Sin reducir el
paso, se acercó a él y se paró justo
enfrente, con los brazos cruzados.
—Tengo que hablar contigo —dijo
con frialdad.
La miró, perplejo.
—Eh... Vale —dijo mientras dejaba en
el suelo la caja con la que cargaba—.
¿Qué pasa?
—Tienes que dejar de contarle cosas
raras a Anne. —Julia explotó—. No
puedes decirle que te enfadarás si revela
la ubicación de la cabaña del árbol que
estáis construyendo. Tiene miedo,
¿vale? Y a mi madre y a mí no nos
sorprendería saber que te dedicas a
fumar maría en el bosque mientras trabajáis en la casa de los cojones. Anne
se está inventando las historias más
increíbles y psicóticas que puedan
existir.
Thorsten abrió los ojos como platos,
con la incomprensión reflejada en el
rostro.
—Perdona, pero ¿de qué coño estás
hablando?
—De Anne.
—Sí, eso ya lo he pillado, pero el
resto no. Sinceramente, creo que la
única psicótica eres tú.
Julia tomó aliento y miró a Thorsten;
su perplejidad parecía real.
Probablemente no se hubiera imaginado
jamás que tendría tanta influencia en
Anne y en su imaginación. —Vale, entiendo que no me he
explicado bien, pero lo que quiero decir
es que eres la debilidad de mi hermana y
que todo lo que digas influye en ella más
de lo que te imaginas.
Thorsten dejó escapar un suspiro y
sacudió la cabeza.
—Mira, creo que vas mal encaminada.
Yo no he ayudado a Anne y a Sabine en
el bosque. Solo les dibujé unos cuantos
bocetos para que se guiaran y las ayudé
a trasportar madera, pero eso es todo.
¿Cómo se supone que voy a poder
ayudarlas a diario si estoy trabajando?
Curro aquí cuatro días por semana.
En el silencio posterior, Julia,
dubitativa, dio algunos pasos atrás
mientras asimilaba las palabras de Thorsten.
No había ayudado a las niñas; ni
siquiera las había acompañado al
bosque. Entonces, ¿de dónde había
sacado Anne aquella extraña historia?
—¿Estás seguro de que nunca has
consumido drogas en presencia de
Anne? —insistió, con la voz titubeante.
—Así que es eso —espetó Thorsten
—. ¿Qué tipo de persona crees que soy?
No tomo drogas y, si lo hiciera, jamás se
me ocurriría fumar marihuana delante de
mi hermana pequeña y su mejor amiga.
¿Te crees en el derecho de irrumpir aquí
y acusarme de cosas tan terribles?
—Lo siento —susurró Julia, con el
rostro rojo de vergüenza. Thorsten tenía
toda la razón: lo había acusado de ser un fumeta irresponsable solo para poder
explicar la extraña historia de Anne.
Julia se enjugó las lágrimas que
repentinamente brotaron de sus ojos y
respiró de forma entrecortada. Ya que
Thorsten no era el fracasado adicto a la
maría que pensaba, se había quedado sin
ideas; solo le quedaba pensar que Anne
había perdido la cabeza. ¿Acaso se
había vuelto loca?
—Venga, no llores —dijo Thorsten,
azorado. Le puso una mano en el hombro
—. Siento mucho haberte gritado; no
quería disgustarte. ¿De qué tiene miedo
Anne?
—No... no lo sé —tartamudeó Julia,
confusa—. No lo entiendo.
Thorsten la acercó hacia él y le rodeó la cintura con un brazo.
—Creo que deberías volver a casa y
hablar con Anne una vez más —dijo con
sinceridad—. Los niños de su edad
suelen tener una imaginación muy
despierta, quizá demasiado. Si piensas
de verdad que le sucede algo, seguro
que tu madre puede consultar con un
especialista.
—Eso haré —respondió Julia
tímidamente—. Lo siento mucho.
