Mi suicidio.

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Esta parte de mi vida me atreví a escribirla meses después de que pasara. La fecha es de cuando lo relaté, no de cuando pasó. 

16 de julio de 2014:

Busqué esconderme de las preocupaciones de mis familiares, de las miradas de tristeza hacia mí, de las charlas que creen que me ayudarán, de las opiniones de los demás sobre mi depresión....
Busqué no fijarme en las miradas de los que me observan por la calle, en las miradas de mis compañeros, de los vagabundos, de las personas felices, de los mayores...
Busqué la forma de encerrarme en mi misma, de encerrarme en mi habitación, de encerrarme en mis sueños...

Lo que conseguí fue perder el interés en los estudios y en la diversión a la vez. Soporté el melancólico invierno gracias a las mangas largas que ocultaban mi forma de escapar de este mundo durante unos minutos.
Pero no era suficiente, mis brazos y mis piernas, mis muñecas y mis caderas estaban marcadas de rojo; no era bastante para aliviar el dolor inexplicable que sentía mi corazón. Seguía sintiéndome apagada.

Hasta que descubrí que, a lo mejor, lo que buscaba era el camino a la muerte.
Así que ese día estuve decidida en acabar con todo, dándome igual lo que pasara después.
Cogí aquellas pastillas y me las fui tomando de una en una. En mi estómago se encontraban ahora treinta pastillas antidepresivas. Pero a las 3 horas de fuertes mareos y mal estar, mi subconsciente me hizo decírselo a mi madre y mi hermana.


Me encontraba en la ambulancia, que iba lo más rápido que podía, la sirena sonaba en mi cabeza en forma de eco, mi estómago rechazaba las pastillas y las quería expulsar de mi cuerpo haciéndome vomitar, pero el resto del mi organismo quería que el plan saliese bien, así que lo único que echaba, era agua, el agua que tomé al tragar las pastillas.
En el hospital la máquina mostraba mis pulsaciones y el suero se abría paso por mi cuerpo. Quisieron hacerme el lavado de estómago, pero no pudieron, mi garganta estaba hinchada, me ayudaba a morir. Repetí muchas veces que no me hicieran nada, que yo he elegido este destino, pero ellos no entienden mi sufrimiento, piensan que solo he tenido un mal día.

Mi madre y mi padre estaban conmigo, a mi lado, mientras yo intentaba dormir, dormir para siempre. Mi madre no era capaz de mirarme a la cara, la había decepcionado más que nunca, al mirar mis brazos daba media vuelta. Mi padre se quedó sentado a mi lado, sujetando mi mano.
El resto del día seguí en la cama del hospital, en observación, mientras vomitaba cada 10 minutos. Al ver la sangre que salía de mi garganta mis ojos agrandaron, me volvieron las ganas de abrir mi piel, pero no podía, allí no.

Me dieron el alta a las doce de la noche, vino mi hermana a recogernos y en el coche seguí vomitando y llorando. Me dormí al llegar a casa y, para mi desgracia, desperté a la mañana siguiente.

Puede que no podamos elegir cuando será nuestro último día. Los médicos dijeron que tuve muchísima suerte de no haber muerto, porque ellos no pudieron hacer nada, lo hizo todo mi cuerpo. Mis padres se lo tomaron como un milagro. Yo lo tomé como un castigo por burlar a la vida.

Aun así, a día de hoy, me alegro de haber sobrevivido de mi misma. Porque ahora me doy cuenta de todo lo que me hubiese perdido. 
Solo tengo que ser paciente y empezar todos los días con una sonrisa que ilumine a las demás.

Gracias, muerte, por haberme dejado escapar esa vez.  

Hojas arrugadas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora