La instrucción del sumario

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Si a los intelectuales de Chéjov, siempre sumidos en cábalas sobre qué pasaría al cabo de veinte, treinta o cuarenta años, les hubieran dicho que al cabo de cuarenta años iba a haber en Rusia interrogatorios con tortura, que se oprimiría el cráneo con un aro de hierro, que se sumergiría a un hombre en un baño de ácidos, que se le martirizaría, desnudo y atado, con hormigas y chinches, que se le metería por el conducto anal una baqueta de fusil recalentada con un infiernillo («el herrado secreto»), que se le aplastarían lentamente con la bota los genitales, o que como variante más suave, se le atormentaría con una semana de insomnio y sed y se le apalizaría hasta dejarlo en carne viva, ninguna obra de teatro de Chéjov tendría final: todos los personajes habrían ido a parar antes al manicomio. Y no sólo los personajes de Chéjov, porque, ¿qué ruso normal de principios de siglo, incluido cualquier miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, habría podido creerlo, habría podido soportar semejante calumnia lanzada al luminoso futuro? Algo que empezó a tejerse en el reinado de Alexéi Mijaílovich, que cuando Pedro I ya parecía una barbarie, y que en tiempos de Biron ya sólo podía aplicarse a diez o veinte personas, hasta llegar a ser completamente imposible con Catalina, ahora, en pleno esplendor del gran siglo XX, en una sociedad concebida sobre principios socialistas, cuando ya teníamos aviones y habían aparecido el cine sonoro y la radio, se había convertido en la empresa no de un único ser malvado, no en un lugar oculto, sino de decenas de miles de hombres-fieras especialmente adiestrados contra millones de víctimas indefensas. ¿Basta acaso con calificar de horrible esta explosión de atavismo que esquivamente se ha dado en llamar «culto a la personalidad»? ¿Ó que en aquellos mismos años festejáramos el centenario de Pushkin? ¿O que se representaran desvergonzadamente esas mismas obras de teatro de Chéjov, por mucho que ya se hubiera dado respuesta a ellas? ¿Y no es aún más terrible que treinta años después nos digan que no hablemos de esto? ¡Porque recordar el sufrimiento de millones de personas va a desfigurar la perspectiva histórica! ¡Porque si excavamos la esencia de nuestras costumbres, vamos a empañar nuestro progreso material! Recordad mejor los altos hornos encendidos, los trenes de laminación, los canales abiertos..., no, de los canales es mejor que no..., hablad entonces del oro de Kolymá, no, de eso tampoco... ¡Pues claro que se puede hablar de todo! Pero sabiendo encontrar el tono, ensalzando... Visto así tampoco comprendo por qué condenamos la Inquisición. ¿Acaso, además de las hogueras, no organizaba solemnes ceremonias religiosas? No comprendo por qué sentimos aversión por el régimen de servidumbre. En realidad, el campesino podía trabajar todos los días. Y podía cantar villancicos por Navidad, y las muchachas trenzaban coronas por la Trinidad... El carácter excepcional que hoy día la leyenda oral y escrita atribuye al año 1937 se basa en la supuesta creación por aquel entonces de los delitos imaginarios y en la tortura. Pero esto no es cierto, no es exacto. En diferentes años y décadas, la instrucción de un sumario por el Artículo 58 casi nunca pretendía el esclarecimiento de la verdad, sino que era un procedimiento rutinario y sucio: al hombre recientemente libre, a veces orgulloso y siempre mal preparado, se le doblegaba, se le hacía pasar por un estrecho tubo en el que las lañas ¿el armazón le desgarraban los costados, donde no podía respirar, de modo que ansiara llegar al otro extremo. Pero el otro extremo lo expulsaba ya listo para habitar en el Archipiélago y lo depositaba en la tierra prometida. (Sólo los bobos se resisten obstinadamente: creen que una vez dentro del tubo puede haber también una vuelta atrás.) Cuanto más se alejan esos años sin constancia escrita, tanto más difícil resulta reunir los dispersos testimonios de los supervivientes. Y éstos nos dicen que la creación de procesos falsos empezó ya en los primeros tiempos de los Órganos, para que fuera perceptible su imprescindible e incesante celo protector, no fuera a ser que con el descenso de enemigos llegara el aciago día en que desapareciera. Como puede verse en el proceso contra Kósyrev, la posición de la Cheká ya era endeble a principios de 1919. Leyendo periódicos de 1918, tropecé con un comunicado oficial que daba cuenta del descubrimiento del horrible complot de un grupo de diez hombres que querían (¡de momento sólo querían!) izar al tejado del Hospicio Infantil unos cañones (¡menuda altura!), y bombardear el Kremlin desde allí. Eran diez personas (entre ellas había, quizá, mujeres y adolescentes) y no se sabe cuántos cañones. ¿De dónde sacarían los cañones? ¿De qué calibre eran? ¿Cómo pensaban subirlos por la escalera hasta el desván? ¿Cómo los emplazarían sobre un tejado que hace pendiente? ¿Cómo impedirían que retrocedieran al disparar? Y sin embargo, esta fantasía, que superaba los montajes de 1937, ¡se leía!, ¡se le daba crédito! Igualmente falso fue el «caso Gumiliov» en 1921. Aquel mismo año, la Cheká de Riazán montó un caso falso sobre un «complot» de la intelectualidad local (pero las protestas de unos valientes pudieron llegar a Moscú, y se cerró el caso). En ese mismo año 1921 fusilaron a todos los miembros del «Comité Sapropel» adscrito a la Comisión de Protección de la Naturaleza. Por poco que uno conozca la manera de ser y el talante de los círculos científicos rusos de aquel tiempo -y si no miramos hacia aquellos años a través de una cortina de fanatismo- seguramente podremos imaginar, sin escarbar demasiado, qué había detrás de ese proceso. El 13 de noviembre de 1920, en una carta a la Cheká, Dzerzhinski alude a que ésta «a menudo da curso a declaraciones calumniosas». He aquí lo que recuerda E. Doyarenko de 1921: sala de ingresos de la Lubianka, 40-50 catres, toda la noche traen mujeres y más mujeres. Nadie sabe de qué se las acusa, la impresión general es que las han detenido sin motivo. En toda la celda sólo hay una mujer que lo sabe: por eserista. Primera pregunta de Yagoda: «Así pues, ¿por qué has venido a parar aquí?». Es decir: dínoslo tú misma, ¡ayúdanos a condenarte! ¡Y cuentan exactamente lo mismo de la GPU de Riazán en 1930! Total sensación de que están encarcelados sin motivo. Hasta tal punto les faltaban motivos que a I.D.T. le acusaron-de apellido falso. (Y aunque éste era auténtico, le cayeron tres años por el Artículo 58-10 gracias a la OSO.) Cuando no sabía por dónde agarrarte, el juez de instrucción te preguntaba: «¿Cuál es su trabajo?», «Economista». «Escriba una nota explicando la planificación en su fábrica y cómo se realiza. Luego sabrá por qué le han arrestado.» (En la nota ya encontraría algún cabo suelto.) ¿No nos han acostumbrado, al cabo de tantas décadas, a que nadie vuelve de allí? Excepto el breve y premeditado movimiento de retroceso de 1939, sólo pueden oírse contadísimos testimonios aislados sobre la puesta en libertad de un hombre a resultas de la instrucción. Y además, a ése lo volvían a encarcelar al poco tiempo, o bien lo soltaban de verdad, pero para vigilarlo. Así se abrió la tradición de que los Órganos jamás cometían errores. Entonces, ¿cómo puede ser que encarcelaran a inocentes? El Diccionario Razonado de Dal establece la siguiente distinción: «la diligencia previa difiere de la instrucción del sumario en que ésta se lleva a cabo con anterioridad para asegurarse de que existe fundamento para proceder a la instrucción». ¡Bendita inocencia! ¡Los Órganos nunca supieron de diligencias previas! Las listas recibidas de arriba, una primera sospecha, la denuncia de un confidente, o incluso anónima, acarreaban la detención y luego la inevitable acusación. El tiempo destinado a la instrucción no se dedicaba a esclarecer el delito sino, en el noventa y cinco por ciento de los casos, a cansar, agotar y extenuar al acusado, hasta hacerle desear incluso que le cortaran la cabeza de un hachazo con tal de terminar cuanto antes. En 1919 el principal método del juez de instrucción ya era poner su pistola sobre la mesa. Ello sucedía tanto en la instrucción sumarial por delitos «políticos» como «económicos». En el proceso de la Dirección Central del Combustible (1921), la acusada Majróvskaya formuló una queja porque durante la instrucción del sumario la habían obligado a tomar cocaína. El fiscal lo rebatió: «Si hubiera declarado que la habían tratado groseramente, que la habían amenazado con fusilarla, mal que bien, aún habría sido posible creerlo con reservas».31 La pistola amenazadora sobre la mesa, a veces apuntando al detenido, y el juez sin tomarse la molestia siquiera de inventar un delito: «Dímelo tú, ¡lo sabes de sobra!». Así lo exigía en 1923 el juez Jaikin a Skrípnikova, así se lo exigían en 1929 a Vitkovski. Un cuarto de siglo después nada había cambiado. En 1952, a esta misma Anna Skrípnikova, que iba ya por su quinta condena, el jefe del departamento de investigación del Ministerio de la Seguridad del Estado en Ord-zhonikidze, Sivakov, le dijo: «El médico de la cárcel nos ha informado de que estás a 24/12 de tensión. Aún me parece poco, canalla (la mujer tenía más de cincuenta años), te haremos llegar a treinta y cuatro para que revientes, víbora, sin moretones, sin golpes, sin fracturas. ¡Nos basta con no dejarte dormir!». Y si ya de día, en su celda después de una noche de interrogatorios, Skrípnikova cerraba los ojos, irrumpía el carcelero rugiendo: «¡Abre los ojos o te saco del catre por los pies y te ato de pie a la pared!». En 1921 predominaban también los interrogatorios nocturnos. En esta misma época se enfocaban faros de automóvil a la cara (Cheká de Riazán, Stelmaj). Y en 1926, en la Lubianka (testimonio de Berta Gandal), se utilizaba la «calefacción Amósov» para llenar la celda, bien con aire frío, bien con aire fétido, según. También tenían una cámara de corcho en la que faltaba el aire y, por si fuera poco, se aumentaba la temperatura. Parece ser que el poeta Kliúyev estuvo en una de estas cámaras, y también Berta Gandal. Vasili Alexándrovich Kasiánov, uno de los que participaron en la insurrección de Yaroslavl en 1918, cuenta que se iba aumentando la temperatura de la cámara hasta que la sangre brotara por los poros; cuando veían por la mirilla que había llegado ese momento, metían al detenido en una camilla y lo llevaban a firmar el acta. Conocidos son los procedimientos «calurosos» (y «salados») del periodo «del oro». En Georgia, en 1926, a los acusados les quemaban las manos con cigarrillos; en la prisión de Meteji, los empujaban a oscuras a una piscina llena de aguas fecales. La explicación resulta bien simple: si hay que mantener la acusación a toda costa, resultan indispensables las amenazas, la violencia y los tormentos, y cuanto más descabellada sea la acusación más cruel deberá ser el interrogatorio para arrancar la confesión. Y como siempre hubo falsos procesos, también son cosa de siempre la violencia y los tormentos; no son, pues, un atributo de 1937, sino una característica generalizada. Por esto extraña leer algunas veces en las memorias de antiguos presos que «la tortura se permitió a partir de la primavera de 1938». No hubo jamás obstáculos espirituales ni morales que impidieran a los Órganos recurrir a la tortura. En el primer año tras la revolución, en el Semanario de la Cheká, en La espada roja y en El terror rojo se hablaba abiertamente de la posibilidad de emplear la tortura desde un punto de vista marxista. Y a juzgar por lo que vino después, la conclusión debió de ser afirmativa, aunque no universal. Sería más exacto hablar del año 1938 en estos términos: si hasta ese año la aplicación de torturas había exigido algunos trámites y una autorización para cada caso (aunque fuera fácil de obtener), en 1937-1938, dado lo excepcional de la situación (unos millones de hombres debían ir al Archipiélago y eso requería aplicar a cada uno un proceso sumarial en el breve plazo que se había impuesto, cosa que no se dio en las riadas masivas de los «kulak» ni de las nacionalidades), se permitió a los jueces de instrucción la violencia y el tormento sin cortapisas, según su propio criterio, como requirieran su trabajo y el plazo fijado. Tampoco iban a reglamentarse las variedades de tortura: se iba a dar rienda suelta al ingenio. En 1939 se abolió esta amplia permisividad general y de nuevo se exigió autorización escrita para aplicar la tortura (por lo demás, las simples amenazas, el chantaje, el engaño, el insomnio forzoso y los calabozos no se prohibieron nunca). Sin embargo, al final de la guerra y en los años de posguerra se establecieron por decreto unas categorías determinadas de detenidos a quienes estaba permitido aplicar una amplia gama de tormentos. Entraron en estas categorías los nacionalistas, sobre todo los ucranianos y los lituanos, especialmente cuando había o se presumía que existía una red clandestina que era preciso desenmascarar sonsacando todos los nombres a los que ya estaban detenidos. Por ejemplo, en el grupo de Romualdas Prano Skirius había cerca de cincuenta lituanos. En 1945 se les acusó de pegar octavillas antisoviéticas. Como quiera que en aquella época faltaban cárceles en Lituania, los enviaron a un campo penitenciario cerca de Velsk, en la región de Arjánguelsk. Unos fueron torturados, otros simplemente no pudieron resistir el doble régimen -de interrogatorios y de trabajos forzados- y el resultado fue que, de los cincuenta, todos confesaron, del primero al último. Pasó algún tiempo, y desde Lituania informaron de que se había encontrado a los auténticos autores de las octavillas, y que por tanto esos otros ¡no tenían nada que ver! En 1950 encontré en la prisión de tránsito de Kuíbyshev a un ucraniano de Dnepropetrovsk del que habían querido obtener «conexiones» y nombres torturándolo por muchos procedimientos, incluyendo el de un calabozo para estar de pie, con una barra que se introducía cuatro horas al día para que se apoyara (y durmiera). Después de la guerra torturaron también a Levin, miembro correspondiente de la Academia de Ciencias. Tampoco sería cierto atribuir al año 1937 el «descubrimiento» de que la confesión del acusado era más importante que toda clase de pruebas y de hechos. Eso ya se había empezado a plantear en los años veinte. En 1937 lo único que sucedió es que maduró la brillante doctrina de Vyshinski De todos modos, por aquel entonces sólo la pudieron conocer los jueces de instrucción y los fiscales, para consolidar su templanza moral, mientras que nosotros, todos los demás, sólo supimos de ella veinte años después. Nos enteramos cuando los periódicos empezaron a vilipendiarla en oraciones subordinadas y en párrafos secundarios, en unos artículos que trataban de esta doctrina como si fuera algo sobradamente conocido desde hacía mucho. Resulta que en este año de horrible recuerdo, en un informe que adquiriría fama entre los especialistas, Andrei Ya-nuárievich (vienen ganas de llamarlo Jaguárievich) Vyshinski, en el espíritu de la más flexible dialéctica (que no permitimos ni a los subditos del Estado, ni ahora tampoco a las máquinas electrónicas, pues para ellas sí es sí y no es no), recordaba que el hombre nunca tiene la posibilidad de establecer la verdad absoluta, sino sólo la relativa. Y de aquí daba un paso que los juristas no se habían atrevido a dar en dos mil años: por consiguiente, tampoco la verdad que establecen la instrucción del sumario y el juicio puede ser absoluta sino sólo relativa. Por esto, al firmar una sentencia de muerte nunca podremos estar absolutamente seguros de que ajusticiasen a un culpable, sino sólo con cierto grado de aproximación, bajo determinados supuestos, en cierto sentido. (Quizás el propio Vyshinski necesitaba entonces de este consuelo dialéctico tanto como sus oyentes. Al gritar desde su escaño de fiscal: «¡Hay que fusilarlos a todos como a perros rabiosos!», él, malvado a la vez que inteligente, sabía a la perfección que los acusados estaban libres de culpa. Con tanto mayor apasionamiento, seguramente, él y ese puntal de la dialéctica marxista que era Bujarin, emperifollaban con adornos dialécticos la mentira judicial: para Bujarin subir al patíbulo sin culpa alguna era una muerte estúpida e impotente en exceso, ¡incluso tuvo necesidad de hallar su propia culpa! A Vyshinski le agradaba más sentirse un lógico que un canalla declarado.) De ahí una conclusión harto pragmática: era una inútil pérdida de tiempo buscar pruebas absolutas (las pruebas son todas relativas), o testigos indudables (podrían contradecirse). Las pruebas de culpabilidad son relativas, aproximadas, y el juez de instrucción puede dar con ellas incluso sin conocimiento de los hechos y sin testigos, sin necesidad de abandonar su despacho, «basándose no sólo en su inteligencia sino también en su intuición de comunista, en su firmeza moral» (es decir, en la ventaja de un hombre que ha dormido, que está bien comido y no ha recibido palizas), y «en su carácter» (es decir, en su ansia de crueldad). Qué duda cabe: como definición era muchísimo más elegante que las instrucciones de Latsis. Pero la esencia era la misma. Sólo en una cosa se quedó corto Vyshinski y dejó de lado la lógica dialéctica: inexplicablemente dejó que la bala continuara siendo absoluta. De este modo, desarrollándose en espiral, las conclusiones de la jurisprudencia progresista volvían a los puntos de vista de la época Antigua o de la Edad Media. Como los verdugos medievales, nuestros jueces instructores, nuestros fiscales y nuestros presidentes de tribunal aceptaban como principal prueba de culpabilidad las confesiones de los encausados. Sin embargo, el rudo medioevo no había empleado más que procedimientos pintorescos y espectaculares para arrancar la deseada confesión: el potro, la rueda, el brasero, el erizo, la picota. En el siglo veinte, con el desarrollo de la medicina y nuestra considerable experiencia carcelaria (no faltó quien tratara con toda seriedad este tema en una tesis doctoral), se llegó a la conclusión de que tanta prodigalidad de medios resultaba superflua e incluso engorrosa en caso de aplicación masiva. Y además... Además, se daba claramente otra circunstancia: como siempre, Stalin se había guardado la última palabra, sus subordinados tenían que intuir por sí mismos, de manera que al chacal le siguiera quedando una guarida adonde escabullirse y escribir «Los éxitos se nos suben a la cabeza». Con todo, era la primera vez en la historia de la humanidad que se sometía a millones de personas a una tortura planificada, y a pesar de todo su poder, Stalin no podía estar absolutamente seguro del éxito. Aplicado a gran escala, el experimento podía discurrir de manera distinta a cuando se había realizado en pequeñas proporciones. En cualquier caso, Stalin debía mantener su orla de pureza angelical. (Y sin embargo las circulares del Comité Central de los años 1937 y 1939 contenían la indicación de «medidas físicas».) Cabe suponer que por esto no existía una enumeración de torturas y vejaciones puesta en manos de los jueces recién salida de la imprenta. Se limitaron a exigir que cada sección de instrucción entregara a los tribunales en un plazo determinado un número dado de borregos convictos y confesos. Se limitaban a decirles (verbalmente, pero a menudo) que toda medida y procedimiento era bueno, por cuanto se buscaba un gran objetivo: no exigir responsabilidades a un juez de instrucción por la muerte de un acusado; y hacer que el médico de la prisión intervenga lo menos posible en el cuno de la instrucción. Es probable que se organizaran intercambios de experiencias entre camaradas, para «aprender de los de vanguardia»; y -¿por qué no?– que se anunciara un «incentivo material», un aumento del salario por las horas nocturnas, unas primas por reducir los plazos de la instrucción sumarial; o que advirtieran a los jueces de que, bueno, si no sacaban el trabajo adelante... Y puestas así las cosas, si en algún centro provincial del NKVD pinchaban en hueso, también su jefe estaría limpio ante Stalin: ¡El no había dado órdenes directas de emplear torturas! ¡Pero al mismo tiempo facilitaba que se aplicaran! Al comprender que sus superiores se cubrían las espaldas, una parte de los jueces de instrucción supeditados a ellos (aunque no los que se embriagaban con la crueldad) también procuraba empezar con métodos más suaves, y si había que pasar a otros más fuertes, evitaba aquellos que dejan huellas demasiado claras: un ojo vaciado, una oreja cortada, una espina dorsal rota, e incluso un moretón que cubría todo el cuerpo. Por eso no observamos en el año 1937 una unidad total de procedimientos -excepto el del insomnio- en los diferentes centros provinciales ni entre los diferentes jueces de instrucción de un mismo centro. Dice el rumor que se distinguieron por la crueldad de sus torturas Rostov del Don y Krasnodar. En Krasnodar inventaron algo muy original: obligaban a los detenidos a firmar hojas en blanco para luego rellenarlas con mentiras. A fin de cuentas, para qué molestarse con torturas si en 1937 no había desinfección en las prisiones, pero sí tifus, o cadáveres que permanecían hasta cinco días en aquella estrechez humana. A los que se volvían locos los remataban en el pasillo a bastonazos. Había pese a todo algo en común: que se daba preferencia a los métodos, por así decirlo, suaves (enseguida veremos cómo eran), y éste era un camino infalible. Porque el equilibrio humano se mantiene dentro de unos límites muy estrechos y no se necesitaba en absoluto de un potro ni de un brasero para hacer perder el juicio a un hombre corriente. Intentaremos enumerar algunos de los métodos más sencillos para quebrar la voluntad y la personalidad del detenido sin dejar huellas en su cuerpo. Empecemos por los métodos psíquicos. Aplicados a los borregos que nunca se han preparado para sufrir prisión, estos procedimientos tienen una fuerza enorme y hasta destructora, aunque tampoco son cosa fácil para el que tenga firmes convicciones. 1. Empecemos por algo tan simple como la propia noche. ¿Por qué siempre se prefiere la noche para quebrar las almas? ¿Por qué desde sus primeros tiempos los Órganos escogieron la noche? Pues porque de noche, arrancado del sueño (aunque no esté sometido a insomnios forzosos), el detenido no puede tener el mismo equilibrio y serenidad que de día, es más maleable. 2. La persuasión en tono sincero. Es el más simple. ¿Para qué jugar al ratón y al gato? Después de haber estado encerrado algún tiempo con otros acusados, el detenido ya ha podido captar el ambiente general. Y el juez de instrucción le dice con amistosa indolencia: «Ya lo ves, de todos modos te van a condenar. Pero si te resistes, te pudrirás en la cárcel y perderás la salud. En cambio, en el campo penitenciario te dará el aire, verás la luz... Así que mejor firmas ya, sin darle más vueltas». Muy lógico. Lo prudente sería acceder a firmar, siempre que... ¡Siempre que la cosa fuera sólo contigo! Pero raramente es así. Y no hay más remedio que resistirse. Hay otra variante de la persuasión, para quienes son miembros del partido. «Si en el país hay escasez y hasta hambre, como bolchevique debes tomar una postura firme: ¿Puedes pretender que la culpa sea de todo el partido? ¿Del régimen soviético en pleno?» «¡Por supuesto que no!», se apresura a responder el director de un centro distribuidor de lino. «¡Pues ten el valor de cargar tú con la culpa!» ¡Y dijo que sí! 3. El insulto soez. Es un procedimiento sencillo, pero que puede ser de gran eficacia con personas educadas, delicadas, de natural sensible. Conozco dos casos de sacerdotes que cedieron ante una simple palabrota. La instrucción sumarial de uno de ellos (Butyrki 1944) la llevaba una mujer. Al principio, el sacerdote no se cansaba de alabar entre sus compañeros de celda la amabilidad de aquella mujer. Pero un día volvió apesadumbrado y estuvo dudando un buen rato antes de contar con qué arte había empezado la mujer a soltar tacos, con una pierna sobre la otra. (Lástima que no pueda citar aquí alguna de sus frasecitas.) 4. El ataque por contraste psicológico. Los cambios bruscos: todo el interrogatorio, o parte de él, ha sido extremadamente cortés, se ha llamado al detenido por su nombre y patronímico, se le ha prometido el oro y el moro. Pero, de repente, se levanta en el aire el pisapapeles: «¡Ah, reptil! ¡Te mereces nueve gramos en la nuca!», y con los brazos extendidos, como si quisiera agarrarlo por los pelos, como si las uñas terminaran en agujas, se le echa uno encima (este método resulta espléndido con las mujeres). Una variante: se van turnando dos jueces, uno sacude y tortura, el otro es simpático, casi cordial. El detenido tiembla cada vez que entra en el despacho: ¿Con cuál me va a tocar? Con este contraste el encausado está dispuesto a firmarle al segundo juez lo que sea, incluso lo que no hubo. 5. La humillación previa. En los célebres sótanos de la GPU de Rostov («La casa número treinta y tres»), bajo los gruesos cristales de la acera (era un antiguo almacén) a los detenidos que esperaban interrogatorio los tumbaban boca abajo en el pasillo, prohibiéndoles levantar la cabeza y decir una sola palabra. Los tenían como mahometanos en rezo hasta que el carcelero les tocaba el hombro y los llevaba a declarar. A Alexandra O-va los de la Lubianka no consiguieron arrancarle una sola de las declaraciones que necesitaban. La trasladaron a Le-fórtovo. En la sala de ingresos, la carcelera le ordenó que se desnudara, como si tal fuera la normativa, se llevó sus ropas y la encerró desnuda en un box. Llegaron entonces los celadores varones, que se pusieron a contemplarla a través de la mirilla, a reírse y hacer comentarios sobre su figura. Preguntando, seguramente podrían reunirse muchos otros ejemplos. El objetivo era el mismo: crear un estado depresivo. 6. Cualquier procedimiento para turbar al detenido. He aquí cómo fue interrogado F.I.V. de Krasnogorsk, en la región de Moscú (comunicado por LA. p-ev.). En el curso del interrogatorio, la juez se desnudó ante él por etapas (¡striptease!), pero siguió con sus preguntas como si nada, estuvo paseándose por la habitación, se acercó a él e insistió en que cediera y declarara. Quizá fuera una necesidad íntima de aquella mujer, pero también podría ser un cálculo frío: ¡Al detenido se le enturbiará la mente y firmará! Además, ella no se arriesgaba a nada: tenía la pistola y el timbre bien a mano. 7. La intimidación. Era el método más utilizado y diverso. A menudo iba acompañado de la seducción y la promesa, falsa, por supuesto. Año 1924: «¿No quiere confesar? Pues tendrá que pasarse por Solovki. Pero a los que confiesan los soltamos». Año 1944: «De mí depende a qué campo vas a ir. Hay campos y campos. Ahora, hasta tenemos trabajos forzados. Si eres sincero te pondremos en un sitio suave; si te obstinas, veinticinco años trabajando bajo tierra y con grilletes». O te podían intimidar con una cárcel más dura: «Si te resistes te trasladaremos a Lefórtovo (si estabas en la Lubianka), o a Sujánovka (si estabas en Lefórtovo), y allí no se habla con los presos de esta manera». Y es que has acabado por acostumbrarte: a fin de cuentas el régimen en esta cárcel no está tan mal, ¿y qué suplicios me esperarían allí? Además, el traslado... ¿Y si cediera? La intimidación funciona maravillosamente con aquellos que aún no están detenidos y que de momento sólo han sido citados a la Casa Grande para declarar. A uno (o a una) aún le queda mucho que perder, uno (o una) tiene miedo de todo: teme que no le suelten hoy, teme que le confisquen sus pertenencias, su vivienda. El está dispuesto a muchas declaraciones y concesiones con tal de evitar estos peligros. Ella, como es natural, no conoce el Código Penal, pero lo menos que se hace al empezar el interrogatorio es alargarle una hoja con un extracto falso del Código: «He sido advertida de que por declarar en falso..., 5 (cinco) años de prisión (en realidad, según el Artículo 95, el máximo son dos años), por negarme a declarar, 5 (cinco) años... (en realidad, por el Artículo 92, lo máximo son tres meses, y no de reclusión sino de trabajo correccional)». De este modo llegamos -y lo seguiremos viendo continuamente- a otro método procesal: 8. La mentira. A nosotros, los borregos, no nos está permitido mentir, pero el juez de instrucción miente sin parar, y nada tienen que ver con él todos estos artículos. Hasta tal punto hemos perdido el sentido de la medida que no nos preguntamos: ¿Y qué le pasa a él si miente? El puede poner ante nosotros tantas actas como le venga en gana con las firmas falsificadas de nuestros parientes y amigos, y no será más que un elegante procedimiento procesal. La intimidación acompañada de seducción y mentira es el método fundamental para influir en los parientes del detenido llamados a declarar como testigos. «Si usted no declara tal cosa (lo que ellos exigen) será peor para él..., le va a buscar usted su perdición... (¿Cómo puede escuchar esto una madre?) Sólo firmando este papel (el que le ofrecen) podrá salvarlo (perderlo).» 9. Especular con el afecto por los seres queridos también funcionaba maravillosamente con los detenidos. Era incluso la más eficaz de las intimidaciones: Utilizando el amor a la familia podía quebrarse al hombre más intrépido. (¡Oh, cuánta perspicacia: «Los enemigos de un hombre son sus familiares»!) ¿Recuerdan a aquel tártaro que lo soportó todo -sus torturas y las de su esposa- pero no las de su hija? En 1930, la juez de instrucción Rimalis empleaba esta amenaza: «¡Arrestaremos a su hija y la pondremos en la celda de las sifilíticas!». Amenazaban con encerrar a todos los que uno amaba. A veces con acompañamiento sonoro: tu esposa estaba ya encerrada, pero su destino dependía de tu sinceridad. La estaban interrogando en la estancia contigua. ¡Escucha! Y, efectivamente, se oía llorar y chillar a una mujer al otro lado de la pared (pero entre que todos los gemidos se parecen, la pared que hay por medio, el esposo que estaba con los nervios de punta, y además no era precisamente un experto, a veces te la estaban pegando con un disco, con la voz de una «esposa-tipo», soprano o contralto, obra de algún inventor para la racionalización del trabajo. Pero a veces no había trampa y te mostraban a través de una puerta acristalada a tu esposa caminando en silencio, cabizbaja y abatida). ¡Sí! ¡Tu esposa! ¡En los pasillos de la Seguridad del Estado! ¡La has perdido con tu tozudez! ¡Ya la han arrestado! (Cuando en realidad la habían citado simplemente por algún asunto de procedimiento sin importancia y en el momento convenido la habían dejado en el pasillo ordenándole: «¡No levante la cabeza si quiere salir de aquí!».) O te dan a leer una carta de tu mujer, de su puño y letra: «¡Reniego de ti! ¡Después de las mezquindades que me han contado de ti, ya no deseo saber nada de ti!». (Y como quiera que esposas de este tipo y cartas así no son ni mucho menos imposibles en nuestro país, no te queda otro recurso que consultar con tu alma: ¿También mi mujer?) El juez de instrucción Goldman (1944), que intentaba obtener de V.A. Kornéyeva unas declaraciones contra otras personas, la amenazó: «Te confiscaremos la casa y pondremos a tus viejas de patitas en la calle». Convencida y firme en su fe, Kornéyeva no temía en absoluto por su persona, estaba dispuesta el martirio. Pero, conociendo nuestras leyes, las amenazas de Goldman eran muy reales y ello la hacía temer por sus seres queridos. Cuando por la mañana, después de una noche de actas rechazadas y desgarradas, Goldman empezó a redactar una cuarta variante en la que la única acusada era ella, Kornéyeva firmó con alegría y con la sensación de haber obtenido una victoria moral. No hemos logrado conservar un instinto humano tan primario como es justificarse y rechazar las acusaciones falsas, ¡qué va! Somos felices si conseguimos cargar con toda la culpa nosotros solos. Así como ninguna clasificación de la Naturaleza tiene rígidas separaciones, tampoco aquí podemos separar claramente los métodos psíquicos de los físicos. ¿A qué método, por ejemplo, podrían adscribirse estas travesuras? 10. Procedimiento sonoro. Se sienta al acusado a una distancia de seis u ocho metros y se le obliga a decir todo en voz bien alta y a repetirlo. Para un hombre ya agotado no es nada fácil. O bien se hacen dos trompetillas de cartón y, junto con otro juez de instrucción al que se ha pedido ayuda, se pegan al detenido y le gritan en ambos oídos: «¡Confiesa, canalla!». El detenido queda aturdido y a veces hasta pierde el oído. Pero es un procedimiento poco económico, lo que pasa es que el trabajo de los jueces es muy monótono y también quieren divertirse, por eso le echan imaginación, a ver quién la hace más gorda. 11. Las cosquillas. Otra travesura. Te atan -o te sujetan- de pies y manos y te hacen cosquillas en la nariz con una pluma de ave. Al arrestado se le crispan los nervios, tiene la sensación de que le están trepanando el cerebro. 12. Apagar un cigarrillo en la piel del acusado (ya se ha indicado antes). 13. El procedimiento lumínico. Una intensa luz eléctrica las veinticuatro horas del día en la celda o en el box donde está encerrado el detenido, una bombilla de potencia desmedida para una pequeña estancia con paredes blancas (¡La electricidad que economizaban los colegiales y las amas de casa!). Se inflamaban los párpados y resultaba muy doloroso. Después, en el despacho del juez de instrucción, le enfocaban de nuevo lámparas domésticas. 14. O también esta ocurrencia. El 1 de Mayo de 1933, en la GPU de Jabarovsk, estuvieron toda la noche, doce horas, sin interrogar a Chebotariov. ¡No lo estuvieron interrogando sino que lo estuvieron llevando a interrogatorio! ¡Fulano de tal, las manos atrás! Lo sacaban de la celda y rápidamente escaleras arriba, al despacho del juez. El vigilante se marchaba. Pero el juez sin haberle formulado una sola pregunta y a veces sin ni siquiera darle tiempo a sentarse, cogía el teléfono: ¡Llévense al de la 107! Se lo llevaban y lo conducían a la celda. Apenas se tendía en el catre chirriaba la cerradura: ¡Chebotariov! ¡A declarar! ¡Las manos atrás! Y una vez allí: ¡Llévense al de la 107! Por lo demás, los métodos coercitivos pueden empezar mucho antes de llegar al despacho del juez de instrucción. 15. La prisión empieza en el box, que quiere decir cajón o armario. Como primer paso en la cárcel, cogen a un hombre recién arrancado a la libertad, cuyo interior sigue aún en movimiento, dispuesto a esclarecer, a discutir, a luchar, y lo encierran en una cajita, a veces con una bombilla y con espacio para sentarse, a veces a oscuras y con un espacio en el que sólo puede estar de pie y aún aplastado por la puerta. Y lo tienen allí unas cuantas horas, medio día, un día entero. ¡Unas horas de completa incertidumbre! ¿Lo habrán emparedado para toda la vida? Jamás se ha visto en una situación así, no puede hacer conjeturas. Pasan estas primeras horas en el ardor de un intenso torbellino espiritual aún no sofocado. ¡Unos se desmoralizan, y éste es el momento de hacerles el primer interrogatorio! Otros se enfurecen, tanto mejor, acto seguido insultarán al juez de instrucción, cometerán una imprudencia y será más fácil endiñarles una acusación. 16. Cuando no había suficientes boxes, lo hacían también de la siguiente manera. En el NKVD de Novocherkask, a Ye-lena Strutínskaya la mantuvieron seis días en un pasillo sentada en una banqueta de manera que no pudiera recostarse en ninguna parte, sin dormir, sin caer ni -levantarse. ¡Durante seis días! Intenten ustedes permanecer sentados así tan sólo seis horas. También, como variante, podían sentar a un detenido en un taburete alto como los de los laboratorios, de manera que sus pies no llegaran al suelo y se le entumecieran de lo lindo. Lo dejaban así sentado de ocho a diez horas. O bien, durante el interrogatorio, cuando el acusado está a la vista de todos, sentarlo en una silla corriente pero de la siguiente manera: en el extremo del asiento, en el borde mismo (¡Un poco más adelante! ¡Un poco mas!), de modo que no se caiga pero se le clave el borde dolorosamente durante todo el interrogatorio. ¿Sólo eso? Sí, sólo eso. Pruébelo. 17. Según las condiciones del lugar, el box puede sustituirse por el foso de la división, como era costumbre en los campos militares de Gorojovets durante la gran guerra patria. A esta fosa, de tres metros de profundidad por unos dos de diámetro, se arrojaba al preso, y lo tenían ahí metido varios días, a cielo abierto, a veces bajo la lluvia. Era a la vez celda y retrete. Y le bajaban con una cuerda trescientos gramos de pan, y agua. Imagínese en esa situación, además recién arrestado, cuando eres un manojo de nervios. Ya sea porque todas las Secciones Especiales del Ejército Rojo recibieron las mismas instrucciones o bien porque compartieran una situación similar en campaña, el caso es que este procedimiento tuvo una gran difusión. Así, en la 36ª División de infantería motorizada, que había participado en la batalla de Jaljin-Gols y que en 1941 estaba destacada en el desierto de Mongolia, al recién arrestado, sin más explicaciones, le alargaban una pala (el jefe de la Sección Especial Samuliov) y le ordenaban excavar una zanja de las medidas exactas de una tumba (¡un procedimiento que enlaza, pues, con el psicológico!). Cuando el detenido había profundizado hasta la cintura, detenían la excavación y le ordenaban que se sentara en el fondo: la cabeza ya no quedaba visible. Un solo centinela vigilaba varias zanjas de este género y parecía que no hubiera nada a su alrededor.36 En aquel desierto los acusados soportaban el tórrido calor mongol con la cabeza descubierta, y el frío nocturno sin abrigo, sin torturas, eso sí. ¿Para qué iban a malgastar energías en ellas? Y mirad qué ración: cien gramos de pan y un vaso de agua al día. El teniente Chulpeniov, un gigantón de veintiún años, boxeador, estuvo así un mes. A los diez días estaba plagado de piojos. A los quince días lo llamaron por primera vez a declarar. 18. Poner al acusado de rodillas, pero no en sentido figurado sino en el literal: arrodillado sin apoyarse en los talones y con la espalda recta. En el despacho del juez de instrucción o en el pasillo se le podía obligar a permanecer así doce horas, veinticuatro y hasta cuarenta y ocho. (El juez podía marcharse a casa, dormir, divertirse; era un sistema bien elaborado: junto al hombre de rodillas se ponía un puesto de guardia y se relevan los centinelas.) ¿A quien convenía poner de esta manera? Al que ya estaba desmoralizado, al que ya se inclinaba a ceder. Daba buen resultado con las mujeres. Ivanov-Razúmnik comunica una variante de este método: después de haber puesto al joven Lordkipanidze de rodillas, ¡el juez de instrucción se le meó en la cara! ¿Y qué pasó? Después de haberlo aguantado todo, con esto, Lordkipanidze se desplomó. Por lo tanto, también funciona espléndidamente con los orgullosos... 19. O basta con obligarle a estar de pie. Se le puede dejar de pie sólo durante los interrogatorios, y eso cansa y quiebra lo suficiente. También se le puede dejar que preste declaración sentado, pero siempre que permanezca de pie entre interrogatorios (se coloca un centinela y el vigilante cuida de que no se apoye en la pared, y si se duerme y se derrumba le propina unos puntapiés para que se levante). A veces, veinticuatro horas seguidas de pie son suficientes para que un hombre desfallezca y declare lo que haga falta. 