Cada lunes se venía a la carpintería con aire dicharachero. Modestino tenía el rostro marcado por los años y el trabajo de toda una vida. Su escaso metro y medio de estatura lo convertía en un hombre menudo, pero eso no le impedía transmitir, a través de sus minúsculos ojillos, una alegría por la vida desmedida e inusual en un hombre de su edad.
—¡Niñoooooo! —gritaba nada más parar frente a la puerta con su moto.
—¿Qué? —le contestaba gritando también a pesar de tenerlo delante.
—Aquí te traigo el queso —dijo. Cuando fui a cogerlo, lo retiró con saña—. ¿Qué pasa? ¿Hoy tampoco me lo vas a pagar?
—Pues hoy, tampoco. Ya sabes que no suelo llevar dinero encima —le recordaba mostrándole los bolsillos vacíos.
—Pues este son siete ebros. Contigo no gano yo ni para la gasolina que gasto viniendo a verte —me espetaba entre risas que yo terminaba acompañando.
—Además, tú siempre dices que no se te acaba el dinero ni tirándolo; aunque te lo gastes en gasolina, no pasa nada.
—Tú lo que estás hecho es un listillo y me tienes un poco jarto ya, pero no sé qué leches pasa que no dejo de venir; me tienes como hipnotisao.
Todos los lunes manteníamos una conversación de este tipo, muy similares en contenido y con el mismo contrapunto irónico. Tras la charla, él comenzaba su discurso mientras se sentaba en un pequeño banco que teníamos dentro, al calor de la estufa en invierno o a la sombra si era verano. Siempre nos relataba historias de su juventud, cuando salía con sus cabras en busca de buen pasto; pero en cuanto intuía que se estaba poniendo pesado, cambiaba de tema para hablarnos de su huerto, del que siempre nos traía habas, tomates, higos… Todo lo que iba recogiendo según la época del año.
Sin embargo, los años no pasaban en balde. Cada lunes se le veía más pequeño, se le podía adivinar en la mirada que tenía el alma encogida y, viniendo de él, por falta de motivos no iba a ser. No quería ser pesado, pero ya no era el hombre alegre de antaño, así que presioné para que me contara lo que le ocurría.
—El médico, que se ha empecinado en que deje de fumar, que dice que tengo una mancha en los pulmones.
Y dejó de fumar, mas solo por un tiempo. Yo alguna vez le echaba la bronca cuando se encendía uno de sus purillos, pero este hombre tenía respuestas para todo y siempre me dejaba con la palabra en la boca. El tiempo seguía avanzando implacable y, por lo visto, su enfermedad también. No hace mucho me confesó lo mal que se encontraba, cosa que dudo que dijera a alguien más.
—Estoy más malo que un perro bocabajo —me confesó.
—¡Anda ya! ¡Tú qué vas a estar malo!
—Sí, lo estoy. Apenas puedo respirar y casi que no puedo guiar al ganado, como esto siga así en un par de telediarios me avía el de ahí arriba.
—Anda, no digas tonterías —dije acercándome a Modestino y agarrándolo por los hombros—. ¿Te acuerdas cuando te pasó el carro lleno de ramos de olivo y te rompió la pelvis?
—Pues claro que me acuerdo, me pasó por encima.
—Todos pensábamos que ya no te íbamos a ver el pelo por la calle, pero al poco tiempo ya ibas con las cabras otra vez.
—Es que las cabras no pastan solas, ¿sabes?
—Sí, pero cuando te tocó la revisión del médico, ¿qué hiciste?
Entonces, el rió conmigo. Bien sabíamos los dos la que le había liado al pobre médico cuando mandó a su mujer para decirle que él no podía ir porque estaba con el ganado y no tenía tiempo. El médico se quedó impresionado al ver cómo un anciano se había recuperado en apenas unas semanas.