Me había perdido. Pero era verano y hacía una noche deliciosa. No me preocupaba demasiado tener que pasarla al raso, suponiendo que no encontrara refugio. Sin embargo, lo encontré.
Estaba en medio de un bosque que se extendía, poco espeso y amable, por la vertiente de un pequeña cerro. Oscurecía. Aún no había salido la luna, pero las estrellas ya picoteaban al terciopelo celeste. Al pie de la vertiente, allá lejos, entre árboles y matojos, entreví la claridad de unas ventanas iluminadas.
Me fui acercando hasta advertir que las ventanas pertenecían a un caserón bastante grande, de una cierta elegancia asquitectónica. Claro que, a oscuras, no podía hacerme una idea demasiado concreta de cómo era y menos aún del estilo de aquella extraña y pretenciosa mansión perdida en aquel rincón del mundo... Aun así, me sentí impresionado.
Se accedía al edificio por un porche de columnas levantadas y en el rellano de una ancha y deteriorada escalinata que es encontraba al final de una selva de matojos y arbustos que, en otros tiempo, habrían configurado el jardín de entrada.
En algún momento, mientras me acercaba a la casa, debieron de apagarse las luces que poco antes había visto desde el bosque. O quizá alguien había entornado los postigos. El caso es que, al llegar junto al porche de entrada, no vi luz por ninguna parte. Tal vez los habitantes de la casa se habían acostado ya. Me acerqué a la puerta y llamé.
Los golpes de la aldaba retumbaron en el interior de la casa y, desde la puertta, tuve la intensa sensación de que estaba vacía. Pero no tardaron mucho en abrir.
Apareció una chica de larga cabellera oscura. Llevaba un vestido blanco de encajes y sostenía en su mano una palmatoria. Entreabrió la puerta apenas unos 40 centímetros. Se me quedó mirando en silencio. Le expliqué que era un excursionista, que me había perdido y pedía albergue para aquella noche.
Siempre en silencio, abrió un poco más la puerta y, con un gesto, me invitó a pasar al vestíbulo. Encendió la vela de un cadelabro con la que ya llevaba en la mano y me lo ofreció con una sonrisa. Al fin me permitió oír su voz: era agradable, suave y resonaba en la casa con un timbre extrañamente sordo, pero melodioso y acogedor.
- Espera un momento - dijo.
- ¿Se os han fundido los plomos? - pregunté cuando ya se dirigía hacia la escalera que arrancaba del fondo del vestíbulo hacia el piso superior.
Volvió la cabeza y me sonrió de nuevo:
- Aquí nunca ha habido plomos... Ni luz eléctrica. Los cables de la corrientes no llegan hasta aquí. Desde el anochecer ya andamos con velas en esta casa...
Se encogió de hombros, como disculpándose, y empezó a subir la escalera. Las sombras la engulleron.
"Espera un poco", me había dicho. No sabía a dónde había ido ni a hacer qué, pero el tiempo que tuve que esperar empezó a hacerse muy largo y me dediqué a curiosear. Cuando volvió, al cabo de un rato, ya estaba harto de admirar el delicado arabesco del parqué, la calidad de los muebles, antiquísimos y con una leve capa de polvo, que había en el recibidor; la majestuosidad, un tanto sobrecogedora de la escalera que se perdía en la penumbra; la magnificencia de los oscuros cortinajes de terciopelo que caían pesadamente desde altitudes misteriosas a las que no llegaba la escasa luz de la vela, el envejecimiento impenetrable de los óleos que colgaban de las paredes, ennegrecidos por los años...
La chica volvió sin hacer ruido y con la misma sonrisa de antes me dijo:
- Puedes quedarte. En la habitación azul. No es la de invitados, pero es la única que está dispuesta...
Y, sin dejar de sonreír, me tomó de la mano con absoluta naturalidad y me llevó escaleras arriba. Tenía una mano pequeña, delicada, de tacto tibio y extraordinariamente agradable. Al menos, eso me pareció a mí.
Una vez arriba, al llegar delante de una de las puertas del pasillo que se perdía en la oscuridad, aflojó los dedos con suavidd mientras señalaba la puerta con un movimiento de cabeza.
- ¿Cómo te llamas? - pregunté por decir algo.
Vaciló un instantes antes de decirlo, como si no le gustara que yo supiera su nombre. O como si no supiera qué contestarme.
- Zoa - dijo al fin -. Zoa.
Y se fue.