II. Consejo

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Un ruido sordo retumba en la plaza. El hombre cae rendido en el suelo.

Unos segundos después, el pueblo rodea el cuerpo tirado del inconsciente y sus palabras roncas se ven pronunciadas en boca de todos los presentes. La gente se siente confusa, se gira y mira a un lado y a otro en busca de una respuesta que, por ahora, nadie conoce.

Sin mucha dificultad, logro escuchar alguna de las preguntas que más repite el pueblo: «¿Qué quiere decir? ¿A qué se refiere? ¿Será verdad lo que dice?». Las preguntas se convierten en especulaciones, que a su vez se transforman en agitación, como una colmena de abejas que zumban en caos y armonía al mismo tiempo.

Una voz crece entre los murmuros:

—Fundador... ¿es verdad lo que dice?

Al unísono, el pueblo da un paso atrás y se gira para observar con expectación a Mathias, quien permanece impasible.

—Consejo —logro entender alguna palabra de lo que murmura, aunque intenta taparse la boca con la mano —. ¿Qué hacemos con él?

Con paso lento y firme, se apartan del centro de la plaza y hacen un círculo formado por una docena de figuras encapuchadas de color oscuro decoradas con tiras doradas.

Una vez se alejan del epicentro de la confusión, la gente se vuelve para hablar con las demás familias, nerviosa. Yo, mientras tanto, fijo la mirada en el Consejo, el cual, por un momento, se deshace y reorganiza de nuevo.

Me siento en el suelo sucio y cuento los minutos que llevan reunidos: siete, ocho,...

—¿Qué crees que están diciendo? —Tamtian interrumpe mis pensamientos, y se sienta a mi lado —Es decir, ¿cuánto tiempo necesita un grupo tan pequeño en decidir el destino de un hombre?

«Tiene razón. Aquí hay algo que no nos está contando. Algo que nos oculta que da qué pensar».

—No lo sé, pero será mejor que nos lo diga pronto —Tamtian no puede reprimir su inquietud —. El pueblo entero está agitado. Ahora mismo no hay familia que no se pregunte lo que sucederá en un momento u otro.

Sin querer, nos ponemos a formular cualquier absurda teoría con tal de aliviar la tensión que invade cada parte de nuestro cuerpo. De vez en cuando, esbozamos alguna que otra sonrisita.

—Mira —me señala con la cabeza el círculo que se esconde detrás de la avivada hoguera —, parece que ya se han decidido.

Como si todos estuvieran escuchando a Tamtian, las familias se agrupan y dan un paso adelante. En la plaza cada vez se oyen menos voces, y se puede escuchar el gran fuego crepitando en el centro de ella.

Las voces agudas de los niños se van apagando y en pocos segundos un silencio tétrico inunda la plaza.

Tras un rato de deliberación, el Consejo se divide y desaparece entre las sombras proyectadas por el fuego. Mathias se acerca a la hoguera y suspira.

—Yzar —su tono se vuelve frío e indiferente; frunce las cejas —, como miembro de la Guardia de Ascen, te gustará saber —hace una inoportuna y acentuada pausa para aclararse la voz —, que te ocuparás de arrastrar el cuerpo a las afueras de Ascen, fuera de las murallas. Los animales se ocuparán del resto.

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