PRÓLOGO ✓

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Aarón caminaba de una forma extraña, casi cómica. Hacía lo posible para olvidarse de su ropa húmeda y pesada. La lluvia no había tenido piedad de él.

Ni la muerte.

Aarón pasó por delante de Marian, una señora que había sido su vecina desde hacía ya tres años. Él no notó su presencia, ésto gracias a un cóctel de malas noticias y cansancio. A Marian, el hecho de que Aarón no le saludara al menos con una inclinación de cabeza, le parecía una grosería. Ésta siguió la estela de humedad que los zapatos de Aarón dejaban. El mármol debajo de sus pies quedaba frío al tacto, y la señora había tenido que quitarse los tacones para evitar una caída estrepitosa.

-Ay que ver... - Mascuyó Marian.

Aarón estaba concentrado en su desgracia, sus oídos solo reconocían el fluir de su sangre y su cerebro manejaba sus pies por puro instinto, bailando a una melodía repetida y memorizada.

El día había sido como cualquier otro; se había levantado temprano por la mañana y había calentado con dos escalas y terceras cromáticas, cuando sintió que su saxo y el estuvieron preparados, tomó sus llaves y fue a toda velocidad al bar de Julián. Éste era un establecimiento grande, con una amplia y fiel clientela, y lo mejor... Música en vivo. Aarón tocaba allí seis días a la semana, todos menos los sábados, aquel día era el famoso karaoke y por las noches un espectáculo de Drag Queens amateurs.

El lugar te transportaba al arte.

A eso de las seis de la tarde Julián llamó a Aarón a la oficina, cosa que lo extrañó. A partir de las cinco en punto el bar se llenaba a tope, todos los empleados del centro iban a relajarse y a escucharlo a él y a la banda. Cuando Aarón vió la carta de Julián supo que algo no estaba bien. Julián era un hombre de casi su misma edad, treinta y dos años, alto y de hombros anchos, una mirada oscura y divertida, una calva atractiva y una nariz algo doblada. Julián siempre tenía una sonrisa, pero en ese momento le miraba como si alguien hubiese muerto...

La noticia le cayó de lo peor, como una avena espesa y caliente al estómago, era más una sensación de incomodidad que de tristeza, luego vino el terror. Y en aquel momento, en el que subía las escaleras del antiguo edificio en el que vivía, fue el terror. El terror de no volverla a ver.

Su madre había muerto.

Marian vio como su vecino revisaba sus bolsillos, en busca de sus llaves probablemente. Y ella, como esperaba un saludo, se plantó en su puerta viendo la espalda de Aarón. Éste consiguió sus llaves y entró bruscamente a su apartamento, desapareciendo en un estruendoso ¡Bam!

-Ay que ver... Parece que soy la única en este edificio que tiene valores y modales -se quejó en voz alta, y siguiendo el ejemplo de su vecino, entró a toda prisa a su apartamento.

Aarón suspiro, estar en su hogar le llenaba de Calma, su madre le había ayudado a escoger aquel departamento y había sido la mejor desición. Era una copia exacta del apartamento en el que vivían con su mère Marta. Ellas habían estado toda su vida juntas, y cuando su mère murió de cancer de pulmón, su madre quedó devastada. Ellas eran de esas pocas parejas que conseguían amarse hasta el final. Incluso cuando su mère murió, su madre seguía limpiando su bata de baño y guindandola junto a la de ella; seguía usando las cobijas gruesas y pesadas que tanto odiaba, sólo porque a su mère le eran necesarias para conciliar el sueño.

Ah, que haría Aarón. Perder a su mère había sido duro. Y ahora también había perdido a su madre.

No, en definitiva la muerte no era su aliada.

Y luego estaba su vecina, es que esa mujer era entrometida hasta más no poder, insensible y tenía un estúpido complejo de superioridad.

-Quiero que se muera -balbuceó mientras caía en el duro, pero cómodo, colchón en el que dormía.

•••

Mientras Marian llenaba su cabeza de extraños rollos para cabello y Aarón soñaba con sus madres, algo sucedía en las calles.

A unas cuadras del edificio, un niño se materializó en la acera. Parecía de unos nueve años, de piel tostada, ojos mieles y unos rulos negros azabache que colgaban hasta sus hombros. El niño empezó a caminar como si conociese el lugar, como si no fuera la primera vez que se materializará en un pueblo de la gran España. Pero en realidad si era la primera vez que visitaba ese lugar, aunque no era la primera vez que hacía lo que estaba apunto de hacer.

En realidad el niño no era un niño, a menos que sea posible considerar a un ser de trescientos años un infante. Si bien era joven para su especie, no era un niño... Mucho menos humano.

Henry era un duende.

Él caminaba sin problemas, completamente despreocupado, después de todo, nadie le prestaría atención. No porque su infantil aspecto no llamará la atención, aunque esto era un mecanismo adicional. Henry caminaba a sus anchas porque no habían ojos que pudieran burlar un Repacer, y el de él había sido hecho por la mismísima Rexha, Reina de las hadas. El Repacer era un hechizo simple, se conjuraba sobre alguna parte del cuerpo, en el caso de Henry sus pies, éste le permitía controlar su visibilidad, quien él quisiera lo veía. Por ésto Henry no se preocupaba, nadie le vería caminar bajo los faros de las angostas calles de aquel pueblo.

Henry hizo aquello de forma rápida, no era la primera vez que trabajaba, y era conocido por su impecable desenvolvimiento... Vale, aquello no era cierto, últimamente había tenido muchos problemas con su trabajo, pero todo era culpa de las conexiones... Por alguna extraña razón estaba sintiendo... Eso, estaba sintiendo. Si algo era importante para un duende era su habilidad de no sentir nada. Muchos años atrás, El Consejo había decidido que lo mejor era quitar y exterminar todo sentimiento de los duendes, de esta forma serían completamente reacios a opinar sobre los deseos que les tocara cumplir. Porque si, los duendes eran los encargados de cumplir los deseos de los humanos, claro que esto no era tan así, sólo los que se ganarán la atención de un duende.

Así que el que Henry estuviera sintiendo cosas cada vez que se conectaba, era un problema. Uno grande.

Pero lo mejor era no comentarlo, no quería que se lo etiquetara de inservible.

Henry llegó rápidamente al edificio de Aarón, con un chasquido de dedos empezó a levitar. Flotó hasta la ventana  y entabló la conexión. Vaya, él había pasado por mucho. No, no debía sentir eso.

Luego de que la conexión fue establecida (la conexión le daba acceso a todos los pensamientos y sentimientos de Aarón), Henry se deslizó por el aire hasta la ventana contraria. La del apartamento de Marian.

Henry chasqueó sus dedos y sintió como una energía invisible se acumulaba en la punta de cada dedo. La energía lo abandonó rápidamente, y así supo que el trabajo estaba hecho.

Se acercó nuevamente a la ventana de Aarón, vaya que era difícil.

«Los sentimientos son complicados. Los sentimientos son engaños y verdades; amor y odio; diferencias y semejanzas; vida y muerte.», pensó el duende, y para ser una criatura que había nacido sin ellos, entendía a la perfección lo que representaban.

Con otro chasquido desapareció, envuelto en humo de colores, escarchas y pirotécnica.

Se materializó en el cuarto de Aarón, y se acostó en un pequeño sofá que estaba frente a la cama. A Aarón aún le quedaban cinco deseos por pedir, y a Henry miles por cumplir.

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⏰ Última actualización: Jul 25, 2022 ⏰

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El duende que a mi vecina mató (Editando)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora