1 La ventana

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17 de julio

 Aquí estoy otra vez, escribiendo para no matar a alguien. Menos mal que tengo una habitación para mí sola y puedo encerrarme cuando se me da la gana... aunque cuando estaba Mora la pasábamos bien. La extraño, pero estoy feliz porque ella es feliz. Si no fuera por Mora y por tío Alejandro. ¿como sería yo? Muchas veces lo pienso. ¿Terminaría estudiando para escribana, como Guadalupe? Antes muerta que escribana. Desde que empezaron las vacaciones de invierno, no dejo de pelear un solo día con mamá y Guadalupe; con papá también, pero no tanto. Hace un rato llegaron los compañeros de La facultad de Guada; se van a quedar estudiando toda la noche en casa, eso significa que hacen campamento en el comedor, se apropian de la cocina, vacían la heladera y dejan todo con olor a cigarrillo. Mamá ya le dijo a Guada que no los deje fumar adentro, pero mi hermana siempre los deja. 

 Papá y mamá se fueron a una fiesta de escribanos. No entiendo su manera de divertirse. Son escribanos, trabajan entre escribanos y van a fiestas de escribanos. Me imagino lo que deben ser esas fiestas, todos hablando de su trabajo y de sus hijos que estudian para escribanos, porque si hay algo que todos los escribanos tienen en común es eso: quieren que sus hijos sigan su misma carrera, y después sus nietos, y así por toda la eternidad. 

 Paloma escribió "eternidad", puso punto final al párrafo y ya no supo como seguir. Sintió que la palabra era algo excesiva, concluyente, mas bien parecía el final de un cuento y ella recién empezaba, era la primera pagina que escribía ese viernes 17 de julio. 

 Eran más de las doce de la noche, sus padres no estaban, y su hermana y sus compañeros de facultad habían -literalmente- tomado su casa y ella no había tenido otra opción que refugiarse en su cuarto y desahogarse escribiendo, como solía hacer últimamente. Pero ahora, ante el desconcierto que le produjo la palabra "eternidad", Paloma hizo un alto en la escritura, levantó la cabeza de la pantalla de su computadora y miró a través de la ventana. Entonces la vio. Vio a a la mujer sentada en un banco. 

 La ventana de su cuarto, en el segundo piso de una casa de tres, daba a la plaza Alsina, bien iluminada, pero desierta a esa hora y con ese frío de pleno mes de julio. Paloma no tenia idea de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había mirado por la ventana: ¿minutos?, ¿horas? Solo recordaba haber visto la plaza vacía, aburrida por un viento que agitaba las ramas peladas de los arboles y arremolinaba papeles y bolsitas de nailon en la vereda y los caminos interiores de la plaza, pero la mujer no estaba; si hubiera estado, se acordaría, se habría quedado mirándola, como ahora, sorprendida de que alguien, en semejante noche, se sentara en un banco de la plaza a leer un libro bajo la luz de un farol. 

 La mujer llevaba un sombrero. Estaba sentada muy derecha en el banco, con las piernas cruzadas y el libro sostenido en el aire, casi a la altura de la cara. El sombrero era una especie de casco, alto y redondo, de un azul intenso y brillante, seguramente porque la luz le daba de lleno; se veía antiguo, raro, como de otra época. Esa era la impresión que  causaba la mujer: parecía de otro tiempo, de otro siglo. Llevaba un tapado gris, largo y ancho, una bufanda blanca y botas negras de caña alta. Lo que hacía original a la mujer era el sombrero, encasquetado casi hasta los ojos, o los anteojos, porque en un momento Paloma creyó ver un brillo de cristales sobre el borde superior del libro. Se preguntó cuántos años tendría la mujer y pensó en sus abuelas; sí, seguramente sería una mujer mayor. 

 Después de quedarse varios minutos mirándola, Paloma bajó la vista y leyó lo que había escrito. La palabra "eternidad" volvió a sonarle a final, a cosa acabada. Entonces tomó conciencia de que ya eran más de las doce, o sea, sábado 18 de julio, por lo tanto, "eternidad" sí era un final, era la última palabra del día. Lo único que tenia que hacer era escribir la nueva fecha y arrancar desde ahí. Se tranquilizó y apoyó los dedos sobre el teclado, pero en vez de escribir, volvió a mirar por la ventana. La mujer seguía en el banco, pero había dejado de leer; Paloma notó que llevaba anteojos, tal como le había parecido antes. El libro descansaba en su falda y ella, levemente inclinada hacia adelante, miraba para el lado de la avenida Mitre, como si algo le llamara la atención. De repente se puso de pie, apretando el libro contra su pecho: un hombre avanzaba hacia ella. La mujer intentó correr en dirección contraria, pero el hombre la alcanzó, la tomó por ambos brazos y la sacudió varias veces, hasta que el libro se cayó al suelo. Entonces ella trató de levantarlo, pero él se adelantó y lo levantó primero. La mujer se lo quiso arrebatar, pero el hombre, que la sujetaba de un brazo, se lo impidió y arrojó el libro a uno de los cestos de basura de la vereda. En ese momento, un auto se detuvo frente a ellos y Paloma vio cómo el hombre empujaba a la mujer hacia su interior por la puerta de atrás para luego subir a él, mientras el auto se ponía en marcha nuevamente y desaparecía de su vista. Como si hubiera querido impedir que se llevaran a la mujer, Paloma se había puesto de pie, las manos apoyadas sobre el escritorio, el cuerpo hacia adelante, la cara casi contra el vidrio de la ventana. La plaza estaba desierta otra vez. Solo el viento parecía habitarla. El viento y el cesto de basura donde el hombre había arrojado el libro. De repente, la boca redonda y muda del cesto se había dotado de voz. Y esa voz la llamaba.

 Paloma salió de su habitación sin hacer el menor ruido. Se asomó a la escalera y prestó atención. Las voces y risas que oía llegaban desde la cocina. Fue bajando los escalones del primer tramo apoyada contra la pared, y al llegar al descanso espió hacia el comedor: no había nadie. La puerta de la cocina estaba entreabierta y alcanzó a ver a su hermana llevando la cafetera a la mesa. Siguió bajando pegada a la pared, fue hacia el hall de entrada, tomó su llave, que siempre dejaba sobre una repisa, bajó la escalera hasta la planta baja y despacio, muy despacio, abrió la puerta y salió a la calle. 

La Mujer Del Sombrero Azul.- Norma HuidobroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora