El baile

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El baile

 Usa braguitas de algodón y sus sueños no le dejan dormir.

Odia a la gente sin calor, es tan bella como el atardecer.

Cruza las piernas al andar, sus caderas van y vienen y van.

Ella es perversa, ella es perversa, ella es perversa, y si me besa yo me voy a morir.

(“Ella es perversa”, Ramoncin)

 LA MUJER DEL VESTIDO DE TELA DE CORTINA

 Leo iba sentado en el autobús, en el asiento de la izquierda de la última fila, mirando distraído por la ventanilla cuando el vehículo se detuvo con suavidad al llegar a una parada. Inconscientemente cambió su punto de vista, fijándose sin pensar en los viajeros que subían e introducían con más o menos prisa el bonometro en la maquinita verificadora. Un obrero del Este, alto y rubio, con mono azul blanquecino de yeso, una doméstica sudamericana, baja y morena, con vaqueros ajustados y grandes pechos, un oficinista local con bigote (¿desde cuándo está pasado de moda el bigote?), con maletín en la mano y traje a pesar del calor infernal del mes de agosto madrileño, estereotipos de habituales usuarios del transporte público. A cada “plip” de la maquinita, una vida que pasaba sin pena ni gloria ante sus ojos. Se cerró la puerta y el bus se puso en marcha. Leo ya volvía su vista a la ventanilla, cuando un brusco frenazo casi hizo que su alta frente golpeara contra el asiento de delante. El hidráulico de la puerta sonó de nuevo, abriéndose, y un nuevo viajero rezagado hizo su aparición. Algo raro, los conductores de la EMT nunca interrumpen la marcha emprendida para esperar a un viajero rezagado.

En realidad, casi nunca.

Porque quien apareció en la puerta de acceso, jadeante, sudorosa y sonriente, fue una mujer. Tendría unos 35 años, quizá más, seguramente 40, considerando su aplomo, pero desde luego no se le notaban. Metro sesenta, pelo negro no muy corto y alborotado, piel morena y brillante, pendientes de perla blanca en las orejas, gafas de sol marrón oscuro Giorgio Armani, bolso de mano Ives Saint Laurent, bolsa de Zara al hombro, zapatos blancos de pulsera y tacón de aguja, como los que usan las milongueras de Buenos Aires para bailar el tango, y el vestido con estampado de flores rojas (de los que él llamaba graciosamente “de tela de cortina”) más ceñido que había visto en su vida.

Leo sonrió.

El vestidito en cuestión, con su falda cuatro dedos por encima de las rodillas, dejaba libres unos hombros de alucinación, brillantes y morenos, y se pegaba a sus pechos, pequeños y redondos (y, claramente, sin un sujetador que los aplastara); la cintura, estrecha, el vientre plano, el ombligo evidente, y las caderas, Señor, ¡qué caderas!, un sueño de caderas, anchas y estilizadas a un tiempo. Entonces la dama, tras agradecer por tercera vez el detalle al conductor, que hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, un tanto azorado, simplemente se deslizó por el pasillo central, sin fijarse en nadie, sin mirar a nadie, sin ver a nadie, con la sonrisa súbitamente esfumada de su rostro anguloso, los ojos escondidos tras las gafas de diseño, moviendo esas caderas impresionantes (porque sus caderas eran impresionantes, no eran grandes, y tampoco pequeñas, sólo eran perfectas), hasta que, con un gesto imprevisto, sin volverse, tan sólo asentó las posaderas y se giró después, situándose varias filas por delante de él, a su derecha, sin permitirle apreciar más de lo que ya había visto. O sea, su retaguardia.

Leo se sintió cautivado irremediablemente por la magia de esa mujer.

Entonces ella situó con un movimiento elegante sus manos en el asiento delantero y se quedó inmóvil, mirando hacia su derecha, por la ventanilla que había más allá del otro asiento vacío. En ese momento apreció sus manos, pequeñas y alargadas, de largas uñas sin pintar, y lo más curioso, con los diez dedos llenos de anillos, al menos tres o cuatro en cada dedo, anillos dorados, blancos, unos con brillantes, rojos, verdes, amarillos, azules, y otros sin ellos, pulidos o mates, todo un surtido de preciosa joyería que hacía el efecto de alargar esos dedos hasta el infinito. Más allá de las manos, dos en cada muñeca, aros de oro tintineaban acompañaban el traqueteo del autobús.

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