Viernes, horas antes de Nochebuena
Hacía un frío del demonio.
A pesar del abrigo que la cubría hasta los pies, escondiendo su traje de corte ejecutivo, el gélido aire que azotaba Vancouver sacudía cada uno de sus huesos haciéndolos crujir en protesta. Ni los guantes de lana que abrigaban sus manos o las botas que cubrían sus pies, conseguían desterrar el entumecimiento que experimentaba en las extremidades desde que bajó del avión.
¡Joder, si le colgaban estalactitas de la nariz!
Llevaba casi dos semanas en la ciudad y todavía no se había acostumbrado a ese frío polar. Para alguien nacida en una de las zonas más calurosas del país vecino, sufrir esa permanente sensación helada era más de lo que podía llegar a soportar un ser humano como ella; débil y sensible a las bajas temperaturas.
No entendía cómo la gente parecía no notarlo, ¿estaban locos? Los lugareños se conformaban con un sencillo anorak cargados con bolsas y radiantes sonrisas mientras ella parecía el maldito muñeco de Michelin con todo lo que llevaba encima. Desde luego, era lo menos glamurosa que te podías encontrar por la calle, ¡ni siquiera podía moverse! Si sus amigas la vieran... gracias a Dios se encontraban a cientos de kilómetros de distancia, porque su aspecto sería tema de conversación, risas y bromas durante semanas, o incluso meses.
Cada mañana suspiraba por llegar a las oficinas en el centro de la ciudad, quitarse el paquete extra y lucir su precioso traje a medida, todo por cortesía de la calefacción central que cada día le daba la más acogedora de las bienvenidas.
«¿A quién se le ocurría aceptar ese proyecto en pleno invierno?»
A ella, sólo a ella.
-¡Jesús!, ¿dónde quedó mi maldita sensatez?, se había repetido más de una vez desde que estaba allí. Evidentemente, fascinada por la promesa de un ascenso si las negociaciones resultaban satisfactorias para las partes implicadas.
Llevaba años trabajando para una de las mayores agencias de publicidad del país y había sido enviada a Columbia para llevar a cabo las conversaciones destinadas a la fusión con otra empresa del mismo sector. Sin duda, si todo acababa dando los resultados que esperaba, se merecía ese maldito ascenso.
Es más, hacía años que lo merecía. Se lo debían.
Al fin había acabado todo, el lunes tendría la respuesta sobre su mesa, podría respirar tranquila y volver a casa.
Conducía despacio y con cuidado su Volkswagen alquilado, pendiente del tráfico infernal que se apoderaba de la ciudad en ese momento de «operación vuelta a casa», y todavía más ese día con las compras de última hora. Miró la bolsa que descansaba sobre el asiento del copiloto; ahí iba su cena, para esa noche y para todo el fin de semana.
«Genial, vaya planazo», suspiró.
Y no es que a ella le importara mucho esas fiestas en particular. En realidad, nunca le habían gustado, y no entendía esa falsa felicidad que parecía irradiar todo aquel con el que se cruzaba. Sus padres solían pasar las navidades fuera de casa visitando algún país exótico desde que ella podía valerse por sí sola, y a sus amigas sólo les interesaban los bailes que se organizaban y a los que acudirían impecablemente vestidas luciendo los caros modelitos de la última temporada. Jamás había sentido ese espíritu navideño que arrasaba allí por donde pasaba y ese año no sería diferente, menos aún al encontrarse a cientos de kilómetros de sus amigos y familiares.
A pesar de que la nieve lo cubría todo, esperaba llegar casa en media hora. Su mente, castigada por el bombardeo continúo de los villancicos y sus alegres tonadas, insistía una y otra vez en atormentarla con nítidas imágenes de un delicioso baño espumoso, recreándose una y otra vez en la placida sensación que le produciría sumergirse en la suave serenidad del agua caliente. Mimarse cariñosamente y desterrar el frío de su cuerpo sería su único regalo de Navidad.