Me quedé ahí, inmóvil frente al espejo durante varios minutos luego de que la rubia y su séquito salieron del sanitario. Escuché su plan de ataque: a lo largo de la noche, ella aprovecharía cualquier oportunidad para tocar a Mateo, así como lo venía haciendo, así como por descuido, en los hombros, la espalda, los brazos, el cabello... de vez en cuando un roce accidental en los muslos. Lo iba a abrazar mucho y cada vez más fuerte hasta que se diera cuenta de que no traía sostén. Durante toda la velada iba a decirle una y otra vez lo agradecida que estaba con él, y lo dispuesta que estaba a pagárselo con lo que él deseara. Al final, la chica estaba segura, él se ofrecería a llevarla a su casa. A la mañana siguiente sería la pareja de un joven y acaudalado empresario. «Eres un perra», opinó una de sus amigas, y una parte de mí estuvo de acuerdo con ella.
Salieron del lugar contoneando las caderas, dejando detrás un aroma concentrado a fresas y cigarro.
Me incliné hacia delante y apoyé las palmas en las orillas del lavamanos. Quería llorar; sin embargo, no ahí. Al levantar la vista y ver en el espejo, la otra Anabel también tenía los ojos rojos y se mordía el labio inferior, sin embargo me recordó que cada drama merece un escenario, y llorar en el baño de un restaurante-bar no era un espectáculo que estuviera dispuesta a dar. Respiré profundo. Nunca me perdonaría no salir con al frente en alto.
Raúl estaba fuera, apenas a unos cuantos pasos de la puerta. Con la espalda apoyada en la pared y los brazos cruzados; su pie izquierdo pisaba despacio al compás de la música. Era el único hombre que estaba en el pasillo.
―Perdóname, Anabellezza―. Casi corrió hacia mí apenas me vio, tomó mis manos y me miró directo a los ojos―. No sabía... No debí... Perdón.
―Estoy bien ―apreté sus dedos entre los míos―. ¿Me llevas a casa?
Asintió, mas no se movió. En vez de eso, mi mejor amigo me atrajo hacia él para envolverme en un abrazo. Intenté resistirme, no porque no estuviera enfadada con él, sino porque desde que era pequeña aquello siempre terminaba por desarmarme. Hundí mi rostro en su pecho y lo abracé con todas mis fuerzas.
―Llévame a casa ―susurré.
Raúl me besó en la frente y apoyó su barbilla en mi cabeza.
―Claro, claro. Pero así no. Imagina que tus padres te vean llegar así: con los ojos rojos y las mejillas mojadas... No. Vamos a cenar, a donde tú quieras ―agregó al ver que yo estaba a punto de decir algo― y platicamos de cómo vas con la obra de teatro, de tus ensayos, de cualquier otra cosa. ¿Quieres? Comida gratis y charlas absurdas. Tu combinación favorita.
Sí. Sí quería. Era lo que quería en primer lugar. Luego de los días a oscuras en mi habitación, luego de lo que acababa de escuchar, lo único que necesitaba era aire fresco y una zona libre de Mateo. Entrar al bar fue un error, pero la noche todavía podía salvarse. Todavía merecía salvarse.
Nos separamos despacio, en gran medida porque yo no estaba lista para soltarlo. Dejé dos pequeñas manchas de humedad en la camisa blanca de Raúl. Él se inclinó hacia mí y con los pulgares secó mis mejillas; después me besó en la punta de la nariz y me dedicó una enorme y contagiosa sonrisa, como hacía cada vez que me veía triste. Aquel gesto molestaba mucho a Alejandro, quien se quejaba de que le daba muchas libertades a Raúl con la excusa de que era gay. Debí haberle dicho que la mayoría de esas veces que yo estaba triste era por su culpa.
Aspiré hondo, me sujeté del brazo de mi amigo y nos enfilamos de regreso a la barra. Concentré la mirada al frente, siempre al frente para no caer en la tentación de mirar hacia la mesa de Mateo y su barbie de tamaño real. No quería verlos. Temía no poder soportarlo. No me daría oportunidad de descubrir que esa mujer tuviera ya las manos sobre él; ni mucho menos resistiría descubrir que él le siguiera el juego. Sólo faltaba recoger el saco de Raúl y pagar mis bebidas, sólo eso y saldríamos de ahí.