Una voz la despertó de su sueño.
Julia se incorporó en la cama,
sobresaltada. Por un segundo, pensó que
Anne la había llamado, pero era
imposible: se había ido a pasar la
semana con su padre a Innsbruck. Miró a
su alrededor, en su cuarto impregnado
de la fría luz de la luna. ¿Acaso se había
olvidado de correr las cortinas?
Y, de nuevo, la volvió a oír: una voz
clara como las campanas, procedente de
ninguna parte.
—Ven al bosque.
Un escalofrío le recorrió la columna
vertebral, pero se debía al gélido viento que entraba por la ventana. La voz no la
asustaba, pues sonaba amable y cordial.
Julia se frotó el rostro: el sudor le
resbalaba por la frente. Por eso le
temblaba todo el cuerpo en cuanto el
viento le rozaba la piel. Se puso en pie y
se dirigió a la ventana para contemplar
la calle, donde no había nadie que
pudiera haberla llamado.
Sin pensar mucho en ello, se vistió y
bajó las escaleras a hurtadillas para no
despertar a su madre. Julia salió al
jardín; la luz de la luna convertía en
plata todo lo que tocaba y le concedía al
mundo un aura de cuento. Recorrió con
la mirada la calle, se encogió de
hombros por un instante y comenzó a
caminar en dirección al bosque. Quizá
había adquirido la misma sensibilidad
que Michael y los espíritus del bosque
la habían llamado para bailar.
Julia sonrió. Le agradaba darse cuenta
de que aún no se había convertido en
una adulta aburrida y responsable: nadie
en su sano juicio saldría a pasear al
bosque en medio de la noche solo por
haber sido convocado por una
misteriosa voz. Lo cierto era que le
hacía ilusión participar en aquella
escena como sacada de uno de sus libros
de cuentos.
Cuando llegó a la senda forestal, los
pies la dirigieron automáticamente a su
antiguo lugar de meditación. El roble se
erguía en silencio entre otros árboles, en
parte cubierto por sombras. Sin embargo, la luna iluminaba una figura
familiar junto al roble, que parecía estar
esperándola.
—¿Michael? —preguntó sorprendida
—. ¿Qué haces tú aquí?
El joven se acercó a ella y la besó con
ternura en la mejilla.
—Quiero hablar contigo.
—¿Aquí? —Levantó una ceja.
Michael asintió con solemnidad.
—Sí, aquí, donde empezó todo.
Le tomó la mano y dio unos cuantos
pasos atrás para situarse justamente bajo
el roble, donde la luna, a través del
follaje, les iluminaba el rostro. Julia
contuvo la respiración; los ojos de
Michael nunca habían lucido de un
verde tan intenso y triste como en aquel momento. Todo su gesto era distinto,
pero no lograba averiguar en qué.
—¿Oíste mi voz? —preguntó.
—¿Eras tú? —Parpadeó—. ¿Cómo es
posible que haya oído tu voz en mi
interior?
—Porque nuestra conexión es muy
profunda —respondió—. Yo llevo años
oyendo tu voz dentro de mí.
Julia sacudió la cabeza, confusa.
—Lo siento, me he perdido.
Michael bajó la vista y acarició el
tronco del árbol con la mano.
—Aquí venías a dibujar, escribir,
cantar, leer o soñar. Este era tu reino, en
el que te sentías segura, porque yo te
protegía. Yo era tu ángel de la guarda.
Una extraña sensación recorrió el cuerpo de Julia. Al fin Michael le iba a
hablar acerca de su repentina atracción
hacia ella tras el accidente, pero sus
palabras no tenían sentido. ¿Le acababa
de decir que la protegía bajo el árbol?
—¿Tú también venías aquí? —
preguntó.
El joven la miró a los ojos con aún
más tristeza que antes.
—Yo estaba aquí.
Julia, sorprendida, abrió los ojos
como platos y contempló las ramas del
roble. Su roble.
—¿Qué quieres decir? —susurró.
—Supongo que puedes llamarme «el
príncipe del bosque» —respondió en
voz baja—. Un príncipe de verdad, un
roble, un centenario ser que lleva siglos
viviendo en el bosque, en conexión con
otras criaturas de la naturaleza,
arraigado en la tierra.
A Julia se le secó la boca.
—Un árbol —dijo con monotonía.
—Un árbol —asintió él.
Aquella situación era del todo irreal,
una verdadera locura. Nunca en su vida
había oído una historia tan disparatada,
pero, aun así, sabía que no estaba
mintiendo. Lo notaba.
—¿Qué...? ¿Cómo...? —masculló y se
quedó en silencio. No sabía qué
preguntar.
Michael le acarició el rostro con
ternura.
—Siempre has sentido que los árboles
cuentan con una fuerza vital —continuó con su cuento—. Sientes que sienten,
que puedes sentirlos. Y es verdad. Los
árboles son almas tranquilas y
sosegadas que se elevan desde el suelo
como espigas, se convierten en ramas
verdes y siguen creciendo. Su vida
parece eterna y el alma de un árbol
jamás está sola: siempre está conectada
con las almas que la rodean. Y, cuando
un árbol ya ha vivido muchos cientos de
años y está llegando su hora, cae en un
profundo sueño y pierde su consciencia
individual, de modo que se funde con la
del bosque una vez más, para renacer
como un brote joven.
Michael se apoyó en el roble, se pasó
una mano por el cabello y bajó la voz.
—Pero a veces es distinto. En ocasiones, un árbol conecta con un ser
humano al final de su vida; por ejemplo,
un humano que suele visitar el árbol. Y
digamos que esta conexión lo despierta,
lo que implica que el alma del árbol no
se disuelve en la consciencia del
bosque, sino que se escapa y renace
como humano, normalmente como niño u
otro familiar de la persona que la liberó
de su existencia arbórea. Así evoluciona
nuestra alma, de especie a especie, a
veces de árbol a animal, otras veces a
humano...
—Y tú... tú conectaste así conmigo —
dijo Julia con la voz temblorosa,
mirando fijamente a Michael. Pero no
era Michael, algo que, de algún modo,
siempre había sospechado.
El joven asintió.
—Sí, pero mi vínculo contigo era
distinto al que me habían enseñado los
demás árboles. No quería renacer como
tu hijo o tu nieto, sino que deseaba estar
contigo... como un igual. —Sonrió
tímidamente—. No me di cuenta de que
estaba enamorado de ti hasta que acabé
en este cuerpo. Como árbol, no era
consciente de lo que sentía, pero sí
cuando me convertí en humano.
—Este cuerpo... —Le acarició con
inquietud el hombro, y luego la cabeza y
la mejilla—. ¿Qué has hecho con él? ¿Se
lo has robado a Michael?
El joven negó con la cabeza.
—No, claro que no. Cruzaba el bosque
en su moto y la rueda tropezó con una raíz saliente en el borde del camino. El
terreno resbalaba por la lluvia y la moto
dio una vuelta de campana que le hizo
caer. Se golpeó la cabeza con una piedra
y murió. —Le tomó la mano para
tranquilizarla—. Falleció por el
impacto, sin sufrir.
A Julia se le llenaron los ojos de
lágrimas tras escuchar sus palabras.
—Vi cómo su alma salía volando,
para reencontrarse con sus orígenes.
Parecía estar... en calma. Entonces fue
cuando tomé la decisión de pasar de mi
antiguo cuerpo al nuevo, en solsticio de
verano, cuando la fuerza del trueno
conecta el poder del cielo y la tierra, de
la naturaleza y de los hombres: en ese
momento se hizo posible. A Julia le temblaron las rodillas y
Michael la socorrió cuando se apoyó en
el árbol.
—Es imposible —masculló—. No
puede ser verdad.
—Pero sabes que lo es —dijo con
tranquilidad—. Creo que siempre lo has
notado, pero no eras capaz de
explicarlo.
La joven lo miró con sospecha.
—¿Puedes leerme la mente?
Michael sonrió con un repentino gesto
de picardía.
—A veces. Como árbol siempre era
capaz de saber lo que pensabas, pero
ahora solo lo hago en ocasiones.
—Entonces, ¿lo escogiste a él a
propósito?—No, porque yo no tuve nada que ver
con su accidente. Ni siquiera sabía
quién era hasta que me introduje en su
cuerpo y regresaron mis... bueno, sus
recuerdos. Es una enorme casualidad
que acabara en el cuerpo del chico del
que estabas enamorada. O quizá no: no
estoy seguro de que existan las
casualidades; es una palabra muy
humana y, en el bosque, todos estamos
conectados y todo sucede por una razón.
A Julia le daba vueltas la cabeza. Al
fin había entendido por qué parecía
conocer tantas cosas y cómo había sido
capaz de encontrar a Anne; también
cómo había descubierto qué libros y qué
música le gustaban y cómo había
reconocido su canción. Era su roble, un alma que la apoyaba y la consolaba
siempre que lo pasaba mal. Y, a cambio,
ella lo había tocado, lo había despertado
de su sueño y le había ofrecido una
oportunidad en una nueva vida.
—¿Por qué me cuentas esto ahora? —
preguntó con la voz ahogada—. ¿Por qué
no me lo has dicho antes?
El silencio posterior la asustó.
Michael suspiró y dijo:
—Porque pensé que no me haría falta.
A Julia se le heló el corazón.
—¿Y ahora sí?
—Sí, ahora sí. —La miró y una
solitaria lágrima le resbaló por el rostro
—. Porque no puedo quedarme.
La joven lo contempló boquiabierta,
sin entender una sola palabra, porque no quería entender.
—Las cosas no van como deberían ir
—continuó a regañadientes—. Ya no me
siento a gusto en este cuerpo. Cada vez
enfermo con más frecuencia. El bosque
me llama, me pide que muera de forma
natural, que regrese, que renazca de
verdad como humano. Así es como
siempre ha sido y como debe ser.
Poco a poco, logró asimilar sus
palabras.
—No. —Julia le tomó la mano
mientras lo miraba con impotencia y le
rodeaba el cuerpo con los brazos. Aquel
cuerpo que no era suyo. Deseaba poder
hacer algo, abrazar su alma, retenerlo
hasta que ambos subieran al cielo y
regresaran a este mundo mucho más adelante—. No lo hagas, no te vayas.
Por favor, no me dejes.
—Tengo que hacerlo —masculló junto
a su cabello, con un sollozo contenido
en la voz—. Debo irme y ahora sabes
por qué.
Se separó de ella y la contempló en
silencio. Después, le acarició el rostro
con ambas manos y la besó. La besó con
ternura, en la nariz, en la mejilla, en los
labios, en los párpados cuando los cerró
y echó a llorar.
—Te quiero más de lo que he querido
a nadie en este mundo —susurró.
Se quedaron allí, quietos, durante
largo rato, bajo la luna, mirándose
fijamente y con los dedos entrelazados.
Julia no se podía creer que fuera laúltima vez. No era justo; era demasiado
pronto.
Se enjugó las lágrimas de los ojos con
la mano temblorosa.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó.
—No lo sé. Cada vez tengo menos
fuerza. —Con el pulgar le acarició la
otra mano. De nuevo, Julia se abrazó a
él entre lloros.
—¿Cómo te llamas? —preguntó—.
Quiero saber tu verdadero nombre.
Michael sacudió la cabeza.
—No es un nombre como el de los
humanos. No sé si lo entenderás si
consigo que abras la mente para
escucharlo.
—Inténtalo —le pidió—. Por favor,
quiero saber de quién estoy enamorada.
Julia permaneció entre sus brazos, con
la frente junto a la de Michael. Por un
segundo, sintió como si algo le apretara
el interior del cráneo, hasta que se
abrieron de par en par las puertas de su
mente. Cerró los ojos y jadeó al oír un
sonido precioso e indescriptible. Era el
susurro del viento en los árboles del
bosque, el tintineo de las campanillas, la
silente rotación de la Tierra en el
espacio, el murmullo del florecer de las
rosas a cámara rápida. Era la fuerza de
la vida que todo lo toca, reducido a una
única sílaba.
El joven la soltó y ella levantó la
mirada.
—Así me llamo —masculló—. Pero
para ti siempre seré Michael.
—Es un nombre magnífico —susurró
impresionada—, como tú. Te quiero
tanto.
De nuevo, la volvió a besar el
fantasma del roble que se había
enamorado de ella, el chico del bosque
al que conocía como Michael. Se abrazó
a él con fuerza, para no dejarle escapar.
Pero de pronto un temblor hizo vibrar
el bosque. Julia miró a su alrededor,
asustada. ¿Se trataba de un terremoto?
¿Qué estaba sucediendo?
Gritó de pánico cuando algo le hizo
trastabillarse, soltarse de las manos de
Michael y caer al suelo de espaldas.
Intentaba con todas sus fuerzas agarrarse
a la moqueta que tenía bajo los dedos.
Julia parpadeó y se quedó inmóvil.
No estaba en el bosque, sino sentada
en el suelo de su habituación, con el
pijama empapado de sudor. Fuera
brillaba el sol, pero las cortinas aún
estaban corridas. El edredón también
había caído al suelo junto con ella.
Aturdida, se frotó los ojos con
incredulidad.
—Ha sido un sueño —murmuró con la
voz ronca para oír su propia voz y
asegurarse de estar despierta en esa
ocasión—. Lo he soñado todo.
Julia se puso en pie con las piernas
temblorosas. No había sucedido de
verdad. No había ido al bosque, ni había
hablado con Michael, pero todo parecía
tan real que seguía estupefacta. Salió al
pasillo para entrar en el baño y lavarse la cara. Pensativa, se puso un vestido y
sus bailarinas.
El móvil mostraba la hora: las nueve y
media. Bien. Eso significaba que
Michael probablemente estaría
despierto. Con el ceño fruncido, buscó
su número en la lista de contactos y lo
llamó. Sin embargo, debía tener el
teléfono apagado, pues saltó
directamente el buzón de voz. Pero no
pasaba nada: se presentaría en su casa
por sorpresa; seguro que no le
importaba. Ese día solo trabajaba el
turno de tarde y tenía muchas ganas de
verlo para sacarse de la cabeza aquel
terrible sueño, abrazarlo y hablarle
acerca de su pesadilla. Pero, aun así, no
le acababa de convencer el plan. En realidad, no le acababa de convencer la
mañana entera.
—¡Me voy a ver a Michael! —gritó
por la ventana de la cocina cuando vio a
su madre sentada en el jardín trasero,
con una taza de café y una tostada.
—Pásatelo bien —le respondió su
madre—. ¿A qué hora vas a volver? Tu
padre viene esta tarde a traer a Anne.
—Estaré en casa para comer —
prometió Julia, con un temblor de falsa
alegría en la voz. Silbando a todo
volumen salió de casa y caminó hasta la
parada de autobús; fingir más optimismo
que el que sentía de verdad la ayudaba a
deshacerse de las sombras de su
pesadilla antes de llegar a casa de
Michael. Para distraerse de pensamientos negativos, Julia sacó el
reproductor de música y examinó la lista
de reproducción hasta llegar a sus pistas
favoritas de Chopin.
Tras veinte minutos de trayecto, se
bajó del autobús en la esquina de la
calle de Michael, guardó el MP3 y
aceleró el paso para llegar lo antes
posible. En la boca del estómago sentía
un inexplicable temor del que quería
librarse de inmediato.
Y entonces se le paró el pulso. En la
fachada de su enorme y lujosa mansión
se reflejaban las luces azules de una
ambulancia y en la calle se amontonaba
el gentío.
—Julia. —Notó una mano sobre el
hombro: era Axel, que estaba a su lado. —¿Qué pasa? —preguntó nerviosa.
Axel estaba lívido.
—Llegué hace cinco minutos; íbamos
a pasarnos fotos de Londres. Su madre...
—Se le entrecortó la voz—. Estaba en
la calle, llorando, agarrada al móvil. No
dejaba de decir: «Otra vez no».
Julia tragó saliva.
—¿Otra vez no qué?
—Jules, se nos ha ido —susurró Axel
—. Ha muerto mientras dormía.
La joven sintió como si le hubieran
golpeado con un garrote en la sien y le
hubieran sorbido toda la luz y todo el
amor de su cuerpo y su alma. Julia no
podía respirar. Lo siguiente que
recordaba era cielo azul desde los fríos
adoquines de la avenida. Le dolía mucho la nuca, la multitud se amontonaba a su
alrededor y alguien le tomaba la mano.
¿Cómo había acabado allí?
—¿Dónde está Axel? —preguntó entre
carraspeos.
Le apretó la mano con cariño.
—Estoy aquí. Te has desmallado. No
te muevas, han ido a por agua.
Julia quería yacer en el suelo para
siempre y no levantarse jamás, igual que
Michael. Se había ido, se lo habían
arrebatado. No lo había logrado
asimilar hasta entonces.
—¿Cómo puede haber muerto? —
chilló con desaliento tras girar la cabeza
para mirar a su primo.
Axel la contempló con tristeza en los
ojos. —Oí cómo los paramédicos les decían
a sus padres que había sufrido daño
cerebral y les preguntaban si había
cambiado de comportamiento
últimamente. Al parecer ha sufrido una
hemorragia cerebral.
Julia se había quedado muda, le
zumbaba la cabeza y no podía dejar de
pensar en el sueño de aquella noche y su
significado. Había hablado con él y le
había dicho que tenía que irse y por qué.
¿Era cierto? ¿Por eso había decidido
contarle la verdad?
Ya nunca lo sabría: no había modo de
preguntárselo. Él nunca volvería a
tenerla entre sus brazos como tras el
picnic del día anterior, bajo el cielo
estrellado. Nunca volvería a besarla bajo la luna de sus sueños.
Fuertes sollozos desesperados
trataban de escapar de su cuerpo por la
garganta. Julia logró incorporarse y
bebió del vaso de agua que le ofrecían.
—Por favor, llévame a casa —le rogó
a Axel.
Su primo asintió y la ayudó a ponerse
en pie. Julia miró a su alrededor hasta
que sus ojos se posaron en los padres de
Michael, que se encontraban junto a la
ambulancia que guardaba el cuerpo de
su único hijo, pálidos como la nieve,
destrozados, perdidos. Miró a Axel,
quien la ayudó a caminar a trompicones
hasta ellos.
—Está muerto —dijo la madre de
Michael con la mirada perdida y los ojos rojos llenos de pena. Extendió los
brazos y envolvió a Julia con tanta
fuerza que casi la deja sin aliento,
mientras el padre de Michael le
acariciaba el hombro. Julia era incapaz
de mirar hacia la camilla en el interior
de la ambulancia; no era más que un
cadáver, un armazón sin vida del que no
podía despedirse. Estaba segura de que
él estaba en otra parte.
—Te quería —le dijo el padre de
Michael con la voz calma mientras le
ofrecía el portarretratos de la mesita de
noche de su hijo con la mano
temblorosa. Junto a su cama siempre
había tenido una foto de los dos juntos,
abrazados—. Toma, quédatela.
Sus padres siguieron hablándole, pero sus palabras le resbalaban. Julia
esperaba que Axel estuviera prestando
atención, porque ella sería incapaz de
recordar lo que el señor y la señora
Kolbe le estaban contando, sobre el
funeral, sobre si quería tocar algo al
piano durante la ceremonia, porque a
Michael le encantaba escucharla tocar.
—Luego os llamo —logró decir con
voz ahogada—. Me voy a casa. Lo
siento.
Axel la llevó hasta su coche, que
estaba aparcado junto a la acera. En
silencio, condujo hasta Birkensiedlung,
con Julia sentada a su lado, inmóvil
como una estatua.
—Por cierto, he llamado a Gaby. —Al
fin rompió el silencio—. Llegará a tu casa lo antes posible.
—Gracias. —Se quedó mirando por la
ventana, con la vista perdida, y no
volvió al mundo real hasta que Axel
dobló la esquina de su calle. Tenía
muchas cosas que hacer. Todo el mundo
debía saberlo, sus amigos, su madre, su
abuela y Anne.
—¿Por qué no te sientas en el jardín?
—sugirió Axel cuando se fijó en que
Julia agarraba el teléfono móvil con
desesperación nada más salir del coche
—. Yo me ocuparé de todo, hablaré con
tu madre y haré algunas llamadas.
Con la respiración entrecortada, Julia
se sentó en la silla de jardín en la que su
madre se había tomado un café esa
misma mañana. Cerró los ojos y oyó las pisadas de Axel en el camino de
gravilla. A través de la ventana abierta
del salón percibió fragmentos de
conversaciones telefónicas que no
lograba entender.
—Hola. ¿Qué te ha pasado? —Una
voz familiar le hizo abrir los ojos.
Parpadeó ante el gesto nervioso de
Thorsten, quien se agachó junto a su
silla y le tomó las manos—. He visto
que Axel te ha traído a casa en coche.
¿Estás enferma o algo?
Julia negó con la cabeza.
—Ha muerto —dijo en voz demasiado
alta para sus oídos. Cuanto más lo decía,
más cierto era. Quizá si se callaba
regresaría; quizá su silencio lo traería
de vuelta. Pero sabía que no podía quedarse callada. Quería hablar de él,
contarle a todo el mundo por qué le
había robado el corazón, pronunciar su
nombre—. Michael —añadió cuando
Thorsten la miró con gesto de
incomprensión.
—¿Michael? —Levantó la voz—.
¿Qué... qué dices? No puede ser verdad.
¿Ha tenido un accidente o...?
—No. —Tenía la garganta seca—.
Han dicho que tenía daño cerebral.
Murió anoche, de repente, sin sufrir. —
Las palabras de Michael de la noche
anterior retumbaban en su cabeza.
Thorsten se quedó sin palabras.
—Dios —tartamudeó al fin y se sentó
en el césped con las piernas cruzadas—.
¿Cómo...? ¿Lo sabía? ¿Era consciente de que se estaba muriendo?
—A mí nunca me lo dijo.
Pero sí se lo había dicho. En Hyde
Park, dos días antes, le había comentado
que no se quería ir, que no quería
desaparecer en el oscuro bosque, como
el hombre del poema de Daniil Jarms.
—No me lo puedo creer —dijo
Thorsten, temblando—. ¿Sabes una
cosa? Anoche estuvo hablando conmigo
y...
Julia suspiró.
—Sí, lo sé —le interrumpió—. Y lo
siento. Estaba celoso y por eso quería
que te alejaras de mí.
Thorsten frunció el ceño y negó con la
cabeza.
—No, no fue así.
Julia parpadeó confusa mientras
repasaba mentalmente la conversación
que había escuchado escondida tras el
cobertizo la noche anterior.
—No lo pillo. Entonces, ¿qué te dijo?
Thorsten se aclaró la garganta.
—Me pidió —respondió con
desaliento— que... cuidara de ti cuando
se fuera.
—¿Que cuidaras de mí? —Julia tragó
saliva.
—Sí, y le dije que era gilipollas por
pedirme a mí y no a cualquier otra
persona que cuidara de ti como haría un
hermano mayor. A ver, es bastante
evidente que no te veo solo como una
hermana pequeña.
Solo entonces tuvieron sentido las palabras que había oído: Michael no le
había pedido a Thorsten que se alejara
de ella, sino que estuviera a su lado
cuando se fuera. Sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—No tenía ni idea —masculló
Thorsten con gesto ausente—. Pensaba
que hablaba de cuando se fuera a Graz,
pero... debió referirse a esto. Lo sabía,
como siempre lo supo todo.
Julia cerró los ojos. En su cabeza oía
el cantar del viento, el florecer de las
rosas, el rotar de la Tierra sobre su eje.
No se podía haber ido; no podía
soportarlo.
—Tengo que irme al bosque —dijo de
pronto y se levantó de un salto.
—Jules, no te vayas. Quédate. —
Thorsten intentó agarrarla de la mano,
pero la joven dio un paso atrás.
—Me voy. Dile a Axel adónde he ido.
Necesito estar sola.
—Vale, pero yo me voy contigo —
respondió Thorsten con decisión.
Por su rostro cruzó un amago de
sonrisa.
—Entonces no estaré sola.
Thorsten se pasó una mano por el
pelo.
—Qué pena, pero no pienso dejarte
sola, mucho menos así.
Julia dudó primero y asintió después.
Se dirigió al cobertizo de las bicicletas
mientras el joven entraba en casa para
contarle a Axel adónde iban. Poco
después, Julia pedaleaba como loca en dirección al bosque, con Thorsten
sentado en el portaequipajes, abrazado a
su cintura. Julia estaba sin aliento
cuando llegaron a la senda principal,
pero no redujo la velocidad y echó a
correr. Por poco no se tropezó de
camino al lugar en el que Michael y ella
se encontraron en sueños.
Se frenó en seco al ver el roble. En su
sueño, aquel lugar parecía el de antes,
pero la realidad era bien distinta: el
roble había perdido la mayor parte de
sus hojas y toda su fuerza vital. El chico
del bosque se había llevado el brillo y
el resplandor de aquel lugar sagrado y
luego había desaparecido. ¿Qué había
ido a buscar?
—¿Quieres sentarte? —le preguntó Thorsten mientras intentaba recuperar el
aliento. Julia había corrido a toda
velocidad por el bosque, sin mirar atrás.
La joven se dio la vuelta y se encogió
de hombros, desolada.
—No lo sé —dijo con una voz a la
que le habían arrebatado todo rastro de
sentimiento.
Thorsten se acercó a ella.
—Vamos —dijo mientras le pasaba el
brazo por los hombros para consolarla
—. No has llegado hasta aquí para nada.
Anne me contó que a veces venías a un
lugar especial del bosque para meditar e
inspirarte. Es este el lugar, ¿verdad?
—Sí —asintió lentamente con la
cabeza—. Una vez lo fue.
Con ternura la guio a la sombra bajo el roble. Julia se sentó, apoyada en el
tronco, y Thorsten hizo lo propio a su
lado, aún cogido de su mano. La joven
respiraba nerviosa.
—Tómate tu tiempo —la animó con
una sonrisa.
Julia poco a poco le soltó la mano,
dobló las rodillas, se abrazó las piernas
y miró al cielo.
Sobre ella, en el cielo azul flotaban
diminutas nubes blancas, ajenas al dolor
que inundaba su vida aquel soleado día.
En silencio y sin compasión, pasaron de
largo y dejaron atrás el roble y
Salzburgo para dar la vuelta al vasto
mundo. Las pocas hojas que aún
colgaban de las ramas del árbol
susurraban suavemente en la brisa danzarina que atravesaba el bosque.
Una lágrima le recorrió el rostro al
pensar en la tarde que había pasado
junto a Michael en aquel lugar cuando
estuvo enfermo. Había ido allí para
recuperar fuerzas y, si su sueño era real,
ya entendía por qué. Pero ¿cómo podía
ser real? Había sufrido daños cerebrales
tras el accidente y los efectos habían
podido con él. Aquella era la única
explicación plausible para su extraño
cambio de actitud y su muerte repentina.
—Estoy aquí cerca —masculló
Thorsten y se levantó para dejarle más
espacio. Julia lo observó marcharse y en
su corazón se despertó una sensación de
calidez: no iba a abandonarla. Michael
le había pedido que cuidara de ella y eso haría.
Sus pensamientos viajaron al sueño de
aquella noche, en el que Michael le
había explicado lo que sucedía y por
qué debía irse. Siempre había insistido
en que siguiera soñando, porque era una
parte importante en su vida, pero,
aunque el sueño fuera real, no iba a
regresar.
—Vuelve a mí —susurró con la voz
ahogada—. Por favor, regresa.
Mándame una señal.
El bosque permaneció en silencio. Una
hoja de roble solitaria cayó desde el
cielo y aterrizó en su rodilla. Julia
levantó la vista y dejó de intentar evitar
las lágrimas. No podía más; era
demasiado.
En ese momento, le vibró el móvil en
el bolsillo; probablemente fuera Gaby,
para preguntarle dónde estaba. Su mejor
amiga había ido hasta su casa para
consolarla y ni siquiera estaba allí. Julia
estiró las piernas y se sacó el móvil del
bolsillo del pantalón para leer el
mensaje.
«1 mensaje nuevo. Michael».
Sin palabras miró boquiabierta la
pantalla. ¿Qué?
Con la mano temblorosa dejó el móvil
en la hierba. Julia exhaló un suspiro
sostenido, se frotó los ojos y miró por el
rabillo del ojo el móvil, que aún
mostraba la misma notificación. Era
impensable que de verdad fuera suyo.
Debía haber una explicación. Quizá había enviado el mensaje horas antes,
pero su móvil no lo recibió hasta
entonces. Las redes móviles no siempre
son fiables al cien por cien, pero había
pedido una señal y ahí estaba.
Le temblaban los dedos cuando cogió
el teléfono para leer el mensaje.
«Mi dulce Julia, te echaré de menos.
Nunca te olvidaré. Siempre que oigas el
murmullo de los árboles y la canción del
bosque, párate a pensar en mí. Pero no
me esperes. Ahora soy libre. Y tú estás
llena de sueños y te espera una vida
repleta de amor. Deja que siga brillando
el sol. Un beso. Para siempre, tu
Michael».
Leyó el mensaje una y otra vez. Podía
haberlo enviado antes de morir, al sentir que se le escapaba la vida en plena
noche y saber que no le quedaba mucho
tiempo. Y el mensaje se había quedado
atascado en la red, entre satélites, para
acabar en su teléfono horas después de
haber sido enviado. Pero esas últimas
palabras eran las mismas que en el
sueño de la noche anterior: que, gracias
a ella, siempre sería Michael. ¿O quizá
se estaba agarrando a un clavo
ardiendo?
Julia dejó el móvil, miró a su
alrededor y contuvo el aliento. Por un
segundo, sintió que estaría detrás de
ella, contemplándola; que, con una
sonrisa, saldría de su escondite tras el
árbol y la abrazaría con cariño. Aguzó
el oído: le había parecido percibir pasos. ¿Quién estaba allí, en el bosque
de sus sueños?
Un suave murmullo llenó sus oídos. El
susurro del viento, las voces de los
árboles, el movimiento de la Tierra que
gira y gira eternamente en la
inconmensurable inmensidad del
espacio. La música de la vida.
Y, entonces, surgió Thorsten de entre
los árboles, contemplándola con una
dulce sonrisa en los labios. Con
cuidado, la ayudó a levantarse, abrazó
su diminuto cuerpo y le acarició el
cabello. Julia sintió su calor.
—Vamos —susurró—. Te llevo a
casa. Allí estarán todos para consolarte;
no tienes por qué estar sola.
Julia emprendió el camino de vuelta a la senda principal, paso a paso,
agarrada a su vecino. Junto a él se sentía
segura. Sobre ellos, cantaban los
pájaros, cuya música le daba vida al
bosque.
—Lo sé —respondió en voz baja pero
decidida—. No estoy sola.FIN
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El Chico Del Bosque
Novela JuvenilJulia lleva años enamorada de Michael, el chico más guapo del instituto, y se siente la persona más afortunada del mundo cuando al fin se besan durante el baile de graduación. Sin embargo, su sueño no dura mucho: tras varias citas, Michael la deja p...