Tan sólo un parte de mi, un envoltorio que contiene un cúmulo de humo, humo expirado a lo largo de mis largos días, humo de las cenizas que provocó mi fuego interior, ya consumido, como un viejo volcán tapado, cubierto por una gruesa capa de mierda, pero que aún fluye lava ardiente en mi profundo abismo, lava esperando por salir, lava que quema a todos aquellos que se acercan para ayudar, para destapar las galerías que recorren mi interior, cavernas por descubrir aún no pisadas. Un volcán vacío, silencioso. Aunque no siempre, a veces la lava inquieta ruge estrepitosamente, clamando salir. No siento, no pienso, tan sólo el eco de roca ardiendo, quebrando, golpeada una y otra vez a tan alta temperatura. Una fina capa de roca me aguanta, roca ardiente, a punto de fundirse, mientras miro impotente y acumulo piedras nuevas, frías al principio, piedras que crean nuevos muros aunque no seguros, muros que cubren pequeñas aperturas, pero tan sólo aguantan un tiempo, antes de fundirse y así aumentar el caudaloso río que quema mi superficie, mi contenedor. Río que amenaza con salir y quemar y destruir, que tras ese apocalipsis cubrirá todo de cenizas, congelando la vida tras su paso, una nube negra que captura, que atrapa todo aquello cuanto no haya consumido. Pero mientras tan sólo la calma antes de la tormenta, o después, o ambas, quien sabe. Mientras tan sólo silencio, silencio extenuante, agobiante, ese tipo de silencio que nos envuelve de miedo, silencio por el cual sabemos que algo malo va a pasar, llámalo silencio intuitivo, silencio premonitorio, como te sea más fácil de reconocer. Ese tipo de silencio antes de que vengan nubes tormentosas, cuando los pájaros callan. Ese tipo de silencio, de falso bienestar antes de que se avecinen problemas. Tan brutal silencio que cualquier paso resuene con la atrocidad de un derrumbamiento, aunque las columnas sigan en pie, aunque las ranuras, las grietas en las paredes tan sólo sean pequeñas muescas, cicatrices mal cerradas que a veces duelen cuando recuerdan como se ocasionaron, cicatrices que al doler no son las únicas en recordar, por las cuales escapan pequeños regueros de sangre ardiente, de lava corrosiva, que asciende por mis venas quemando mis arterias, colapsando mi cerebro, controlando mi lírica y jodiendo mis ya maltratados cimientos. Tan sólo queda de mí un volcán cerrado al paso, con un viejo cartel de advertencia. Peligro por derrumbe.