Videoclub Miguel

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Andrés Franco y Miguel Castañar eran amigos desde hacía treinta años, cuando trabajaban juntos en una fábrica de piezas para automóviles. Desde entonces habían pasado muchas cosas en sus vidas. Horas de trabajo juntos, movilizaciones contra el cierre de la fábrica; y después los despidos, juicios para cobrar indemnizaciones y cada uno a buscar empleo. Andrés encontró rápidamente otro trabajo en el que haciendo horas extraordinarias conseguía llevar a casa un sueldo que le permitía vivir holgadamente. Miguel invirtió su liquidación en su propio negocio, un videoclub. A finales de los años ochenta los videoclubes eran comercios prósperos, requerían una mínima inversión y daban pingües beneficios.

Ambos amigos siguieron reuniéndose semanalmente. Todos los viernes Andrés acudía al videoclub de Miguel. El anfitrión y su amigo pasaban allí la tarde charlando, recordando anécdotas que habían vivido juntos y despachando películas. Cambiaron en los siguientes años los sistemas, del VHS se pasó al DVD y a los juegos para la consola, pero la amistad permaneció intacta, al igual que su cita de los viernes por la tarde.

Aquel día, Andrés parecía algo triste. No estaba muy comunicativo y las veces en que Miguel tenía que atender a algún cliente, se quedaba con la mirada fija en la pared ensimismado en sus pensamientos.

– Si tanto te gusta “El retorno de los alienígenas antropófagos” te dejo que te la lleves, pero no pongas esa cara de pena – bromeó Miguel.

Andrés sonrió, estaba de nuevo mirando el póster publicitario de la película pero sin ver nada. Su mente ese día estaba en otra parte.

– ¿Vas a contarme qué te pasa? – se interesó el anfitrión.

Hacía treinta años que eran amigos. En pocas ocasiones había visto Miguel a su amigo tan callado. Andrés estaba casado y su matrimonio no había tenido nunca grandes turbulencias. En las ocasiones en que discutía con su mujer estaba mucho más hablador. Deseoso de desahogarse, le contaba todo lo sucedido desde que se sentaban tras el mostrador.

–        No es nada importante, de verdad – dijo Andrés –. Me hago viejo y me da por pensar.

Andrés era una persona franca, directa y que raramente se guardaba algo para sí. Además carecía de picardía y para mucha gente, hablaba de más. Tan sólo recordaba verle así de callado en momentos en que la culpa o la impotencia le sumían en una melancolía. A veces volvía a su cabeza la imagen de un hombre que atropelló con el coche hace una década. Le dejó cojo de por vida y la culpabilidad le volvía a rondar cada cierto tiempo.

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