sargentucho cualquiera de retaguardia pudiera arrancar con saña los galones a tres oficiales distinguidos en combate, unos galones refrendados por una orden del Frente, era suficiente para quitarles unas condecoraciones concedidas por el Presidium del Soviet Supremo. Ahora, a estos valientes que habían pasado toda la guerra y que seguramente habían aplastado a más de una línea de trincheras enemigas les aguardaba la ley marcial, iban a vérselas con un tribunal que no estaría en esa aldea si antes no hubieran llegado ellos con sus tanques. Apagamos la lamparilla, aunque, de todos modos, ya había consumido cuanto aire quedaba para respirar. En la puerta se había practicado una mirilla del tamaño de una postal, y por ella penetraba la luz indirecta del pasillo. Como si temieran que de día fuéramos a estar demasiado anchos en el calabozo, nos echaron a un quinto detenido. Llevaba un capote nuevecito y la gorra también era nueva. Cuando estuvo frente a la mirilla, pudimos ver su cara chata y fresca, con un sonrosado que abarcaba toda la mejilla. –¿De dónde vienes, amigo? ¿Quién eres? –Del otro lado -respondió sin vacilar-. Soy un espía. –¿Estás de broma? – nos quedamos pasmados. (¡Ni Sheinin ni los hermanos Tur habían escrito nunca sobre espías que pudieran confesar estas cosas!) –¿Quién va a andarse con bromas en tiempo de guerra? – preguntó el chaval con un suspiro de profunda reflexión-. ¿Y cómo tiene que apañárselas un prisionero para que le dejen volver a casa? A ver si me lo explicáis. Empezó a contarnos que dos días antes los alemanes le habían hecho cruzar la línea del frente para que espiara y volara puentes, pero que él había ido derecho a entregarse en el batallón más próximo, y que el jefe del batallón, insomne y agotado, no quería creer de ninguna manera que fuera un espía y lo había enviado a la enfermería para que le dieran unas pastillas. Pero de pronto nuevas impresiones se abatieron sobre nosotros: –¡A sus necesidades! ¡Las manos atrás! – se oyó por detrás de la puerta, que estaba abriéndose, a un fornido brigada que, él solito, habría sido perfectamente capaz de poner en movimiento la cureña de un cañón del 122. Por todo el patio de la casa se había distribuido ya una hilera de soldados con metralletas que vigilaba el sendero por el que debíamos rodear el cobertizo. Me indignaba sobremanera ver que un brigada cateto cualquiera pudiera dar órdenes a unos oficiales: «Manos atrás», pero los tanquistas pusieron las manos a la espalda y yo les seguí. Detrás del cobertizo había un pequeño cercado cuadrado cubierto de nieve pisoteada que todavía no se había derretido. Todo él estaba sembrado de montones de excrementos humanos, tan juntos y abundantes, que no era tarea fácil encontrar dónde poner los dos pies y agacharse. De todos modos, lo conseguimos y nos agachamos los cinco en diferentes lugares. Dos de los soldados, ceñudos, apuntaron las metralletas hacia nosotros, que estábamos agachados, y el brigada nos apremió antes de que hubiera transcurrido un minuto: –¡A ver si termináis ya! ¡Aquí se despacha deprisa! Cerca de mí estaba uno de los tanquistas, un teniente primero alto y sombrío, natural de Rostov. Tenía por toda la cara una capa de polvo metálico o de humo, pero se advertía perfectamente una gran cicatriz roja que le cruzaba la mejilla. –¿Qué quiere decir «aquí»? – preguntó en voz baja, sin mostrar prisa por volver a un calabozo que olía a queroseno. –¡Aquí, en el SMERSH! – espetó el brigada con orgullo y con mayor estruendo del que en realidad hacía falta. (A los agentes del contraespionaje les gustaba mucho aquella palabra chapuceramente compuesta de «muerte» y «espías». Les parecía aterradora.) –Pues allí de donde venimos se despacha despacio respondió meditabundo el teniente primero. Su casco se había inclinado hacia atrás descubriendo una cabeza aún no rapada. Su trasero, curtido en el frente, estaba encarado al agradable y frío vientecillo. –¿Y dónde es «allí»? – vociferó el brigada, otra vez con más fuerza de la necesaria. –En el Ejército Rojo -respondió con mucha calma el teniente desde su posición en cuclillas, midiendo con la mirada al que podría haber sido artillero. Éstas fueron mis primeras bocanadas de aire carcelario.
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Aleksandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag vol. 1
NonfiksiArchipiélago Gulag era el nombre de la red de campos de internamiento y de castigo soviéticos donde fueron recluidos millones de personas durante la segunda mitad del siglo xx. En este monumental documento, solzhenitsyn, que estuvo confinado en uno...