Nina d’aigua
Llovía como si se hubiera roto el cielo.
Los enormes ventanales del restaurante a pie de playa derramaban lágrimas desde arriba hasta abajo como tortuosas carreteras descendentes. Salpicados tan densamente que apenas se veía el otro lado del cristal, componían una absorbente danza, similar en su magnetismo irresistible a las llamas de una hoguera, en la que las minúsculas gotas parecían atraerse unas a otras, para unirse en cuanto se tocaban formando una mayor, aumentando con ello su velocidad de descenso y el proceso de absorción de las otras gotas que el creciente riachuelo se encontraba de camino, hasta perderse en el suelo, donde se extendía en charcos que ya cubrían la totalidad de las baldosas blancas y rojas que tapizaban el paseo marítimo. En el cielo las oscuras nubes impedían el paso de los escasos rayos del sol que en aquella tarde de marzo aún se hubieran atrevido a bajar a tierra, antes de caer en el olvido del crepúsculo. De tanto en tanto, una filigrana de luz parecía sumergirse en las aguas grises, casi negras, justo al lado de las agrestes rocas de la isla blanca, un par de millas mar adentro.
Me serví con mano temblorosa otra copa de vino, que bebí despacio posando la mirada sobre las aguas que saltaban, encabritadas de espuma blanca, más allá del paseo y de la playa de arena, dorada al sol durante el día y que ahora era gris oscura, como cemento de obra. Miré al trasluz la botella, ya sólo quedaba para media copa más, así que la vacié del todo, teniendo la precaución de dejar sin servir los últimos centilitros, plagados de residuos naturales, tan típicos en la producción artesana de buen vino. Miré la playa a través de la copa y del cristal mojado de las ventanas. Me costaba un poco fijar la vista, pero no me preocupaba sentirme algo mareado, ya que había comido bien (un delicioso arroz con conejo y setas) y no tenía previsto moverme de allí hasta la noche, cuando llegara el momento de embarcar, según había acordado por teléfono con el patrón del pesquero que iba a llevarme hasta la isla blanca.
Apuré el vino y llamé a la camarera, Cris, una chica rubia vestida con pantalones y camiseta negros, alta, muy delgada y de aspecto desgarbado, con un rostro peculiar en el que destacaban sus ojillos cansados y una gran nariz. No tuve que decirle nada, miré la botella vacía y rápido me entendió. No entró en discusiones acerca de la conveniencia o no de seguir bebiendo, solamente me trajo otra botella, la descorchó, me cambió la copa usada por otra limpia y volvió a lo suyo, que era atender a un grupo de ruidosos parroquianos que jugaban al dominó unas mesas más allá de la mía, en el interior del salón.
Eran casi las ocho de la noche cuando me puse en pie. Hacia ya tiempo que los jugadores se habían marchado, mientras que la camarera seguía tras la barra atendiendo a los transeúntes de paso que se tomaban un vino o una caña para entonarse antes de cenar. Fuera estaba todo en penumbra, con el paseo solamente iluminado por las farolas que se esforzaban por conseguir que su luz atravesara la niebla a la que había cedido el paso la lluvia. El mar tronaba más allá de la playa negra, pero lo único que se veía eran destellos blancos de espuma, brincando con furia. No me sentía mareado en absoluto, a pesar de todo el vino ingerido, lo cual me hizo lanzar un saludo de admiración y respeto a la botella que, con su contenido casi agotado, reposaba sobre la mesa. “Qué vino tan bueno, que no emborracha y ni siquiera hace olvidar…” Me acerqué a la barra junto a la entrada, pedí la cuenta, me puse la gorra y me marché, caminando despacio bajo el frescor húmedo de la noche, hacia el puerto.
El día anterior había llegado a Bellaguarda, antiguo enclave defensivo en el siglo XIV a unos setenta kilómetros de Valencia, un pueblo pequeño, perdido y todavía prácticamente escondido entre naranjos, después de un largo viaje de más de ocho horas durante el que me había detenido, para calmar los nervios a base de tilas, prácticamente en cada área de descanso de la autovía.