20. Es habitual que, cuando a un detenido se le tiene de pie durante tres, cuatro o cinco días no se le dé de beber. Cada vez resultan más claras las posibilidades de combinación entre procedimientos psicológicos y físicos. Se comprende también que todas las medidas precedentes puedan combinarse con: 21. El insomnio, que no supieron valorar en la Edad Media: no sabían que los márgenes dentro de los cuales el hombre conserva su personalidad son muy estrechos. El insomnio (unido además al estar de pie, la sed, la luz cegadora, el terror y la incertidumbre. ¿En qué quedan tus torturas ante esto, Edad Media?) nubla la razón, socava la voluntad, el hombre pierde su «yo». (Es el Ganas de dormir, de Chéjov, aunque ahí era mucho más suave, pues la niña podía tenderse un poco, dar reposo a su conciencia durante un minuto que le refresca salvadoramente el cerebro.) Cuando un hombre actúa medio inconsciente, o completamente inconsciente, no debemos culparle por las declaraciones que haya podido hacer... Imagínense en este estado de turbación a alguien que además es extranjero y no conozca el ruso, y que le den algo a firmar. Así fue como el bávaro Jupp Aschenbrenner firmó que había trabajado en una cámara de gas. Sólo en 1954 consiguió demostrar, ya en el campo penitenciario, que en aquella época estaba en Munich asistiendo a unos cursos de soldadura eléctrica. Te lo decían así: «No ha sido sincero en sus declaraciones, por tanto no se le permite dormir!». A veces se mostraban más refinados, no te ponían de pie sino que te sentaban en un sofá mullido que predisponía de forma especial a dormir (el vigilante de turno se sentaba a tu lado en el sofá y te daba una patada cada vez que fruncías los ojos). He aquí cómo describe una víctima (que previamente había pasado días enteros en un box lleno de chinches) sus sensaciones después de esta tortura: «Tenía escalofríos por la gran pérdida de sangre. Tenía las membranas oculares secas, como si alguien sostuviera un hierro candente ante mis ojos. Se hincha la lengua de sed y pincha como un erizo al menor movimiento. Los espasmos de la glotis te rajan la garganta». El insomnio es un gran medio de tormento y no deja ninguna huella visible, ni siquiera motivos de denuncia si se presentase mañana mismo una improbable inspección. «¿Que no le dejan dormir? ¡Y qué se cree, que está en un balneario! Los agentes que han estado con usted tampoco han dormido» (pero descansaban de día). Podemos afirmar que el insomnio se convirtió en el procedimiento universal de los órganos, que dejó de ser un tipo de tortura para convertirse en método reglamentario y que se utilizó de la forma más económica, sin recurrir a ninguna clase de centinelas. En todas las prisiones judiciales no se permitía dormir ni un minuto entre el toque de diana y el de retreta (en Sujá-novka y en otras prisiones más, de día retiraban los catres contra la pared; en otras, sencillamente, no dejaban tenderse, ni siquiera bajar los párpados estando sentado). Y los principales interrogatorios eran siempre de noche. Era automático: el que estaba sometido a la instrucción del sumario no tenía tiempo para dormir por lo menos durante cinco días a la semana (la noche del sábado y del domingo los jueces de instrucción procuraban descansar). 22. Como perfeccionamiento del punto anterior: la cadena de jueces. El detenido no sólo no dormía, sino que durante tres o cuatro días lo interrogaban sin cesar varios jueces que iban turnándose. 23. El box piojoso que ya hemos mencionado. Un oscuro armario de tablas infestado de piojos, los había a centenares, puede que a miles. Se le quitaba la chaqueta o la guerrera al acusado y acto seguido se abatían sobre él los hambrientos piojos, arrastrándose por las paredes y cayendo desde el techo. Primero, luchaba encarnizadamente contra ellos, los aplastaba sobre su cuerpo, contra las paredes, ahogándose con su hedor, pero al cabo de unas horas desfallecía y se dejaba chupar la sangre sin protestar. 24. Los calabozos. Por mal que se esté en una celda, el calabozo siempre es peor, y en él la celda siempre se te antoja el paraíso. En el calabozo te desgastan de hambre, y muchas veces de frío (en Sujánovka hay también calabozos ardientes). Por ejemplo, los calabozos de Lefórtovo no tienen calefacción y sólo hay radiadores en los pasillos, aunque, de todos modos, en estos pasillos «calientes» los celadores no se están quietos y hacen la ronda con botas de fieltro y chaquetas enguatadas. En cambio, al preso lo dejaban en paños menores y a veces sólo en calzoncillos, y debía permanecer inmóvil (por la estrechez del lugar) en el calabozo de tres a cinco días (sólo al tercer día le daban un bodrio caliente). En los primeros minutos uno pensaba: no lo aguantaré ni una hora. Pero no se sabe por qué milagro el hombre permanecía allí sus cinco días, aunque contrayendo quizás una enfermedad para toda la vida. Los calabozos tenían sus variantes: los había con humedad y con agua. En la cárcel de Chernovitsi, después de la guerra, tuvieron a Masha G. dos horas descalza con agua helada hasta el tobillo. ¡Confiesa! (Tenía dieciocho años. ¡Cómo lamentaría el mal que sufrieron sus pies, y cuánto debía vivir con ellos aún!) 25. ¿Cabe considerar como una variedad del calabozo el encerrar a uno de pie en un nicho? Ya en 1933, en la GPU de Jabarovsk, le aplicaron esta tortura a S.A. Chebotariov: lo encerraron desnudo en un nicho de cemento de forma que no pudiera doblar las rodillas, ni extender los brazos o cambiarlos de posición, ni volver la cabeza. ¡Y eso no era todo! Empezó a gotear agua fría sobre su coronilla (¡Digno de una antología de la tortura!) hasta correr por todo su cuerpo. Como es natural, se guardaron de decirle que aquello iba a durar sólo veinticuatro horas. No vamos a discutir aquí si era o no un suplicio cruel, pero el caso es que perdió el conocimiento, que al abrirle al día siguiente estaba más muerto que vivo y que no recobró el conocimiento hasta que lo metieron en una cama del hospital. Le hicieron volver en sí con amoniaco, cafeína y masajes. Tardó mucho en recordar de dónde había salido y qué había sucedido la víspera. Estuvo todo un mes incapacitado, incluso para los interrogatorios. (Nos atrevemos a suponer que ese nicho y el dispositivo de goteo no fueron construidos expresamente para Chebotariov.) En 1949, mi amigo de Dnepropetrovsk estuvo encerrado en uno semejante, aunque es cierto que sin goteo. ¿Podemos suponer que hu o más nichos, dada la distancia entre Jabarovsk y Dnepropetrovs y la diferencia de dieciséis años? 26. El hambre ya la hemos mencionado al describir los métodos combinados. No es que tuviera nada de raro oDtener confesiones a fuerza de hambre. Para ser exactos, el elemento hambre, al igual que el uso de la noche, había pasado a formar parte del sistema general de coerción. La parca ración penitenciaria -300 gramos en 1933, un año en que no había guerra, y 450 en 1945 en la Lubianka-, el juego de permitir y prohibir los paquetes y la cantina, se aplicaba a todos sin excepción, era universal. Pero había también un hambre más feroz: así tuvieron a Chulpeniov todo un mes a cien gramos, y luego, cuando lo sacaron del foso, el juez Sókol puso ante él una marmita de borsch y media hogaza de pan blanco cortado de través (al parecer, no tiene ninguna importancia como esté cortado el pan, ¿verdad?, pero Chulpeniov insiste aún hoy en día en que estaba cortado de una forma muy apetitosa), y sin embargo no le ofreció ni una sola vez. ¡Qué antiguo es todo esto, qué feudal y cavernario! La única novedad es que se aplicaba en una sociedad socialista. Otras personas relatan métodos parecidos, que eran frecuentes. Pero nosotros abundaremos en el caso de Chebotariov porque presenta un alto grado de combinación. Lo tuvieron 72 horas en el despacho del juez y sólo le permitieron ir al retrete. Nada más: ni comer, ni beber (a su lado había una jarra con agua), ni dormir. En el despacho había siempre tres jueces de instrucción que iban turnándose. Uno escribía continuamente (en silencio, sin inquietar al acusado), el segundo dormía en el sofá, el tercero se paseaba por la habitación y golpeaba a Chebotariov apenas este se adormilaba. Después cambiaban de papel. (¿Estuvieron quizátam bién ellos, por su ineficacia, en régimen de cuartel?) Y de pronto le trajeron la comida a Chebotariov: un sustancioso borsch ucraniano, una chuleta con patatas fritas y vino tinto en una jarra de cristal. Chebotariov, que toda la vida había sentido repugnancia por el alcohol, no probó el vino por más que le instó el juez (no podía forzarle demasiado, habría estropeado el juego). Después de comer le dijeron: «¡Y ahora firma lo que has declarado ante dos testigos! Es decir, lo que un juez había redactado en silencio ante otro que dormía y un tercero que estaba despierto. Desde la primera página, Chebotariov vio que había sido uña y carne con todos los generales japoneses destacados, y que cada uno de ellos le había encomendado misiones de espionaje. Y empezó a tachar hojas. Le dieron una paliza y lo echaron del despacho. Pero en cambio Blaguinin, otro empleado de los Ferrocarriles Chino-Orientales que habían detenido con él y había pasado por lo mismo, bebió el vino, y bajo los efectos de una dulce embriaguez firmó los documentos y fue fusilado. (¡Lo que hace una sola copa después de tres días de ayuno! Y allí había toda una jarra.) 27. Los golpes que no dejan huellas. Pegaban con gomas, con porras, con sacos de arena. Es muy doloroso cuando te dan en los huesos, por ejemplo, las patadas del juez en la espinilla, donde el hueso está casi a flor de piel. Al jefe de brigada Karpúnich-Braven estuvieron pegándole veintiún días seguidos. (Ahora dice: «al cabo de treinta años aún me duelen los huesos y la cabeza».) A partir de su caso y de los relatos de otros, llegó a la cifra de 52 procedimientos de tortura. Por ejemplo, éste: sujetan las manos con un aparato especial de forma que las palmas queden planas contra la mesa, y entonces golpean con el canto de una regla en los nudillos, ¡hay como para aullar! ¿Ponemos aparte de las palizas la extracción de dientes? (A Karpúnich le arrancaron ocho.) A G. Kupriánov, secretario del Comité Regional de Carelia, encarcelado en 1949, le arrancaron algunos dientes. Unos eran naturales y no contaban, otros eran de oro. Al principio le dieron un recibo conforme se los quedaban en custodia. Luego cayeron en la cuenta y le quitaron el recibo. Como todo el mundo sabe, un puñetazo en el plexo solar corta la respiración y no deja la menor huella. En Lefórtovo, el coronel Sídorov, después de la guerra, ejecutaba un tiro libre golpeando con sus chanclos los atributos masculinos desprotegidos (los que juegan al fútbol ya saben lo que es un balonazo en la ingle). No hay dolor comparable y se suele perder el conocimiento. 28. En el NKVD de Novorossisk inventaron una maquinilla para aplastar las uñas. Más tarde se pudo ver por las prisiones de tránsito a muchos hombres de Novorossisk que habían perdido las uñas. 29. ¿Y la camisa de fuerza? 30. ¿Y romperte la columna vertebral? (En esta misma GPU de Jabarovsk, en 1933.) 31. ¿Y el embridado (la «golondrina»)? Es un método de Su-jánovka, pero también se conoce en la prisión de Arjánguelsk. (El juez instructor Ivkov, 1940.) Se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua. ¿Seguimos enumerando? ¿Nos hemos dejado algo en el tintero? ¿Qué no serán capaces de inventar unos hombres ociosos, ahitos, e insensibles? ¡Hermano! No censures a quien fue débil en tales situaciones y firmó más de la cuenta... Pero ¡mira por dónde!: resulta que ni estas torturas, ni siquiera los procedimientos «más suaves», son necesarios para hacer que la mayoría confiese, para atenazar con dientes de acero a unos borregos mal preparados que ansian volver a su tibio hogar. Es demasiado desigual la correlación de fuerzas y posiciones. ¡Oh, bajo qué nueva perspectiva -repleta de peligros, una auténtica jungla africana- vemos desde el despacho del juez de instrucción nuestra vida anterior! ¡Y nosotros que la creíamos tan simple! Usted, llamémosle A, y su amigo B, se conocen y se han tenido confianza durante años, y cada vez que se han visto han hablado sin tapujos de la pequeña y la gran política Sin testigos, sin nadie que pudiera escucharlos a escondidas. Y us tedes no se denunciaron uno a otro, por supuesto. Mas he aquí que por alguna razón se fijaron en usted, lo sacaron por las orejas del rebaño y lo encerraron Y por alguna razón, puede que por alguna denuncia, porque teme por las personas queridas, por una pequeña tanda de insomnio o por haber estado en el calabozo, decide finalmente darse por rendido, ¡pero por nada del mundo denunciar a otros! Y en cuatro actas ha reconocido y firmado que es un enemigo jurado del régimen soviético, ya que contaba chistes del Guía deseaba elecciones con varios candidatos y aunque sí se metía en la cabina, no marcaba al único de la lista, excusándose con que no había tinta en el tintero, y además tenía un aparato de radio con banda de 16 metros y con él procuraba coger alguna de las retransmisiones occidentales pese a las interferencias con que las tapábamos. Diez años no se los quita nadie, pero sus costillas están enteras, todavía no tiene pulmonía, no ha vendido a nadie y al parecer ha salido del paso con inteligencia. En la celda ya ha comentado que probablemente la instrucción de su caso toca a su fin. ¡Y un cuerno! Recreándose sin prisas en su bonita caligrafía, el juez de instrucción empieza a redactar el acta n° 5 Pregunta: ¿Era usted amigo de B? Sí. ¿Hablaba abiertamente de política con él? No, no, no le tenía confianza. ¿Pero se veían ustedes a menudo? No mucho. ¿Cómo que no mucho? Según el testimonio de los vecinos, sólo en el último mes lo tuvo de víate los días tal, tal y tal. ¿Estuvo o no? Bueno, puede ser. Además, se observó que ustedes, como siempre no bebían, no armaban escándalo, hablaban muy bajo, no podía oírse desde el pasillo. (¡Bebed amigos! ¡Romped botellas! ¡Soltad tacos cuanto más alto mejor! ¡Así seréis personas de fiar!) ¿Bien, y no cree que eso da que pensar? Además usted también estuvo en su casa, mire si no lo que le dijo por teléfono: hemos pasado una velada muy interesante. Luego los vieron en la esquina a los dos, media hora de plantón con el fiío que hacía, con el rostro apesadumbrado como expresando descontento, por cierto, hasta tenemos fotos de ese encuentro. (La técnica de los agentes, amigos míos, la técnica de los agentes.) Así pues, ¿de qué hablaban en estas entrevistas? ¿De qué? ¡Vaya preguntita! Lo primero que se te ocurre es decir que no te acuerdas. ¿Acaso tienes el deber de recordarlo? Muy bien, ha olvidado usted la primera conversación. ¿La segunda también? ¿Y la tercera? ¿Incluso esa velada tan interesante? Y la de la esquina. ¿Y las conversaciones con C? ¿Y las