—Acepto tus disculpas —dijo con
ternura—. Estás preocupada por Anne,
así que vamos a olvidar lo sucedido. —
La besó en la frente y la soltó—. ¿Por
qué no te pasas por mi casa y le
preguntas a mi madre si sabe lo que han
estado haciendo estos días en el bosque? Quizá lo sepa. Oye, hoy termino a las
tres, así que puedo pasarme para ver si
estás mejor esta tarde, ¿vale?
Julia asintió.
—Gracias. Te lo agradezco.
Aún desconcertada, se quedó parada,
aturdida, junto a la bicicleta una vez que
hubo dejado el supermercado. Cuando al
fin se movió, Julia se subió a la bici y
pedaleó hasta casa de su abuela con el
piloto automático. Su abuela se
encontraba en el jardín, regando las
plantas, y saludó a su nieta cuando la vio
acercarse.
—Qué bien que hayas venido a
visitarme hoy antes de que Michael
acapare toda tu atención esta noche —
dijo con una sonrisa traviesa, aunque se le endureció el gesto en cuanto vio a
Julia más de cerca—. ¿Qué te pasa?
Pareces preocupada.
Cuando su abuela se acercó a ella y la
abrazó, Julia se echó a llorar. Sin una
sola pregunta más, la mujer la acompañó
al interior de la casa, hasta la cocina,
donde, en silencio y con tranquilidad,
sirvió dos tazas de té, una para cada una.
Le acercó el tarro de galletas, del que
Julia cogió una de chocolate, que se
comió desganada. Se sentía débil y
sorbió el té para templarse y combatir el
mareo.
—Abuela —dijo en voz baja—, ¿no
me dijiste el otro día que pensabas que a
Anne le ocurría algo?
La anciana la miró inquisitivamente. —Sí, tenía una cierta sensación de que
había algo raro. ¿Ha pasado algo?
Julia asintió y, en voz baja, le relató a
su abuela lo que Anne le había contado
aquella mañana, cómo parecía creer de
verdad en el cuento que había inventado
y lo asustada que estaba.
—Madre mía. —Su abuela parecía
sorprendida—. Es normal que estés
preocupada. Sé que a Anne le gustan los
cuentos, como a ti, pero no tiene sentido
que huya a una fantasía a la que teme.
—¿Podría ser que se haya inventado
ese cuento para protegerse de algo de lo
que tiene miedo?
La abuela permaneció en silencio un
instante.
—Has dicho que te comentó que no puede hablar sobre ello, ¿no? ¿Te dijo
que era un secreto?
—Sí. —Julia contuvo el aliento.
—Me recuerda al extraño
comportamiento de una amiga que tenía
cuando era niña. —La abuela se quedó
mirando fijamente la taza de té que tenía
entre las manos—. Le encantaba
inventarse todo tipo de historias
fantásticas, pero siempre pensé que
estaba llena de ansiedad y era
demasiado cautelosa. A veces hablaba
de un secreto que no podía compartir
con nadie. Un día, descubrimos que su
padre la maltrataba y sospechábamos
que quizá también le hiciera otras cosas.
Siempre noté que soportaba una gran
tristeza. Un escalofrío recorrió la espalda de
Julia.
—¿Crees que alguien está maltratando
a Anne? ¿Alguien a quien conocemos?
—No lo sé. Es una posibilidad.
—Pero ¿quién? ¿Quién podría ser? —
Frenéticamente, hizo una lista mental de
todas aquellas personas a las que Anne
veía a diario, en el barrio, en el colegio,
en las clases de música...
Su abuela le puso una mano en el
brazo.
—En tu lugar, yo lo hablaría con tu
madre esta tarde y también contaría con
Anne. Podría hablar con el médico o con
el servicio de atención al menor. No
vale para nada implicar a la primera
persona que te venga a la cabeza, ya que, al fin y al cabo, no quieres verter
falsas acusaciones, y menos aún en un
caso como este.
De pronto recordó el enfrentamiento
con Thorsten y Julia se estremeció. Su
abuela tenía razón; no quería volver a
hacer lo mismo.
—Me voy a casa —decidió— y
llamaré a mamá para pedirle que vuelva
algo antes para que podamos hablar con
Anne.
—Buena suerte —dijo su abuela—.
Esta noche os llamo.
Julia regresó a casa inmersa en sus
pensamientos. El sol brillaba y los
pájaros cantaban, pero sentía como si
una turbulenta sombra se cerniera sobre
ella. Además, no le ayudaba pensar en la visita de Michael; estaba demasiado
preocupada por Anne. En la vida había
estado tan asustada.
Tras dejar la bicicleta en el cobertizo,
Julia cruzó la calle para visitar a los
vecinos. Thorsten le había sugerido
hablar con su madre, así que aquello fue
lo que hizo en primer lugar. Era posible
que la señora Ebner también hubiera
notado algo extraño en la actitud de
Anne.
Sabine y su madre estaban sentadas en
el césped, jugando a las cartas. Julia se
quedó helada y del pecho le brotó una
sensación de pánico. ¿Dónde estaba su
hermana?
—Hola, Julia. —Sabine la saludó—.
Anne se acaba de ir. Ha dicho que iba a ver a su abuela.
—¿A la abuela? —Julia sintió
palidecer. Si aquello fuera cierto, se
habría cruzado con Anne en el trayecto
desde Eichet... a menos que su hermana
hubiese decidido atravesar el bosque.
—Hasta luego —masculló y echó a
correr hacia su casa para volver a coger
la bicicleta. Julia pedaleó a toda
velocidad hacia el bosque para llegar,
jadeante, a la senda principal que
serpenteaba entre los árboles. A partir
de ese punto tuvo que reducir el ritmo
debido a lo accidentado del terreno, que
intentó usar a su favor para mirar a
izquierda y derecha con la esperanza de
encontrar a Anne.
Al fin del camino, donde la densidad de árboles era mucho menor, Julia se
frenó por completo y se quedó
contemplando, con la mirada perdida, el
cielo azul que asomaba a través de los
castaños del final de la senda. Tenía
ganas de vomitar y, del pánico, la
adrenalina recorría sus venas. La tensión
que se había apropiado de todo su
cuerpo le debilitaba los músculos.
Anne estaba desaparecida. En ningún
momento se creyó que su hermana
hubiese decidido ir a visitar a su abuela
aquel día, pues, desde la noche anterior,
deseaba volver al bosque, por lo que se
escapó y desapareció en la espesura.
Julia se palpó los bolsillos de los
pantalones en busca del teléfono móvil
hasta que se acordó de que se lo había dejado en casa, así que no podía llamar
ni a Anne ni a su abuela. Desesperada,
giró sobre sí misma, lentamente,
mirando en todas las direcciones.
Aparcó la bicicleta contra un árbol y, en
un último esfuerzo para intentar
encontrar a Anne sin ayuda, Julia
comenzó a rodear el bosque a la carrera;
quizá así descubriría a Anne en caso de
que se hubiera dirigido al norte, donde
el bosque era más oscuro y denso.
—Esto es absurdo —masculló
después de cinco minutos trotando sin
haber encontrado un solo rastro de su
hermana. No tenía sentido pasarse la
tarde dando vueltas como una imbécil.
Justo en el momento en que decidió
darse la vuelta y regresar a por la bicicleta, Julia vio a alguien que caminaba entre los árboles, aún más al norte. Aquella figura aún estaba lejos, pero se trataba de un caminante que recorría a pie el bosque. Era posible que hubiera visto a Anne. Julia cerró los ojos e intentó calmar la respiración; le esperaría y hablaría con aquella persona que había surgido de entre la arboleda.
Cuando el caminante se acercó, la joven
se fijó en que era un chico no mucho
mayor que ella.
Pero se quedó sin pulso cuando se
acercó aún más. El sol se reflejaba en su
cabello largo y rubio, y dos ojos de
color azul intenso la miraban fijamente.
Cuando surgió de la espesura, a Julia
empezaron a temblarle las manos. Estaba viendo el rostro angelical de Legolas con los ojos azules de Thorsten.
Era el príncipe del bosque, el joven al
que Anne había dibujado en sus bocetos,
aquellos que Julia no debía haber visto.
ESTÁS LEYENDO
El Chico Del Bosque
Novela JuvenilJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...