Princesas

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El contenido de esta historia es muy fuerte y gráfico. Consideren seriamente la advertencia.
Hay contenido de trastornos alimenticios y auto flagelación.

Casa de Princesas


Carlos, o Charly como todos le decían, llevaba saliendo conmigo un par de meses. Luego de mis quince años, después de histeriquearme por un tiempo a pesar de que a veces en los recreos nos escapábamos un rato para chapar en el gimnasio de atrás del colegio, finalmente me preguntó «Dani, ¿Qué somos?», y ahí nomás aproveché para oficializar la relación.
Las cosas iban super bien entre ambos. Nos veíamos mucho, él tenía sus detalles y demás. De vez en cuando también nos peleábamos porque él quería visitarme esas horas en las que mis viejos no estaban y no precisamente ver una película. Sí, el pibe quería tener sexo, pero yo, aún virgen y vergonzosa, tenía miedo. Me sentía insegura de que viese mi cuerpo y no le gustara, tenía miedo de que fuera tan mala que quisiera dejarme. Simplemente era más fácil negarme, resistirme mientras me abría a la idea. No es que no lo quisiera, tampoco que lo amara desesperadamente, pero el mundo del sexo, de la experimentación, me parecía muy ajeno a mí.
Aún no me surgía el deseo, pero la curiosidad comenzaba a ganar espacio. Poco a poco le permitía acercarse más, visitarme cuando estaba sola y tocarme. Una de esas tardes, llegó el día. Nerviosa y algo temblorosa, me guió a mi cama y pasó lo que tenía que pasar.
No miento, no fue ni tan mágico, ni tan espectacular como lo pintan todos. Tal vez era que Charly hablaba mucho y hacía poco, qué se yo, pero lo que sí me asombró es la intimidad que genera tener dos cuerpos desnudos uno al lado del otro.
El boludo sin embargo la tuvo que cagar con un «Amor, ¿no te parece que deberías ir al gimnasio? Vayamos juntos si querés». Yo, nena en pañales aún, insegura como ninguna, me tomé tan a pecho esas palabras y me dolieron tanto que no pude olvidarme de eso.
Ya sola, me metí a bañarme, pero hice algo que nunca antes había hecho con tanto detalle. Dejé las toallas a un lado, y con el agua aun goteando, me paré frente al espejo para verme. Realmente verme.
Mi cuerpo puberto tenía aún vestigios de niñez, mezclado con las anchas caderas y los crecientes pechos de la madurez, pero había aparte algo de lo que nunca había estado tan consciente.
Sobre mis caderas había pequeñas llantitas, y mi panza tenía un pan de navidad. Mis muslos, debido a mi cuerpo de reloj de arena, eran más bien regordetas. Jamás, hasta este punto, me había sentido tan gorda. Ese día, con mi vista clavada en esos kilos de más que se materializaban como grasa, me decidí a recorrer el infinito camino en busca de la perfección.
No voy a mentir, no todo era sobre Charly. Por primera vez fui consciente de mi imagen, y aquello empezó no tanto a acomplejarme por el sexo en sí sino porque ya no me sentía ni la mitad de cómoda que me sentí la primera vez. Y eso dice mucho.
Cada vez fue menos sobre la técnica, la cual parecía satisfacerlo, pero sobre verme  a mí desnuda. Una vez le pedí hacerlo con ropa. Luego de eso, nunca pude hacerlo desnuda.
«Dale, Dani, déjame verte. Me gustan tus tetas, son tan redondas. Tan suaves».
Tan redondas.
Tan. Redondas.
Acepté comenzar a ir al gimnasio con él, comprando un pase libre. Necesitaba hacer algo con esa grasa que cada vez me disgustaba más.
Con internet me informé todo lo que pude de todas las dietas habidas y por haber, y conocí a la princesa Alisa. De la mano de Alisa conocí el mundo de la alimentación saludable, de los regímenes de ejercicios y la contabilización minuciosa de calorías. Aprendí que comer, que no comer, y la culpa cuando iba en contra de mi princesa. En las primeras semanas perdí varios kilos, contabilizándolos en la balanza que estaba a la vuelta del colegio, y saltaba de la alegría cuando veía un numerito disminuir. Sé que era solo líquido, por lo pronto, pero nada quitaba la emoción de estar haciendo bien las cosas. De a poco sentía que ganaba algo de control sobre mi cuerpo, y Alisa me animaba. «Hoy lo hiciste bien. ¿Ves que cuando te lo proponés, podés? Dale, que mírate, te queda mucho. Mañana es otro día».
Había días sin embargo que no podía detener la ansiedad que ni el agua, ni el café, ni masticar hielo, un cubo de queso o una zanahoria me quitaba y recurría a los atracones.
Comía pizza, tomaba Coca, comía golosinas y sabía que había traicionado a Alisa. Sentía un susurro dentro de mi cabeza castigándome. «Sos desagradable. Nadie te quiere por esto. ¿Y pretendés que alguien te quiera así de obesa? ». La comida perdía el sabor, y no podía sino compensarlo estando horas subiendo y bajando las escaleras, haciendo abdominales, hasta que el dolor de mi cuerpo me dijera que Alisa me perdonaba. «Ves que sos tonta. Tenés que aprender a la fuerza, ¿Por qué me hacés quedar como la mala? Si querés verte bien esto es lo que necesitás, y yo te lo puedo dar».
Charly, chocho de que me uniera con él al gimnasio, me elogiaba lo linda que me había puesto. Se en el fondo que me mentía, que me veía tan gorda como la primera vez juntos, y con ello, cada vez que veía mi cuerpo, cubierto o no, no podía quitarme de la cabeza que estaba hecha una vaca..
No había ropa que cubriera la fealdad, ¿verdad? Si era tan fea… el ya no me querría. Y si él no podía quererme, ¿Quién podría hacerlo? «Nadie, boluda. Nadie más te va a querer. Esforzate. Fingí, que no podés perderlo. Tenemos que hacer la dieta más estricta, así no te tiene que mentir».  Pero no había forma. Cada vez que me paraba frente a un espejo, peor me sentía. La gratificación de cumplir un día se esfumaba cada vez más rápido.
Nunca pude cortarle, porque aprendí lo mucho que lo aprecio. Aprecio sus palabras de aliento, el consuelo que me preveía tener a alguien que podía contradecir a la princesa por mí. No fue solamente una vez que quise darme por vencida y decirle a Alisa que se fuera, que me dejara en paz, pero bastaba ver mi reflejo para recordarme que la necesitaba.
Quiero pensar que tal vez, y solo tal vez Charly puede ver más allá de mis kilos de más. Tal vez no es solo compasión. Mal que bien, Charly es buen pibe. No lo veo como el típico chamullero, aunque diga que me veo “linda” solo por ser su novia. A veces incluso me lo creo. O al menos hasta que Alisa me recuerda que soy un bien defectuoso.
Ahora incluso, me sostiene la mano, me trae flores y me escribe cartas. Un cursi total, aunque haya tenido sus momentos fallidos. Espero no se entere, que de orgasmos, hasta ahora solo los tuve a solas porque sino se pudre todo.
Volviendo a la historia, de pronto, vi mi ropa comenzar a quedarme holgada. Ver como uno de mis jeans de los catorce años me comenzaba a quedar suelto fue uno de mis mayores logros. Al llegar a una nueva meta no faltaba un «Dani, vamos bien».
Mis padres a todo esto, me veían comer sano, no parecía un problema, salvo cuando salíamos juntos o querían ir a un asado. Yo tenía entonces que juntarme con amigas las noches anteriores a dichas cosas, salir de joda solo con agua y casi nada de plata para no comprar boludeces, y decir luego que estaba cansada.
Una vez más, algo que ya había hecho costumbre, me pare desnuda frente al espejo. A pesar de ver el cambio… me supo a nada. « ¿Crees que esto basta? Mirá tus brazos, mirá como cuelga la grasa. Puaj. Sos un asco».
Mi meta cambió, necesitaba ir más lejos, ver mis clavículas definidas, mis oblicuos marcados, tener los muslos más separados y los brazos sin esas alitas de mierda. Como odiaba mis tetas, ahí, tan como si nada. Y mi culo… por dios.
Así conocí a la princesa Ana y a la princesa Mía. Ana y Mía se han vuelto mis mejores amigas, mis más grandes aliadas en la búsqueda de  la perfección. De su mano, aprendí que cuando me agarraban atracones, podía ingerir agua a montones para luego ir al baño y purgar todo, con algo menos de culpa que antes y la misma cantidad de ejercicio.
Alisa se había ido tan rápido como había llegado, pero Ana y Mía, aunque más útiles, lo compensaban con su crueldad. Si alguna vez me sentí pequeña al lado de Alisa, conocí otro nivel de desprecio. «Inutil». «Inservible». «Deberías matarte». «Mirá esa chica, mirá cómo tiene de bonitas sus piernas, y mirá las tuyas. Nunca vas a verte bien». «No vales nada». Tal vez si te desangraras perderías peso, ¿no te parece? Y de paso desaparecerías, como deberías haberlo hecho antes». «Si no podés seguir unas simples instrucciones, ¿Qué podés hacer bien? ».
También aprendí que la mejor forma de no engordar es no comer, y que para no alarmar a nadie, para cubrir sus huellas debía de ir a clases a las corridas y mentirles a mis viejos de que desayunaría en el colegio. Con solo una manzana y un litro de agua, comería frente al profesor, para que mis amigas, Ana y Mía, siguieran siendo solo mi secreto personal.
Día a día, los resultados eran evidentes. Con un registro oculto, llegué a bajar de setenta y cinco kilos, midiendo metro sesenta y ocho, a cuarenta y seis kilos.
De vez en cuando aparecían los mareos, el dolor de cabeza, la anemia, que tapaba comprando vitaminas con la plata de los recreos y del pasaje. Lo que no sabía cómo tapar, sin embargo, era el dolor que me consumía cada vez que escuchaba alguno de los comentarios que hacían a mis espaldas. «Mirala a la Dani, ¿no te parece que va a desaparecer? ». Sí, eso quiero. « Que estúpida. Si ya está un asco, ¿para qué lo empeora? ». Ya lo sé. Ya lo sé.
Entre lágrimas no podía sino aceptar sus palabras. Después de todo, Ana y Mía muchas veces estaban de acuerdo.
La gente es cruel, de eso no me cabe duda. Cuando saben que algo duele, te golpean allí, hasta que no sabes cómo levantarte. Sé muy bien que mi autoestima está por el piso, pero lucho por amar este horrible cuerpo.
No puedo más.
«Creí que te había dicho que no comas».
Perdón. Perdón.
«Buena niña».

Charly, quien en un principio estaba contentísimo de verme sexy, fibrosa, comenzó a decirme que debía comer más, que no era bueno para mí estar así. Mis papás, viendo que de a poco comenzaba a acercarme a los cuarenta y cuatro kilos, y era evidente en mis ojeras, en mi cabello menos lustroso y mi palidez que algo no cuadraba, comenzaron a desconfiar de mí.
Advirtieron a mis profesores, contaban mis comidas, después de comer me seguían al baño para asegurarse de que no vomitara. De a poco comencé a sentirme más y más sofocada. La presión por ocultar a mis princesas, la ansiedad y el estrés me llevó a, un día, ocultarme en el baño. Mis manos buscaron desesperadamente un objeto en particular, hasta que al encontrarlo, con las manos temblorosas, sostuve la fuente de mi liberación.
Me senté en la bañera, abrí el agua para tapar cualquier ruido, y con más miedo que nunca, llevé la cuchilla de afeitar de mi viejo a la pierna, el único lugar que sería difícil de ver. Con la sangre, se fueron todas aquellas emociones negativas, y una sensación refrescante entró en mí. No pude sino hacerme amiga frecuente de aquella cuchilla que robé del baño.
El ruido, las quejas, la presión. Sangre. Al fin, algo de paz.
Acallaba a mis viejos, a Charly, pero sobre todo, Ana y Mía desaparecían por unos minutos. Por un corto período de tiempo volvía a ser aquella chica que no se preocupaba por nada, y todo parecía encajar, porque el dolor físico tapaba cualquier pensamiento.
La adrenalina recorría mi cuerpo, y quedaba contenta. Al fin.
Pero nunca duraba. «Estúpida. ¿Crees que podés huir? Mirate. Patética. Si vas a hacer eso, al menos hacelo bien. Mirá que ahí tenés una arteria. ¿La ves? Claro que la ves. Finalmente tenés unas piernas algo decentes».
La culpa me consumía. Culpa por comer. Culpa por no comer. Culpa por escapar. Culpa por necesitar cortarme cada vez más para sentirme yo. Culpa por no poder ser yo.
Charly ya no me tocaba un pelo, pero tampoco me molestaba, el sexo había perdido cualquier posible encanto o misterio, y no me hacía bien compartir mi cuerpo.

*

El día de hoy, una calurosa tarde de septiembre, cumplo dos años de convertirme una princesa de cristal. Ana y Mía están orgullosas de mí, y eso significa un poco de paz. «¿Ves que nos necesitabas? »
La alegría me hizo despistada. Mis viejos me acaban de ver dándole la comida al perro. Puedo verlo en sus ojos, va a desatarse un infierno en casa. No quiero que me quiten a mis amigas Ana y Mía.

Es de noche, llevan horas gritando y parece que al fin van a callarse. Mi nivel de estrés está por los cielos. Me obligaron a comer frente a ellos, y no paran de decirme que necesito ayuda, terapia, un psiquiatra. No necesito nada de eso.
Con la culpa carcomiéndome, voy al baño luego de unas horas en las que no me perdieron de vista, y llevo conmigo mi cuchilla. Tiemblo más incluso que la primera vez que probé el dulzor de esta miel, y la torpeza me impide regular la fuerza.
La herida es profunda, demasiado. La sangre cae y el agua se la lleva. El alivio llega pronto y me embriago en la sensación. Luego, nada.

Despierto en un hospital. El miedo me rebasa. Los rostros demacrados de mis viejos a ambos lados y de Charly son de las primeras cosas que veo. La cagué.
Sus ojos solo demuestran decepción, miedo, cansancio. Se los ve exhaustos, y probablemente sea lo único que les impida gritarme como ¿ayer?
«Estúpida, ¿realmente creías que podías escapar tan fácil?»
Mi mirada se dirige a Charly. Él, sin preguntar nada, solo se aferra a mi mano y llora. Me dice que quiere verme bien, pero sus palabras se pierden entre los gritos de mis princesas. Quiero paz… dormir. Eternamente en la nada.
«Dani, te amo. Creeme», la voz de Charly es tan suave como el arrullo para un bebé.
No puedo. Mis ojos le dicen lo que mi voz se niega.
«Dani, hablame. Mirame a los ojos, y decime. ¿Por qué? Dani, te amo. No te quiero perder».
Oh, siempre tan dulce. Siempre tan amable. Es difícil pensar cómo llegué a esto. Fue tan simple. Unas palabras de nada, y me convertí en una masa de inseguridades.
Su mano cálida parece fuego contra las mías, tan gélidas.
«No necesitas todo esto para ser hermosa, Dani». Sigue hablando, pero su voz se pierde, o tal vez son Ana y Mía que no quieren que lo oiga. No quieren que tenga esperanzas.
Sus lágrimas me mojan el rostro. Mis padres están junto a él, y no se ven mucho mejor. Quiero decirles que lo siento. Que voy a cambiar.
Yo puedo cambiar.
«Dani, ¿no querías ser perfecta?»
Yo puedo...
«Dani, ¿no querés seguir con nosotras? ¿Segura que después de todo esto te van a seguir queriendo?».
Yo…
«Dani. Sólo nos tenés a nosotras. Sin nosotras no sos nada. Date cuenta».
Yo no puedo.
Perdón.


  Las princesas Alisa, Ana y Mía, o también llamadas PROANA, PROMIA, se utiliza por los mismos padecientes para los trastornos alimenticios.
Alisa (Alimentación Saludable) para la Ortorexia nerviosa, una obsesión con comer de acuerdo a una dieta estricta, supuestamente saludable, muy baja en calorías, y una abundante cantidad de ejercicio, pero que ejerce una gran culpa al romper la dieta.
Ana para la Anorexia nerviosa, donde se evita la ingesta de alimentos.
Mía para la bulimia en la que se come lo menos posible, y en ocasiones de atracones se recurre a la purga.
Si se busca “princesas ana y mía” se darán con miles de blogs que pretenden ayudar a bajar de peso, hechas por Anas y Mías, y que utilizaron por mucho tiempo esos términos para camuflarse en internet y hacerlo pasar desapercibido.

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