conversaciones con D? No, pensará usted, lo de «no me acuerdo» no es salida, no me puedo agarrar a eso. Y su cerebro enturbiado por el insomnio y el hambre, pellizcado por el miedo, sobresaltado por el arresto, busca cómo ingeniárselas de una manera lo más verosímil posible y burlar al juez de instrucción. ¿De qué? Ojalá hubierais hablado de hockey (¡En todos los casos es lo que trae menos disgustos!), de faldas o incluso de ciencia, porque en ese caso se lo podríais repetir al juez (hablar de ciencia es como hablar de hockey, pero en nuestros días todo asunto científico es confidencial y te pueden pillar por el Decreto sobre divulgación de secretos de Estado). ¿Y si realmente habíais estado hablando de las nuevas detenciones habidas en la ciudad? ¿O de los koljoses? (y hablando mal, ni qué decir tiene, porque ¿quién va a hablar bien de ellos?), ¿o del descenso de las primas por productividad? Os habíais pasado media hora en una esquina con la cara bien larga, ¿de qué estaríais hablando? Puede ser que a B también lo hayan arrestado (el juez de instrucción le asegura a usted que sí, que ya ha declarado contra usted y que ahora lo traen para un careo). También puede ser que esté tranquilamente en su casa, pero lo arrancarán de allí para interrogarle y confrontar: ¿Por qué fruncía usted el ceño en aquella esquina? Ahora, al echar la vista atrás, comprende una cosa: tal como está la vida, hubiera sido conveniente al despedirse ponerse de acuerdo y recordar con detalle de qué habían hablado hoy. Entonces, en cualquier interrogatorio, las declaraciones habrían coincidido. Pero no se os ocurrió. No os imaginabais en qué selva vivíais. ¿Decir que hablabais de ir a pescar? Pero B habrá dicho que de pesca no hubo ni una palabra, que hablasteis de los cunos a distancia. En lugar de hacer más llevadera la instrucción os estaréis apretando el nudo: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y resplandece en vuestra mente una idea. ¿Afortunada? ¿Fatal? Hay que contar lo más parecido a lo que en realidad sucedió (naturalmente, limando las asperezas y omitiendo todo lo peligroso), por algo dicen que a veces hay que decir mentira para sacar verdad. Quizá B tenga la misma idea y cuente algo por el estilo, las declaraciones coincidirán bastante y os dejarán en paz. Al cabo de muchos años comprenderá usted que fue una idea completamente insensata y que habría sido mucho mejor, aunque no resultara creíble, dárselas de tonto de remate: no recuerdo un solo día de mi vida aunque me maten. Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios. Y, algún día, B le reprochará: ah, zoquete y yo que les había dicho que nos habíamos puesto de acuerdo para irnos de pesca... ¡Pero usted quiso ser más astuto y más inteligente que el juez! ¡Usted, con sus ideas sutiles y rápidas! Usted es un intelectual. Y se pasó de listo... En Crimen y castigo, Porfiri Petróvich hace a Raskólni-kov una observación sorprendentemente sutil que sólo puede ocurrírsele al que haya participado en este juego del ratón y el gato: con vosotros, los intelectuales, ni siquiera debo construir mi propia versión, vosotros mismos la construís y me la ofrecéis ya lista. ¡Es así! El hombre inteligente es incapaz de responder con la cautivadora incoherencia de El malhechor, de Chéjov. Procurará que, a la fuerza, la historia de que le acusan sea congruente, por más mentiras que le eche. Pero lo que busca el juez-carnicero no es la coherencia sino sólo dos o tres frasecitas. ¡A él sí que no se la dan con queso! ¡Y nosotros no estamos preparados para nada! Desde la juventud nos educan y nos preparan para una profesión; para los deberes cívicos; para el servicio militar; Para la higiene de nuestro cuerpo; para la urbanidad e incluso para apreciar la belleza (bueno, esto último no tanto). Pero ni la enseñanza, ni la educación, ni la experiencia, nos preparan para la mayor prueba de nuestra vida: el arresto injustificado y la instrucción sumarial arbitraria. Las novelas, las obfas "e teatro y las películas (¡sus autores debieran probar el cáliz del Gulag!) nos presentan a las personas que podemos encontrar en el despacho del juez como paladines de la verdad y del amor a la humanidad, como verdaderos padres. ¡La de conferencias que llegan a darnos! ¡Si hasta nos obligan a ir a ellas. Pero nadie nos dará una conferencia sobre el verdadero sentido -así como la amplia interpretación- de los artículos del Código Penal, además, los códigos no se encuentran en las bibliotecas, ni se venden en los kioskos, ni caen en manos de la juventud despreocupada. Sería rayar en la ficción decir que, en un confín apartado, el acusado pueda disponer de un abogado. ¡Con lo que significaría tener al lado -en el momento más duro de la lucha- una mente lúcida que domine todas las leyes! Otro de los principios de nuestra instrucción sumarial es privar al acusado incluso del conocimiento de las leyes. Te presentan el acta de acusación... (ya saben cómo: «Fírmela». «No estoy de acuerdo con ella.» «Firme.» «¡Pero si no soy culpable de nada!»), «Se le acusa de transgredir los artículos 58-10 apartado 2 y 58-11 del Código Penal de la Federación Rusa». «¡Firme!» «¿Pero qué dicen esos artículos? ¡Déjeme leer el Código!» «No lo tengo.» «Entonces, pídaselo al jefe del departamento.» «Tampoco lo tiene. ¡Firme!» «¡Le ruego que me lo enseñen!» «No procede mostrárselo, el código no lo han escrito para usted sino para nosotros. Además, no lo necesita, ya se lo explico yo: dichos artículos tipifican precisamente todo de lo que usted es culpable. Además usted no firma ahora que esté de acuerdo, sino que ha leído el acta, que se le ha formulado la acusación.» De golpe, entre tanto papelucho aparece fugazmente una nueva sigla: LEC. Esto te alarma: ¿En qué se diferencia el CP (Código Penal) del LEC? Si aciertas con un momento en que el juez esté de buenas te explicarán: La Ley de Enjuiciamiento Criminal. ¿Cómo? ¡O sea que ya no es un código, sino dos códigos completos los que desconoces, ahora que te van a ajustar las cuentas con ellos en la mano! Pasaron desde entonces diez años, después quince. Creció hierba sobre la tumba de mi juventud. Cumplí la condena e incluso el destierro a perpetuidad. ¡Y en ninguna parte, ni en los centros «cultural-educativos» de los campos penitenciarios, ni en las bibliotecas de distrito, ni siquiera en ciudades medianas, en ninguna parte pude ver con mis propios ojos, ni tener en mis manos, no logré comprar, conseguir o tan siquiera pedir un código del Derecho soviético! ¡Y centenares de presos conocidos, que han pasado por la instrucción del sumario y el tribunal -incluso más de una vez-, que han conocido los campos y el destierro, ninguno de ellos ha visto tampoco el código ni lo ha tenido en sus manos! (Los que conocen el clima de suspicacia de nuestro país comprenden por qué no se puede pedir el Código en el tribunal popular o el Comité Ejecutivo de distrito. Vuestro interés por el Código sería un fenómeno excepcional: ¡O estás preparando un crimen o estás borrando sus huellas!) Y sólo cuando ambos códigos tenían los días contados tras treinta y cinco años de existencia e iban a ser reemplazados de un momento a otro, sólo entonces, los vi, dos hermanos desencuadernados, el CP y la LEC, en un kiosko del metro de Moscú (los habían sacado a la venta por inservibles). Y ahora me conmueve leer por ejemplo, en la LEC: Artículo 136 – El juez no tiene derecho a arrancar declaraciones o confesiones a un acusado mediante violencia o amenazas. (¡A eso se le llama dar en el clavo!) Artículo 111 – El juez está obligado a poner en conocimiento del acusado las circunstancias atenuantes o eximentes que concurran en su caso. («¡Pero si yo estuve en la proclamación del poder soviético en octubre! ¡Yo fusilé a Kolchak! ¡Yo desterré a los kulaks! ¡Gracias a mí el Estado ahorró diez millones de rublos! ¡Me hirieron dos veces en la última guerra! ¡Tengo tres condecoraciones!» «¡No le estamos juzgando por eso! – la Historia de nuestro país nos muestra sus fauces por boca del juez-. Lo que haya podido hacer de bueno ahora no viene al caso.») Artículo 139 – El acusado tiene derecho a escribir de propia mano sus declaraciones y exigir que se introduzcan enmiendas en el acta levantada por el juez. (¡Ay, de haberlo sabido entonces! O mejor dicho: ¡Si hubiera sido realmente así! Pero como implorando limosna, y siempre en vano, pedíamos al juez que no escribiera «mis repugnantes y calumniosos infundios» en lugar de «mis juicios erróneos», o «mi almacén de armas clandestino» donde habíamos dicho «mi navaja oxidada».) ¡Ay, si al acusado le hubieran impartido primero un curso de ciencia penitenciaria! Si primero hubieran hecho una instrucción sumarial de ensayo y después la verdadera... Con los reincidentes de 1948 no organizaban todo este juego judicial: habrían pinchado en hueso. Pero los primerizos no tenían experiencia, ¡no tenían ni idea! Y a nadie podían pedir consejo. ¡La soledad del acusado! ¡Otra de las condiciones para el buen desarrollo de una instrucción injusta! Sobre una voluntad solitaria y oprimida debía abatirse todo un aparato demoledor. Desde el momento del arresto y durante todo el primer periodo importante de la instrucción, lo ideal es que el detenido se encuentre solo: en la celda, en los pasillos, en las escaleras, en los despachos, en ninguna parte debe tropezarse con otros semejantes a él, ni percibir compasión, consejo o apoyo en ninguna sonrisa, en ninguna mirada. Los Órganos ponen todo su empeño en eclipsar el futuro y deformar el presente: dar por arrestados a parientes y amigos, dar por encontradas las pruebas materiales. Exageran acerca de sus posibilidades de castigarle a él y a su deudos y sobre su derecho a indultar (posibilidades y derecho que los Órganos no tienen en absoluto). Vincular la sinceridad del «arrepentimiento» con la atenuación de la condena y del régimen penitenciario en el campo de reclusión (una relación que no ha existido nunca). En el corto espacio de tiempo en el que el acusado está atribulado, extenuado y no es dueño de sus actos, le arrancan el mayor número posible de declaraciones sin posibilidad de enmienda, involucran el mayor número posible de personas inocentes (algunos se desmoralizan hasta el punto de suplicar que no les lean el acta en voz alta, carecen de fuerzas para escucharla, sólo desean que se la den a firmar, nada más firmar). Hasta entonces no los habrán sacado de su incomunicación, para pasar a una celda grande, donde desesperados descubrirán sus errores -cuando ya sea tarde- y harán recuento de ellos. ¿Cómo no cometer errores en semejante ordalía? ¿Quién no los cometería? Hemos dicho que «lo ideal es que el detenido se encuentre solo». Sin embargo, en las cárceles atiborradas de 1937 (y también de 1945), éste era un ideal que no podía alcanzarse. Prácticamente desde las primeras horas, el detenido se encontraba en una celda común densamente poblada. De todos modos, esto presentaba más ventajas que inconvenientes. La celda sobresaturada permitía prescindir de tantos boxes -estrechos pero individuales- y además resultaba ser una tortura de primera clase, especialmente valiosa porque duraba días y semanas enteros, sin que fuera necesario ningún esfuerzo por parte de los jueces de instrucción: ¡Los mismos presos torturaban a los presos! Embutían en una celda a tanta gente que no todos podían hacerse con un pedazo de suelo, unos pisaban a otros, o ni siquiera podían moverse, o bien se sentaban en las piernas de los demás. Así, en las CPP («celdas de prisión preventiva») de Kishiniov, en 1945, embutían en una celda individual hasta dieciocho personas, y en Lugansk, en 1937, quince.40 En 1938, Ivanov-Razúmnik estuvo preso en una celda corriente de Butyrki para veinticinco personas en la que había ciento cuarenta. Ivanov-Razúmnik ha descrito muy bien la vida cotidiana en las celdas de 1937-1938. Los retretes estaban tan sobrecargados, ¡que sólo los llevaban a hacer sus necesidades.una vez al día, a veces cuando ya era de noche, y lo mismo ocurría con el paseo! Ivanov calculó que en la «perrera» de recepción de la Lubianka, durante semanas enteras tocaba a un metro cuadrado para tres hombres (¡Echen cuentas, acomódense!). La perrera no tenía ventana ni ventilación, con el calor corporal y la respiración la temperatura alcanzaba los 40-45 grados, todos estaban en calzoncillos (se sentaban sobre su ropa de invierno), sus cuerpos desnudos estaban apretujados unos contra otros, y el sudor ajeno hacía salir eccemas en la piel. Y así permanecían semanas enteras sin aire ni agua (excepto un bodrio y té por la mañana). Este mismo año, en Butyrki, los recién detenidos (que ya habían pasado por los baños y los boxes) esperaban varios días sentados en los peldaños de la escalera hasta que los traslados por etapas dejaran libres las celdas. T-v, que ya había estado preso en Butyrki siete años antes, en 1931, nos refiere: «Todo estaba atiborrado, hasta debajo de los catres, yacíamos en el suelo de asfalto. Siete años más tarde, en 1945, cuando me volvieron a arrestar, nada había cambiado». Por otra parte, hace poco recibí de M.K.B-ich un valioso testimonio personal del hacinamiento en la prisión de Butyrki en 1918: en octubre de ese año (segundo mes del terror rojo) estaba tan llena la prisión, ¡que llegaron a habilitar una celda para setenta mujeres en la lavandería! ¿Cuándo, pues, ha sobrado sitio en la cárcel de Butyrki? Si a todo esto añadimos que por todo retrete había una cubeta (o al revés: que había que aguantarse hasta que tocaba salir a la letrina, porque la celda no tenía ningún recipiente, como ocurría en algunas prisiones siberianas); si añadimos que comían cuatro en una misma escudilla, y unos encima de las rodillas de otros; que a cada tanto sacaban a alguien para llevárselo a interrogatorio y devolvían a otro apalizado, insomne y deshecho; que el aspecto de esos hombres destrozados era más convincente que cualquier amenaza de los jueces de instrucción; y que quien pasaba meses sin que lo llamaran a declarar pensaba en cualquier muerte y cualquier campo penitenciario como un alivio a tantas apreturas, ¿acaso no quedaba suplida con creces aquella soledad teóricamente ideal? Y en ese revoltijo humano no siempre se atrevía uno a sincerarse con alguien, y tampoco era sencillo encontrar a quién pedir consejo. Es más fácil creer en torturas y golpes cuando te los muestran los propios reos que cuando se trata de las amenazas de un juez. Uno se enteraba por las propias víctimas de que ponían lavativas saladas en la garganta, y de que luego, en el box, se sufría de sed durante veinticuatro horas (Karpúnich). O de que frotaban la espalda con un rallador hasta que brotaba la sangre y luego te la mojaban con aguarrás. Al jefe de brigada Rudolf Pintsov le hicieron ambas cosas, y por si fuera poco le metieron agujas bajo las uñas y le rociaron con agua hasta que se le ensancharon. Le exigieron firmar que había querido lanzar su brigada de tanques contra la tribuna del gobierno durante el desfile de octubre. Por Alexándrov, el ex director de la sección artística de la VOKS (Sociedad rusa de relaciones culturales con el extranjero), que anda encorvado porque tiene la columna vertebral rota y no puede contener las lágrimas, hemos tenido noticia de cómo pegaba (en 1948) el propio Abakúmov. Sí, sí, el propio ministro de la Seguridad del Estado, Abakúmov, no le hacía ascos a este trabajo sucio (¡Un Suvórov en primera línea de fuego!), le había cogido gusto a la porra de goma. Con mayor afición aún pegaba su ayudante Riumin. Lo hacía en Sujánovka, en el despacho de instrucción «del general». La estancia tenía las paredes revestidas de nogal, cortinas de seda en ventanas y puertas, y una gran alfombra persa en el suelo. Para no estropear tanta belleza, se extendía sobre la alfombra, para el arrestado, una estera sucia que ya estaba manchada de sangre. En las palizas, Riumin tenía un ayudante, pero no un vigilante cualquiera, sino todo un coronel. «De modo», decía cortésmente Riumin, acariciando la porra de goma de un diámetro de unos cuatro centímetros, «que ha superado dignamente la prueba del insomnio (Alexandr Dolgun se las había ingeniado astutamente para soportar un mes de insomnio forzoso: dormía de pie). Ahora probaremos con la porra. Aquí nadie aguanta más de dos o tres sesiones. Bájese los pantalones y tiéndase en la estera.» El coronel se sienta en la espalda de la víctima. Dolgun se dispone a contar los golpes. Todavía no sabe qué es un porrazo en el nervio ciático cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno. No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera. Riumin golpea procurando acertar. El coronel presiona con su corpachón. ¡Buen trabajo, para alguien con tres estrellas grandes sobre sus galones, el de asistir al todopoderoso Riumin! (Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices. Tuvo una diarrea tremenda, pero sentado en la cubeta de su celda individual Dolgun se desternillaba de risa. Aún le esperaba una segunda sesión, y una tercera, su piel reventaría; Riumin, enfurecido, le golpearía el vientre hasta romperle el peritoneo, le bajarían los intestinos y producirían una enorme hernia, y sería conducido al hospital de Butyrki con peritonitis. Provisionalmente cesarían los intentos de obligarle a cometer una bajeza.) ¡Así era como podían martirizarle a uno! Después de esto que el juez de instrucción Danílov de Kishiniov golpeara al sacerdote Víktor Shipoválnilkov con un hurgón en la nuca y lo arrastrara tirándole de la trenza es simplemente una caricia paternal. (Es cómodo arrastrar así a los sacerdotes; a los seglares puede tirárseles de la barba y arrastrarlos de un rincón a otro del despacho. A Richard Ajóla, un soldado rojo finés que participó en la captura de Sidney Reilly y era jefe de una compañía cuando aplastaron el motín de Kronstadt, lo levantaron con unas pinzas, primero por un extremo de sus grandes bigotes y después por el otro, y lo mantuvieron diez minutos sin tocar el suelo con los pies.) Pero lo más terrible que pueden hacerte es desnudarte de cintura para abajo, ponerte de espaldas contra el suelo, separarte las piernas, sobre las que se sentarán los ayudantes (el glorioso cuerpo de sargentos) sujetándote los brazos, mientras el juez de instrucción -no desdeñan hacerlo tampoco las mujeresse coloca entre tus piernas abiertas y con la punta de la bota (o de los zapatos) va apretando gradualmente contra el suelo, primero moderadamente y luego cada vez con mayor fuerza aquello que en otro tiempo te hacía varón, va mirándote a los ojos y repitiendo sus preguntas o propuestas de traición. Si no aprieta un poco más antes de tiempo, aún tienes quince segundos para gritar que lo confiesas todo, y que estás dispuesto a llevar a la cárcel a aquellas veinte personas que te exigen, o a calumniar en la prensa la cosa más sagrada... Y que te juzgue Dios, no los hombres... –¡No hay otra salida! ¡Hay que confesar lo que haga falta! – susurran los falsos arrestados que han introducido en la celda. –¡La cosa está clara! ¡Hay que conservar la salud! – afirman las personas sensatas. –Nadie puede devolverte los dientes -asiente uno que ya no los tiene. –De todos modos te condenarán, tanto si confiesas como si no -concluyen los que saben de qué va-. ¡A los que no firman los fusilan! – profetiza otro, desde el rincón-. Para vengarse. Para que no quede rastro de cómo se llevó la instrucción. –Morirás en el despacho y comunicarán a tus parientes: enviado al campo penitenciario sin derecho a correspondencia. ¡Y que te busquen! Y si se trata de un comunista ortodoxo, se acercará a él otro ortodoxo y, tras lanzar a su alrededor una mirada hostil, para no ser escuchado por los profanos, empezará a embutirle ardientemente en la oreja: –Nuestro deber es apoyar la instrucción sumarial soviética. La situación es grave. La culpa es nuestra: fuimos demasiado indulgentes y por eso se ha propagado esta plaga por todo el país. Estamos en una guerra oculta, sin cuartel. Incluso aquí dentro estamos rodeados de enemigos. ¿No oyes qué cosas dicen? El partido no tiene la obligación de rendir cuentas ante cada uno de nosotros, por qué esto y por qué esto otro. Si lo exigen es que hay que firmar y punto. Y en esto se acerca otro ortodoxo: –Yo he firmado contra treinta y cinco personas, contra todos mis conocidos. Y a usted también se lo aconsejo: ¡Arrastre con usted a cuantos pueda, cuantos más nombres mejor! Entonces será evidente que se trata de un absurdo y nos soltarán a todos. Justo lo que buscan los órganos! La conciencia del comunista ortodoxo coincide de manera natural con los objetivos del NKVD, que necesita precisamente un amplio abanico de nombres, una minuciosa enumeración. Es un marchamo de calidad para su trabajo, más sogas para otros tantos pescuezos. «¡Cómplices! ¡Cómplices! ¡Correligionarios!», exigen insistentemente a todos los arrestados. (Dicen que R. Rálov señaló como cómplice al cardenal Richelieu, constó en el acta, y hasta su interrogatorio de rehabilitación en 1956 nadie se mostró sorprendido.) Y ya que hablamos de comunistas ortodoxos, digamos que para una purga como aquélla era preciso un Stalin, pero que también se necesitaba un partido como aquél: la mayoría de los que estaban en el poder encarcelaban de manera implacable a otros hasta que ellos mismos eran arrestados, liquidaban obedientemente a sus semejantes siguiendo esas mismas normativas y llevaban al patíbulo a cualquier amigo o camarada de ayer. Y todos los bolcheviques destacados que ahora reverencian como a mártires, tuvieron también ocasión de ser los verdugos de otros bolcheviques (eso sin contar que antes unos y otros habían sido verdugos de los no militantes). Quizás el año 1937 haya servido para demostrar lo poco que valía toda su concepción del mundo, de la que tanto alardeaban cuando pusieron Rusia patas arriba, cuando destruyeron sus baluartes y pisotearon sus lugares sagrados, una Rusia, por otra parte, en la que ellos nunca se habían visto amenazados por semejante castigo. Las víctimas de los bolcheviques desde 1918 a 1936 nunca fueron tan pusilánimes como los líderes bolcheviques cuando la tempestad cayó sobre ellos. Si se examinan en detalle toda la historia de los encarcelamientos y procesos de 19361938, se siente repugnancia no sólo por Stalin y sus adláteres, sino también por la repulsiva mezquindad de los acusados, asco por su bajeza espiritual después de tanta soberbia e intransigencia. ¿...Y cómo? ¿Cómo puedes resistir? ¿Cómo puedes resistir tú, que sientes el dolor, que eres débil, que mantienes afectos, que estás desprevenido? ¿Qué se necesita para ser más fuerte que el juez, que todo este cepo? Debes ingresar en la cárcel sin dejar que te agite la vida cómoda que dejas atrás. En el umbral tienes que decirte a ti mismo: la vida ha terminado, un poco pronto, pero no hay nada que hacer. Nunca más volveré a la libertad. Estoy condenado a desaparecer, ahora o un poco más tarde, pero más tarde será más penoso, es mejor que sea antes. Ya no tengo bienes. Mis familiares han muerto para mí y yo para ellos. A partir de hoy, mi cuerpo me resulta inútil, es un cuerpo ajeno. Mi espíritu y mi conciencia son lo único que aprecio y que me importa. ¡Ante un detenido así, la instrucción sumarial se tambalea! ¡Sólo triunfará aquel que haya renunciado a todo! ¿Pero cómo hacer de tu cuerpo una piedra? A los hombres del círculo de Berdiáyev los convirtieron en marionetas del tribunal, pero con él no lo consiguieron. Quisieron meterlo en un proceso, lo detuvieron dos veces, lo llevaron (en 1922) a un interrogatorio nocturno ante Dzer-zhinski, allí estaba también Kámenev (o sea, que tampoco le resultaba extraña la labor ideológica por medio de la Cheká). Pero Berdiáyev no se rebajó, no imploró, sino que les expuso con firmeza los principios religiosos y morales que le impedían aceptar el régimen implantado en Rusia. Y no sólo tuvieron que renunciar a utilizarlo en un juicio, sino que lo pusieron en libertad. ¡Era un hombre con opiniones propias! N. Stoliarova recuerda a su vecina de catre en Butyrki, en 1937, una anciana. La interrogaban cada noche. Dos años antes había pernoctado en su casa de Moscú un ex metropolita que estaba de paso tras haberse fugado del destierro. «¡Mejor dicho, no era ningún "ex", sino que seguía siendo metropolita de verdad! Cierto, tuve el honor de recibirlo en mi casa.» «Muy bien. ¿Y después de Moscú, en casa de quién estuvo?» «Lo sé, ¡pero no lo diré!» (A través de una cadena de creyentes, el metropolita huyó a Finlandia.) Los jueces iban turnándose e incluso se reunían en grupo, sacudían el puño ante el rostro de la anciana y ella les decía: «No vais a poder sacarme nada, aunque me cortéis a pedacitos. Porque tenéis miedo de vuestros superiores, tenéis miedo unos de otros y hasta tenéis miedo de matarme ("perderían un eslabón de la cadena"). ¡Pero yo no tengo miedo de nada! ¡Estoy preparada para presentarme ante el Señor aunque sea ahora mismo!». Los hubo, sí, hubo personas así en 1937, gentes que no volvieron del interrogatorio a recoger el hatillo que habían dejado en la celda. Hubo quienes prefirieron la muerte que firmar contra alguien. No cabe decir que la historia de los revolucionarios rusos haya ofrecido los mejores ejemplos de firmeza. Pero es que tampoco hay punto de comparación, porque nuestros revolucionarios jamás se las vieron con una verdadera instrucción bien hecha, con cincuenta y dos procedimientos distintos. Sheshkovski no torturó a Radíschev. Y Radíschev sabía perfectamente, dadas las costumbres de la época, que sus hijos continuarían sirviendo como oficiales de la Guardia, y que nadie les arruinaría la vida. Ni nadie confiscaría la hacienda solariega de Radíschev. Pese a todo esto, en una breve instrucción de dos semanas, este hombre ilustre abjuró de sus convicciones, de su libro y pidió clemencia. Nicolás I no fue tan bárbaro como para detener a las esposas de los decembristas, obligarlas a gritar en el despacho contiguo, ni someter a tortura a los propios decembristas. Tampoco tuvo necesidad de ello. La investigación del caso se llevó a cabo con entera libertad y hasta les permitieron estudiar previamente las preguntas en sus calabozos. Ningún decembrista mencionó más tarde que se hubiera dado una interpretación poco escrupulosa de sus respuestas. No se pidieron cuentas «a los que sabían de la preparación del motín y no lo habían denunciado». Con mayor razón, no cayó ni una sombra sobre los parientes de los acusados (se promulgó un manifiesto especial al respecto). Y como es natural, indultaron a todos los soldados que se vieron envueltos en el motín. Incluso el propio Ryléyev «respondió con detalle, con sinceridad, sin ocultar nada». Hasta Péstel se escindió del grupo y dio los nombres de los compañeros (aún en libertad) a quienes había encargado enterrar La Verdad Rusa, e indicó el lugar. Pocos fueron los que, como Lunin, brillaron por su irreverencia y su desdén por la comisión instructora. La mayoría se comportaron penosamente, se enredaron unos a otros, ¡y muchos pidieron clemencia de un modo humillante! Zavalishin culpó de todo a Ryíéyev. E.P. Obolenski y S.P. Tubetskói se apresuraron a señalar a Griboyédov, cosa que ni siquiera Nicolás I creyó. En su Confesión, Bakunin se escupió vilmente a sí mismo ante Nicolás I y evitó con ello la pena de muerte. ¿Un espíritu mezquino? ¿Un revolucionario astuto? Uno creería que quienes se propusieron asesinar a Alejandro II habían de ser unos titanes de la abnegación, ¿verdad? ¡Sabían a lo que se exponían! Mas he aquí que Grinevitski compartió la suerte del zar mientras que Rysakov había quedado con vida pero caía en manos de los jueces de instrucción. Y aquel mismo día cantó todos los pisos clandestinos y los participantes en el complot. ¡Temiendo por su joven vida, se apresuró a comunicar al gobierno más datos de los que podían suponer que poseyera! Se ahogaba de arrepentimiento y se ofrecía a «desenmascarar todos los secretos de los anarquistas». A finales del siglo pasado y principios de éste, un oficial de gendarmes retiraba inmediatamente su pregunta si el procesado consideraba que era improcedente o violaba su intimidad. En 1938, en la prisión de Las Cruces, azotaron con baquetas de fusil al veterano presidiario político Zelenski despues de haberle bajado los pantalones como si fuera un crió, pe vuelta en la celda, Zelenski se echó a llorar: «¡Un juez zarista ni siquiera se habría atrevido a tutearme!». O este otro, por ejemplo, una investigación actual43 demuestra que los gendarmes se apoderaron del manuscrito del artículo de Lenin «¿En qué piensan nuestros ministros?», pero no fueron capaces de dar con el autor a partir del mismo: «En el interrogatorio de Vanéyev (un estudiante), los gendarmes se enteraron de muy poco, como era de esperar (tanto aquí como en adelante, la cursiva es mía – A.S.). Les comunicó únicamente que los manuscritos hallados en su casa se los había dado para que los guardara unos días antes del registro, en un solo sobre, una persona que no deseaba nombrar. Al juez no le quedó más recurso (¿Cómo? ¿Y el agua helada hasta el tobillo? ¿Y la lavativa salada? ¿Y la porra de Riumin?) que someter el manuscrito a examen pericial». Y no encontraron nada. Al parecer, en cuestión de campos penitenciarios, Peresvétov también había tenido lo suyo, por lo que no le hubiera resultado difícil enumerar qué otros recursos le quedaban a un juez de instrucción si tuviera ante él al depositario del artículo «¿En qué piensan nuestros ministros?». Como recuerda S.P. Melgunov: «Aquélla era una prisión zarista, una cárcel de bendita memoria que los presos políticos acaso recuerden ahora con alegría». Nos encontramos ante concepciones que se han visto trocadas, se trata de escalas muy diferentes. Del mismo modo que los carreteros de la época anterior a Gógol no podrían concebir la velocidad de un avión de reacción, tampoco quien no haya pasado por la picadora de carne del Gulag puede imaginarse las verdaderas posibilidades de una instrucción sumarial. En el periódico Izvéstia del 24 de mayo de 1959 leemos: A Yulia Rumiántseva la llevaron a la cárcel interna de un campo de concentración nazi para averiguar dónde estaba su marido, evadido de ese mismo campo. Ella lo sabía, ¡pero se negó a responder! El lector no avezado verá en esto un modelo de heroísmo, pero el lector con un amargo pasado en el Gulag verá una torpeza modélica por parte del juez de instrucción. Yulia no murió torturada, no fue empujada a la locura, ¡simplemente, un mes después la soltaron vivita y coleando! Todas estas ideas sobre la necesidad de ser de piedra me eran totalmente desconocidas en aquella época. Hasta tal punto carecía de preparación para romper mis cálidos lazos con el mundo, que durante mucho tiempo estuvieron quemándome por dentro los centenares de lápices Faber, mi trofeo de guerra, que me quitaron al detenerme. Cuando desde la perspectiva que da la cárcel repasaba la instrucción de mi sumario, no encontraba motivos para sentirme orgulloso. No hay duda de que podría haberme mostrado más firme, y probablemente habérmelas compuesto con más ingenio. La ofuscación mental y la desmoralización se adueñaron de mí en las primeras semanas. Y si estos recuerdos no me remuerden la conciencia es sólo porque, gracias a Dios, no llegué a enviar a otros a la cárcel. Pero poco faltó. Nuestra caída en la cárcel (la mía y la de Nikolái Vitkévich, encausado conmigo) nos la buscamos como crios, aunque éramos ya oficiales del frente. Durante la guerra mantuvimos correspondencia desde dos sectores del frente, y no supimos abstenernos, pese a la censura militar, de expresar en nuestras cartas, sin disimularlo apenas, nuestra indignación y blasfemias políticas contra el Sabio de los Sabios, transparentemente codificado por nosotros como el Pachá,[zz] en vez de Padre. (Cuando después, en las cárceles, hablaba de mi expediente, nuestra ingenuidad no hacía sino provocar risa y asombro. Me decían que era imposible encontrar a nadie más zopenco. Y yo también me convencí de ello. De pronto, al leer un estudio sobre la causa de Alexandr Uliánov, me enteré de que los habían cogido por lo mismo, por una imprudente correspondencia, y que sólo esto salvó la vida de Alejandro III el 1 de marzo de 1887. Andréyushkin, un miembro del grupo, envió a un amigo de Jarkov esta sincera carta: «Creo firmemente que habrá el terror más implacable [en nuestro país], e incluso en un futuro no muy lejano... El terror rojo es mi pasión... Me preocupa mi destinatario (¡No era la primera de esas cartas que escribía! – A.S.)... si a él le ocurriera lo que yo me creo, también a mí podría ocurrirme, lo que no sería deseable, pues conmigo arrastraría a mucha gente de valía». En Jarkov, la búsqueda para averiguar quién había escrito esa carta sellada en Petersburgo se hizo sin prisa alguna y se prolongó cinco semanas. El nombre de Andréyushkin no fue descubierto hasta el 28 de febrero, ¡y el 1 de marzo, los terroristas, provistos ya de sus bombas, fueron detenidos en la avenida Nevski justo antes del momento previsto para el atentado! El despacho de mi juez de instrucción, 1.1. Yézepov era alto de techo, espacioso y claro, con un grandísimo ventanal (el edificio de la compañía de seguros Rossía no se había construido para torturar). Aprovechando la generosa altura del techo (cinco metros), se había colgado un cuadro vertical de cuatro metros con el retrato de cuerpo entero del poderoso Soberano al que yo, un granito de arena, había hecho objeto de mi odio. A veces, el juez se ponía de pie ante él y juraba histriónicamente: «¡Estamos dispuestos a dar la vida por él! ¡Somos capaces de echarnos bajo los tanques por él!». Ante este retrato, de una majestad casi sacramental, mi balbuceo sobre no sé qué de purificar el leninismo debía de parecer patético, y yo, sacrilego blasfemo, no era digno sino de la muerte. El contenido de nuestras cartas constituía por sí solo, en aquella época, materia suficiente para condenarnos a ambos; desde el momento en que dichas cartas habían empezado a llegar a la mesa de los agentes operativos encargados de la censura, el destino de Vitkévich y el mío estaba decidido, y si nos habían dejado que siguiéramos en el frente era para que aportáramos alguna utilidad. Pero esto no era lo más grave: hacía un año que cada uno de nosotros llevaba -siempre encima, en el portamapas, para que pasara lo que pasara se conservara una copia si uno de nosotros sobrevivía- un ejemplar de la «Resolución n° 1» que habíamos redactado durante uno de nuestros encuentros en el frente. Esta «Resolución» era una densa y enérgica crítica de todos los sistemas de engaño y opresión en nuestro país, y luego, como todo programa político que se precie, describía en líneas generales un plan para la reforma de la vida pública, que concluía con la frase: «La consecución de todos estos objetivos es imposible sin la existencia de una organización». Incluso sin que el juez de instrucción lo tergiversara, era el documento fundacional de un nuevo partido. A eso se añadían ciertas frases de nuestra correspondencia sobre cómo después de la victoria íbamos a hacer «una guerra después de la guerra». Por eso, mi juez no necesitaba inventar nada sobre mí, y sólo tuvo que preocuparse de echar el lazo a todos aquellos a los que yo había escrito algún día, o que me habían escrito a mí, así como de averiguar si en nuestro grupo de jóvenes había algún instigador de más edad. En mis cartas a los chicos y chicas de mi quinta yo había manifestado ideas sediciosas con una audacia que rayaba en la fanfarronería, ¡y mis amigos, no se sabe por qué, continuaban manteniendo correspondencia conmigo! Y también en sus cartas de contestación aparecían expresiones sospechosas.45 Ahora Yézepov, como un Porfiri Petróvich, exigía de mí una explicación coherente. Si hablábamos así en unas cartas que pasaban por la censura militar, ¿que no diríamos cuando estábamos a solas? No podía pretender que se creyera que sólo manteníamos este tono agresivo en las cartas. Y he aquí que ahora, con la mente embotada, tenía que hilvanar algo muy verosímil sobre mis encuentros con los amigos (en la correspondencia se hablaba de reuniones) para que coincidieran con el tono de las cartas, y a la vez no rebasaran el límite de lo que se consideraba política para caer de pies en el Código Penal. Además, era preciso que estas explicaciones brotaran de mis labios como una exhalación y convencieran a un juez que ya había oído de todo, de que yo era un simplón muy poquita cosa y sincero de la cabeza, a los pies. Y que -lo más importante- mi perezoso juez no se sintiera tentado a examinar la dichosa carga que había traído en mi dichosa maleta: cuatro cuadernos de notas, junto con mi diario de guerra, escritos con lápiz pálido y firme, haciendo una letra minúscula como las cabezas de alfiler, y que empezaba a borrarse en algunas partes. Ese diario representaba mi ambición de llegar a ser escritor. No creía en la fuerza de nuestra asombrosa memoria, y mientras duró la guerra procuré anotar todo cuanto veía (aunque esto no era lo más grave) y todo cuanto oía decir a la gente. De manera temeraria, había reproducido relatos enteros de mis compañeros de regimiento sobre la colectivización, el hambre en Ucrania, el año 1937, y con la escrupulosidad de quien nunca se había pillado los dedos con el NKVD, indicaba diáfanamente los nombres de quienes me habían contado todo aquello. Desde el momento del arresto, desde que estos diarios habían sido arrojados en mi maleta por los agentes operativos y precintados con lacre, desde que se me devolvió la maleta para llevarla yo mismo a Moscú, unas pinzas candentes me atenazaban el corazón. Y todos estos relatos, tan naturales en primera línea, ante la faz de la muerte, se encontraban ahora a los pies de un Stalin de cuatro metros, olían a húmeda cárcel para mis compañeros de armas, puros, valerosos y rebeldes. Estos diarios eran mi principal lastre durante la instrucción del sumario. Y con tal de evitar que mi juez de instrucción se obcecara y hasta sudara con ellos para dar con un filón como era la libre cofradía del frente, me arrepentí de todo cuanto fuera preciso y reconocí tantos errores políticos como fueran necesarios. Me mantuve, aunque agotado, en el filo de la navaja hasta que vi que no traían a nadie para un careo; hasta que aparecieron claros indicios de que la instrucción tocaba a su fin; hasta que, al cuarto mes, todos los cuadernos de mi «diario de guerra» fueron arrojados a las fauces infernales de la estufa de la Lubianka, hasta que no se retorcieron las rojas virutas de otra novela más asesinada en Rusia, y hasta que convertidos en negras mariposas de hollín salieron volando por la chimenea más alta. Bajo esa misma chimenea paseábamos nosotros, en un cajón de cemento, en la azotea de la Gran Lubianka, al nivel del quinto piso. Y del sexto piso aún subían unos muros, hasta una altura de tres personas. Nuestros oídos palpaban un Moscú en el que los automóviles mantenían conversaciones a bocinazos. Pero lo que es ver, sólo veíamos la chimenea, un centinela en la garita del piso sexto, y el infeliz pedazo de cielo de Dios al que le había tocado en suerte colgar sobre la Lu-bianka. ¡Ay, el hollín! Durante aquel primer mes de mayo la posguerra no cesaba de caer. Veíamos tanto en cada paseo, que entre nosotros llegamos a imaginar que la Lubianka estaba acaso quemando veintisiete años de archivos. Mi «diario de guerra» asesinado era solamente una efímera nube en medio de aquel hollín. Y me acordaba de una fría pero soleada mañana de marzo en la que estaba ante el juez de instrucción. Como de costumbre, formulaba preguntas groseras y al anotar las respuestas tergiversaba mis palabras. El sol jugaba sobre las filigranas, ya medio derretidas, que el hielo había formado en el espacioso ventanal, un ventanal por el que a veces sentía grandes impulsos de arrojarme, para así por lo menos aparecer como un destello sobre Moscú y despanzurrarme desde el quinto piso contra el pavimento, del mismo modo que -siendo yo niño- hiciera un desconocido precursor en Rostov del Don (que había saltado de la casa número «Treinta y tres»). Por los trozos deshelados del cristal podían verse los tejados de Moscú y, sobre ellos, alegres columnas de humo. Pero yo no miraba hacia allí sino hacia el montón de hojas manuscritas que ocupaba todo el centro de aquel despacho medio vacío, de treinta metros cuadrados, un montón que acababan de descargar y que aún no habían clasificado. Cuadernos, carpetas, encuademaciones caseras, fajos cosidos o sin coser y simples hojas sueltas se apilaban como un túmulo sobre la tumba del espíritu humano. Su punta cónica superaba en altura el escritorio del juez y casi me ocultaba su figura. Sentí compasión