Capítulo 17

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«Buenos días, musa. ¿Cómo dormiste?», leí en la pantalla del celular y sonreí. Eran justo las siete de la mañana con dos minutos, tres antes de que sonara la alarma del despertador. Sin duda era una mejor manera de empezar la mañana. «Buenos días, Mateo», tecleé; sin embargo lo borré de inmediato. Aunque me gustaba mucho su nombre, lo justo sería que yo también lo llamara de algún modo especial. Era una decisión importante, de manera que debía ser algo lindo: un seudónimo reservado sólo para mí, una manera única de nombrarlo que lo haría reconocerme así estuviéramos rodeados de cientos de personas. Así como el que él me había dado a mí desde la noche de la inauguración.

"Musa", leí de nuevo. Sí, me gustaba. Cerré los ojos para recordar mejor sus palabras: "Eres mi musa porque me inspiras, Anabel. Serás mi musa para siempre, porque las musas inspiran a los hombres a crear maravillas y justo eso haré por ti". Sentí el calor adueñarse de mis mejillas. Casi había olvidado lo hábil que era ese hombre con la lengua.

Ahora era mi turno. Me senté en la orilla de la cama todavía con las sábanas sobre mis muslos. "Piensa, piensa, piensa", murmuré en medio de la semioscuridad. No quería algo común como "Amor", "Corazón" o "Cielo", ni quería algo tan trillado como se había vuelto "Pudín" a raíz de la película del Escuadrón Suicida. "¿Cómo se les dice a los Mateos?", me di unos golpecitos con la pantalla del móvil contra mis labios. "Matt", negué con la cabeza. "Matty", me reí al imaginar la reacción de Mateo si lo llamaba de esa manera frente a sus amigos.

"Frente a sus amigos...", levanté la mirada y encontré al Señor Conejo, el último regalo de Alejandro. Alejandro... tragué saliva al recordarlo. Él solía llamarme "Bebé", o "Baby" cuando se ponía en plan romántico o quería tener relaciones; y le gustaba que yo le dijera "Mi rey" cuando estábamos a solas. Sólo cuando estábamos a solas. Frente a nuestros amigos era Alejandro o Alex nada más, y si por error lo llamaba de la otra manera tenía la certeza de que se molestaría conmigo.

Suspiré. Eso no me pasaría con Mateo.

«Despierta, hermosa. Te espera un gran día». Leí después en el teléfono. Justo en el instante que la alarma comenzó su escándalo. ¿A qué hora se despertaría él? ¿Qué estaría haciendo en ese instante? Mi mente divagó hasta que imaginé a Mateo recién salido de la ducha; con una toalla anudada alrededor de su cintura y su pecho al descubierto. Su cabello todavía húmedo...

―¿Ya estás despierta, Ana? ―mi padre llamó a la puerta―. ¿Ana?

Respondí que sí y estiré los brazos hacia arriba, arqueé la espalda y sentí mi cuerpo desperezarse. El resto del mundo comenzaba su rutina y yo debía hacer lo mismo.

―Me voy a ir temprano hoy porque tengo una junta. Que no se te vaya a hacer tarde, hija ―escuché sus pasos alejarse―. Te quiero ―gritó mientras bajaba las escaleras.

―Yo también te quiero.

Torcí los labios. Si mi papá no podría llevarme al trabajo el transporte público era mi única alternativa, por lo que tendría que alistarme y salir más temprano de mi casa. Gruñí como animal herido y volví a recostarme en la cama.

Tenía una reunión programada con la directora del colegio a las ocho y media de la madrugada para revisar audio e iluminación del auditorio. Todavía teníamos tiempo de sobra, pero esa mujer de repente comenzó a mostrar mucho interés en la pastorela: quería que todo estuviera listo ya, casi como si el estreno fuera al día siguiente. Por si fuera poco, quería también estar presente durante los ensayos de esa misma tarde, como si mis alumnos no estuvieran presionados ya.

El teléfono celular que todavía tenía en mi mano derecha vibró: un nuevo mensaje.

«Estaré ahí a las ocho en punto», seguido una carita sonriente con lentes oscuros. Abrí mucho los ojos.

Labios color arándanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora