Pendergast_2_-_El_Relicario

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Douglas Preston

Lincoln Child

El relicario

Traducción de

Carlos Milla Soler

Lincoln Child dedica este libro

a su hija Veronica

Douglas Preston dedica este libro al

doctor James Mortimer Gibbons

AGRADECIMIENTOS

Los autores desean expresar su agradecimiento a las siguientes personas, que de las más diversas maneras han contribuido a la publicación de este libro: Bob Gleason, Matthew Snyder, Denis Kelly, Stephen de las Heras, Jim Cush, Linda Quinton, Tom Espensheid, Dan Rabinowitz, Caleb Rabinowitz, Karen Lovell, Mark Gallagher, Bob Wincott, Lee Suckno y Georgette Piligian.

Estamos especialmente agradecidos a Tom Doherty y Harvey Klinger, sin cuyos consejos y diligente esfuerzo la aparición de El relicario no habría sido posible.

Damos las gracias asimismo al departamento de ventas de Tor/Forge por su dedicación y ahínco.

Vaya también nuestra gratitud a todos los lectores que nos han brindado su apoyo, ya sea telefoneando a los programas de radio o televisión a que asistíamos como invitados, hablándonos cuando firmábamos ejemplares, comunicándose con nosotros mediante el correo electrónico o convencional, o simplemente leyendo y disfrutando de nuestros libros. El entusiasmo despertado por El ídolo perdido fue el principal impulso para la preparación de esta segunda parte.

A todos ellos -y también a quienes deberían haber sido mencionados y no lo han sido- nuestro más sincero agradecimiento.

Escuchamos lo que nadie ha dicho;

miramos lo que nadie ve.

Kakuzo Okakura, El libro del té

PRIMERA PARTE

Huesos antiguos

1

Snow comprobó el regulador y las válvulas y se palpó el traje de neopreno de arriba abajo. Todo estaba en orden, exactamente igual que la última vez que lo había comprobado, sesenta segundos antes.

-Faltan cinco minutos -anunció el sargento de la Brigada Submarinista, y redujo a la mitad la velocidad de la lancha.

-Estupendo -dijo Fernández con su voz sarcástica, haciéndose oír por encima del rugido del potente motor diesel-. Estupendo.

Los demás guardaron silencio. Snow ya había advertido en anteriores salidas que la charla se desvanecía a medida que el equipo se aproximaba a su destino.

Contempló por encima de la popa el pardusco abanico que se desplegaba tras la hélice en la espuma del río Harlem. Allí el río alcanzaba una considerable anchura, y sus aguas fluían mansamente bajo la gris calima de aquella mañana de agosto. Volvió la cabeza hacia la orilla, haciendo una mueca al notar el molesto roce del caucho en el cuello. Había imponentes edificios con los cristales rotos, espectrales esqueletos de antiguos almacenes y fábricas, un patio de recreo abandonado. No, no del todo abandonado: un niño se mecía en un herrumbroso columpio.

-¡Eh, guía! -dijo Fernández, dirigiéndose a Snow-. Asegúrate de que llevas puestos los pañales de entrenamiento.

Snow, sin desviar la vista de la orilla, se tiró de los guantes para calzárselos a fondo.

-La última vez que dejamos venir a un novato a una inmersión como ésta -continuó Fernández-, se cagó encima. ¡Dios, qué asco! Lo obligamos a ir en el espejo de popa todo el camino de regreso a la base. Y eso que fuimos a Liberty Island, un paseo en comparación con la Cloaca.

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⏰ Última actualización: Apr 13, 2010 ⏰

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