fraternal por las cuitas de aquel desconocido al que habían detenido la noche anterior. El botín del registro lo habían apilado de madrugada sobre el parquet del despacho de las torturas, a los pies del Stalin de cuatro metros. Desde mi asiento intentaba adivinar: ¿Qué vida singular habrían traído aquella noche al martirio, al descuartizamiento y a la hoguera? ¡Cuántas ideas y trabajos habían perecido en aquel edificio! ¡Toda una civilización! ¡Ay, el hollín, el hollín de las chimeneas de la Lubianka! ¡Lo que más siento es que nuestros descendientes tendrán a nuestra generación por más estúpida, mas falta de talento y más muda de lo que fue! * * * Para trazar una recta basta con señalar dos puntos. En 1920 como recuerda Ehrenburg, la Cheká le planteó así la cuestión: «Demuestre usted que no es un agente de Wrangel». En 1950, uno de los más destacados coroneles del MGB, Fomá Fomich Zhelézov declaraba a los presos: «No vamos a perder el tiempo en demostrar su culpabilidad (de un acusado). Que sea él quien nos demuestre a nosotros que no tenía intenciones hostiles». En esta recta, trazada por la tosca mano de un caníbal, se alinean las incontables memorias de millones de personas. ¡Qué simplificación y aceleración de la instrucción sumarial, desconocidas por la Humanidad hasta entonces! ¡Los Órganos se habían sacado de encima el engorro de hallar pruebas! ¡El borrego atrapado, tembloroso y pálido, sin derecho a escribir a nadie, a telefonear a nadie, a traer nada consigo, privado de sueño, de comida, de papel, de lápiz e incluso de botones, sentado en un simple taburete en un rincón del despacho, debía buscar y exponer al haragán del juez instructor pruebas de que no tenía intenciones hostiles! ¡Y si no las encontraba (¿de dónde podría sacarlas?) aportaba con ello al sumario pruebas aproximadas de su culpabilidad! Conocí el caso de un anciano que había sido prisionero de los alemanes y que consiguió, pese a todo -sentado en la desnuda banqueta y extendiendo sus manos vacías-, demostrar al monstruo del juez que no había traicionado a la patria y que ni siquiera había albergado semejante intención. ¡Fue un caso de escándalo! ¿Y lo pusieron en libertad? ¡Faltaría más! Lo supe por él en la cárcel de Butyrki, no en un concurrido bulevar de Moscú. Al juez principal se le unió entonces un segundo juez de instrucción, pasaron con el viejo una apacible noche de recuerdos, y luego firmaron entre los dos una declaración como testigos afirmando que aquella noche ese anciano -muerto de hambre y de sueño- les había hecho propaganda antisoviética. ¡Nada de lo que había dicho, sin malicia, cayó en saco roto! Pusieron al viejo en manos de un tercer juez. Éste le retiró los falsos cargos por traición a la patria, pero, con toda diligencia, le impuso los mismos diez años, esta vez por propaganda antisoviética durante la instrucción. Desde el momento en que, para los jueces, dejó de ser búsqueda de la verdad, la instrucción del sumario se convirtió, en los casos difíciles, en una labor de verdugo y, en los fáciles, en un simple pasatiempo que justificaba el sueldo que cobraban. Casos fáciles los hubo siempre, incluso en el tristemente famoso año 1937. Por ejemplo, a Borodko se le acusó de que, dieciséis años antes, había estado de visita familiar en Polonia sin sacarse un pasaporte para el extranjero (sus padres vivían a diez verstas, pero los diplomáticos habían acordado ceder aquella parte de Bielorrusia a Polonia y, en 1921, la gente, que todavía no se había acostumbrado, continuaba yendo y viniendo como antes). La instrucción la despacharon en media hora: «¿Fuiste?». «Sí.» «¿Cómo?» «A caballo.» «Pues hala, diez años por KRD (Actividades Contrarrevolucionarias).» Pero tanta rapidez tenía resabios de estajanovismo y no encontró seguidores entre los de la gorra azul. La ley de enjuiciamiento criminal disponía que la instrucción durara dos meses, y en caso de dificultades permitía pedir al fiscal uno o varios aplazamientos de un mes (y los fiscales, naturalmente, no los denegaban). Por tanto, sólo un idiota gastaría la salud sin aprovechar esas prórrogas o, como dicen en las fabricas, hinchándose él mismo las normas de productividad. Después de trabajar, con la garganta y los puños, en la primera «semana de choque» de cada instrucción, después de minar la voluntad y el carácter (según palabras de Vyshinski), los jueces procuraban darle largas al sumario a partir de ese momento, de modo que hubiera el mayor número posible de causas antiguas y tranquilas, y el menor número de nuevas. Se consideraba simplemente de mal tono tener listo un sumario político en dos meses. El sistema estatal se castigaba a sí mismo por su desconfianza y su inflexibilidad. Ni siquiera confiaba en sus más altos cuadros: seguramente los obligaba a fichar tanto a la entrada como a la salida, y desde luego fichar también a los presos llamados a instrucción, a efectos de control. ¿Qué otra cosa podían hacer los jueces para justificar las horas trabajadas? Pues llamar a alguno de sus acusados, sentarlo en el rincón, hacerle alguna pregunta aterradora, olvidarse de ella, pasarse un buen rato leyendo el periódico, hacerse un esquema para la clase de instrucción política, escribir cartas particulares, irse a visitar unos a otros (dejando de guardia en su lugar a un celador). Charlando pacíficamente en el sofá con el amigo visitante, el juez volvía de cuando en cuando a la realidad, miraba de forma amenazadora al acusado y decía: –¡Canalla! ¡Ahí lo tienes, un canalla como pocos! ¡No nos sabrá mal gastar nueve gramos con él! Mi juez de instrucción, además, utilizaba profusamente el teléfono. Por ejemplo, llamaba a su casa y, echándome furibundas miradas, le decía a su mujer que aquella noche se la pasaría interrogando, de modo que no le esperara antes del amanecer (se me caía el alma a los pies: ¡había para toda la noche!). Pero acto seguido marcaba el número de su amante y con voz zalamera quedaba con ella para pasar la noche en su casa. («¡Menos mal, dormiremos!», se aliviaba mi corazón.) Así pues, sólo los pecados de sus servidores hacían más llevadero aquel sistema impecable. Había jueces de instrucción, con más inquietudes, que aprovechaban aquellos interrogatorios «vacíos» para ampliar su experiencia de la vida: hacían muchas preguntas acerca del frente (y de esos mismos tanques alemanes bajo los cuales no se echaban por falta de tiempo); sobre las costumbres de los países europeos y de ultramar en que el acusado hubiera estado; sobre las tiendas y mercancías que había allí; y en especial, sobre el funcionamiento de los burdeles extranjeros e historias de faldas. Según la ley de enjuiciamiento criminal el fiscal velaba sin desmayo por la marcha correcta de la instrucción de cada sumario. Sin embargo, en mis tiempos nadie veía a este personaje hasta que llegaba el denominado «interrogatorio ante el riscal», es decir, cuando la instrucción tocaba a su fin. También a mí me sometieron a dicho interrogatorio. El teniente coronel Kótov, un rubio impersonal y tranquilo, entrado en carnes, sin pizca de maldad ni de bondad, ni de ninguna otra cosa, examinaba entre bostezos, sentado a su mesa, por primera vez la carpeta con mi caso. Durante quince minutos continuó leyendo en silencio delante de mí (puesto que este interrogatorio era absolutamente inexcusable y su duración quedaba registrada, no tenía sentido hojear la carpeta en otro momento, fuera del horario controlado, ni tampoco retener en la memoria los detalles unas cuantas horas). Creo que no encontró nada coherente. Luego posó en la pared su indiferente mirada y preguntó con desgana qué tenía que añadir a mis declaraciones. Habría debido preguntarme si tenía algo que decir sobre el curso de la instrucción, si se había coaccionado mi voluntad y quebrantado la ley, pero hacía ya mucho tiempo que los fiscales no formulaban estas preguntas. ¿Y si las hubieran formulado? En realidad, todo aquel edificio del Ministerio, con sus miles de habitaciones, así como las cinco mil dependencias judiciales, vagones, cuevas y sótanos de instrucción desparramados por toda la Unión Soviética, sólo vivían de la infracción de la ley, y ni él ni yo podíamos ponerle remedio. Además, todos los fiscales de cierta categoría debían su cargo al beneplácito de una Seguridad del Estado a la que... debían controlar. Su indolencia y placidez, así como el cansancio que le producían estas interminables y estúpidas causas, se me habían pegado también a mí no sé bien cómo. Y no planteé preguntas sobre la verdad de todo aquello, sino tan sólo que se corrigiera un absurdo: los acusados éramos dos, pero la instrucción se hacía por separado (a mí en Moscú; a mi amigo, en el frente), de modo que yo figuraba solo en la causa, pero se me acusaba por el punto 11, es decir, como grupo. No me faltaba razón para pedirle que eliminara esa referencia al punto 11. Se estuvo cinco minutos más hojeando el expediente y, como es natural, no encontró en él ninguna organización, pero pese a todo suspiró, hizo un gesto de impotencia con los brazos y dijo: –¿Qué quiere que le diga? Un hombre es un hombre, pero dos ya son gente. Y pulsó el timbre para que se me llevaran. Poco después, a una hora avanzada de la tarde de finales de mayo, mi juez de instrucción me llamó a ese mismo despacho del fiscal -donde sobre el mármol de la chimenea había un reloj de bronce con figuras labradas-, para el «doscientos seis». Así se llamaba, según el correspondiente artículo de la LEC, el procedimiento del expediente por parte del acusado y su firma final. Sin dudar ni un momento que obtendría mi firma, el juez se había sentado ya a redactar las conclusiones de la acusación. Tan sólo abrir la abultada carpeta pude ver en la parte interior de la tapa un texto impreso que me dejó de piedra: durante la instrucción yo tenía derecho a presentar quejas por escrito si se habían producido irregularidades, ¡y el juez tenía la obligación de ir grapando cronológicamente todas estas quejas mías en el sumario! ¡Durante la instrucción! Pero no cuando ésta ya había terminado... Ay, este derecho no lo conocía ni uno solo de los miles de presos con los que más tarde habría de compartir celda. Seguí pasando hojas. Vi copias fotográficas de mis cartas junto con la interpretación totalmente aberrante que de su sentido habían dado unos comentaristas desconocidos (como un tal capitán Libin). Vi también la hiperbólica mentira con la que el capitán Yézepov había arropado mis prudentes declaraciones. –No estoy de acuerdo. Han llevado ustedes la instrucción de manera irregular -dije sin mucha convicción. –¡Muy bien, pues, volvamos a empezar desde el principio! – respondió apretando los labios con una mueca siniestra-, Te vamos a largar al sitio donde tenemos a los Polizei*. E incluso hizo ademán de adelantar la mano para quitarme el «sumario» (lo retuve inmediatamente con el dedo). Tras las ventanas de la cuarta planta de la Lubianka, brillaba el sol dorado del crepúsculo. En alguna parte era ya el mes de mayo. Pero las ventanas del despacho, como todas las ventanas exteriores del Ministerio, estaban cerradas a cal y canto. Aunque ya había pasado el invierno no habían despegado los burletes de papel, para que no irrumpiera en aquellas estancias escondidas el aire fresco y primaveral. El reloj de bronce de la chimenea, del que se había retirado el último rayo de sol, resonó quedamente. ¿Desde el principio? Me parecía más llevadera la muerte que empezar todo aquello de nuevo. Pese a todo, aún tenía algún tipo de vida por delante. (¡Si hubiera sabido qué vida!) Y además, estaba aquello del lugar donde encerraban a los Polizei. No convenía irritarlo, de ello dependía el tono con que redactaría el auto de procesamiento. Y firmé. Firmé admitiendo también lo del punto 11 (pues el texto de nuestra «Resolución» me acusaba en esa dirección). No conocía entonces su verdadero peso, sólo me indicaron que no alargaba la pena. Por culpa del punto 11 fui a parar a un campo de trabajos forzados. Por culpa del punto 11 fui desterrado a perpetuidad después de que me hubieran puesto en libertad, sin que hiciera falta un nuevo juicio. Quizás haya sido mejor así. Sin lo uno ni lo otro no hubiera podido escribir este libro... Mi juez de instrucción no me aplicó más procedimiento que el del insomnio, la mentira y la intimidación, métodos completamente legales. Por eso no necesitó -como hacen otros jueces más bribones que quieren guardarse las espaldashacerme firmar también, según el 206, el compromiso de no divulgación: yo, Fulano de Tal y Tal, quedo obligado bajo pena de castigo penal (no se sabe por qué artículo) a no desvelar los métodos que se utilizaron en la instrucción del sumario. En algunos centros regionales del NKVD, esta medida se aplicaba en serie: el impreso de no divulgación se presentaba a la firma del acusado junto con la sentencia de la Comisión Especial. (Y más tarde, al ser puesto en libertad, firmabas que no ibas a hablar con nadie sobre el funcionamiento de los campos.) ¿Cómo podría ser? Pues porque nuestro hábito de sumisión, nuestro espinazo encorvado (o roto), no nos permitían sino acatar esta forma bandidesca de borrar las huellas. Ni tampoco indignarnos. Hemos perdido la medida de la libertad. No tenemos forma de saber dónde empieza ni dónde termina. Nos exigen firmas, firmas y más firmas, tantas como quieran, en un interminable compromiso de no divulgación. Ya no estamos seguros de si tenemos o no derecho a contar nuestra propia vida.

Aleksandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag vol. 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora