capítulo 8 (parte3)

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Thorsten sonrió.
—¿Os lo habéis pasado bien? —
preguntó con serenidad.
Julia se estremeció. Aunque no
parecía celoso, seguía siendo evidente
que aquel comentario le había dolido.
—Sí, mucho —respondió—. Mañana
viene a cenar a casa.
Mientras comían, Julia siguió
hablando acerca de la tarde en el parque
y de su nuevo trabajo en la librería. Se
sentía cómoda con Thorsten y su madre.
Cuando, a las siete, se levantó para ir a
recoger a Anne, le dio pena tener que
irse.
—Muchas gracias de nuevo por
invitarme —dijo cuando Thorsten la
acompañó hasta la puerta—. Me ha gustado conocer a tu madre.
El joven la miró y, de forma
inesperada, le tomó la mano.
—Y a mí me ha gustado verte tan feliz
y radiante —dijo con sinceridad—.
Michael es un tío con suerte.
Sin que Julia tuviera tiempo de
reaccionar, Thorsten se inclinó y la besó
en la mejilla antes de dar media vuelta y
volver a la mesa.
De camino a la parada de autobús,
Julia empezó a notar un ligero dolor de
cabeza. Quizá se debiera a haber estado
sentada todo el día al sol, o quizá a todo
lo que había vivido durante la jornada.
Cuando llamó al timbre de casa de su
abuela, el dolor no solo no había
desaparecido, sino que había empeorado.
—Mi niña, parece como si las
hubieras pasado canutas —exclamó su
abuela tras abrir la puerta—. ¿Quieres
algo para el dolor de cabeza?
Estaba claro que su abuela, la adivina,
iba a saber justamente lo que le sucedía
en el preciso momento en que la mirara.
—No me vendría mal un paracetamol
—se quejó Julia—, o cualquier cosa que
me quite el dolor. Esta noche salgo.
Su abuela la miró muy poco
convencida.
—¿Estás segura? Yo de ti me iría a la
cama temprano.
Entonces apareció Anne en el pasillo,
con medio helado en la mano.
—¿Nos vamos ya? Quiero pasar por el bosque.
—No, tú te quedas en casa hasta que
llegue mamá —dijo Julia en un tono de
voz estricto.
—Pero... —protestó su hermana.
—No hay «pero» que valga. Ya irás
mañana. Los árboles no se van a mover
de allí.
Anne la miró con rabia y se alejó
indignada dando grandes zancadas. Julia
suspiró y se refugió en su abuela cuando
esta le puso una mano en el hombro.
—No te rindas, Julia. Anne se acerca
a la pubertad y tiene una personalidad
muy fuerte —dijo la anciana con el ceño
fruncido—. Noto que algo la inquieta.
—Sí, yo también tengo esa impresión.
Últimamente huye de los problemas, se escapa al bosque por su cuenta y escribe
mucho en su diario. Creo que cada vez
echa más de menos a papá.
Su abuela asintió.
—Quizá tendríamos que hablarlo. ¿Por
qué no te vienes a cenar mañana? Haré
tus tortitas preferidas.
Julia se mordió el labio.
—No puedo. Es que... Michael viene a
cenar mañana a casa.
—¿Ah, sí? —Su abuela la observó con
curiosidad.
—Sí. Resulta que también trabaja en
la librería y me ha dicho... pues que está
enamorado de mí.
—¡Qué bien, cariño! —Le sonrió con
ternura—. Al fin y al cabo, no ha sido
tan complicado como creías. Lo cierto era que sí había sido
complicado, pero no tenía tiempo ni
energía para explicárselo a su abuela.
Julia se frotó la frente con una expresión
de dolor en el rostro, así que la anciana
abrió el cajón superior del armario del
pasillo y sacó una bolsita de
paracetamol.
—Espera, que voy a traerte un vaso de
agua.
La abuela entró en la cocina y no tardó
en regresar con un vaso de agua, seguida
de Anne.
—¿Vas a salir esta noche? —preguntó
Anne.
Julia intentó evadir la cuestión.
—Voy a casa de Axel un par de horas,
pero, si no se me va el dolor de cabeza me quedaré en casa.
—Ah —murmuró Anne, algo
contrariada por el hecho de que su
hermana no fuera a salir. Julia frunció el
ceño: quizá tenía pensado escaparse al
bosque cuando no hubiera nadie en casa.
En tal caso, lo mejor era no salir: no
estaba dispuesta a dejar que Anne se
saliera con la suya.
—¿Quieres que le pida a Ignaz que os
lleve a casa? —preguntó la abuela—.
Así tardaréis menos que en autobús.
—Sí, por favor —dijo Julia en un
suspiro. El vecino de su abuela a veces
ejercía de taxista con ellas y la joven
solo quería llegar a casa y echarse en la
cama lo antes posible.
Minutos después, se hundió en el asiento trasero del viejo Volvo de Ignaz,
mientras que Anne estaba en el asiento
del copiloto, charlando animada con el
vecino de su abuela; parecía haberle
desaparecido el mal humor. No había
vuelto a mencionar el bosque, pero Julia
estaba decidida a no perder de vista a
Anne. Además, ya no le apetecía salir:
el paracetamol no le había hecho ningún
efecto hasta el momento.
—Mira, Sabine está de barbacoa —
dijo Anne, entusiasmada, cuando Ignaz
las dejó frente a la puerta de su casa—.
¿Nos pasamos a saludar?
—Anda, ve —dijo Julia—. Yo ya
estuve antes de ir a recogerte. ¿Por qué
no les preguntas si les quedan salchichas
mientras yo llamo a Gaby para cancelar la cita?
Mientras Anne corría hacia el jardín
de los vecinos, Julia se arrastró hasta su
casa.
—Hola, Gab —dijo cuando su amiga
respondió al teléfono—. Tengo un dolor
de cabeza terrible, así que no puedo
salir esta noche.
Al otro lado de la línea se hizo el
silencio.
—Pero... —protestó Gaby, con la voz
algo entrecortada— ¡si ya voy de
camino!
—Vale, pues saluda a Axel de mi
parte. Seguro que os lo pasáis
fenomenal.
—Pero nos ha invitado a las dos. Por
favor, no me dejes tirada. Lo mismo no quiere verme a solas.
Jula se rio.
—No digas tonterías. ¿Por qué no iba
a querer verte a solas? Te llevó a cenar,
por Dios. A solas.
—Pero una noche de pelis es muy
diferente —insistió Gaby.
—Por el amor de Dios, no puedo
discutir de esto ahora. Me va a estallar
la cabeza y no me estás ayudando. Ya
eres mayorcita, así que estoy segura de
que podrás sobrevivir a esta noche.
Gaby tragó saliva.
—Vale. Está bien. Adiós.
—Llámame. —Julia colgó y se
desplomó sobre la cama. Quizá el dolor
de cabeza fuera algo bueno, después de
todo: le daría a Axel la oportunidad de tener a Gaby enterita para él durante
toda la noche. Julia esperaba que el
joven aprovechara la magnífica
oportunidad que le había brindado, pues,
si su mejor amiga y su primo iban a estar
jugando al gato y al ratón durante mucho
más tiempo, se volvería loca de atar.
Julia se obligó a levantarse de la cama
y miró por la ventana. Anne estaba
sentada a la mesa del jardín de los
vecinos, comiéndose un perrito caliente.
Al menos se estaban haciendo cargo de
ella. Su madre llegaría a casa dentro de
menos de treinta minutos, así que podría
meterse en la cama a la vez que Anne.
Aquel maravilloso día la había dejado
hecha polvo.
Cuando se estaba quedando dormida, la voz de su hermana la sacó de su
sueño.
—Oye, ¿has estado en mi habitación?
Julia se sentó muy erguida y miró a
Anne con los ojos entrecerrados. Su
hermana pequeña llevaba un montón de
hojas en la mano y parecía disgustada.
—Ah, sí. Recogí del suelo algunos de
tus dibujos que se habían volado con el
viento. ¿Por qué lo preguntas?
Anne se mordió el labio y se encogió
ligeramente de hombros.
—Por nada. Es que pensé que habías
estado mirando mis cosas.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
Anne no respondió a la pregunta, sino
que, en su lugar, abrazó fuertemente los
dibujos. —No puedes verlos —dijo nerviosa
—. Son secretos.
Las palabras de su hermana le
dolieron más de lo que Julia reconocía.
Quizá ya hubieran desaparecido
aquellos momentos en que Anne y ella
compartían cuentos e historias sobre el
bosque; quizá ya fueran solo parte del
pasado. Anne prefería guardarse sus
cuentos para sí.
—Bueno, no he visto nada tremendo
—respondió con una leve sonrisa—. En
el futuro, intenta guardarlos mejor.
En ese momento, Julia oyó un portazo
en la planta baja.
—¡Ya estoy en casa! —gritó su madre.
—Voy a saludarla —dijo Anne antes
de salir de la habitación, todavía abrazada a sus dibujos. Julia decidió
ponerse el pijama y meterse en la cama:
estaba reventada. Cuando su madre entró
en el dormitorio para saludarla, ya casi
se había vuelto a quedar dormida.
—Hola, mamá —masculló casi sin
fuerzas—. Michael viene a cenar a casa
mañana.
La señora Gunther ladeó la cabeza.
—¿Michael Kolbe? ¿El chico del
bosque?
—Sí. Es amigo mío.
—Ah. —Su madre la miró expectante,
con una sonrisa en los labios. Poco a
poco, el rostro de Julia se ruborizó.
—Hoy... hemos salido —dijo con
dificultad—. Al parque. Ha estado bien.
Y he pensado en invitarle a cenar.
—Mientras cocines tú... —Su madre
le guiñó un ojo—. ¿Pizza te parece bien?
Mañana voy a visitar a la tía Verena, así
que no tendré tiempo de preparar nada.
Pero tú no trabajas mañana, ¿verdad?
Julia sonrió.
—Yo me encargo.
—Anda, duérmete. Mañana te espera
un día lleno de emociones. —Su madre
la besó en la frente y salió por la puerta
tarareando una alegre melodía.
Con una leve sonrisa aún en los
labios, Julia apagó la lámpara de noche
y se quedó dormida en cuestión de
segundos.

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