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NIKO



Niko odiaba el verano.

En una interminable lista de cosas que lo irritaban, el número uno se lo ganaba definitivamente la estación más calurosa del año. Lo ponía de mal humor tanta luz solar.

No llegaba a comprender cómo podía existir gente que gustara tanto de una época tan sofocante. Tomar una ducha y encontrarse pegajoso a los cinco minutos no era exactamente algo que le diera gusto. Tampoco tener que depender de un ventilador las veinticuatro horas del día para no morir asado. Y además, la gente se daba la libertad de usar sandalias.

¿Acaso existía algo peor?

Para Niko no existía nada más feo en el cuerpo humano que los pies de una persona, y no es que fuera un maniático o algo así; es más, hace un par de meses atrás le hubiera importado una mierda si a medio mundo se le hubiera ocurrido andar descalzo por la calle, pero trabajar en un café y tener que atender todos los días a hombres cincuentones con más uñas encarnadas que pelos en la cabeza lo tenían traumatizado de por vida.
Venga, llámenlo amargado pero es algo que a todos molesta y pone mal genios.
Aunque la verdadera molestia de Niko radicaba en que a diferencia de la gente que tenía dinero, el no podía costearse una piscina; y sus tiempos ajustados de trabajo no le dejaban lugar para mucho más que abrazarse al ventilador cuando no había mucho trabajo y juntar un poco de agua del lavaplatos en las manos para refrescarse la cara.

Él creía que el verano era para aquellos que podían pagar un viaje a la playa o al campo, para aquellos que podían salir del país y si quisieran entonces irse al lugar más recóndito del mundo donde el calor fuera solo cosa de cuentos. No era para la gente que como él, se mojaban de vez en cuando con una manguera en el jardín de la casa en compañía de los más pequeños de la familia. Pero ojo que eso era tan solo un par de minutos porque mucho gasto de agua significaba un aumento en las cuentas del hogar. Y Niko vivía con sus padres, su hermana, su hermano, la novia de su hermano, los tres hijos del hermano y su abuela. Y ocasionalmente también algún tío. Nada que envidiarle a una Cohorte Romana.

—¡Níkolas, deja ya esa porquería de libro y mueve tu culo hacia la cocina! ¡Esos platos sucios no se desengrasaran por arte de magia!

La cafetería era un negocio familiar fundado por el bisabuelo de Niko, aunque cuando él nació, ésta llevaba ya un tiempo sin funcionar debido a intervenciones militares. Apenas lo abrieron nuevamente hace siete años.
Niko había comenzado a trabajar en el local en cuanto cumplió dieciséis y desde entonces no lo había dejado. De cierta manera se había resignado completamente a que su vida no era exactamente una caja de oportunidades, y si no conservaba ese trabajo, los episodios de su futuro tenían más capítulos de cesantía que de trabajos en los que tendría que resignarse a ganar lo mínimo.

Ahora que tenía veinte años y un fondo de ahorros que se suplía principalmente de las propinas que recibía gracias a algunos clientes —porque su padre modificaba los sueldos a su antojo cada vez que le daba la gana— esperaba por lo menos poder encontrar un lugar donde vivir sin los dolores de cabeza que le suponían a diario las voces agudas y gritonas de sus sobrinos y las peleas nocturnas entre su hermano y su novia.
El resto del dinero generalmente se le iba en cigarrillos, libros y comida.

—¡Níkolas!

Su padre, un hombre de cincuenta años con tendencia a los gritos histéricos, le lanzó un paquete de servilletas a la cara y lo miró con los ojos entornados.

—¿Acaso estás sordo?

El joven resopló y cerró el libro que hace unos segundos había estado leyendo. Mientras se encaminaba a la cocina se preguntó si Hans Giebenrath* creería que sus vidas, a pesar de ser completamente diferentes, tendrían en común el sentimiento de miseria que los acompañaba a diario.

—¿Qué condenado libro te estás tragando ahora?

Alinne Opperman, la más reciente contratación de la cafetería, no perdía la oportunidad de reírse en su cara cada vez que su padre hacía retumbar su voz en todo el local para apurarlo en su trabajo.

Niko no la soportaba.

Su tono de voz le parecía demasiado agudo, su pelo demasiado rubio, su risa demasiado estridente, su gesto demasiado feliz, su caminar demasiado relajado, ¿qué clase de persona podía estar tan alegre trabajando en una cafetería de mala muerte en la última calle del último paradero del bus que atraviesa toda la ciudad? Pues claro que Alinne Opperman, la hija del dueño de la mitad de las empresas de la ciudad, la única heredera de las fortunas Opperman. La niña rica que creía redimirse trabajando en los barrios bajos, viviendo de primera fuente la experiencia de aquellos que trabajan de sol a sol para ganarse la vida.
Qué niñita más ingenua, pensaba Niko, quien no dejaba escapar el hecho de que al terminar su jornada laboral, ella volvía a su mansión alejada de todo el ajetreo de la ciudad;  mientras que él tenía que caminar seis cuadras tras cerrar la cafetería a las doce de la noche, encontrándose ya de manera rutinaria con un par de indigentes refugiándose del frío en sus carpas improvisadas con materiales deteriorados por el clima y con uno que otro jóven cercano a su edad rogando por un par de pesos que los ayudaran a financiar sus vicios.

Ella trabajaba por mero capricho, él porque necesitaba sustentar su vida. Esa era su conclusión.

—¿Y a tí qué te importa?— Gruñó.

—Tus energías negativas a veces me descomponen, ¿Sabes?

Niko suspiró, ahí estaba otra vez con aquellas frases hippies que le crispaban los nervios. Opperman dedicaba la mitad de su tiempo a leer libros de autoayuda y todo en lo que creía eran una mezcla de tradiciones orientales que la tenían prendiendo incienzos en la cocina y los baños del local todo el día.

—Pues parece que tu incienzo verde para las buenas energías es una mierda, eh? —Guardó su libro en el mueble donde se almacenaban los condimentos y se reacomodó el delantal en la cintura.

—El verde es para la buena salud, Níkolas— la voz calma de Aline lo irritó y quiso saber qué clase de drogas tomaba aquella chica para estar así todo el día.

—¡Por dios, Aline! ¡Me has cambiado la puta vida!

Ella se limitó a depositar los platos que traía en el lavavajillas y a hacer como si no hubiera escuchado el último comentario de Niko.
Él, por su lado, se acomodó una malla transparente en el pelo y de mala gana dejó correr el agua para lavar la loza sucia.


El reloj marcaba las 23.42pm cuando el ruido andrajoso del ventilador averiado se detuvo. Las luces afuera parpadeaban de forma intermitente e iluminaban de forma tenue la calle vacía. La quietud de las ramas de los árboles le decían a Niko que no tendría suerte suficiente para refrescarse al salir del trabajo, pues no corría viento alguno. De repente fue más consciente de lo denso y pegajoso que estaba el ambiente.

El turno de Aline terminaba a las siete, y sus padres tenían la costumbre de irse a las diez y media para llegar a ver algo del noticiero a casa, por lo que en horario de cierre siempre se encontraba solo. Las personas en aquel lugar ya habían adoptado la costumbre de refugiarse en sus casas temprano y si a esa hora se veía alguien en la calle, entonces probablemente era un vagabundo o algún alma perdida buscando un paradero de bus para poder volver al otro lado de la ciudad; o al lugar del que inocentemente vinieron creyendo que encontrarían algo más que pasajes vacíos y paredes rayadas con consignas que en otros tiempos habían sido gritadas a viva voz por una generación que creía poder transformar el mundo.

Niko suspiró —porque él suspiraba mucho— y se adentró en la cocina para volver a sacar el libro que había estado leyendo durante la tarde. Se fijó antes en que los platos limpios estuvieran bien acomodados, y colgó su delantal en la perchera junto a la puerta que indicaba una salida de emergencia. Luego, con libro en mano, volvió a sentarse en el puesto en que su mamá se ubicaba como cajera del local y comenzó su lectura esperando a que el reloj marcara por fin las doce de la noche.

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⏰ Última actualización: Jan 12, 2019 ⏰

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