PARAPSICOLOGÍA

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PARAPSICOLOGÍA.

Despiertas. La luz del día resplandeciendo en tus ojos, los entrecierras y allí está de nuevo, otro día.  Obligas a tu cuerpo a movilizarse, ejerces de forma mecánica y habitual.  Caminas hacia la cocina con el paso perezoso, tomas la caja de la parte superior del refrigerador, y de sus entrañas adquieres fórmula láctea. Coges una taza plástica, y un cucharón plata, sirves cada ingrediente, consumes en automático y te dispones en un ensueño. El intento retrospectivo revela olvido. “¿Por qué despertar siempre de forma áspera, sin oportunidad de renunciar a abrir los ojos, sólo izar los párpados sin consentimiento propio?” Una punzada en la palma de tu mano te molesta, arde; la recorres con los dedos de la otra y ves todas las cortadas recientes, una que otra costra fresca. Tienes una camisa de dormir holgada, ambos brazos se vislumbran. Descubres moratones en tu brazo, los presionas y duelen. Demandas la causa pero es inútil. Un ruido desde la habitación te hace reaccionar, volteas instintivamente, sólo alcanzas a ver la nube de luz que sabes proviene del ventanal y se filtra por la puerta abierta hacia el pasillo. No hay sombras, ni movimientos. Sin más, desechas el recuerdo y te vuelves al desayuno.

Retroalimentas las diligencias del día. Decides ya aliñarte, lo haces de forma burda y desinteresada. Te sientas en el borde de la cama, con total cansancio te arropas y calzas. Llega el  momento de acomodar el rebelde cabello frizzeado. Vas a donde el tocador, te plantas ante el espejo, y ves una figura de mediana estatura, con un aspecto pálido e inanimado, ojeras reveladoras de desvelos, mirada vacía y hueca,  melena indomable. Luchas como puedes ante aquel desastre, y sales de casa. Fuera de tu recinto, el  mundo se siente sombrío, la neblina opaca, el viento acaricia. Comienzas a echar paso. Un susurro, el viento rasgando tu rostro. La piel de gallina, la sensación de hacerse bolita o correr a esconderse. Continúas. A lo largo del trayecto están las calles desiertas. Los gatos a las afueras de una casa abandonada te miran con desdén. Tú lo haces con la curiosidad que mata al gato. Es en estos días de invierno, con el clima templado cuando te sientes explorativo. Aprecias la belleza de las escenas, la utopía que puedes observar a través.

Viajas en transporte, en la ciudad transitas entre cuerpos buscando caras que crees conocer. Nada sucede. De pronto sientes esa inquietud. Tornados y fuego que buscan destruirte desde adentro. Las caras han cambiado, buscas a alguien en específico sin saber a quién. Ves a la gente en cámara lenta, el sonido se ralentiza, todo alrededor se tergiversa. Una brisa te murmura, voces apagadas, no alcanzan a ser palabras claras, todo en instantes fugaces se reduce a gemidos. Silencio. Involuntariamente estás caminando sin destino. Un sonido ensordecedor. Reaccionas y el automóvil frente a ti está tocando el claxon para que te hagas a un lado. Te asustas ante la ilusión. Tu ritmo cardiaco no reduce la velocidad, respiras cada vez más lento para tranquilizarte, y prosigues.

Llegas a tu punto. Esperas a que una persona te atienda. Permaneces tarareando la estrofa de una canción y notas que están observándote. Volteas la cara en busca de alguien, no lo hay. “Es una broma”, te dices que tiene que serlo. Miras de nuevo, nada. En un segundo regresas la cara al frente y sobresaltas. Está frente a ti, detrás del mostrador, el empleado. De complexión gruesa, con una cara de aburrimiento. Frunce una mueca de fastidio y te decides a hacer tu pedido. El empleado se va a la bodega dejándote sola. Miras a sobre tu hombro por tercera y última vez, pero a tus espaldas no hay nada.

Está cerca el crepúsculo, hora de regresar a casa. El camión se demora. No hay gente en la fila de espera. Ante la aparente soledad, divagas en tus pensamientos, pierdes la mirada. Las voces llaman a ti, hacen eco en algún lugar de tu cerebro. Todo empieza a dar vueltas, el lugar se distorsiona, te sientes volar. Una caricia suave y firme asciende por toda la espalda, trazando tu columna vertebral. Te sientes desnuda ante el contacto. El toque se corta, aunque el hormigueo sigue su curso hasta la nuca. Presionas los ojos durante el proceso, disfrutando. Sin embargo vuelves en sí, recobras conciencia de forma abrupta cuando una advertencia en tu mente te grita que el roce fue totalmente físico y real. Asustada das un giro de ciento ochenta grados. No hay nadie en tu campo de visión. Realmente no hay vida humana en todo el área a la redonda. Te preocupas y acobardas. Estás consciente de tu delirio, algo está mal en ti. El autobús hace su parada frente a ti, abordas desesperada para dejar lo más pronto posible la escena atrás.

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