Capítulo 18

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Me subí al automóvil y azoté la puerta. Sentía las lágrimas a punto de caer, de manera que cerré los ojos con fuerza y eché la cabeza hacia atrás; el corazón me latía mil veces por hora y me hormigueaban las manos. Quería gritar, golpear algo, necesitaba encontrar una manera de sacar mi enojo.

―¿A dónde quiere que la lleve, señorita Anabel? ―Edith esperó unos segundos antes de accionar el motor.

No tenía idea de a dónde quería ir. Repasé mis opciones: mis padres estaban trabajando, de modo que bien podría encerrarme en mi casa y desquitar mi coraje contra las almohadas; pero no, no quería estar sola. También podía llamar a Clara o a Raúl, a mis amigos de la compañía de teatro, pero cada uno estaría ocupado en su trabajo. «O a Mateo. Tienes a Mateo», me recordó la otra Anabel desde el retrovisor y enarcó las cejas.

―Llévame con Mateo, por favor ―murmuré, incómoda―. ¿Puedes?

―Por supuesto, señorita ―abrió la guantera y me ofreció un paquete de kleenex―. Le avisaré que vamos en camino; estoy segura de que le dará mucho gusto.

Me hundí en el asiento y desvié la vista hacia afuera. Apreté los dientes. ¿Cómo no lo había visto venir? Los edificios a mi alrededor desfilaban uno tras otro, uno tras otro, a sesenta kilómetros por hora, justo en el límite de velocidad. Respiré profundo y me sequé las mejillas. Estaba a punto de encontrarme con Mateo y no estaba segura de cómo reaccionaría al verme llegar así.

―Buenos días, directora. Disculpe la tardanza ―llamé a su oficina luego de correr desde la entrada. Tuve que esforzarme para no demostrar mi agitación.

La señora volteó a ver el reloj que colgaba en la pared frente a ella y luego el de su muñeca. Esa mañana vestía una blusa blanca con bordados de flores en tonos pastel que hacían juego con sus gafas de montura verde. Al verla tan elegante me sentí un poco incómoda de mi atuendo: una falda de mezclilla color claro y una blusa rosa de manga larga. La directora negó con la cabeza despacio y cerró su computadora portátil; hasta entonces me consideró digna de su atención.

―Acompáñeme, profesora.

La seguí a través de las oficinas y luego por las canchas de baloncesto rumbo al auditorio. Intenté hacerle plática respecto al clima y a qué tal había estado su fin de semana, pero la directora se limitó a gruñir algunos monosílabos a manera de respuesta en ambas ocasiones. Conocía esa forma de comportarse, la había visto aplicar esa estrategia para amedrentar a sus alumnos antes de regañarlos: el paseo de la infamia. El silencio como método de tortura.

Repace mentalmente: tenía mis reportes al día, entregué mi planeación a tiempo, no tenía faltas sin justificar y los padres de familia, los pocos que conocían mi labor, nunca quejaban de mí. No. No veía un motivo por el que la directora pudiera reprenderme; sin embargo, el hecho de que me hiciera desfilar detrás de ella sólo podía significar malas noticias.

―Profesora, si me hace el favor ―se hizo a un lado y me entregó las llaves del auditorio.

La directora entró detrás de mí, casi pisándome los talones; a pesar de que era más bajita que yo, a cada paso sentía su respiración colarse por entre las puntas de mi cola de caballo para alcanzar la base de mi cuello. Su aliento a café y su gesto áspero me ponían los nervios de punta.

Me desvié hacia la cabina de control para encender las luces mientras que ella continuó hacia el frente, directo hacia el lugar en donde se sentaba durante las presentaciones estudiantiles y las juntas de padres de familia. Me moría de ganas de gritarle "¡No es para tanto, vieja loca! ¡Sólo llegué tres minutos tarde!", pero el sentido de supervivencia, ése que me ayudaba a llegar al final me quincena, me susurró que tal vez no era una buena idea.

Labios color arándanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora