Tlacaelel - Antonio Velasco Pina

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Antonio Velasco Piña
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
notes

Antonio Velasco Piña
Tlacaelel
A la memoria de mi hermano
Miguel
A Gaby mi esposa
A Carlos Miguel mi hijo
"…oquipan
oquimatian
mochiuh in tlacatl
catea initoca
Tlacayelleltzin
Cihuacohuatl in
cemanahuac
tepehuan".
"…y esto
ocurrió en la
época del señor
Tlacaélel; el
Cihuacóatl, el
Conquistador del
Universo".
Crónica
Mexicáyotl,
de
Fernando
Alvarado
Tezozómoc.
Capítulo I
EL EMBLEMA SAGRADO DE
QUETZALCOATL
Tlacaélel recorrió lentamente
con la mirada el fascinante
espectáculo que se ofrecía ante su
vista:
En el amplio patio interior del
templo principal de Chololan, al pie
de la gigantesca y antiquísima
pirámide, estaba celebrándose la
ceremonia de iniciación de los
nuevos sacerdotes de Quetzalcóatl.
La luz de más de un centenar de
antorchas, en las que ardían
aromáticas esencias, iluminaba el
recinto con cambiantes tonalidades.
Una doble hilera de sacerdotes,
alineados en ambos costados del
patio, entonaban con rítmico acento
antiguos himnos sagrados. Centeotl,
el anciano sumo sacerdote, oficiaba
la ceremonia ostentando sobre su
pecho" el máximo símbolo de la
jerarquía religiosa: el Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl. En el
centro del patio, dentro de un enorme
círculo de pintura blanca, se
encontraba el pequeño grupo de
jóvenes -entre los cuales estaba el,
propio Tlacaélel- que recibirían en
aquella ocasión el alto honor de
entrar a formar parte del denominado
sacerdocio blanco, consagrado al
culto de Quetzalcóatl.
Para los jóvenes que en medio
del complicado ceremonial iban
siendo ungidos por el sumo
sacerdote, aquel acto constituía la
culminación de una meta largamente
soñada, y lograda a través de varios
años de incesantes esfuerzos.
De entre varios miles de
adolescentes que en todas las
comunidades náhuatl aspiraban a ser
admitidos en el templo de Chololan,
se escogía cada cinco años a
cincuenta y dos candidatos. El
criterio selectivo resultaba riguroso
en extremo; no sólo era necesario
poseer una conducta ejemplar desde
la infancia y contar con amplias
recomendaciones de los principales
sacerdotes de la comunidad donde
habitaban, sino que además, debían
salir airosos de las difíciles pruebas
que los sacerdotes de Quetzalcóatl
imponían para valorar la capacidad
de los aspirantes.
La extrema dureza de los
sistemas de enseñanza utilizados en
el templo de Chololan, motivaba una
considerable deserción a lo largo de
los cinco años del noviciado, por lo
que rara vez lograban ingresar como
nuevos miembros de la Hermandad
Blanca más de media docena de
jóvenes.
Una vez investidos con la
prestigiada dignidad de sacerdotes
de Quetzalcóatl, los así ungidos
regresaban a sus lugares de origen,
donde muy pronto ocupaban puestos
relevantes, ya fuera como jefes
militares y dirigentes eclesiásticos, o
incluso como reyes de los múltiples
y pequeños señoríos en que había
quedado fragmentado el mundo
náhuatl tras la desaparición, ocurrida
varios siglos atrás, del poderoso
Imperio Tolteca.
Diversas circunstancias
singularizaban al grupo de novicios
que en aquella ocasión estaban
siendo ordenados como sacerdotes
de Quetzalcóatl. Una de ellas era la
de que por vez primera figuraban en
dicho grupo dos jóvenes aztecas:
Tlacaélel y Moctezuma, hijos de
Huitzilíhuitl -que fuera segundo rey
de los tenochcas- y hermanos de
Chimalpopoca, quien gobernaba bajo
difíciles condiciones al pueblo
azteca, pues éste se hallaba sujeto a
un vasallaje cada vez más oprobioso
por parte del Reino de Azcapotzalco.
Otro de los motivos que
singularizaba a la nueva generación
de sacerdotes, era el hecho de que
formaba parte de ella
Nezahualcóyotl, el desdichado
príncipe de Texcoco, quien a raíz del
asesinato de su padre y de la
conquista de su reino por los
tecpanecas, se había visto obligado a
vivir siempre en constante fuga,
acosado en todas partes por asesinos
a sueldo, deseosos de cobrar la
cuantiosa recompensa ofrecida a
cambio de su vida.
La admisión en el templo de
Chololan, tanto de los jóvenes
aztecas como del príncipe
Nezahualcóyotl, había producido
desde el primer momento un
profundo disgusto en Maxtla, el
despótico rey de Azcapotzalco, sin
embargo, el monarca tecpaneca se
había cuidado muy bien de no hacer
nada que pusiera de manifiesto sus
sentimientos. Centeotl, el sumo
sacerdote poseedor del Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl, era ya un
anciano de más de noventa años cuya
muerte no podía estar lejana; el
sacerdote que le seguía en jerarquía
dentro de la Hermandad Blanca era
Mazatzin, un tecpaneca incondicional
de Maxtla. Si, como era lo más
probable, al percatarse Centeotl de
que su fin estaba próximo, entregaba
a Mazatzin el Emblema Sagrado,
Maxtla vería aumentar el prestigio de
su Reino hasta un grado jamás
imaginado, lo que le facilitaría
enormemente la conquista de nuevos
pueblos y territorios. Así pues, a
pesar del odio que profesaba a
Nezahualcóyotl y de la posibilidad
de que el honor de contar con
miembros dentro de la Hermandad
Blanca pudiese envanecer a los
aztecas y despertar en ellos
peligrosos sentimientos de rebeldía,
el monarca tecpaneca se guardó muy
bien de cometer cualquier acto que
pudiese disminuir las probabilidades
de que Mazatzin se convirtiese en
depositario del Emblema Sagrado.
La ceremonia de admisión de
los nuevos sacerdotes había
concluido. Tras formular las últimas
palabras rituales, Centeotl se dirigió
hacia el enorme incensario que ardía
al pie del altar central, en donde
figuraba una impresionante
representación de Quetzalcóatl en
piedra basáltica; todos los
concurrentes supusieron que Centeotl
iba a extinguir las llamas del brasero
para dar así por concluida la
ceremonia, pero en lugar de ello, al
llegar frente al incensario el
sacerdote arrojó en él una nueva
porción de resinas, produciéndose
con esto una fuerte llamarada que
iluminó vivamente el recinto.
Enmarcado en el resplandor de las
llamas, Centeotl se dio media vuelta
quedando de frente ante todos los
participantes, después, con un
movimiento repentino y en medio del
asombro general, se quitó del cuello
la fina cadena de oro de la cual
pendía el Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl.
El hecho de despojarse en una
ceremonia del símbolo de su poder,
sólo podía significar una cosa:
Centeotl juzgaba llegado el momento
de transmitir a un sucesor la pesada
responsabilidad de ser el depositario
humano de todos los secretos y
conocimientos acumulados al través
de milenios por la larga serie de
civilizaciones que habían existido
desde los orígenes de la humanidad.
Una paralizante expectación
dominaba a todos los que
contemplaban el trascendental suceso
y todos se formulaban una misma
pregunta: ¿Quien sería el nuevo
poseedor del máximo símbolo
sagrado?
Los orígenes del Emblema
Sagrado de Quetzalcóatl se perdían
en el pasado más remoto. Según los
informes proporcionados por las
antiguas tradiciones, existió mucho
tiempo atrás un Primer Imperio
Tolteca, cuya capital, la maravillosa
e imponente ciudad de Tollan,
1 había constituido a lo largo de
incontables siglos el máximo centro
cultural del género humano. Durante
todo este período, los gobernantes
toltecas habían ostentado sobre su
pecho, como símbolo de la
legitimidad de su poder, un pequeño
caracol marino que le fuera
entregado al primer Emperador por
el propio Quetzalcóatl, venerada
Deidad tutelar del Imperio.
Al sobrevenir primero la
decadencia y posteriormente la
aniquilación y desaparición del
Imperio, la unidad política que
agrupaba a la gran diversidad de
pueblos que lo habitaban también
había quedado destruida,
dividiéndose éstos en pequeños
señoríos que vivían en medio de
luchas incesantes, sin que
prosperasen ni el saber ni las artes.
Escondida en alguna región
montañosa, una mística orden
sacerdotal -la Hermandad Blanca de
Quetzalcóatl- había logrado
preservar durante todos esos largos
años de oscurantismo, tanto el
Emblema Sagrado, como una buena
parte de los antiguos conocimientos.
Más tarde y teniendo como
capital a la bella ciudad de Tula, se
había constituido un Segundo Imperio
Tolteca, el que aunque no poseía el
grandioso esplendor que
caracterizara al primero, logró
importantes realizaciones, como el
unificar bajo un solo mando a un
vasto conjunto de poblaciones
heterogéneas y el promover en ellas
un renacimiento cultural basado en
una elevada espiritualidad.
Complacidos por lo que
ocurría, los guardianes del Emblema
Sagrado habían hecho entrega de su
preciado depósito a Mixcoamazatzin,
forjador del Segundo Imperio y, a
partir de entonces, los Emperadores
Toltecas ostentaron nuevamente,
como símbolo máximo de su
autoridad, el pequeño caracol
marino.
Toda obra humana es
perecedera, y finalmente, el Segundo
Imperio corrió la misma suerte que el
primero. Minado por luchas
intestinas y por incesantes oleadas de
pueblos bárbaros provenientes del
norte, el Imperio comenzó a
desintegrarse y el Emperador Ce
Acatl Topiltzin Quetzalcóatl se vio
obligado a huir al sur acompañado
de algunos miles de sus más fieles
vasallos. Al pasar por la ciudad de
Chololan -centro ceremonial de
máxima importancia desde antes de
la época del Primer Imperio Toltecalos
fugitivos fueron amistosamente
recibidos y pudieron así interrumpir
por algún tiempo su penosa retirada.
Una tarde, agobiado por la
tristeza y el abatimiento que le
producían los males que afligían al
Imperio, Ce Acatl Topiltzin
Quetzalcóatl se despojó del
Emblema Sagrado y lo arrojó con
furia contra el piso, partiéndolo en
dos pedazos. A pesar de que los
prestigiados orfebres de Chololan
lograron reparar el daño, injertando
en ambas partes pequeños rebordes
de oro que encajaban a la perfección
y unían las dos piezas en una sola, el
Emperador se empeñó en ver en
aquella rotura un símbolo de la
división que reinaba entre los
pueblos y prefirió encomendar a la
custodia de los sacerdotes del templo
mayor de Chololan una de las dos
mitades del caracol. Al llegar a
territorio maya, Ce Acatl Topiltzin
Quetzalcóatl hizo entrega de la
segunda mitad del emblema al
máximo representante del sacerdocio
maya, encomendándole que lo
conservara hasta que surgiese un
hombre capaz de fundar un nuevo
Imperio y de unir en él a los distintos
pueblos que habitaban la tierra.
A partir de entonces, las dos
mitades del caracol sagrado habían
constituido el más prestigiado
emblema de los sumos sacerdotes del
área náhuatl y de la región maya, los
cuales aguardaban ansiosos las
señales que indicasen la llegada del
hombre que lograría dar fin a la
anarquía y a la decadencia en que se
debatían todas las comunidades.
Portando en sus manos la
cadena de oro de la cual pendía el
Emblema Sagrado, Centeotl
descendió lentamente por la
escalinata que conducía al altar
mayor y se encaminó directamente a
la fila de sacerdotes situados en el
costado derecho del patio.
Una extraña fuerza, parecía
haber transformado súbitamente al
anciano sumo sacerdote: su viejo y
cansado rostro reflejaba una energía
poderosa y desconocida, sus ojos
eran dos hogueras de intensidad
abrasadora y su andar, comúnmente
torpe y dificultoso, parecía ahora el
elástico desplazamiento de un felino.
Al llegar frente a Mazatzin,
Centeotl se detuvo. Todos los que
contemplaban la escena dejaron
momentáneamente de respirar.
Tlacaélel pensó que estaban a punto
de realizarse sus temores y los de
todo el pueblo azteca: un incremento
aún mayor en la pesada carga que
tenían que soportar como vasallos de
los tecpanecas, lo que ocurriría
fatalmente en cuanto Maxtla contase
con el apoyo del nuevo Portador del
Emblema Sagrado.
Las miradas de los dos
sacerdotes se enfrentaron. Durante un
primer momento Mazatzin se
mantuvo aparentemente impasible,
contemplando sin pestañear aquella
manifestación desbordante de las
más furiosas fuerzas de la naturaleza
que parecía emanar de las pupilas de
Centeotl, pero después,
repentinamente, todo su ser comenzó
a verse sacudido por un temblor
incontrolable, mientras se reflejaban
en su rostro, como en el más claro
espejo, sentimientos que de seguro
había logrado mantener siempre
ocultos en lo más profundo del alma:
una anhelante expresión de
ambiciosa codicia contraía sus
facciones, los labios se movían en
una súplica desesperada que no
alcanzaba a ser articulada en
palabras y las manos se extendieron
en un intento de apoderarse del
emblema, pero sus dedos sólo
llegaron a tocar la cadena, pues en
ese instante las fuerzas le
abandonaron y cayó al suelo, en
donde permaneció sollozando como
un niño.
Imperturbable ante el evidente
fracaso del sacerdote que le seguía
en rango, Centeotl dio dos pasos y
quedó frente a Cuauhtexpetlatzin, el
tercer sacerdote dentro de la
jerarquía de la Hermandad Blanca.
Cuauhtexpetlatzin era el más
querido de los sacerdotes de
Chololan. Su espíritu bondadoso y
comprensivo era bien conocido no
sólo por sus compañeros y por los
novicios, en cuya formación ponía
siempre un particular empeño, sino
por todos los habitantes de la
comarca, que acudían ante él en gran
número, en busca de consejo y de
ayuda. Un brusco estremecimiento
sacudió a Cuauhtexpetlatzin al ver
frente a sí a Centeotl sosteniendo a
cercana distancia de su cuello el
caracol sagrado; cayendo de rodillas,
suplicó angustiado que no se le
hiciese depositario de semejante
honor, pues se consideraba indigno
de ello.
Dando media vuelta, Centeotl se
alejó de la fila de sacerdotes y se
dirigió en línea recta hacia el círculo
blanco donde se encontraba el grupo
de jóvenes a los que había ungido
momentos antes.
Un murmullo de asombro brotó
de los labios de la mayor parte de
los presentes. Aquello no podía
significar otra cosa, sino que el sumo
sacerdote juzgaba que entre los
sacerdotes recién ordenados había
uno merecedor de convertirse en su
heredero.
En medio de una expectación
que crecía a cada instante, Centeotl
traspuso el círculo de pintura blanca
y se detuvo frente a Nezahualcóyotl.
La mirada del sumo sacerdote seguía
siendo una hoguera de poder
irresistible; sus manos, fuertemente
apretadas a la cadena de la que
pendía el venerado emblema,
parecían las garras de una fiera
sujetando a su presa. Tlacaélel pensó
que si él se encontrara en el lugar de
Centeotl, no vacilaría un instante en
escoger a Nezahualcóyotl como la
persona más adecuada para
sucederle en el cargo. La inteligencia
superior del príncipe texcocano, así
como su profunda sabiduría y
elevada espiritualidad, hacían de él
un ser verdaderamente excepcional,
merecedor incluso de convertirse en
el depositario del legendario
emblema.
Las manos de Centeotl se
movían ya en un ademán tendiente a
colocar sobre el cuello del príncipe
la cadena de oro, cuando éste, tras
reflejar en su rostro un súbito
desconcierto, dio un paso atrás
indicando así su rechazo ante la
elevada dignidad que estaba por
conferírsele. Tal parecía que en el
último instante, y como resultado de
un temor incontrolable surgido en lo
más profundo de su ser,
Nezahualcóyotl había llegado a la
conclusión de que la tarea a la cual
tenía consagrada la existencia -
liberar a su pueblo y reconquistar el
trono perdido- era ya en sí misma
una misión suficientemente difícil y
llena de peligros, y que el añadir a
esta carga aún mayores
responsabilidades, constituía una
labor superior a sus fuerzas.
Manteniendo una actitud de
impersonal indiferencia, como si
actuase en representación de fuerzas
que le trascendieran como individuo
y de las cuales fuese tan sólo un
instrumento, Centeotl desvió la
mirada del príncipe de Texcoco y
avanzando dos pasos quedó frente a
Moctezuma.
Una sonrisa de regocijo estuvo
a punto de aflorar en el rostro de
Tlacaélel. Nada podía producirle
mayor alegría que la probabilidad de
que su hermano quedase investido
con la alta jerarquía de Sumo
Sacerdote de la Hermandad Blanca,
sin embargo, no alcanzaba a
vislumbrar la posibilidad de que el
carácter de Moctezuma pudiese
compaginarse con las funciones
propias de semejante cargo.
Moctezuma era la encarnación misma
del espíritu guerrero. Un apasionado
amor al combate y relevantes
cualidades de estratego nato,
constituían los principales rasgos de
su personalidad.
Moctezuma contempló con
asombro la imponente figura de
refulgente mirada que tenía ante sí y
en cuyas manos se balanceaba la
cadena de la que pendía el Emblema
Sagrado. Haciendo un esfuerzo
sobrehumano trató de permanecer
sereno, pero un sentimiento hasta
entonces desconocido por su espíritu
rompió en un instante toda resistencia
consciente y se adueñó por completo
de su voluntad. Siguiendo el ejemplo
de Nezahualcóyotl, Moctezuma dio
un paso atrás. El más valiente de los
guerreros aztecas, acababa de
conocer el miedo.
En las facciones generalmente
inescrutables de Centeotl, pareció
dibujarse una mueca de
complacencia, como si en contra de
lo que pudiese suponerse, el viejo
sacerdote se encontrase preparado de
antemano para presenciar todo lo que
ocurría en aquellos momentos
trascendentales.
Centeotl dio un paso hacia la
derecha y quedó frente a Tlacaélel,
sus miradas se cruzaron y los dos
rostros permanecieron en muda
contemplación durante un largo rato,
después el sumo sacerdote, muy
lentamente, fue extendiendo las
manos, hasta dejar colocado en el
cuello del joven azteca la fina cadena
de oro con su preciado pendiente.
Con la misma tranquila
naturalidad con que podía llevarse el
más sencillo adorno, Tlacaélel
portaba ahora sobre su pecho el
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
Capítulo II
CONMOCIÓN EN EL VALLE
El cambio de depositario del
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl
dio origen a toda una serie de
acontecimientos importantes que
afectaron radicalmente a las diversas
comunidades que habitaban en el
Valle del Anáhuac.
Al día siguiente de aquél en que
tuviera lugar la transmisión del
venerado símbolo, fue hallado,
colgado de una cuerda atada al techo
de su propia habitación, el cadáver
de Mazatzin. La frustración derivada
de no lograr alcanzar el objetivo al
cual consagrara toda su existencia,
había resultado intolerable para el
ambicioso sacerdote tecpaneca.
Antes de ahorcarse -en un último
gesto de lealtad hacia su monarca-
Mazatzin había enviado un mensaje a
Maxtla, informándole con detalle de
los recientes sucesos ocurridos en el
santuario de la Hermandad Blanca.
El enviado de Mazatzin no era
el único mensajero que, portando
idénticas noticias, se alejaba de la
ciudad de Chololan.
Guiado por esa intuición que
caracteriza a los auténticos guerreros
-y que les permite presentir la
existencia de algún posible peligro
antes de que éste comience a
manifestarse- Moctezuma se había
percatado de que el alto honor
conferido a su hermano entrañaba
también una grave amenaza para el
pueblo azteca, pues el disgusto que
este suceso produciría a los
tecpanecas podía muy bien
impulsarles a tomar represalias en
contra de los tenochcas.
Así que, aprovechando los lazos
de amistad que le unían con varios de
los jefes militares de Chololan, el
guerrero azteca se apresuró a enviar
un mensajero a Tenochtítlan, que
informara a Chimalpopoca del
inesperado acontecimiento que había
convertido a Tlacaélel en el
Heredero de Quetzalcóatl y lo
previniera sobre la posibilidad de
alguna reacción violenta por parte de
los tecpanecas.
Cubierto de polvo y
desfallecido a causa de la agotadora
caminata, el mensajero de Mazatzin
atravesó la ciudad de Azcapotzalco y
penetró en el ostentoso y recién
construido palacio de Maxtla. En
cuanto tuvo conocimiento de su
presencia, el monarca acudió
personalmente a escucharle.
Al conocer lo sucedido en la
ceremonia de transmisión del
Emblema Sagrado, la furia de Maxtla
se desbordó en forma incontenible:
ordenó dar muerte al portador de tan
malas nuevas, azotó a sus numerosas
esposas y mandó destruir todas las
bellas obras de fina cerámica de
Chololan que adornaban el palacio.
Una vez ligeramente desahogada
su ira, Maxtla convocó a una reunión
de sus principales consejeros, para
determinar el castigo que habría de
imponerse a los aztecas, pues
deseaba aprovechar la ocasión para
dejar sentado un claro precedente de
lo que podía esperar a cualquiera
que, voluntaria o involuntariamente,
actuase en contra de los intereses
tecpanecas.
Al inicio de la reunión, Maxtla
se mostró inclinado a adoptar el
castigo más drástico: la destrucción
total del pueblo azteca. Los
consejeros del monarca, haciendo
gala de una gran prudencia que les
permitía no aparecer en ningún
momento como abiertamente
contrarios a la voluntad de su
colérico gobernante, le hicieron ver
que esa decisión resultaría
contraproducente para los propios
intereses tecpanecas: los aztecas
pagaban importantes y crecientes
tributos y, por otra parte, su empleo
como soldados mercenarios estaba
rindiendo magníficos frutos, pues los
tenochcas habían demostrado poseer
admirables cualidades como
combatientes.
Después de una larga
deliberación, uno de los consejeros
encontró la que parecía más
adecuada solución al problema, pues
permitiría a un mismo tiempo darle
el debido escarmiento a los
tenochcas y conservar intacta su
capacidad productiva, que tan buenas
ganancias venía reportando para
Azcapotzalco. Se trataba de dar
muerte al monarca azteca ante la
vista de todo su pueblo.
El mensajero enviado por
Moctezuma, remando vigorosamente,
cruzó el enorme lago en cuyo interior
-mediante increíble y sobrehumana
proeza- los aztecas edificaran su
capital. Saltando a tierra, el
mensajero recorrió a toda prisa la
ciudad, deteniéndose ante la modesta
construcción que constituía la sede
del gobierno azteca.
La noticia de que su hermano
Tlacaélel era ahora el depositario
del Emblema Sagrado constituyó
para Chimalpopoca una agradable y
desconcertante sorpresa. Después de
ordenar que colmaran al mensajero
de valiosos presentes, mandó llamar
a las principales personalidades de
su gobierno para comunicarles la
inesperada noticia. Los tenochcas
convocados por el Soberano
manifestaron al unísono su asombro y
alegría.
Tozcuecuetzin, supremo
sacerdote del pueblo azteca, sufrió
de una emoción tan grande que
perdió momentáneamente el
conocimiento; al recuperarlo, alzó
los brazos al cielo y, con el rostro
bañado en lágrimas, bendijo a los
dioses con grandes voces,
agradeciéndoles que le hubiesen
permitido vivir hasta aquel venturoso
instante, cuya dicha borraba todos
los sufrimientos de su larga
existencia.
La reunión de los gobernantes
tenochcas concluyó con la decisión
unánime de participar
inmediatamente a todo el pueblo el
feliz acontecimiento, así como de
organizar una gran fiesta para
celebrarlo.
Abstraído en los preparativos
del festejo y embargado por la
intensa emoción que lo dominaba,
Chimalpopoca no tomó en cuenta las
advertencias de Moctezuma respecto
a una posible represalia tecpaneca,
atribuyéndolas a un exceso de
suspicacia, muy propia del carácter
receloso de su hermano.
La mayor parte de los
integrantes del pueblo azteca poseían
únicamente una noción vaga -y un
tanto deformada- respecto a lo que en
verdad significaba la posesión del
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl;
sin embargo, en cuanto se tuvo
conocimiento de que un miembro de
la comunidad tenochca había
alcanzado tan alta distinción, se
produjo un estallido de regocijo
popular como jamás se había visto en
toda la historia del pequeño Reino.
Hileras de canoas adornadas
con flores llegaban sin cesar a
Tenochtítlan, provenientes de los
múltiples sembradíos en tierra firme
que poseían los pobladores de origen
azteca en las riberas del lago. Las
construcciones de la capital, incluso
las más modestas, fueron bellamente
engalanadas con tejidos de flores de
los más variados diseños y sus
habitantes rivalizaban en poner de
manifiesto su alegría. Todo era
bullicio, música y canciones.
Se celebraron el mismo día dos
solemnes actos religiosos. Uno en el
Teocalli Mayor, situado en el centro
de la ciudad, y otro en el templo que
le seguía en importancia, ubicado
frente al mercado del barrio de
Tlatelolco. Al concluir la primera de
las ceremonias, Tozcuecuetzin habló
largamente ante la nutrida
concurrencia, en un esfuerzo por
tratar de explicar, con lenguaje
sencillo y popular, la gran
trascendencia de lo ocurrido en
Chololan y el inconmensurable
privilegio que de ello se derivaba
para el pueblo tenochca.
En medio de la desbordante
alegría que se había posesionado de
Tenochtítlan, una joven azteca era al
mismo tiempo el ser más feliz y el
más desdichado de todos los
mortales: Citlalmina, la prometida de
Tlacaélel.
Citlalmina era uno de esos raros
ejemplares en los que la naturaleza
parece volcar al mismo tiempo todas
las cualidades que puede poseer un
ser humano, haciéndolo excepcional.
La resplandeciente belleza de la
prometida de Tlacaélel era conocida
no sólo entre los aztecas, sino
incluso entre los nobles tecpanecas,
varios de los cuales habían hecho
tentadoras ofertas de matrimonio -
siempre rechazadas- a los padres de
la joven.
Las facciones armoniosas de
Citlalmina poseían una exquisita
delicadeza y un encanto misterioso e
indescriptible. Sus grandes ojos
negros relampagueaban de continuo
en miradas cargadas de entusiasta
energía y toda su figura tenía una
gracia encantadora e incomparable,
que se manifestaba en cada uno de
sus actos.
Pese a que los atributos físicos
de Citlalmina eran tan relevantes,
constituían algo secundario al ser
comparados con los rasgos
distintivos de su carismática
personalidad. Una voluntad firme y
poderosa, unida a una inteligencia
superior y a una gran nobleza de
espíritu, habían hecho de ella la
representante más destacada del
movimiento de inconformidad que,
en contra del vasallaje que padecía
el Reino Tenochca, comenzaba a
surgir entre la juventud azteca.
Ni Tlacaélel ni Citlalmina
recordaban el momento en que sus
vidas se habían cruzado. Las casas
de los padres de ambos eran vecinas,
y siendo aún niños, surgió entre ellos
una mutua atracción y una. sólida
camaradería infantil. Al llegar la
pubertad, estos sentimientos fueron
trocándose en un amor que crecía día
con día; muy pronto los dos se
convirtieron en una especie de pareja
modelo de la juventud tenochca. La
profunda y permanente comunión
espiritual en que vivían, producía en
todos la enigmática sensación de que
trataban con un solo ser, que por
algún incomprensible motivo había
nacido dividido en dos cuerpos.
Cuando Tlacaélel marchó a
Chololan como aspirante a sacerdote
de la Hermandad Blanca, Citlalmina
no vio en ello sino una simple
separación transitoria, pues el hecho
de formar parte de esta orden
sacerdotal representaba una honrosa
distinción, que comúnmente no
requería de la renuncia de sus
miembros a la vida matrimonial; sin
embargo, el caso del Portador del
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl
era muy distinto, ya que constituía un
cargo que por su altísima
responsabilidad exigía de quien lo
ejercía una entrega total y absoluta.
Sublimando la dolorosa
frustración de ver deshechos sus
proyectos matrimoniales, Citlalmina
enfrentó los acontecimientos con un
regocijo generoso y sincero. El
inesperado honor conferido a
Tlacaélel le enorgullecía como algo
propio; y ante la trascendencia que
este suceso tenía para todo el pueblo
azteca, sus sentimientos personales
quedaron voluntariamente relegados
a un segundo término.
El festejo popular se encontraba
en su apogeo, cuando arribaron a
Tenochtítlan varias canoas
transportando a un centenar de
guerreros provenientes de
Azcapotzalco. Su llegada no
ocasionó alarma alguna en la capital
azteca, ni siquiera sorpresa; sus
moradores estaban acostumbrados a
la continua presencia de soldados del
poderoso ejército tecpaneca.
Ingenuamente, una buena parte del
pueblo pensó que los recién llegados
constituían una delegación enviada
por Maxtla, que portaba una
felicitación al gobierno tenochca con
motivo del venturoso acontecimiento
que todos celebraban.
Cruzando los canales de la
ciudad y marchando a través de sus
congestionadas calles, los tecpanecas
llegaron ante el edificio donde se
encontraba Chimalpopoca, que en
unión de los principales personajes
del Reino, estaba por concluir un
banquete. Mientras el resto de los
guerreros permanecían aguardando
en la calle, el capitán que los
conducía, con algunos de sus mejores
arqueros, penetró al interior del
edificio y anunció sus deseos de
transmitir al rey tenochca un mensaje
del mandatario de Azcapotzalco.
Al enterarse de la presencia de
los enviados de Maxtla,
Chimalpopoca ordenó que fuesen
conducidos a un salón cercano, en el
cual se celebraban las audiencias
públicas. Al terminar de comer, el
monarca azteca, acompañado
únicamente de un ayudante, se dirigió
al encuentro de los tecpanecas.
Mientras se aproximaba al salón de
audiencias, Chimalpopoca recordó
las advertencias de Moctezuma y un
funesto presentimiento cruzó por su
espíritu, pero lo desechó al instante,
pensando que era imposible que un
pequeño puñado de soldados,
rodeados como se encontraban de
todo el pueblo azteca, se atreviera a
perpetrar una agresión en su contra.
En cuanto el capitán tecpaneca
vio aproximarse a Chimalpopoca
ordenó a sus guerreros disponer los
arcos para el ataque. La actitud que
asumían ante su presencia los
soldados de Azcapotzalco hizo
comprender a Chimalpopoca la
suerte que le esperaba.
Reflexionando con la celeridad que
alcanza la mente en los momentos de
peligro, el monarca sopesó las
probabilidades que tendría de
sobrevivir si dando media vuelta
emprendía una veloz huida; pero
desechó enseguida tal pensamiento
ante la sola idea de recibir las
flechas por la espalda y morir de
forma tan ignominiosa.
Asumiendo una actitud a la vez
digna y despectiva, Chimalpopoca
aguardó erguido frente a sus
verdugos el fin de su destino. El
capitán tecpaneca dio una nueva
orden y las flechas salieron
disparadas de los arcos de los
soldados. El ayudante de
Chimalpopoca profirió un alarido y
trató de cubrir con su cuerpo el del
rey azteca, lo que logró sólo
parcialmente, pues recibió la mayor
parte de los proyectiles
desplomándose en medio de terribles
gemidos, mientras que Chimalpopoca
permanecía en pie, al parecer
insensible a las heridas de los dardos
que atravesaban sus brazos. Una
segunda andanada de flechas dio de
lleno en el cuerpo del monarca,
haciéndole caer por tierra, siempre
en silencio.
Los gritos del ayudante de
Chimalpopoca atrajeron la
curiosidad de varios sirvientes, que
al entrar en la habitación y
contemplar horrorizados lo ocurrido,
salieron corriendo en todas
direcciones, dando grandes voces de
alarma.
Actuando con una sorprendente
serenidad y sangre fría, los
tecpanecas salieron del edificio con
toda calma, cruzándose a su paso con
innumerables personas que acudían
presurosas y desconcertadas a tratar
de averiguar lo que pasaba. Ya en el
exterior, el capitán y los arqueros se
unieron a sus compañeros y huyeron
hacia el lugar donde dejaran sus
canoas.
En el edificio que albergaba al
gobierno tenochca se creó una
pavorosa confusión; los esfuerzos de
aquéllos que trataban de restablecer
el orden e iniciar la persecución de
los tecpanecas resultaban inútiles,
pues se veían entorpecidos por los
centenares de personas que sin cesar
acudían al edificio y, que no
pudiendo dar crédito a lo que
escuchaban, deseaban corroborar por
sus propios ojos la muerte de
Chimalpopoca. Una vez cumplido su
propósito, trataban de lanzarse a la
calle en persecución de los asesinos,
pero se veían a su vez obstaculizados
por los nuevos recién llegados, cuyo
número siempre creciente nulificaba
tocios los intentos de una acción
coordinada.
Los soldados tecpanecas se
encontraban ya sobre sus lanchas,
cuando comenzaron a escucharse
gritos airados en su contra y algunas
flechas cruzaron los aires para luego
caer en el agua sin lograr
alcanzarlos.
Siempre en medio del más
completo desorden, varios grupos de
enfurecidos aztecas, muchos de ellos
aún sin armas, abordaron canoas y se
lanzaron en persecución de los
tecpanecas. Aquéllos que lograron
darles alcance fueron recibidos por
certeras andanadas de flechas, que
les ocasionaron varias bajas. Poco
después, al caer la noche, fue
imposible cualquier acción efectiva
de persecución.
Maxda podía sentirse orgulloso
de la eficacia de sus guerreros, un
centenar de los cuales había dado
muerte al rey azteca en medio de su
pueblo, sin que ninguno de ellos
hubiese sufrido el más leve rasguño.
Capítulo III
LA REBELIÓN JUVENIL
Acompañado de dos jóvenes
tenochcas Moctezuma recorría, con
presuroso andar, el último trecho del
camino central que comunicaba a la
ciudad de Chololan con las riberas
del lago que albergaba la capital
azteca.
Los cansados caminantes se
encontraban ya próximos al inmenso
espejo de agua, cuando se cruzaron
con un grupo de campesinos que
vivían en un pequeño poblado
situado en las proximidades del lago,
quienes los enteraron de los trágicos
sucesos ocurridos en Tenochtítlan el
día anterior. Sus informantes habían
estado presentes en la ciudad durante
los festejos organizados para
celebrar la designación de Tlacaélel
como Portador del Emblema
Sagrado, y por lo tanto, habían sido
testigos del violento acontecimiento
que dio fin a la alegre celebración.
Al escuchar el relato de los
hechos, Moctezuma comprendió al
instante la trascendencia del daño
inferido a todo el pueblo azteca con
el asesinato de Chimalpopoca, pues
no sólo se le privaba
inesperadamente de su legítimo
gobernante, sino lo que era mucho
más grave, se le hacía objeto de una
intolerable humillación que ponía de
manifiesto su incapacidad para
defenderse del ataque sorpresivo de
un insignificante número de
agresores. Nada bueno podía
esperarse de semejante debilidad,
que de seguro impulsaría a Maxtla a
exigir de los aztecas condiciones de
vasallaje aún más severas que las
que habían venido soportando.
Caminando en medio de un
opresivo silencio, los jóvenes
recorrieron la escasa distancia que
les separaba del embarcadero más
próximo; al llegar a éste, Moctezuma
rompió su silencio para afirmar en
tono lacónico:
No retornaré a Tenochtítlan; si
el rey fue muerto por nuestros
enemigos, ello significa que de
seguro antes perecieron
defendiéndolo todos los hombres de
la ciudad y al no haber ya quien la
resguarde, preciso es que alguien
vele por ella.
Después de pronunciar estas
palabras, colocó una flecha en su
arco y adoptó la posición del arquero
que espera la próxima aparición del
enemigo.
Sus acompañantes se miraron,
sorprendidos ante la inesperada
conducta del guerrero; después,
temerosos de contradecirle y
provocar su cólera, optaron por
abordar una canoa. Muy pronto se
alejaron remando con todas sus
fuerzas, deseosos de llegar a la
ciudad antes del anochecer.
En la orilla del lago sólo quedó
Moctezuma, esperando la llegada de
un adversario al cual hacer frente.
Las palabras pronunciadas por
Moctezuma -en las cuales se contenía
una clara acusación a todos los
hombres de Tenochtítlan por no
haber sabido defender a su monarcase
propalaron por toda la ciudad en
cuanto llegaron a ésta los
acompañantes del guerrero.
Los habitantes de la capital
azteca se encontraban aún inmersos
en el dolor y la confusión a causa de
los infaustos acontecimientos del día
anterior, y las lacerantes frases de
Moctezuma, repetidas de boca en
boca por los cuatro rumbos de la
ciudad, produjeron en todos un
profundo sentimiento de culpa, que
les hizo enrojecer de vergüenza.
Pero aquellas palabras no
originaron únicamente pasivos
sentimientos de culpa y frustración;
en la ciudad hubo una persona que
supo recoger el reto contenido en las
afirmaciones de Moctezuma a todos
los hombres de Tenochtítlan;
paradójicamente, no fue un hombre
sino una mujer.
Desde tiempo atrás, la casa
donde habitaba Citlalmina constituía
el eje central de las más variadas
actividades, lo mismo se celebraban
en ella reuniones conspirativas para
urdir planes contra la tiranía
tecpaneca, que funcionaban
permanentemente una escuela para
mujeres de condición humilde y un
taller donde se confeccionaban los
mejores escudos y armaduras de
algodón compacto de la ciudad.
Aquella noche Citlalmina
impartía su clase acostumbrada a un
numeroso grupo de modestas
jovencitas, cuando una muchacha que
vivía en las orillas de la ciudad llegó
comentando lo que había escuchado
sobre las afirmaciones hechas por
Moctezuma. Al conocer las palabras
mordaces del hermano del hombre a
quien amaba, se operó en ella una
súbita transformación: con el bello
rostro contraído por la ira y poseída
por la más viva emoción, se
encaramó sobre un montón de
escudos de guerra recién terminados
y desde aquel improvisado estrado,
dirigió a sus alumnas una breve y
encendida arenga:
Tiene razón, está en lo justo
Moctezuma cuando afirma que ya
no hay hombres en Tenochtítlan. Si
los hubiera, si de verdad existiesen,
hace tiempo que Maxtla y su corte
de sanguijuelas habrían dejado de
enriquecerse a costa del trabajo de
los aztecas. Pero se equivoca el
valiente guerrero al creer que la
sagrada ciudad de Huitzilopóchtli
no tiene ya quien la proteja, quien
cuide de ella. Las mujeres sabremos
defender a nuestros dioses, a
nuestras casas y a nuestros cultivos,
lomemos las armas de las manos de
aquéllos que no han sabido
utilizarlas y vayamos con
Moctezuma, a organizar de
inmediato la defensa de la ciudad.
Citlalmina poseía un
magnetismo irresistible que le
permitía impulsar a los demás a
llevar a cabo acciones que hubieran
sido consideradas comúnmente como
descabelladas. La pretensión de que
fuesen las mujeres quienes se
erigieran en defensoras de la ciudad,
adoptando con ello una postura de
franca rebeldía ante el poderío
tecpaneca, resultaba a todas luces la
más disparatada de las
proposiciones, sin embargo, en
cuanto la joven terminó de hablar,
todas sus discípulas se
comprometieron a secundarla en sus
propósitos. Después de darse cita en
la explanada frente al Templo
Mayor, las jóvenes se dispersaron
con objeto de abastecerse en sus
casas del armamento necesario y de
invitar a sus familiares y amigas a
colaborar en aquel naciente
movimiento de juvenil insurgencia
femenina.
Muy pronto la actitud de las
jóvenes tenochcas produjo las más
variadas reacciones en toda la
ciudad. Aun cuando en muchas casas
los padres lograron oponerse a los
propósitos de sus hijas -utilizando
incluso la violencia-, la conducta
adoptada por las mujeres
desencadenó de inmediato una
reacción de los hombres jóvenes que
habitaban la capital, los cuales se
lanzaron a las calles y, reunidos en
grupos cada vez más numerosos,
discutieron acaloradamente, bajo la
luz de las antorchas, los recientes
sucesos. Los improvisados oradores
expresaban los sentimientos que los
dominaban planteando preguntas,
procedimiento muy generalizado en
la oratoria náhuatl:
¿Qué es esto que contemplan
nuestros ojos? ¿Hasta dónde ha
llegado la degradación de los
tenochcas? ¿Vamos a permitir que
sean las mujeres las que tengan que
encargarse de la defensa de la
ciudad, mientras nosotros
preparamos la comida y cuidamos a
los niños? ¿Somos acaso tan
cobardes que tendremos que vivir
temblando, escondidos bajo las
faldas de nuestras hermanas:
Cada vez más enardecidos por
las preguntas hirientes que sobre su
propia conducta se formulaban, los
diferentes grupos de jóvenes fueron
coincidiendo en una misma
conclusión: era necesario armarse y
acudir ante Moctezuma para
organizar de inmediato, bajo su
dirección, la adecuada defensa de la
ciudad. Al igual que sus hermanas,
los varones se dieron cita en la Plaza
Mayor, que se iba poblando
rápidamente de jóvenes de ambos
sexos, armados de un heterogéneo
arsenal y poseídos de un belicoso e
incontenible entusiasmo. Sus cantos
de guerra, incesantemente repetidos,
parecían cimbrar a la ciudad entera.
Los integrantes del Consejo del
Reino -organismo de facultades
vagas e indeterminadas, pero al fin y
al cabo la única autoridad importante
que existía en esos momentos a causa
del reciente asesinato del monarcano
podían permanecer inactivos ante
los desbordados cauces de la
actuación juvenil. Presionados por
los acontecimientos, sus miembros se
reunieron apresuradamente y
comenzaron a deliberar.
Al enterarse de que estaba
celebrándose una reunión de los
integrantes del Consejo del Reino,
surgió entre los jóvenes la esperanza
de que tal vez las propias
autoridades se harían cargo de dirigir
las labores tendientes a dotar a la
ciudad de apropiados sistemas de
defensa. Así pues, decidieron
esperar a que concluyera la reunión
del Consejo, antes de lanzarse a la
búsqueda de Moctezuma.
Las esperanzas juveniles
carecían en realidad de todo
fundamento. El Consejo estaba
constituido -en su gran mayoría- por
individuos acostumbrados a utilizar
su posición dentro del gobierno para
la obtención de privilegios y el
acrecentamiento de sus muy
particulares intereses, y con tal de
preservar su ventajosa situación,
estaban dispuestos a soportar
cualquier incremento de las formas
de vasallaje que les sujetaban a los
tecpanecas, pues en última instancia,
siempre encontrarían la manera de
eludirlas transfiriéndolas
directamente sobre las espaldas del
pueblo. Por otra parte, la conducta
adoptada esa noche por la juventud
tenochca había suscitado en los
representantes de la autoridad
profundos sentimientos de alarma y
disgusto, convenciéndolos de que
debía precederse, cuanto antes, a
atacar a todos aquéllos que
desobedeciesen la orden de
desalojar las calles y retornar
tranquilamente a sus hogares.
Las represivas intenciones del
Consejo tropezaron con la resistencia
de uno de sus miembros:
Tozcuecuetzin, el sumo sacerdote
tenochca cuyo proceder se regía
comúnmente por un criterio en
extremo rigorista y autoritario, se
opuso terminantemente a que se
adoptase la decisión de disolver por
la fuerza a la creciente multitud de
jóvenes que vociferaban en la Plaza
Mayor.
Al parecer la inexplicable
actitud de Tozcuecuetzin era
resultado de la profunda impresión
que había dejado en él la reciente
designación de Tlacaélel como
Portador del Emblema Sagrado. El
anciano sacerdote consideraba ser el
único de entre los aztecas que en
verdad se había percatado de los
alcances que tenía aquella
designación. A su juicio, el hecho de
que se hubiese roto la tradición de
escoger para este cargo a un alto
dignatario de la Hermandad Blanca
(otorgándolo en cambio a un joven
prácticamente desconocido,
perteneciente a un pueblo débil y
oprimido) sólo podía ser
comprendido sobre la base de que el
Supremo Dirigente de dicha
Hermandad hubiese encontrado en
Tlacaélel atributos suficientes para
llevar a cabo la anhelada
restauración del Imperio. De ser así -
concluía el sacerdote- resultaba
evidente que a partir de aquel
instante no existía ya ninguna otra
autoridad legítima sobre la tierra
sino la de Tlacaélel, el cual debía
ser reconocido por todos como
Emperador y Heredero de
Quetzalcóatl.
Aun cuando los razonamientos
de Tozcuecuetzin resultaban confusos
e incomprensibles para los restantes
miembros del Consejo, éstos no se
atrevieron a contradecir abiertamente
al respetado sacerdote y, por lo
tanto, se vieron imposibilitados para
llevar adelante sus propósitos de
castigar drásticamente a la
alborotada juventud tenochca. La
reunión del Consejo concluyó sin que
se llegase a ningún acuerdo, como no
fuese el de volverse a reunir al día
siguiente para continuar deliberando.
En cuanto la muchedumbre de
jóvenes que se hallaba congregada en
la Plaza Mayor tuvo conocimiento de
que los integrantes del Consejo no
habían adoptado ninguna
determinación, decidió no esperar
más y como un solo y gigantesco ser,
comenzó a marchar entre cantos y
gritos de guerra en dirección a los
desembarcaderos.
Los ramos de flores todavía
frescos que lucían las canoas,
adornadas con motivo de la
festividad popular organizada el día
anterior, fueron arrojados al agua y
en su lugar se colocaron escudos y
estandartes guerreros.
Sobre la negra superficie de las
aguas resplandecían las luces de
innumerables antorchas, portadas por
jóvenes que desde sus canoas
miraban ansiosamente el horizonte,
intentando descubrir en las orillas
del lago la silueta del recién surgido
caudillo, el valeroso Moctezuma.
Capítulo IV
EL FLECHADOR DEL CIELO
Las primeras luces del
amanecer comenzaban a reflejarse en
las aguas del lago, cuando
Citlalmina, desde la lancha que la
conducía, avistó en la cercana ribera
la musculosa figura de Moctezuma.
El guerrero había permanecido
toda la noche montando su solitaria
guardia, con el arco tenso y listo a
lanzar sus flechas, sólo cambiando
de vez en cuando el arma de un brazo
a otro para evitar el cansancio.
La figura del arquero azteca,
apuntando su saeta a las últimas
estrellas que brillaban en el
firmamento, constituía la
representación misma del espíritu
guerrero y su gesto aparentemente
absurdo,de hacer frente a un enemigo
en esos momentos inexistente, era
todo un símbolo que ponía de
manifiesto la indomable voluntad que
animaba a la juventud tenochca,
firmemente decidida a no tolerar por
más tiempo la opresión de su pueblo.
Al contemplar la retadora
imagen de Moctezuma, Citlalmina y
las jóvenes que la acompañaban
guardaron un respetuoso silencio.
Después, condensando el
pensamiento y los sentimientos de
cuantos presenciaban la escena,
Citlalmina exclamó:
¡ Ilhuicamina!
1
Roto el silencio, las
acompañantes de Citlalmina
profirieron vítores en favor de
Moctezuma y llamaron con grandes
voces a los ocupantes de las canoas
más próximas.
En pocos instantes el lugar se
vio pletórico de jóvenes, que
poseídos de un desbordante
entusiasmo acudían presurosos a
ponerse bajo las órdenes de
Moctezuma. El guerrero abandonó su
estática posición y comenzó a
concertar una serie de medidas,
tendientes a lograr el establecimiento
de un sólido sistema de defensa en
torno a la capital azteca.
La primera disposición de
Moctezuma fue que se procediese a
concentrar, en unos cuantos
embarcaderos, todas las canoas que
se encontraban en el lago. De
acuerdo con una antigua costumbre
que tenia por objeto facilitar al
máximo la movilización de personas
y mercancías en la región del
Anáhuac, la mayor parte de las
canoas que transitaban por el lago no
eran de propiedad personal, sino que
pertenecían en forma comunal a las
distintas poblaciones asentadas junto
a las aguas, cuyos moradores
contaban entre sus obligaciones la de
construir y mantener en buen estado
un determinado número de lanchas,
las cuales se hallaban diseminadas
en los sitios más diversos, destinadas
para el uso común de viajeros y
mercaderes. Esta situación había
contribuido enormemente a facilitar
la ejecución del sorpresivo ataque
que costara la vida a Chimalpopoca
y mientras subsistiese, continuaría
nulificando la natural ventaja
defensiva que daba a Tenochtítlan el
hecho de estar rodeada de agua por
los cuatro costados.
En segundo lugar, Moctezuma
ordenó que se diese
[1]comienzo a la construcción de
sólidas fortificaciones en torno a
cada uno de los sitios seleccionados
como embarcaderos. Finalmente,
dispuso el establecimiento de un
sistema permanente de vigilancia en
derredor de la ciudad, realizado por
jóvenes fuertemente armados a bordo
de veloces canoas.
Una vez convencido de haber
sentado las bases de una
organización que terminaría por
dotar a la capital azteca de efectivas
defensas, Moctezuma reunió por la
tarde a varios de los jóvenes que
consideraba más capacitados para el
mando militar y tras de exhortarlos a
seguir adelante en la realización de
las tareas que les encomendara, les
participó su decisión de retornar a la
ciudad y presentarse a las
autoridades.
Todos sus amigos aconsejaron
reiteradamente a Moctezuma que no
fuese a Tenochtítlan, ya que se
exponía a ser juzgado como
instigador de un movimiento de
rebelión y a sufrir por ello la muerte
como castigo; sin embargo, el
guerrero insistió en acudir de
inmediato ante las autoridades, pues
deseaba presionarlas para que
terminasen por desenmascararse,
exhibiéndose como lo que en
realidad eran: las encargadas de
mantener subyugado al pueblo
tenochca al vasallaje tecpaneca. Solo
y desarmado, Moctezuma abordó una
canoa y se alejó remando en
dirección a la ciudad.
En Tenochtítlan continuaba
imperando la más completa
confusión. La segunda reunión del
Consejo del Reino había tenido que
celebrarse sin contar con la
presencia de Tozcuecuetzin. El sumo
sacerdote tenochca confirmó a través
de un mensajero el criterio expuesto
el día anterior: el Consejo no poseía
ya ninguna autoridad, pues ésta se
hallaba concentrada en Tlacaélel, y
por tanto, cualquier resolución que
adoptasen sus miembros carecía de
validez.
La ausencia de Tozcuecuetzin en
las deliberaciones del Consejo
permitió a sus integrantes la
posibilidad de lograr una rápida
unanimidad en la adopción de
decisiones, pues todos ellos se
hallaban dominados por el temor de
las represalias tecpanecas que
podrían derivarse a consecuencia de
la actitud de rebeldía asumida por la
juventud azteca. Sin detenerse a
meditar en los nobles propósitos que
impulsaban a los jóvenes, las
autoridades acordaron reprimir a
quienes calificaban de simples
revoltosos.
Los caracoles de guerra sonaron
por toda la ciudad convocando al
pueblo. Una vez que éste se hubo
congregado en la Plaza Central,
Cuetlaxtlan, el mejor orador del
Consejo, propuso se empuñasen las
armas para dar con ellas un adecuado
escarmiento "al insignificante puñado
de vanidosos y engreídos
jovenzuelos, que olvidando el
respeto debido a sus padres y la
obediencia a las autoridades,
pretendían destruir el orden
establecido e instaurar el caos y la
anarquía".
La mayor parte de quienes
escuchaban tan encendida arenga
eran padres de los jóvenes cuyo
castigo se solicitaba y si bien se
inclinaban por desaprobar la
conducta adoptada por sus vástagos,
se resistían a secundar la drástica
proposición que les conminaba a
luchar contra sus propios hijos.
La reunión se prolongaba sin
que los oradores del Consejo
lograsen sus propósitos de impulsar
al pueblo a la acción, cuando
repentinamente, provenientes de uno
de los costados del Templo Mayor,
hicieron su aparición en la plaza un
numeroso grupo de sacerdotes
encabezados por Tozcuecuetzin. Los
recién llegados comenzaron a
injuriar a los miembros del Consejo,
acusándolos de pretender seguir
fungiendo como gobernantes sin
poseer ya autoridad alguna para ello.
El pueblo tenochca no estaba al
tanto de las profundas discrepancias
surgidas entre los integrantes de la
autoridad. Durante un largo rato la
multitud permaneció paralizada de
asombro, contemplando el inusitado
espectáculo que daban sacerdotes y
miembros del Consejo discutiendo e
insultándose con creciente furia.
Después, varios de los presentes
comenzaron a reaccionar y a tomar
partido en favor de alguno de los
contendientes; la plaza se llenó de
una ensordecedora algarabía y
gruesos pedruscos, arrancados del
suelo, comenzaron a volar por los
aires. La reunión habría concluido en
una generalizada zacapela, de no ser
por la inesperada llegada de
Moctezuma.
El Flechador del Cielo se abrió
paso entre la abigarrada
muchedumbre y con rápidas zancadas
ascendió por la escalinata del
Templo Mayor, hasta llegar a la
plataforma donde se encontraban los
integrantes del Consejo y desde la
cual los oradores acostumbraban
dirigirse al pueblo. Una expresión de
reprimida ira se reflejaba en las
enérgicas facciones del guerrero. Sin
solicitar a nadie el uso de la palabra,
Moctezuma dejó oír su voz,
exclamando con acusador acento:
Los tecpanecas han dado
muerte a nuestro rey, manifestando
así el desprecio que sienten por
nosotros y en lugar de responder a
semejante afrenta como auténticos
guerreros, perdéis el tiempo
peleando como lo hacen los niños:
lanzando piedras y profiriendo
insultos, ¿Es que habéis perdido el
juicio? ¿No comprendéis que no
sólo peligra la ciudad que con tan
grandes esfuerzos edificaron
nuestros abuelos, sino que incluso
la existencia misma del pueblo de
Huitzilopóchtli se halla en peligro?
Las palabras de Moctezuma
hicieron el efecto de un bálsamo
tranquilizador en el ánimo de sus
oyentes. La airada multitud, que
momentos antes estaba a punto de
llegar a las manos, se apaciguó de
inmediato, aparentemente
avergonzada de su conducta.
Cuetlaxtlan comprendió que no
debía permitirse que Moctezuma
siguiese hablando, pues de hacerlo,
concluiría por ganarse a todo el
pueblo para su causa. Así pues,
interrumpió al guerrero increpándole
con frases que ponían de manifiesto
sus ocultos temores.
¡Engreído rebelde! ¿Cómo os
atrevéis a erigiros en juez? Habéis
introducido la discordia en el
Reino, enfrentado a los hijos contra
sus padres y provocado la cólera de
nuestros poderosos protectores.
¿Qué pretendéis con semejantes
locuras? ¿Buscáis acaso la
destrucción de todos nosotros, con
vuestros actos de insensata
soberbia?
Imperturbable ante las
acusaciones de que era objeto,
Moctezuma se limitó a responder
lacónicamente:
Sólo deseo, únicamente
ambiciono resguardar a nuestro
Reino de los ataques de sus
enemigos; mas si esto es un delito
me declaro culpable y entraré a la
cárcel; pido, tan sólo, que ruando
los tecpanecas inicien la
destrucción de Tenochtítlan, se me
permita, al menos, morir
combatiendo en esta ciudad cuya
construcción ordenaron los dioses y
que nosotros no hemos sabido
defender.
Sin detenerse a esperar la
resolución que respecto de su
persona pudiesen adoptar las
autoridades, Moctezuma descendió
de las escalinatas y encaminóse en
dirección a la pequeña construcción
que se utilizaba para mantener
recluidos a los reos. Una gran
mayoría del pueblo, conmovida por
la evidente sinceridad contenida en
las palabras del guerrero, lo
acompañó hasta la entrada de la
prisión, vitoreándolo incesantemente.
En la plaza permanecieron los
miembros del Consejo con un
reducido número de sus partidarios,
así como Tozcuecuetzin y los
sacerdotes, rodeados estos últimos
de una considerable cantidad de
gente, que repetía una y otra vez con
fuertes gritos:
¡Tlacaélel Emperador!
Una furiosa tormenta que se
desató intempestivamente sobre la
ciudad obligó a todos a dispersarse y
puso término a la tumultuosa reunión.
La situación en que se
encontraban los miembros del
Consejo del Reino (con su autoridad
puesta en tela de juicio por el
sacerdocio y por una abrumadora
mayoría del pueblo) comenzaba a
tornarse insostenible, razón por la
cual, sus integrantes decidieron
llevar a cabo una astuta maniobra
que les permitiese nulificar la
creciente oposición en su contra y
entronizar a Cuetlaxtlan como nuevo
monarca: acordaron la incorporación
al Consejo de Tlacaélel y
Moctezuma.
El propósito de los integrantes
del Consejo de adoptar una
resolución que al parecer resultaba
contraria a sus intereses, no era sino
el de lograr neutralizar la fuerza que
estaba adquiriendo el movimiento de
rebeldía juvenil, mediante el ingreso
al gobierno de las dos
personalidades varoniles más
destacadas de la juventud azteca.
Al ser informado en la prisión
de la inesperada resolución del
Consejo, Moctezuma rechazó el
nombramiento que se le ofrecía,
manifestando que no se hallaba
dispuesto a perder el tiempo
prestando atención a ninguna otra
cuestión que no fuese la organización
de la defensa militar de Tenochtítlan.
Los integrantes del Consejo
fingieron una gran indignación al
conocer la respuesta de Moctezuma y
clamando a voz en cuello, afirmaron
que la intransigente actitud del
guerrero no dejaba ya ninguna duda
sobre sus intenciones de provocar
una guerra que acarrearía la
destrucción del Reino. Asimismo, y
con objeto de completar la farsa
tendiente a tratar de hacer creer al
pueblo que la opinión de Tlacaélel
para la designación del nuevo rey
sería tomada en cuenta, las
autoridades enviaron un mensajero a
Chololan, informando al Portador del
Emblema Sagrado que había sido
incorporado al Consejo del Reino y
pidiéndole uniese su decisión a lo
acordado por dicho organismo, en el
sentido de que fuese Cuetlaxtlan
quien asumiese las insignias reales
de los tenochcas.
Además del mensajero que
partiera rumbo a Chololan por
disposición del Consejo, otro
mensajero, cumpliendo órdenes de
Tozcuecuetzin, había salido el mismo
día de la capital azteca con idéntica
meta. A través de su enviado, el
sumo sacerdote tenochca se ponía
incondicionalmente bajo las órdenes
de Tlacaélel y solicitaba su
autorización para iniciar de
inmediato una revuelta popular que
permitiese al Portador del Emblema
Sagrado entronizarse como
Emperador.
La creciente pugna entre los
distintos sectores que integraban la
sociedad azteca tendía a
transformarse en un sangriento
conflicto. Evitar la lucha entre los
propios tenochcas -para estar así en
posibilidad de hacer frente con
mayores probabilidades de éxito a
los enemigos externos- constituía el
primer problema al que Tlacaélel
debía encontrar una adecuada
solución.
Capítulo V
LA ELECCIÓN DE UN REY
La milenaria pirámide de
Chololan, bañada por los últimos
resplandores del atardecer, parecía
una gigantesca escalera de piedra
destinada a servir de sólido puente
entre el cielo y la tierra.
Centeotl, el sacerdote que
durante tantos años y en las más
adversas condiciones rigiera los
destinos de la Hermandad Blanca,
yacía gravemente enfermo. Cumplida
su misión, la poderosa energía que le
caracterizara parecía haberle
abandonado y los rasgos de la muerte
comenzaban a dibujarse nítidamente
en su rostro. Con voz de tenue y
apagado acento, el anciano solicitó
la presencia de su sucesor.
Tlacaélel acudió de inmediato
al llamado del enfermo. Recuperando
momentáneamente un asomo de su
vigor perdido, Centeotl explicó al
joven azteca, con palabras saturadas
de profunda esperanza, los motivos
por los cuales le había escogido
como depositario del preciado
emblema. La larga y angustiosa
espera había concluido, afirmó
Centeotl con segura convicción,
Tlacaélel era el hombre predestinado
que aguardaban los pueblos para dar
comienzo a una nueva etapa de
superación espiritual. Su labor, por
tanto, no sería la de un mero guardián
del saber sagrado, debía reunificar a
todos los habitantes de la tierra en un
grandioso Imperio, destinado a dotar
a los seres humanos de los antiguos
poderes que les permitían coadyuvar
con los dioses en la obra de sostener
y engrandecer al Universo entero.
Una vez pronunciadas tan
categóricas aseveraciones, Centeotl
perdió hasta el último resto de sus
cansadas fuerzas, adquiriendo
rápidamente todo el aspecto de los
agonizantes. A la medianoche, en ese
preciso instante en que las sombras
han alcanzado el máximo predominio
y se ven obligadas a iniciar un lento
retroceso, el corazón del sacerdote
dejó de palpitar.
Al día siguiente, cuando
Tlacaélel se disponía a dirigirse a
Teotihuacan (con objeto de efectuar
el entierro de Centeotl y llevar a
cabo el retiro a que estaba obligado
antes de iniciar sus actividades) fue
informado de la llegada de los
mensajeros provenientes de
Tenochtítlan.
Tlacaélel escuchó con atención
el relato de los trascendentales
acontecimientos que habían tenido
lugar en la capital azteca, así como
las contradictorias proposiciones que
le hacían los integrantes del Consejo
del Reino y el anciano
Tozcuecuetzin. Después, sin
pronunciar palabra alguna, se
encaminó al cercano sitio donde le
fuera conferido su alto cargo (el
bello patio bordeado por
construcciones de simétricos
contornos situado al pie de la
pirámide) y a solas con su propia
responsabilidad, reflexionó
detenidamente sobre las cuestiones
que le habían sido planteadas.
El Portador del Emblema
Sagrado comprendió de inmediato el
grave error de apreciación en que
estaba incurriendo el Consejo al
pretender entronizar a Cuetlaxtlan. La
valiente actitud asumida por la
juventud azteca entrañaba un reto al
poderío tecpaneca que Maxtla jamás
perdonaría. La guerra entre ambos
pueblos constituía un hecho
inevitable. Y en semejantes
circunstancias, la designación de un
monarca que hasta el último instante
intentaría evadir la dura realidad que
le tocaría en suerte afrontar, sólo
podría acarrear fatales
consecuencias para los tenochcas.
La proposición de
Tozcuecuetzin, en el sentido de que
Tlacaélel asumiese personalmente la
dirección del gobierno tenochca,
implicaba, al menos, evidentes
ventajas: ninguno de los habitantes
del Reino -incluyendo a los
integrantes del Consejo que se
mostraban más serviles a los
dictados de la tiranía tecpanecaosaría
desafiar abiertamente a la
autoridad del Heredero de
Quetzalcóatl; todo el pueblo se uniría
en forma entusiasta en torno suyo,
desapareciendo al instante las
distintas facciones en que se había
escindido la sociedad azteca.
Sin embargo, Tlacaélel desechó
de inmediato la posibilidad de
erigirse Emperador. No sólo porque
estimaba que resultaría absurdo
ostentar este cargo sin la previa
existencia de un auténtico Imperio,
sino también a causa de su particular
interpretación de los acontecimientos
que habían precedido al desplome
del Segundo Imperio Tolteca. A su
juicio, la centralización en una sola
persona de las funciones de
Emperador y Sumo Sacerdote de la
Hermandad Blanca había resultado
igualmente perjudicial para ambas
dignidades. Con su atención centrada
en la gran variedad y complejidad de
los problemas derivados de la
administración de tan vastos
dominios, los Emperadores Toltecas
habían terminado por desatender las
obligaciones inherentes a sus
funciones de Portadores del
Emblema Sagrado. El relato de los
últimos años del gobierno de Ce
Acatl Topiltzin Quetzalcóatl,
dividido internamente entre su
preocupación por los graves
conflictos que presagiaban el
desmoronamiento del Imperio y su
afán de continuar la tarea de lograr
una auténtica superación espiritual de
la humanidad, constituía el mejor
ejemplo de la dificultad que
representaba, en la práctica, tratar de
realizar ambas funciones.
Tlacaélel no deseaba incurrir en
el mismo error cometido por su
afamado antecesor y si bien estaba
firmemente decidido a llevar a cabo
la restauración del Imperio, juzgaba
que sería mucho más conveniente que
fuese otra persona y no él quien
ostentase el cargo de Emperador,
para así poder dedicar lo mejor de su
esfuerzo a las labores propias de su
sacerdocio.
Dejando para el futuro todo lo
tocante a la cuestión de la posible
designación de un Emperador,
Tlacaélel se concretó a tratar de
resolver el problema de encontrar a
la persona que en aquellas
circunstancias pudiese resultar más
apropiada para desempeñar el cargo
de rey de los aztecas.
Mientras repasaba mentalmente
las cualidades y defectos de las
principales personalidades
tenochcas, acudió a la memoria de
Tlacaélel la figura de Itzcóatl, quien
gozaba de una bien ganada fama de
hombre sabio y prudente.
1 Su carácter amable y
reservado -enemigo de toda
ostentación- le había granjeado
innumerables amigos, tanto entre el
pueblo como entre los integrantes de
las clases dirigentes. Itzcóatl no era
dado a entrometerse en asuntos
ajenos, pero cuando las partes de
algún conflicto acudían de común
acuerdo en su busca, lograba en casi
todos los casos avenir a los
contendientes mediante soluciones
que entrañaban siempre un profundo
sentido de justicia.
Entre más lo pensaba, más se
afirmaba en Tlacaélel la convicción
de que Itzcóatl era la persona
indicada para restablecer la
concordia en el agitado pueblo
azteca. A causa de la reconocida
prudencia del hijo de Acamapichtli,
los miembros del Consejo no podrían
acusarle de estar propiciando un
conflicto que en verdad pudiese ser
evitado, pero asimismo -y como
resultado de esa misma prudenciaresultaba
fácil prever que Itzcóatl no
cometería la torpeza de dejar a la
ciudad sin salvaguardia, sino que
sabría encontrar la forma de
mantener la organización defensiva
surgida bajo la dirección de
Moctezuma.
Retornando al sitio donde le
aguardaban los mensajeros,
Tlacaélel expresó ante éstos la
respuesta que debían memorizar para
luego repetir ante quien les había
enviado.
En su mensaje dirigido a los
integrantes del Consejo del Reino, el
Portador del Emblema Sagrado les
reprendía severamente por la ofensa
que le habían inferido al pretender
otorgarle un cargo dentro de dicho
organismo. Con frases ásperas y
cortantes, Tlacaélel recordó a los
gobernantes tenochcas que él era
ahora el legítimo Heredero de
Quetzalcóatl y, por tanto, toda
auténtica autoridad sólo podía
provenir de su persona, resultando
por ello absurdo que intentasen
igualarse con él incorporándolo
como un simple miembro más del
Consejo. Sin embargo, concluía,
estaba dispuesto a pasar por alto el
agravio que se le había inferido -
estimando que había sido motivado
por ignorancia y no por un
deliberado propósito de injuriarlesiempre
y cuando acatasen de
inmediato su determinación de que se
entronizase a Itzcóatl.
En la respuesta que enviaba a
Tozcuecuetzin, Tlacaélel agradecía
al viejo sacerdote sus espontáneas
manifestaciones de lealtad. Le
informaba, asimismo, que no pensaba
ejercer sus derechos para ocupar en
lo personal el cargo de Emperador,
sino dejar esta cuestión pendiente
para el futuro, y por último, le pedía
que procediese cuanto antes a
coronar a Itzcóatl como nuevo rey de
los aztecas.
Al término de cada uno de sus
mensajes, Tlacaélel formulaba la
promesa de retornar a Tenochtítlan
en cuanto terminase su retiro en
Teotihuacan, la antigua y sagrada
capital del Primer Imperio Tolteca.
Capítulo VI
PROYECTANDO UN IMPERIO
El entierro del pequeño
envoltorio conteniendo los
calcinados restos de Centeotl había
concluido. Con excepción de
Tlacaélel y de dos modestos
sirvientes, nadie más había
acompañado los despojos del otrora
poderoso sacerdote en su recorrido
de Chololan a Teotihuacan, como
tampoco nadie había visto a las tres
solitarias figuras excavar una fosa
junto a uno de los numerosos
montículos existentes en las
cercanías de las derruidas e
imponentes pirámides.
De acuerdo con la tradición, la
trascendental importancia del cargo
de Sumo Sacerdote de la Hermandad
Blanca superaba con mucho a la
siempre transitoria figura humana que
lo ocupaba. Era el cargo y no la
persona el merecedor del máximo
respeto. Las personas morían, pero el
cargo subsistía inalterable a lo largo
del tiempo. Esta distinción entre el
cargo y la persona se hacía
particularmente evidente en el
momento de la muerte del Portador
del Emblema Sagrado: no se
guardaba luto por él, ni siquiera se
celebraba alguna ceremonia especial
con motivo de sus funerales. El
nuevo Sumo Sacerdote preparaba
personalmente la hoguera donde se
efectuaba la cremación del cadáver
de su antecesor y posteriormente,
acompañado de los sirvientes
estrictamente indispensables para el
transporte de los restos, conducía
éstos hasta el lugar donde se hallaban
las ruinas de la primera metrópoli
imperial de los toltecas y ahí, sin
mediar mayores formalidades,
procedía a darles sepultura.
Cumplida su última obligación
con su predecesor, Tlacaélel,
ayudado por la pareja de sirvientes
que le acompañaba, se dio a la tarea
de construir dos improvisados
albergues bajo la sombra de la mayor
de las pirámides. El primero de
aquellos refugios estaba destinado a
servir de morada al Portador del
Emblema Sagrado. El segundo lo
ocuparían sus sirvientes, los cuales
tenían la obligación de suministrarle
la escasa ración de alimentos que
habría de requerir mientras durase su
retiro. Rodeado por vestigios que
denotaban la existencia de un
grandioso pasado, Tlacaélel dio
comienzo a la difícil tarea de
proyectar los cimientos sobre los
cuales debía estructurarse el Imperio
que pensaba forjar, así como los
medios de que habría de valerse para
lograr que la humanidad renovase su
impulso hacia una siempre mayor
elevación espiritual.
Durante los largos días de
incesante meditación transcurridos
entre las ruinas de la abandonada
Teotihuacan, el Portador del
Emblema Sagrado fue repasando
mentalmente, una y otra vez, los
conceptos fundamentales de la
Cultura Náhuatl, con objeto de fundar
sobre éstos sus futuras actividades.
Según los antiguos
conocimientos, existía por encima y
más allá de todo lo manifestado, un
Principio Supremo, un Dios
primordial, increado y único. Pero
esta deidad o energía suma, aun
cuando es el cimiento mismo del
Cosmos, resulta por su misma
superioridad incognoscible en su
verdadera esencia.
Ahora bien, al comenzar a
manifestarse en los distintos planos
de la existencia, el Principio
Supremo se expresa siempre, ante la
humana observación, como una
dualidad. Esto es, como una lucha de
fuerzas aparentemente antagónicas
que a través de su perenne oposición
dan origen a todos los seres. Los
dioses y las plantas, al igual que los
astros y los hombres, son productos
de esta interminable contienda
creadora que abarca al Universo
entero.
Poder captar el ritmo conforme
el cual van predominando
alternativamente las diferentes
energías contenidas en todas las
cosas constituía uno de los objetivos
fundamentales de la sabiduría de los
antiguos. Para lograrlo, se habían
valido de una paciente y metódica
observación de los astros, hasta
llegar a precisar, con minuciosa
exactitud, las diferentes influencias
que los cuerpos celestes ejercen
sobre la tierra, adquiriendo asimismo
suficientes conocimientos para poder
aprovechar adecuadamente estas
influencias.
Estar en posibilidad de conocer
y aprovechar los influjos celestes
representaba un elevado logro, pero
no era el más alto de los
conquistados por los sabios de
antaño, los cuales habían alcanzado
el máximo ideal al que ser alguno
pudiese aspirar: colaborar
conscientemente al armónico
funcionamiento del Universo.
Devolver a la humana
naturaleza su olvidada misión de
coadyuvar al engrandecimiento del
Universo representaba el principal
propósito al que Tlacaélel pensaba
encaminar su empeño, y mientras
meditaba sobre los medios de que
habría de valerse para ello, su
atención se vio atraída por los
rojizos rayos de luz del amanecer,
que al proyectarse sobre los costados
de la pirámide mayor, parecían
resaltar aún más las prodigiosas
dimensiones de la milenaria
construcción. Súbitamente, una idea
que entrañaba una empresa de
colosal magnitud cruzó por el
cerebro de Tlacaélel: ya que el sol
era la fuente central de donde dimana
la energía que permite la vida, si se
lograba contribuir a su sustentación e
incrementar su desarrollo ello se
traduciría en un generalizado
beneficio para todos los seres que
pueblan la tierra.
Desde tiempos remotos,
aquéllos que se habían dedicado a
observar con detenimiento el proceso
que tiene lugar en los seres vivientes
a lo largo de su existencia, habían
llegado a la conclusión de que los
seres humanos, en el instante de
ocurrir su muerte, generaban una
cierta cantidad de energía que era de
inmediato absorbida por la luna y
utilizada por ésta para proseguir su
crecimiento. Con base en ello,
Tlacaélel concluyó que si en un
determinado momento el número de
personas que morían era en extremo
abundante, la luna se vería
incapacitada para aprovechar este
exceso de energía, la cual pasaría a
ser absorbida por el sol, pues éste,
en virtud de sus proporciones,
resultaría ser el único cuerpo celeste
capaz de utilizar la sobreabundancia
de energía intempestivamente
generada desde la tierra.
Resultaba evidente que tan
ambicioso proyecto -colaborar al
mantenimiento y engrandecimiento
del sol- sólo podría llevarse a cabo
tras la previa unificación de la
humanidad en un Imperio que
únicamente reconociese como
fronteras los cuatro confines del
mundo: los dos mares insondables
cuyas aguas flanqueaban la tierra, los
calcinantes y lejanos desiertos del
norte y las impenetrables selvas
situadas más allá de las regiones
habitadas por los mayas.
Una vez fijados los objetivos
fundamentales del Imperio cuya
creación proyectaba, Tlacaélel
resolvió dar por concluido su retiro y
retornar a Tenochtítlan. Así pues,
ordenó a uno de los sirvientes que le
acompañaban se encaminase de
inmediato rumbo a la capital azteca,
con la misión de informar a las
autoridades tenochcas de la fecha en
que habría de arribar a la ciudad el
Heredero de Quetzalcóatl.
Capítulo VII
DOS HOMBRES BUSCAN UNA
CANOA
La elevación de Itzcóatl a la
dignidad real, propuesta por
Tlacaélel, se llevó a cabo sin que se
produjese en su contra una franca
oposición de los integrantes del
Consejo del Reino, pues éstos,
temerosos de contradecir
abiertamente la determinación del
Portador del Emblema Sagrado y
desatar con ello una revuelta popular
de imprevisibles consecuencias,
optaron por aceptar la designación
del nuevo gobernante, sin cejar por
ello en su empeño de procurar
congraciarse a toda costa con los
tecpanecas.
La sencilla pero emotiva
ceremonia de coronación, presidida
por Tozcuecuetzin, suscitó en la
población azteca generalizados
sentimientos de optimismo y
confianza. Todos deseaban ver en el
ascenso de Itzcóatl el feliz presagio
de una pronta restauración de la
concordia interior y de la
desaparición del grave conflicto
externo que les amenazaba. Sin
embargo, los más conscientes de
entre los tenochcas, se percataban
claramente de que ello no era posible
y que ambos peligros continuaban
latentes y oscurecían el porvenir del
Reino.A los pocos días de celebrada
la coronación, una embajada
proveniente de Azcapotzalco solicitó
permiso para arribar a Tenochtítlan.
Sus integrantes afirmaban venir en
son de paz y ser portadores de un
mensaje de salutación para el nuevo
monarca. Itzcóatl dio órdenes para
que se permitiese a los embajadores
llegar a la ciudad, ya que los jóvenes
tenochcas que custodiaban el lago les
habían impedido cruzarlo,
disponiendo, asimismo, se les
rindiesen los honores y atenciones
acostumbrados.
Los embajadores comenzaron
por expresar ante Itzcóatl el saludo
que le enviaba Maxtla con motivo de
su reciente entronización, pero acto
seguido, cambiaron de tono para
transmitirle las duras exigencias
acordadas por el soberano de
Azcapotzalco: todos los jóvenes que
habían secundado a Moctezuma
debían ser considerados como
rebeldes, siendo obligación de las
autoridades tenochcas reducirlos por
la fuerza, para luego entregarlos
maniatados a los tecpanecas, los
cuales les aplicarían el castigo que
estimasen pertinente. Finalmente,
Maxtla decretaba un considerable
aumento en los tributos -ya de por sí
elevados- que debían pagar los
aztecas.
Al conocerse las pretensiones
tecpanecas, renacieron de inmediato
las diferencias de criterio entre los
dirigentes tenochcas. Tozcuecuetzin
las calificó de inadmisibles y otro
tanto hizo Moctezuma -a quien
Itzcóatl había liberado el mismo día
de su ascenso al poder- pero en
cambio, los miembros del Consejo
del Reino vieron en el cumplimiento
de dichas pretensiones la última
posibilidad de lograr preservar la
paz, e iniciaron una campaña de
rumores tendientes a convencer al
pueblo de que las condiciones
impuestas por Maxtla no eran tan
severas como pudiera esperarse, y
que los únicos obstáculos que
impedían lograr un acuerdo con sus
poderosos vecinos provenían del
orgullo de Moctezuma y de la
senilidad de Tozcuecuetzin.
Correspondía a Itzcóatl decir la
última palabra, pero éste había
resuelto no tomar ninguna
determinación sobre tan importante
cuestión hasta no conocer la opinión
de Tlacaélel. Así pues, se limitó a
responder con evasivas a los
requerimientos de los embajadores.
Percatándose de la inutilidad de
sus esfuerzos para determinar cuál
sería la conducta que asumiría en lo
futuro el gobierno azteca, los
emisarios de Maxtla dieron por
concluida su misión en la corte de
Itzcóatl y anunciaron su próximo
regreso a Azcapotzalco.
Las elegantes canoas que
transportaban a los funcionarios
tecpanecas se cruzaron en su viaje de
retorno con una modesta
embarcación tripulada por un
solitario individuo. Ninguno de los
orgullosos personajes prestó mayor
atención a la figura de aquel sujeto,
cuyo humilde atuendo revelaba su
condición de sirviente.
En cuanto hubo llegado a
Tenochtítlan, el cansado viajero se
presentó ante las autoridades para
darles a conocer el mensaje del cual
era portador: el informe que desde
Teotihuacan enviaba Tlacaélel
respecto de la fecha en que
proyectaba llegar a la capital azteca.
A través de la única abertura
que hacía las veces de ventana en su
paupérrima choza, la anciana
Izquixóchitl contemplaba con ánimo
entristecido las cercanas aguas del
lago.
Una completa y anormal quietud
prevalecía en el ambiente. No pc
escuchaba voz alguna ni se veía una
sola figura humana en las restantes
casas que integraban la aldea donde
moraba Izquixóchitl. Todos los
habitantes del pequeño poblado se
habían marchado muy de mañana
rumbo a Tenochtítlan, a participar en
la recepción que se había organizado
en honor del primer azteca que
alcanzaba el más alto privilegio a
que podía aspirar hombre alguno
sobre la tierra: portar sobre el pecho
el Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
Al recordar que ninguno de sus
vecinos se había ofrecido para
llevarla a la ciudad a presenciar los
festejos, un amargo resentimiento
hizo brotar gruesas lágrimas de los
cansados ojos de la anciana. Jamás
Izquixóchitl había sentido tan
cruelmente el peso de su invalidez
como en aquellos instantes, en que de
buena gana habría dado lo que le
restaba de vida a cambio de poder
estar presente en Tenochtítlan,
asistiendo con todo el pueblo azteca
a la recepción que se había
preparado a Tlacaélel.
La existencia de Izquixóchitl se
hallaba marcada por un trágico
destino. Siendo aún muy pequeña
había perdido a sus padres y a la
mayor parte de su familia a resultas
de la grave epidemia de una
misteriosa enfermedad que asolara,
años atrás, las tierras de Anáhuac.
Felizmente casada con el hombre a
quien amaba (un pescador de muy
modesta condición, poseedor de un
carácter en extremo bondadoso), su
matrimonio se había visto tan sólo
ensombrecido por la carencia de
anhelados vástagos. Cuando ya en
edad madura Izquixóehitl sintió al fin
los primeros síntomas del embarazo,
tuvo por cierto que estaba próximo el
día en que habría de completarse su
dicha. Pero el alumbramiento tuvo
fatales consecuencias, produciendo
la muerte del hijo tan largamente
esperado y ocasionando en la madre
una extraña dolencia que paralizó
casi todo su organismo, preservando
tan sólo su capacidad de raciocinio y
sus funciones vegetativas.
Los constantes cuidados que
prodigaba a Izquixóchitl su devoto
esposo, unidos al lento transcurrir
del tiempo, fueron devolviendo a la
enferma algunas de sus perdidas
facultades: recuperó el habla, así
como el movimiento en la mitad
superior de su cuerpo.
Todos los días, tras de concluir
sus cotidianas faenas, el esposo de
Izquixóehitl acomodaba a ésta en una
amplia y sólida canoa que
personalmente había construido para
el transporte de la inválida y
efectuaba con ella largos paseos por
alguno de los bellos parajes del lago.
Mientras la balsa se movía
pausadamente a través de las aguas,
la pareja acostumbraba entonar con
alegre acento antiguas canciones.
Al morir su esposo, Izquixóehitl
se vio reducida a subsistir gracias a
la caridad de los habitantes de la
aldea. Nadie volvió ya a pasear a la
anciana por las riberas del lago y
ésta tuvo que resignarse a contemplar
el mismo paisaje a través de la
angosta ventana de su choza. La
pesada canoa en que efectuara antaño
sus gratos recorridos lustres fue
llevada al interior de su habitación y
su contemplación llenaba de
recuerdos el lento transcurrir de sus
solitarios días.
Cuando los juveniles y
entusiastas seguidores de Moctezuma
se dieron a la tarea de establecer un
sistema defensivo en torno a la
capital azteca, comenzaron por
concentrar en unos cuantos
embarcaderos, debidamente
fortificados, las canoas dispersas por
las distintas orillas del lago. Los
encargados de llevar a cabo esta
concentración, tras previa inspección
de la aldea donde habitaba
Izquixóehitl, decidieron que un
poblado tan pequeño no ameritaba la
construcción de obras de defensa, y
por tanto, resolvieron trasladar a otro
sitio las escasas lanchas existentes en
aquel lugar.
Al percatarse que intentaban
despojarla de su querida canoa,
Izquixóchitl se había aferrado a ella,
implorando lastimeramente le
permitiesen conservarla.
Conmovidos por las súplicas de la
anciana, los jóvenes que tenían a su
cargo efectuar la requisa de lanchas
habían terminado por acceder a sus
ruegos, contentándose con ocultar
ingeniosamente la canoa,
convirtiéndola en una especie de
aparente refuerzo del endeble techo
de la choza.
Ante la imposibilidad de asistir
a Tenochtítlan a contemplar la
llegada del Portador del Emblema
Sagrado, Izquixóchitl trató de
compensar, mediante un esfuerzo de
su imaginación, la incapacidad física
que la mantenía inmovilizada. En su
ágil mente fue trazando una completa
representación de todo lo que
suponía debía estar ocurriendo en
aquellos instantes en la capital del
Reino: centenares de sirvientes,
ricamente vestidos, precedían al
Heredero de Quetzalcóatl anunciando
su proximidad con rítmico toque de
tambores y atabales. A continuación,
veinte altivos guerreros marchaban
sosteniendo con fornidos brazos una
ancha plataforma elaborada con
maderas preciosas. Sobre la
plataforma, en un sitial bellamente
adornado con incrustaciones de oro y
jade, lucía imponente la figura de
Tlecaélel, ataviado con lujosos y
vistosos ropajes. Pendiente de su
cuello y sostenido por una gruesa
cadena de oro, portaba el
reverenciado emblema que
ostentaran en el pasado los
poderosos Emperadores Toltecas: el
enorme caracol marino de
Quetzalcóatl.
Izquixóchitl había oído decir
que Tlacaélel era un hombre joven,
pero ella se negaba terminantemente
a conceder la menor validez a
semejante absurdo. Sin duda alguna
el Heredero de Quetzalcóatl era un
anciano de larga cabellera blanca y
de rostro hierático, desprovisto de
toda pasión y emoción humanas, con
la vista perdida en el infinito, atento
sólo a las voces superiores de los
dioses.
La súbita aparición de dos
figuras humanas que avanzaban
directamente hacia la aldea vino a
interrumpir bruscamente las
ensoñaciones de la anciana.
La presencia de extraños en
aquella mañana resultaba del todo
inusitada, pues de seguro ya toda la
gente de los alrededores se
encontraba en esos momentos en
Tenochtítlan, participando en la
recepción a Tlacaélel. Un
sentimiento de temor sobrecogió el
ánimo de Izquixóchitl, quien supuso
que muy bien podía tratarse de
ladrones deseosos de aprovechar la
ausencia de los moradores de la
aldea para saquear las casas.
Bajo el creciente impulso del
miedo y la curiosidad, Izquixóchitl
trató de dilucidar, a través de un
atento examen, la clase de personas
que podrían ser aquellos dos sujetos
que se aproximaban.
A juzgar por el vestido y la
actitud de uno de los recién llegados,
la anciana no tuvo mayor dificultad
para concluir que debía tratarse de
algún modesto sirviente de un centro
religioso. Sin embargo, a pesar de su
profundo sentido de observación
desarrollado a través de largos años
de obligada inmovilidad, le resultó
imposible emitir juicio alguno sobre
la otra persona.
El sujeto que atraía la atención
de Izquixóchitl era un joven de no
más de veintitrés años, de estatura
ordinaria y de recia figura y bien
proporcionados miembros. Su
atuendo, sencillo en extremo,
constaba tan sólo de un maxtlatl y de
un tilmatli.
1 No era por tanto su
indumentaria, idéntica a la de
cualquier campesino, la que
desconcertaba a la inválida, sino la
poderosa y extraña energía que
parecía emanar de aquel individuo en
cada uno de sus firmes y elásticos
movimientos.
Aparentemente los dos recién
llegados conocían de antemano que
Izquixóchitl era en esos momentos la
única habitante presente en la aldea,
pues sin vacilación alguna se
encaminaron hacia su desvencijada
choza. Al llegar frente al umbral de
la vivienda, una voz de firme y
modulado acento solicitó
autorización para penetrar al interior.
Sin superar aún los cautelosos
temores que le dominaban,
Izquixóchitl otorgó el permiso que se
le pedía. Al instante, los dos
desconocidos se introdujeron en la
habitación y la anciana pudo
contemplar, a escasa distancia de su
propio rostro, las facciones del joven
y enigmático visitante: su firme
mandíbula de barbilla vigorosamente
redondeada, su amplia y despejada
frente, sus labios de expresión a un
mismo tiempo severa y amable, y
resaltando de entre todos aquellos
singulares rasgos, los ojos, negros y
profundos, en los que se ponía de
manifiesto una voluntad indomable y
una incontrastable energía, que
parecía gritar su ansia por
transformarse de inmediato en
acciones de fuerza avasalladora.
Apartando la vista de aquella
irresistible mirada, Izquixóchitl
observó que el desconocido portaba
sobre el pecho la mitad de un
pequeño caracol marino pendiente de
una delgada cadena de oro. Al
contemplar aquel objeto, la inválida
se sintió sacudida en el fondo mismo
de su ser, percatándose
repentinamente de la identidad del
personaje que se hallaba frente a
ella: Tlacaélel, el Heredero de
Quetzalcóatl.
Izquixóchitl profirió un ahogado
grito de asombro y trató de
arrastrarse hasta los pies del joven
azteca, con la evidente intención de
besarlos respetuosamente. Mediante
rápido y afectuoso ademán, Tlacaélel
impidió los propósitos de la anciana.
Esbozando una amable sonrisa,
el Portador del Emblema Sagrado
tomó asiento al lado de la inválida e
inició con ésta una amena
conversación, relatándole un lejano
acontecimiento de su niñez: tras de
una infructuosa y agotadora mañana
dedicada a tratar de cazar patos
silvestres con su pequeño arco, un
pescador que observaba la inutilidad
de sus esfuerzos le había enseñado la
forma de preparar trampas para
atrapar a estas aves, aconsejándole
que en lugar de perseguirlas
aguardase con paciencia a que los
animales cayesen en la trampa. Una
vez comprobada la eficacia del
sistema propuesto por el pescador,
Tlacaélel había continuado durante
sus años infantiles entrevistándose
con frecuencia con aquel hombre,
aprendiendo, a través de sus sabios
consejos, incontables secretos sobre
la forma de proceder que
caracterizaba a los numerosos seres
que vivían en el lago: desde los
lirios acuáticos hasta las distintas
especies de peces que veloces
cruzaban sus aguas.
Para Izquixóchitl no constituyó
mayor problema adivinar que el
pescador de aquél relato no era otro
sino su extinto esposo: solamente él
había sido capaz de poseer en tan
alto grado ese profundo
conocimiento de las cosas de la
naturaleza y ese bondadoso espíritu
siempre dispuesto a proporcionar
ayuda a los demás, características
claramente sobresalientes en el
pescador de aquella historia. Cuando
el propio Portador del Emblema
Sagrado confirmó sus suposiciones,
dos lágrimas resbalaron por el
agrietado rostro de la anciana.
Dando por concluidas las
añoranzas, Tlacaélel expresó con
toda franqueza el motivo de su
presencia: necesitaba una canoa para
llegar a Tenochtítlan, y aun cuando
estaba al tanto de la requisa y
concentración de lanchas llevada a
cabo por órdenes de Moctezuma,
suponía que esta disposición no
había surtido efecto en lo
concerniente a la canoa propiedad de
Izquixóchitl, pues conociendo la
generosa condición de sentimientos
que animaba a los jóvenes que
habían efectuado esta tarea, daba por
seguro que no habrían sido capaces
de despojarla de un objeto que para
ella era tan preciado.
Izquixóchitl manifestó de
inmediato su consentimiento a lo que
se le solicitaba, sin embargo, no dejó
de expresar la extrañeza que le
producía aquella petición. La capital
del Reino esperaba presa de emoción
la llegada del primer azteca a quien
se había confiado la custodia del
Caracol Sagrado. ¿Por qué escogía
Tlacaélel una forma casi subrepticia
para retornar a su ciudad? En el
embarcadero central le aguardaba, de
seguro, una numerosa escolta con la
misión de conducirle a través del
lago.
Una expresión de dureza cubrió
la faz de Tlacaélel mientras
respondía a la pregunta de la
anciana: ningún motivo, y mucho
menos un simple festejo, constituía
causa suficiente para que los aztecas
descuidasen la vigilancia que debían
mantener siempre en torno de su
ciudad. Si buscaba llegar a
Tenochtítlan sin ser visto, era
precisamente para comprobar la
efectividad de las defensas que la
protegían.
Tras de bajar de su hábil
escondrijo la pesada canoa,
Tlacaélel y su acompañante la
condujeron con todo cuidado hasta
las cercanas aguas del lago y
subiendo en ella, comenzaron a
remar con vigoroso esfuerzo.
Dominada aún por la intensa
impresión que dejara en ella la
inesperada visita del Portador del
Emblema Sagrado, Izquixóchitl
contempló alejarse lentamente la
canoa en dirección a la capital
azteca.
Capítulo VIII
¡PUEBLO DE TENOCH, HABLA
TLACAÉLEL!
Los luminosos rayos del sol se
reflejaban con perfecta claridad en
las tranquilas aguas del lago. Con
excepción de la lancha en que
viajaban Tlacaélel y su sirviente,
ningún observador habría alcanzado
a contemplar una sola embarcación
en aquel inmenso espejo de agua.
Todo parecía indicar que ante el
atractivo de participar en una alegre
recepción, los aztecas habían
descuidado una vez más la vigilancia
de su ciudad capital.
Repentinamente, surgidas de entre un
tupido conjunto de lirios y juncos,
tres rápidas canoas comenzaron a
maniobrar con la clara intención de
cerrar el paso a la embarcación de
Tlacaélel. Las canoas eran tripuladas
por jóvenes guerreros tenochcas
fuertemente armados que hacían
sonar insistentemente sus caracoles
de guerra. Sin atender a las voces
que les ordenaban detenerse,
Tlacaélel y su acompañante
continuaron avanzando, muy pronto
una andanada de flechas pasó
silbando sobre sus cabezas,
obligándolos a cambiar de decisión.
En breves instantes las tres
veloces canoas rodearon la lenta
embarcación. Una expresión de
indescriptible asombro reflejóse en
los juveniles semblantes al reconocer
a Tlacaélel y percatarse de que
acababan de lanzar sus flechas nada
menos que al Sumo Sacerdote de
Quetzalcóatl.
La cordial sonrisa contenida en
el rostro del Portador del Emblema
Sagrado disipó de inmediato el
temeroso asombro de los guerreros.
Con amables frases Tlacaélel elogió
su conducta:
Nos congratulamos, nos
alegramos. He aquí que la ciudad
de Huitzilopóchtli no está ya más a
merced de sus enemigos. Ahora está
prevenida, ahora está alerta. Ya
llega el día en que seremos
nosotros, ya llega el día en que
viviremos.
Tras de dialogar brevemente
con los vigilantes defensores de la
capital, Tlacaélel prosiguió su
interrumpido viaje. Dos de las
canoas que le interceptaron
retornaron a su escondrijo entre los
juncos, mientras la otra daba escolta
a su embarcación.
Muy pronto Tlacaélel terminó
de corroborar la eficaz organización
defensiva existente en derredor de
Tenochtítlan: estratégicamente
distribuidas en diferentes lugares del
lago, y casi siempre ocultas en los
sitios en que la vegetación acuática
adquiría características de mayor
concentración, numerosas
embarcaciones tripuladas por bien
pertrechados guerreros mantenían
una incesante vigilancia que
eliminaba cualquier posibilidad de
un ataque por sorpresa contra la
ciudad.
Rodeada de una creciente
escolta de canoas, conducidas por
entusiastas jóvenes que hacían sonar
sin cesar sus caracoles y tambores de
guerra, la embarcación que
transportaba a Tlacaélel se iba
aproximando cada vez más a
Tenochtítlan.
En la capital azteca el
nerviosismo y la expectación crecían
a cada instante. Desde muy temprano
las calles y canales de la ciudad se
hallaban abarrotados por una
multitud que aguardaba impaciente la
llegada del Heredero de
Quetzalcóatl. Al transcurrir buena
parte de la mañana sin que el
Portador del Caracol Sagrado hiciera
su aparición, comenzaron a circular
los más alarmantes rumores, según
los cuales, los tecpanecas habían
apresado a Tlacaélel y pretendían
utilizarlo como rehén para obligar al
pueblo azteca a pagar tributos aún
más onerosos.
En medio del creciente temor,
únicamente Moctezuma mantenía un
confiado optimismo que procuraba
transmitir a los demás, repitiendo sin
cesar que su hermano era amigo de
actuar siempre en forma imprevista y
que de seguro se había apartado de
las rutas más transitadas, en donde le
aguardaban escoltas enviadas en su
búsqueda, e intentaría llegar sin ser
visto, para así poder verificar por sí
mismo la efectividad de los sistemas
de defensa con que contaba la
ciudad.
No pasó mucho tiempo sin que
las sospechas de Moctezuma fueran
confirmadas por los hechos. Una de
las embarcaciones que escoltaban a
Tlacaélel se adelantó a las demás
para llevar a la ciudad la tan
esperada noticia: el Portador del
Emblema Sagrado se encontraba ya
en el lago y se dirigía en línea recta
al embarcadero central de
Tenochtítlan. Un grito de contenido
júbilo brotó en incontables gargantas,
al tiempo que idénticas preguntas
cruzaban por la mente de todos los
presentes: ¿En qué forma debía
manifestarse el profundo respeto de
que era merecedor el Sumo
Sacerdote de Quetzalcóatl? ¿Llegaba
Tlacaélel para erigirse como
Emperador? ¿Era partidario de la
colaboración con los tecpanecas o
intentaría sacudir el yugo que
oprimía al pueblo azteca?
La ruidosa algarabía con que
los acompañantes de Tlacaélel
anunciaban su avance muy pronto
llegó a los oídos de los inquietos
tenochcas. Miles de manos señalaron
hacia el lejano sitio en el horizonte
en donde un conjunto de pequeños
puntos negros se iban agrandando
rápidamente, hasta transformarse en
veloces canoas que rodeaban a una
lancha de pausado avance.
Al llegar junto a la orilla,
Tlacaélel abandonó la embarcación
de un ágil salto, pisando con pie
firme el suelo de la capital azteca.
A partir del momento en que las
autoridades tenochcas habían tenido
conocimiento de la fecha en que
retornaría Tlacaélel, se habían dado
a la tarea de tratar de organizar los
festejos más adecuados para
recibirlo. Los problemas que dicho
recibimiento implicaba no eran de
fácil solución. En primer término
porque en el pasado ningún Portador
del Emblema Sagrado se había
dignado visitar a Tenochtítlan, y por
ende los aztecas no contaban con un
precedente que resultase aplicable a
la organización de una recepción de
esta índole. Y en segundo lugar, a
causa de la gran confusión que
privaba entre el pueblo y dignatarios
tenochcas respecto del papel que
llegaba a desempeñar en un modesto
y sojuzgado reino como el azteca un
personaje a quien muchos calificaban
de auténtica deidad.
Contrastando con el paralizante
desconcierto que dominaba a las
autoridades, Citlalmina y los grupos
de jóvenes que la secundaban habían
elaborado un programa integral de
festejos que incluía las más variadas
actividades. Al conocer los planes
proyectados por la juventud
tenochca, Itzcóatl les había otorgado
su aprobación, dejando
prácticamente en sus manos la
organización del recibimiento.
Para los juveniles
organizadores no representó mayor
problema conseguir la colaboración
popular que la realización de su
proyecto de festejos requería.
Poseído de un febril entusiasmo, el
pueblo entero había participado en
las múltiples tareas encaminadas a
dar el máximo realce a la llegada del
Portador del Emblema Sagrado,
desde engalanar las casas con
sencillos pero bellos adornos, hasta
elaborar una gigantesca alfombra de
flores a lo largo del recorrido que
había de efectuar Tlacaélel dentro de
la ciudad.
Así pues, ningún tenochca se
sentía ajeno al trascendental
acontecimiento que tendría lugar
aquel día en la capital azteca.
Lo primero que contempló
Tlacaélel al arribar a Tenochtítlan
fue la bella figura de Citlalmina.
rodeada de un numeroso grupo de
pequeñas niñas ataviadas en forma
por demás extraña, pues portaban
toda clase de armas que a duras
penas lograban sostener con sus
débiles fuerzas. Las miradas de
Tlacaélel y Citlalmina se cruzaron.
La compenetración que existía entre
ellos era tan grande, que bastó sólo
una breve mirada -tan fugaz que pasó
inadvertida a la observación de los
presentes- para que sin mediar
palabra alguna resolviesen de común
acuerdo el proceder que adoptarían
en el futuro.
El menor incumplimiento de los
sagrados deberes a que Tlacaélel
habría de consagrarse constituía, ante
la recta mente y superior
espiritualidad de ambos jóvenes, una
incalificable traición que ni siquiera
podía ser imaginada, por tanto
comprendían muy bien que la nueva
situación les obligaba al sacrificio
de sus pensamientos personales. Sin
embargo, sabían también que aun
cuando quizá no volviesen a verse
nunca más, continuarían siendo
siempre un solo y único ser
encarnado en dos cuerpos.
Alzando un brazo con grácil y
firme ademán, Citlalmina señaló al
portador del Emblema Sagrado al
tiempo que exclamaba con fuerte
acento:
¡Que Huitzilopóchtli esté
siempre contigo Tlacaélel, Azteca
entre los Aztecas!
La salutación de Citlalmina,
expresaba en tan breves como
reveladores términos, despejó en un
instante los equívocos y difundidos
conceptos respecto de la posición
que dentro de la sociedad azteca
venía a ocupar el Heredero de
Quetzalcóatl. La idea de que el
Portador del Emblema Sagrado
constituía en sí mismo una divinidad
recibía así la más rotunda negativa.
El calificativo dado por Citlalmina
al recién llegado proporcionaba a
todos una imagen clara y precisa de
lo que en realidad era Tlacaélel: el
personaje más importante y
respetable de todo el Reino, pero no
por ello un ser inaccesible y
separado de las necesidades y
problemas de su pueblo.
Superando la tensa inmovilidad
que hasta ese momento había
dominado a la multitud, las niñas
ataviadas con armas de guerra se
acercaron hasta Tlacaélel. Las
pequeñas se habían apoderado de
todo aquel armamento la noche que
Citlalmina, aduciendo la aparente
inexistencia de hombres en el Reino,
había exhortado a las mujeres
tenochcas a hacerse cargo de la
defensa de la ciudad. Posteriormente
las niñas habían ocultado las armas,
negándose a devolverlas a sus
familiares a pesar de las reprimendas
y castigos sufridos. Con frases entre
cortadas de la emoción que les
dominaba, las chiquillas expresaron
a Tlacaélel que venían a entregarle
sus armas, pues estaban seguras de
que él sí sabría utilizarlas
adecuadamente.
El Azteca entre los Aztecas
esbozó una amplia sonrisa al
percatarse de la decidida actitud de
las pequeñas, dialogó brevemente
con ellas y después tomó varias de
las armas que le ofrecían: cruzó
sobre su pecho un largo arco,
acomodó en sus hombros un carcaj
rebosante de flechas, embrazó un
bello escudo decorado con la imagen
de Huitzilopóchtli y en su diestra
esgrimió un macuahuitl
1 de cortantes filos. Una vez
ataviado con las armas tradicionales
de los guerreros náhualt, Tlacaélel
dio comienzo a su triunfal recorrido
por la capital azteca. La acertada
salutación de Citlalmina y la
confiada actitud de las pequeñas
habían troncado en breves instantes
los sentimientos populares:
abandonado su actitud inicial,
nerviosa e insegura, la multitud
desbordase en un creciente y
frenético entusiasmo.
La inmensa muchedumbre que
ovacionaba a Tlacaélel se fue
haciendo más compacta al irse
acercado éste al centro de la ciudad.
Desde las azoteas de las casas caía
una incesante lluvia de flores,
lanzada por grupo de mujeres que
entonan alegres canciones. Un
elevado número de tecnochas vestía
atuendos de guerreros, manifestando
así su forma de sentir ante el
conflicto que afrontaba el Reino, sus
estruendosos cantos de guerra
impregnaban el ámbito con bélicos
acentos; sin embargo, Tlacaélel pudo
percatarse de que entre la multitud
había también muchas personas,
todas ellas de muy modesta
condición, que cargaban canastillas
conteniendo algunos de los productos
con los cuales se cubrían los tributos
a los tecpanecas. Los portadores de
las canastillas no cesaban de
expresar a grandes voces sus deseos
de que la paz se mantuviese a
cualquier precio: "No queremos
guerra". "Paguemos los tributos a
Maxtla y salvemos nuestras vidas y
nuestras cosechas." Esta, al parecer
sincera exteriorización de
sentimientos pacifistas, era en
realidad producto de una nueva
maniobra de los integrantes del
Concejo del Reino. Convencidos de
que la actitud que adoptase Tlacaélel
resultaría determinante para los
futuros acontecimientos, habían
distribuido entre la población más
pobre generosos donativos,
incitándola a que manifestase ante el
Portador del Emblema Sagrado
fervientes anhelos de paz, con objeto
de presionarlo a que asumiese una
actitud conciliadora ante las
pretensiones de Maxtla.
En medio de un verdadero mar
humano que en ocasiones volvía
imposible su avance, Tlacaélel llegó
finalmente a la Plaza Mayor de la
ciudad; ahí le aguardaban, sobre un
adornado templete de madera
construido al pie del Gran Teocalli,
las personalidades más destacadas
del Reino.
Tlacaélel ascendió las gradas
de! entarimado y se dirigió en línea
recta hacia Tozcuecuetzin, el sumo
sacerdote del culto tenochca. Al ver
frente a él a su antiguo discípulo
portando el Sagrado Emblema de
Quetzalcóatl, el anciano sacerdote
fue presa de la más viva emoción.
Con el rostro bañado en lágrimas
intentó arrodillarse ante los pies de
Tlacaélel, al impedírselo éste, se
despojó del símbolo de su poder, el
pectoral de jade de Tenochca, y con
humilde ademán hizo entrega del
mismo a Tlacaélel. El Azteca entre
los Aztecas rechazó amablemente el
ofrecimiento y colocó de nuevo el
pectoral sobre el pecho de
Tozcuecuetzin, después de lo cual
avanzó hasta quedar frente a Itzcóatl.
El monarca azteca, siguiendo el
ejemplo del sumo sacerdote, se
despojó del emblema más
representativo de su autoridad -la
diadema de oro con plumas de
Quetzal que coronaba su frente- e
intentó colocarla sobre la cabeza de
Tlacaélel, pero una vez más, éste
rechazó el emblema que se le
ofrecía.
2
Acto seguido, Tlacaélel saludó
a los integrantes del Consejo del
Reino, su actitud con ellos fue cortés,
pero no exenta de una deliberada
frialdad, la cual resaltó aún más por
el hecho de que a continuación, al
dialogar brevemente con Moctezuma
y los jóvenes guerreros que le
acompañaban, se expresó ante éstos
en elogiosos términos, felicitándolos
por el sistema de vigilancia que para
protección de la ciudad habían
organizado y cuya eficacia había
podido comprobar personalmente.
Concluidos los saludos,
Tlacaélel se colocó a un lado de
Itzcóatl, quien adelantándose unos
pasos se dispuso a presentar
formalmente al Portador del
Emblema Sagrado ante todo el
pueblo azteca.
Con recia y emocionada voz, el
monarca afirmó:
Tlacaélel, sacerdote de
Quetzalcóatl, sé bienvenido. Te
aguardábamos. Estábamos
desasosegados por tu ausencia. Muy
graves, muy difíciles son los
problemas que hoy nos afligen. Los
de Azcapotzalco ya no recuerdan, se
han olvidado del valor de nuestros
pasados servicios y hoy nos
amenazan con la destrucción si no
accedemos a sus exigencias. Sin
embargo, siendo tan graves los
conflictos externos que nos aquejan,
son en realidad los problemas
internos los que más nos inquietan y
preocupan. No estamos unidos sino
que vivimos en discordia. No
avanzamos en derechura sino
caminamos descarriados. No
estamos serenos sino alterados y
con alboroto.
Trocando sus pesimistas
afirmaciones por frases que
denotaban su confianza en una
próxima mejoría de la angustiosa
situación descrita, Itzcóatl finalizó su
mensaje de presentación:
¡Oh Tenochcas! ¿A qué hablar
más de nuestras rencillas y
mezquindades? Estamos ciertos de
que éstas han cumplido su tiempo y
hoy, finalmente, merecemos,
alcanzamos nuestro deseo. El
sucesor de Quetzalcóatl, el legítimo
heredero de los Emperadores
Toltecas, el Sumo Sacerdote de la
Hermandad Blanca, se encuentra ya
entre nosotros… ¡Pueblo de Tenoch,
habla Tlacaélel!
Un impresionante silencio
extendióse por la enorme plaza. La
gigantesca multitud congregada en
ella quedó estática, como si
repentinamente algún conjuro la
hubiese petrificado. Hasta el aire
mismo pareció detenerse para
escuchar, expectante, el trascendental
mensaje que ahí iba a pronunciarse.
El opresor silencio y la antinatural
inmovilidad produjeron una
insoportable tensión en el ambiente,
y en el instante mismo en que ésta
llegó al máximo, escuchóse una voz
con sonoridades de trueno:
¿Qué es esto tenochcas? ¿Qué
hacéis vosotros? ¿Cómo ha podido
llegar a existir cobardía en el
pueblo de Huitzilopóchtli?
Aguardad, meditad un momento,
busquemos todos juntos un medio
para nuestra defensa y honor y no
nos entreguemos afrentosamente en
manos de nuestros enemigos. ¿A
dónde iréis? Este es nuestro centro.
Este es el lugar donde el águila
despliega sus alas y destroza a la
serpiente. Este es nuestro Reino.
¿Quién no lo defenderá? ¿Quién
pondrá reposo a su escudo? ¡Que
resuenen los cascabeles entre el
polvo de la contienda, anunciando
al mundo nuestras voces!
Las palabras de Tlacaélel,
pronunciadas con indescriptible
energía, comenzaron a operar desde
el primer momento un misterioso
efecto en la multitud. Bajo su influjo,
las incontables conciencias
personales parecieron fundirse en
una sola alma, alerta y poderosa, que
aguardaba ansiosa encontrar una
finalidad a su existencia.
El verbo arrebatador del Azteca
entre los Aztecas continuaba
haciendo vibrar a su pueblo y hasta a
las mismas piedras de los edificios:
El tiempo de la ignominia y la
degradación ha concluido. Llegó el
tiempo de nuestro orgullo y nuestra
gloria. Ya se ensancha el Árbol
Florido. Flores de guerra abren sus
corolas. Ya se extiende la hoguera
haciendo hervir a la llanura de
agua. Ya están enhiestas las
banderas de plumas de quetzal y en
los aires se escuchan nuestros
cantos sagrados.
Elevando aún más el tono de su
voz, el Portador del Emblema
Sagrado concluyó:
¡Que se levante la aurora!
Sean nuestros pechos murallas de
escudos. Sean nuestras voluntades
lluvia de dardos contra nuestros
enemigos. ¡Que tiemble la tierra y
se estremezcan los cielos, los
aztecas han despertado y se yerguen
para el combate!
La vibrante alocución de
Tlacaélel había llegado a su término.
El Heredero de Quetzalcóatl quedó
inmóvil y silencioso, su rostro
tornóse impasible e inescrutable,
sólo sus ojos continuaban
despidiendo desafiantes fulgores.
Durante breves instantes, la
multitud guardó el mismo respetuoso
y absoluto silencio con que
escuchara la encendida arenga,
después, la enorme plaza pareció
estallar a resultas del ensordecedor
estruendo que desatóse en su interior:
retumbar de tambores, incesantes y
enardecidos vítores, retadores cantos
de guerra, llanto emocionado de
mujeres y niños. Los portadores de
canastillas conteniendo tributos para
los tecpanecas las estrellaban contra
el suelo y luego las pateaban con
furia, haciendo patente su radical
cambio de opinión.
Al igual que todos los seres, los
pueblos tienen también sus
correspondientes periodos de
nacimiento, infancia, adolescencia,
juventud, madurez, vejez y muerte. El
pueblo azteca había nacido en Aztlán
y los sabios de superior visión y
elevada espiritualidad que moraban
en aquellas lejanas tierras le habían
profetizado un glorioso destino. Vino
luego la azarosa etapa de su infancia,
transcurrida en un continuo
deambular por regiones hostiles,
buscando sin cesar la anhelada señal
del águila devorando a la serpiente,
cuyo hallazgo marcaría a un mismo
tiempo el inicio de su adolescencia y
su definitivo asentamiento en un
territorio robado a las aguas. Pero
todo esto constituía va en esos
momentos un pasado superado, pues
aun cuando el futuro se vislumbraba
obscuro y cargado de amenazas, la
superior personalidad de Tlacaélel
había logrado imprimir un nuevo
impulso al progresivo desarrollo de
su pueblo, haciéndole concluir
bruscamente la época de una
adolescencia inmadura y titubeante,
para dar comienzo a una etapa
juvenil que se iniciaba pictórica de
un vigoroso entusiasmo.
Durante toda la noche
continuaron resonando en
Tenochtítlan los vítores y cánticos
del pueblo azteca.
Capítulo IX
TENOCHTITLAN EN ARMAS
Al día siguiente de su llegada a
Tenochtítlan, Tlacaélel inició la
inspección de los efectivos militares
con que contaban los aztecas para
hacer frente a la inminente guerra que
se avecinaba. Al pasar revista a los
juveniles batallones que comandaba
Moctezuma, el Azteca entre los
Aztecas, tras de elogiarlos por su
decidida voluntad de lucha y
evidente entusiasmo, aprovechó la
ocasión para hacerles ver el grave
error en que habían incurrido al
pretender efectuar la defensa del
Reino actuando en forma separada
del resto de la sociedad. Resultaba
imprescindible, afirmó, lograr cuanto
antes la efectiva participación de
todo el pueblo en el esfuerzo bélico
que habría de realizarse, pues de ello
dependía el que se pudiese contar
con algunas posibilidades de éxito en
el grave conflicto al que se
enfrentaban.
Una vez concluida la revisión
de las fuerzas militares del Reino,
Tlacaélel llevó a cabo un segundo
acto público: se dirigió a la
población donde moraba
Izquixóchitl, con objeto de devolver
personalmente a la inválida la canoa
que ésta le prestara para cruzar el
lago y hacer su arribo a la ciudad.
La visita de Tlacaélel a la
pequeña aldea fue motivo de una
verdadera conmoción, no sólo entre
sus habitantes, sino en todos los
pobladores de la comarca, los cuales
acudieron de inmediato en cuanto se
corrió la noticia de la presencia del
Portador del Emblema Sagrado en
aquel sitio.
Así pues, ante una concurrencia
de regulares dimensiones, Tlacaélel
hizo la devolución de la vieja canoa
a una emocionada Izquixóchitl, no sin
antes pronunciar un breve discurso
en el cual puso de manifiesto su
agradecimiento por la ayuda recibida
y su segura convicción de que para el
futuro la bondadosa anciana sería
objeto de mayores y mejores
atenciones por parte de sus vecinos.
Tlacaélel dedicó el resto del
día a conversar informalmente con
las numerosas personas que se
habían reunido en la aldea,
escuchando con atención los
planteamientos que se le hacían
acerca de los problemas que
afectaban a las pequeñas
comunidades en donde estas
personas residían.
Al igual que ocurría en todas las
poblaciones tenochcas que día con
día se multiplicaban en las riberas
del enorme lago, la mayor parte de
las dificultades a que tenían que
hacer frente los moradores de la
región que visitaba Tlacaélel
provenían de la total carencia de
coordinación en las actividades que
cada una de las distintas poblaciones
realizaba, lo cual se traducía en una
incesante duplicación de esfuerzos y
en la consiguiente pobreza de
resultados.
Con frases sencillas pero
impregnadas de un criterio práctico y
realista, Tlacaélel explicó
pacientemente a sus atentos
interlocutores que jamás verían
resueltos sus problemas mientras no
lograsen conjugar esfuerzos y actuar
en forma unificada. Era preciso, por
ejemplo, constituir asociaciones que
agrupasen a los componentes de las
distintas actividades productivas que
se desarrollaban dentro de la
sociedad azteca.
Tlacaélel se comprometió a dar
su más completo apoyo a las
asociaciones cuya creación proponía,
pero acto seguido manifestó que si
bien esta tarea representaba una
importante labor por realizar, el
Reino se enfrentaba a un problema
inmediato mucho más urgente: la
guerra en contra de los tecpanecas,
de cuyo resultado dependía la
sobrevivencia misma del pueblo
azteca. ¿En qué forma tenían pensado
participar los que lo escuchaban en
tan decisiva contienda?
Todas las personas que habían
asistido al diálogo con el Portador
del Emblema Sagrado manifestaron
un sincero interés por colaborar en la
lucha, pero expresaron también su
desconocimiento respecto a la mejor
forma de actuar para lograr que dicha
colaboración resultase lo más
efectiva posible. Tlacaélel les indicó
que debían incorporarse cuanto antes
a los grupos organizados por
Moctezuma y Citlalmina; en los
primeros tenían cabida todos los
hombres aptos para el combate y en
los segundos la totalidad de la
población civil.
Concluida su visita a la aldea,
el Azteca entre los Aztecas retornó al
atardecer a Tenochtítlan, plenamente
convencido de que los moradores de
aquella comarca no se encontraban
ya simplemente entusiasmados en
favor de la independencia del Reino,
sino que participarían activamente en
los denodados esfuerzos que
implicaba el tratar de obtenerla.
Lo ocurrido en la aldea donde
habitaba Izquixóchitl, repitióse en
forma más o menos parecida durante
los incesantes recorridos que en los
subsecuentes días llevó a cabo
Tlacaélel por las diferentes
comunidades de origen azteca
existentes en las riberas del lago. En
todas partes el Portador del
Emblema Sagrado escuchó con
atención los problemas que le
planteaban personas de los más
distintos estratos sociales,
manifestando siempre una profunda
compenetración con los anhelos y
aspiraciones populares, pero a la vez
fijando elevados objetivos cuya
conquista el pueblo jamás había
soñado.
En esta forma, la vigorosa
personalidad de Tlacaélel
constituyóse en el impulso rector que
conducía al pueblo azteca en su lucha
por liberarse del dominio tecpaneca.
Las recientes direcciones que
mantuvieron divididos a los
tenochcas habían desaparecido y
todos laboraban sin descanso con
miras a incrementar su capacidad
combativa.
1
A su vez, Moctezuma era el jefe
militar indiscutido del ejército
tenochca. Sus excepcionales
facultades de organización y mando,
así como sus relevantes cualidades
de estratego nato, hacían de su
persona el guerrero insustituible
dentro de las fuerzas aztecas.
Y en verdad era necesario un
carácter indomable como el de
Moctezuma para atreverse a asumir
la responsabilidad de la dirección de
la guerra dada la evidente
desproporción existente entre los
ejércitos contendientes. Los
tecpanecas contaban con un
numeroso ejército profesional,
aguerrido y disciplinado, poseedor
de una gran confianza en sí mismo
como resultado de una interrumpida
secuela de triunfos. Por si esto fuera
poco, la prosperidad económica de
que disfrutaba el Reino de Maxtla
permitía a éste la posibilidad de
incrementar considerablemente su
ejército en el momento que lo juzgase
conveniente mediante la contratación
de tropas mercenarias provenientes
de las más apartadas regiones.
En muy diferente situación se
encontraba el ejército azteca. Con la
excepción de aquellos que habían
militado como mercenarios en las
huestes tecpanecas, los demás
integrantes de las fuerzas tenochcas
poseían escasa o nula experiencia
militar. Por otra parte, al ingresar al
ejército la totalidad de los hombres
con capacidad para empuñar las
armas, las actividades productivas
habían quedado súbitamente
abandonadas, originándose con ello
no sólo la ominosa perspectiva de
una inminente carencia de alimentos,
sino también la insuficiencia de
material bélico con el cual equipar
debidamente a los guerreros.
Para contrarrestar al máximo
posible la carencia de un ejército
profesional, Moctezuma obligó a
todos los integrantes de los recién
formados contingentes aztecas a un
intenso entrenamiento y a la
realización incesante de complicadas
maniobras. El diario adiestramiento
a que sometía Moctezuma a sus
tropas resultaba a tal grado agotador,
que muy pronto éstas comenzaron a
desear que los verdaderos combates
se iniciasen cuanto antes, pues habían
llegado a la conclusión de que la
guerra resultaría un descanso en
comparación con los rigurosos
entrenamientos a que se encontraban
sujetas.
La difícil tarea de organizar a la
población no combatiente para que
ésta se hiciese cargo de todas las
actividades productivas,
principalmente las relacionadas con
la urgente necesidad de dotar de
armamento a las tropas tenochcas,
fue afrontada con ánimo resuelto por
Citlalmina. Muy pronto la joven
logró crear una vasta organización
que abarcaba a la totalidad de la
población civil, cuyos integrantes,
haciendo gala de un enorme
entusiasmo y de una
[2]increíble imaginación
creadora, generaban sin cesar
ingeniosas soluciones para resolver
cuantos problemas se les planteaban.
Mujeres, niños y ancianos,
trabajaban sin descanso elaborando
implementos guerreros y llevando a
cabo las faenas agrícolas y de pesca
indispensables para la diaria
subsistencia.
En el breve lapso de unas
cuantas semanas contadas a partir de
la llegada de Tlacaélel a
Tenochtitlan, el Reino Azteca se
había transformado en una especie de
enorme campamento armado en
donde todos sus componentes se
aprestaban febrilmente para la
contienda.
Los acontecimientos que tenían
lugar en Tenochtítlan eran objeto de
profunda atención por parte de los
tecpanecas. Hasta el último instante,
Maxtla había sido de la opinión que
las rivalidades existentes entre los
dirigentes tenochcas terminarían por
desatar una guerra intestina que le
facilitaría enormemente recuperar el
perdido control del Reino Azteca. Al
ver definitivamente frustradas sus
esperanzas en este sentido, resolvió
que no debía intentarse ya lograr de
nueva cuenta el sometimiento de los
rebeldes, sino proceder a su
completo exterminio. Plenamente
consciente de la superioridad de
recursos de que disponía en
comparación con los de sus
enemigos, Maxtla decidió no correr
riesgo alguno, y por ende, optó por
no precipitar el inicio de las
hostilidades, sino que primeramente
se dio a la tarea de concentrar en
Azcapotzalco la suficiente cantidad
de fuerzas que le garantizasen la total
destrucción de sus rivales en un
único y demoledor ataque.
La situación geográfica de
Tenochtítlan, rodeada por doquier de
poblaciones tributarias de los
tecpanecas, volvía prácticamente
imposible la probabilidad de
concertar con ellas una alianza
defensiva, pues a pesar de que sus
habitantes soportaban a duras nenas
el yugo que les imponían los de
Azcapotzalco, no estaban dispuestos
a tomar parte en una riesgosa
aventura que contaba con muy pocas
probabilidades de éxito y en cambio
podía acarrearles su total
destrucción.
Existía, sin embargo, un Reino
que era la excepción a la regla
anteriormente enunciada: el Reino de
Texcoco, cuyos habitantes no se
habían resignado nunca a la pérdida
de su independencia y mantenían un
indomable espíritu de rebeldía
siempre a punto de estallar,
fortalecido por el hecho de que el
príncipe Nezahualcóyotl, a quien
todos los texcocanos consideraban
como su legítimo gobernante, había
logrado sobrevivir a la incesante
persecución de que era objeto por
los secuaces de Maxtla.
Al percatarse los aztecas que
los ejércitos tecpanecas estaban
desguarneciendo las poblaciones que
ocupaban para proceder a
concentrarse en Azcapotzalco,
enviaron mensajeros al escondite
donde se encontraba Nezahualcóyotl,
alentándolo a que aprovechase esta
circunstancia e intentase promover
una rebelión en Texcoco.
En un golpe de audacia,
Nezahualcóyotl, acompañado tan
sólo de media docena de sus más
leales partidarios, se presentó de
improviso en la que fuera antaño
capital del Reino de su padre. La
simple vista del ya legendario
príncipe poeta despertó en el pueblo
una reacción incontenible. La gente
se lanzó a la calle a vitorearlo y a
proferir toda clase de improperios
contra sus opresores. Cuando los
soldados que integraban el reducido
contingente de tropas tecpanecas que
permanecían en la ciudad intentaron
apoderarse de Nezahualcóyotl,
fueron atacados por el enfurecido
pueblo de Texcoco; suscitóse una
sangrienta refriega en la que la
aplastante superioridad numérica de
los habitantes de la ciudad no tardó
en imponerse. Rodeado de una
eufórica multitud que no cesaba de
aclamarle, Nezahualcóyot penetró en
el palacio construido por Ixtlilxóchitl
y del cual había tenido que salir
huyendo la noche en que sus
enemigos tomaran por asalto la
ciudad. Su primer acto de gobierno
consistió en enviar emisarios a
Tenochtítlan, informando a los
aztecas que podían considerar al
Reino de Texcoco como un firme
alado en su lucha contra los
tecpanecas.
La noticia de la rebelión de
Texcoco produjo en Maxtla el mayor
ataque de ira de toda su existencia;
solamente existía sobre la tierra una
persona a quien odiara más que a
Tlacaélel y a Moctezuma, y ésta era
precisamente Nezahualcóyotl. La
inasible figura del príncipe
texcocano hacía largo tiempo que
constituía una permanente pesadilla
para los gobernantes de
Azcapotzalco. Primero Tezozómoc y
después Maxtla habían urdido
incontables celadas en contra del
joven príncipe, pero tal parecía que
éste gozaba de una particular
protección de los dioses, pues
lograba siempre burlar todas las
acechanzas y eludir una y otra vez a
sus perseguidores.
A pesar del desbordante furor
que le dominaba, Maxtla no dejó que
sus sentimientos le cegasen al punto
de impedir analizar la situación con
frío realismo. Si pretendía castigar
de inmediato a los texcocanos se
vería obligado a dividir sus fuerzas,
con los consiguientes riesgos y
desventajas que esta clase de
campañas traen siempre consigo. La
rebelión de Texcoco había sido
posible merced a una circunstancia
muy particular: el indestructible
afecto que unía al pueblo de este
Reino con su príncipe. Al no existir
en el resto de los pueblos vasallos de
los tecpanecas condiciones
similares, no se corría mayor peligro
de que pudiese cundir el ejemplo de
los rebeldes. Así pues, en virtud de
la proximidad y mayor poderío de
Tenochtítlan, los aztecas continuaban
siendo el enemigo cuya destrucción
debía obtenerse en primer término,
ya se tomarían después las debidas
represalias en contra de los
engreídos texcocanos. Por otra parte
-concluyó Maxtla- resultaba evidente
que el tiempo estaba actuando en
favor de la causa de Azcapotzalco:
atraídos por la generosa paga que se
les otorgaba, cada día era mayor el
número de tropas mercenarias que
acudían de todos los rumbos a
ofrecer sus servicios. Esto permitía
suponer que cuando llegase el
momento de medir sus fuerzas, aun en
el lógico supuesto de que aztecas y
texcocanos se aliasen, resultarían
fácilmente derrotados por el
numeroso y bien pertrechado ejército
que los tecpanecas lograrían armar
en su contra.
Las noticias acerca de la
incesante concentración de tropas
mercenarias que tenía lugar en
Azcapotzalco llevó a, los dirigentes
aztecas a la decisión de apresurar el
inicio de la contienda, aun cuando
esto significase el tener que
prescindir de las ventajas
estratégicas que para una guerra
defensiva otorgaba la ubicación de
Tenochtítlan.
Moctezuma trazó un audaz plan
de operaciones que fue aprobado
íntegramente por Tlacaélel e Itzcóatl.
Informado Nezahualcóyotl acerca del
mismo, estuvo de acuerdo en efectuar
la guerra conforme al proyecto
azteca.
La lucha que habría de decidir
el futuro de tres Reinos estaba por
iniciarse.
Capítulo X
¿QUIEN PODRÍA DORMIR ESTA
NOCHE?
El Flechador del Cielo, el
prototipo azteca de valor y nobleza,
el siempre sereno e inmutable
Moctezuma, se revolvía nervioso en
su estera sin lograr conciliar el
sueño. La clara luminosidad de una
luna llena, señoreando un cielo
despejado, permitía al guerrero
abarcar con su mirada a todo el
campamento tenochca. Con la
excepción de las débiles estelas de
humo que aún surgían de las
apagadas fogatas y cuyo acre olor
impregnaba el ambiente, el paisaje
que se extendía ante su vista ponía de
manifiesto la calma y la quietud más
completas; sin embargo, fuerzas
indefinibles parecían haber envuelto
el campamento, produciendo dentro
de sus bien marcados contornos una
tensión angustiosa y opresiva.
Entrecerrando los ojos,
Moctezuma volvió a repasar
mentalmente, por enésima vez, el
plan de combate que tratarían de
ejecutar las fuerzas aliadas bajo su
mando en la decisiva batalla que
habría de librarse al día siguiente.
A partir de la primera reunión
celebrada entre los jefes militares de
Texcoco y Tenochtítlan, el Flechador
del Cielo había sido designado
general en jefe de ambos ejércitos.
La centralización del mando militar
en una sola persona había evitado el
peligro de falta de coordinación que
se presenta siempre en la actuación
de ejércitos aliados cuando obedecen
a jefes de igual jerarquía. Asimismo,
y como resultado de la relevante
personalidad del guerrero azteca, su
designación había despertado en las
tropas un gran optimismo en alcanzar
el triunfo sobre sus poderosos
oponentes.
Resultaba evidente, por tanto,
que aztecas y texcocanos se
presentarían en el campo de batalla
poseídos de un elevado espíritu de
lucha y plenamente confiados en la
acertada dirección del mando
supremo a cargo de Moctezuma; pero
en aquella interminable noche que
precedía al decisivo encuentro,
inesperados sentimientos de
desconfianza e incertidumbre
luchaban por dominar el ánimo
tradicionalmente imperturbable del
Flechador del Cielo.
Después de repasar
mentalmente el plan de combate,
Moctezuma fijó la mirada en el
sector del campamento donde se
encontraba concentrada la población
civil. Aun cuando en un principio el
guerrero azteca se había opuesto a
que las mujeres, los niños y las
personas de edad avanzada,
acompañasen al ejército y estuviesen
presentes en las cercanías del campo
de batalla, había terminado por ceder
ante la aplastante lógica de los
argumentos expuestos por Citlalmina:
de nada valdría que la población no
combatiente permaneciese oculta en
sus casas mientras se desarrollaba la
contienda; de sobrevenir la derrota
de las fuerzas aliadas, las
enfurecidas huestes de Maxtla
acudirían de inmediato a
Tenochtítlan para arrasarla hasta sus
cimientos y borrar toda huella de su
existencia. Más valía que todos los
integrantes del pueblo azteca
estuviesen presentes en el lugar
donde habría de decidirse su destino,
pues la cercana proximidad de sus
familiares estimularía al máximo a
los guerreros, que en esta forma, no
podrían ni por un instante dejar de
tener presente la suerte que
aguardaría a los suyos sino rendían
el máximo de su esfuerzo. Por otra
parte, en virtud del alto grado de
organización y disciplina alcanzado
por la población tenochca, los
civiles estarían en posibilidad de
prestar valiosos servicios auxiliares
a las tropas, desde los concernientes
a la asistencia médica de los heridos,
hasta los relativos a sanidad,
alimentación y transporte de armas.
Mientras la mirada del guerrero
permanecía fija en el amplio sector
del campamento ocupado por el
pueblo, la lucha que se libraba en lo
más profundo de su espíritu entre la
zozobra que le invadía y la firmeza
de su carácter, terminó por decidirse
con una amplia victoria por parte de
la primera. La clara conciencia de
que la supervivencia del Reino
Tenochca dependía íntegramente de
que tuviese éxito el plan de combate
ideado por él y cuya ejecución debía
dirigir al día siguiente, terminó por
doblegar, tras de larga y hasta
entonces indecisa batalla, al
poderoso espíritu de Moctezuma. Un
amargo resentimiento en contra de
las circunstancias, que le imponían la
pesada carga de ser el responsable
directo de la muerte o sobre vivencia
de su propio pueblo se adueñó del
ánimo del Flechador del Cielo,
paralizando su hasta entonces
invencible voluntad.
En lo más profundo del alma del
abatido guerrero, se formuló en una
interrogante no expresada en
palabras la pregunta que ponía de
manifiesto los sentimientos que le
embargaban: ¿Existía acaso sobre la
tierra un ser humano que en aquellos
momentos sobrellevase una
responsabilidad mayor a la suya?
Apenas terminaba Moctezuma
de formularse aquella pregunta,
cuando en su interior surgió al
instante la correspondiente respuesta:
si bien su responsabilidad como
general en jefe era de gran
consideración, no podía ni
remotamente compararse con la de
Tlacaélel, máximo e indiscutido
dirigente del movimiento que había
puesto en pie de lucha al hasta
entonces oprimido pueblo tenochca.
Arrepentido de haberse dejado
vencer por la debilidad y el
desaliento, el Flechador del Cielo se
olvidó de sus propias
preocupaciones, para reflexionar en
cuál podría ser el estado de ánimo
que privaría en aquellos instantes en
el espíritu de Tlacaélel. A pesar de
que se apreciaba de ser la persona
que mejor conocía el carácter de su
hermano, Moctezuma no supo hallar
una respuesta adecuada para
semejante pregunta.
El Rey de Azcapotzalco, famoso
en todo el Anáhuac por su voluntad
despótica e implacable, su
inteligencia fría y calculadora y su
total insensibilidad ante las
desgracias ajenas, aguardaba en
vigilante espera el final de aquella
noche cargada de impredecibles
presagios.
Tratando vanamente de aquietar
su agitado espíritu, Maxtla recordó
una a una las frases rebosantes de
optimismo que ante él habían
pronunciado los generales
tecpanecas antes de retirarse a
descansar. Todos ellos parecían
estar sinceramente convencidos de
que la superioridad numérica y el
mayor profesionalismo de las tropas
bajo su mando, les permitirían
alcanzar una aplastante victoria en la
batalla que habría de desarrollarse al
día siguiente.
Sin embargo, a pesar de la
evidente lógica en que se sustentaban
todas las predicciones favorables a
su causa, Maxtla no lograba evitar
que en su interior la duda y el temor
cobrasen a cada instante mayores
proporciones. No sólo sentía que
peligraba la subsistencia de su
autoridad personal, alcanzada a
resultas de toda una vida dedicada a
conquistar el poder y a mantenerse en
él por cualquier medio, sino que
comprendía también que la
hegemonía del señorío de
Azcapotzalco sobre un heterogéneo
conjunto de pueblos, lograda a base
de tremendos esfuerzos por su padre
y continuada por él con idéntico
empeño, corría el riesgo de
derrumbarse estrepitosamente.
Al tiempo que por la mente de
Maxtla desfilaban toda una larga
serie de recuerdos relativos a las
grandes dificultades que había tenido
que vencer para alcanzar el trono,
1 acudían también a su memoria
los relatos que escuchara desde su
infancia sobre la situación que había
prevalecido en el Anáhuac en los
años comprendidos entre la
desaparición del Segundo Imperio
Tolteca y la consolidación de la
hegemonía de Azcapotzalco. La
carencia en este período de un poder
central capaz de imponer el orden y
propiciar la cultura había llevado a
todos los pueblos a la anarquía.
Guerras inacabables, hambres,
epidemias, inseguridad en los
caminos y una virtual paralización de
las actividades superiores de la
mente y el espíritu, habían sido el
pavoroso saldo de aquel sombrío
periodo.
Esta caótica situación había ido
desapareciendo lentamente al irse
afianzando el predominio del señorío
de Azcapotzalco sobre un creciente
número de poblaciones. El poderío
del ejército tecpaneca constituía una
segura salvaguardia de la paz y el
orden en todos los territorios
conquistados. Por otra parte, eran
innegables los esfuerzos realizados
por los gobernantes de Azcapotzalco
para preservar los restos de la
antigua herencia cultural tolteca.
Artistas y filósofos eran siempre
protegidos y recompensados con
largueza por las autoridades
tecpanecas, sinceramente interesadas
por incrementar al máximo posible
las actividades educativas y
culturales.
Al meditar en la particular
misión que política y culturalmente
había venido desempeñando en los
últimos años el Reino de
Azcapotzalco, Maxtla se percató
repentinamente de que su innata
ambición de poder, eje central de
toda su conducta, había sido utilizada
como un simple instrumento por ese
instinto poderoso que subyace en
toda sociedad y que anhela como
suprema finalidad la preservación
del orden y la paz, instinto que
mantiene una permanente lucha en
contra de la tendencia -igualmente
poderosa y arraigada en lo más
profundo de la naturaleza humanaque
busca promover el desorden y la
anarquía.
En esta forma, al cobrar plena
conciencia de que la supremacía
tecpaneca era al mismo tiempo la
mejor garantía de la subsistencia
pacífica entre múltiples pueblos y de
la continuidad de una cierta manera
de vivir, fundada en los vestigios de
una herencia cultural proveniente de
un remotísimo pasado, Maxtla se vio
invadido, con gran sorpresa de su
parte, de un desconocido sentimiento
de responsabilidad. ¿Qué ocurriría -
se preguntó con sincera
preocupación- si desapareciese
repentinamente el predominio
tecpaneca? ¿Podrían acaso los
pueblos de Tenochtítlan y Texcoco,
recién salidos de una larga
servidumbre, reemplazar en su
función pacificadora y civilizadora
al prestigiado señorío de
Azcapotzalco? Después de un
análisis en el que procuró ser del
todo imparcial, Maxtla concluyó que
ninguna de las dos ciudades rebeldes
poseía ni la fuerza militar ni la
tradición cultural suficientes para
convertirse en dignas sucesoras de la
capital tecpaneca, y por tanto, en el
supuesto de que lograsen salir
triunfantes en el combate del día
siguiente, su victoria constituiría un
seguro presagio del pronto retorno a
la anarquía y de un retroceso cultural
de incalculables consecuencias.
Agobiado bajo la doble carga
que significaba ver en peligro su
permanencia como gobernante y
saberse responsable directo de la
preservación de la paz y de la
antigua herencia cultural, Maxtla
calificó de injustos a los dioses por
haber depositado en un solo hombre
tan desmedida ambición y tan
enormes obligaciones.
Al percatarse de su
desfallecimiento, Maxtla trató de
justificar su debilidad
preguntándose: ¿Existía acaso sobre
la tierra un ser humano que en
aquellos momentos sobrellevase una
responsabilidad mayor a la suya?
En lo más profundo de la mente
de Maxtla surgió la figura de
Tlacaélel. Si bien el rey de
Azcapotzalco no se distinguía por un
espíritu religioso particularmente
acendrado, no podía dejar de admitir
que la misión que desde tiempo
inmemorial venía desempeñando la
Hermandad Blanca de Quetzalcóatl
revestía una particular importancia
para todo el género humano. ¿Qué
sucedería si esta labor se
interrumpiese bruscamente por la
osadía del nuevo Portador del
Emblema Sagrado, quien al romper
la tradicional abstención que en
materia política caracterizaba a la
Hermandad, la había expuesto a las
contingencias de una contienda en la
que tenía muy pocas probabilidades
de salir triunfante?
Olvidando por un momento sus
propias preocupaciones, Maxtla
intentó imaginar lo que estaría
sucediendo en el interior del hombre
que había asumido la
responsabilidad de poner en peligro
la existencia misma de la institución
de mayor prestigio espiritual de que
se tenía conocimiento; sin embargo,
sus esfuerzos resultaron en vano,
pues el monarca tecpaneca no logró
encontrar una respuesta satisfactoria
a la pregunta que a sí misino se
planteara.
El poeta y filósofo más famoso
del Anáhuac, Nezahualcóyotl, el
perseguido príncipe de Texcoco que
merced a su inquebrantable voluntad
e inteligencia superior lograra
siempre burlar las acechanzas de sus
enemigos, vencido por el insomnio y
la incertidumbre contemplaba
absorto a las estrellas, tratando
inútilmente de descifrar sus ocultos
mensajes.
Los trágicos recuerdos de dos
noches igualmente angustiosas
volvían una y otra vez a la memoria
de Nezahualcóyotl. La primera de
ellas era aquélla en que las tropas
tecpanecas de Tezozómoc habían
tomado por asalto la ciudad de
Texcoco, capital del Reino de igual
nombre regido por Ixtlilxóchitl,
padre de Nezahualcóyotl. Como si
recordase una pesadilla, el príncipe
revivió en su mente los múltiples
horrores que presenciara en esa
ocasión: las altas llamas que
envolvían gran parte de la ciudad,
los gritos aterrorizados de las
mujeres y los niños, los cuerpos de
los soldados muertos y las quejas
lastimeras de incontables heridos que
se arrastraban por doquier sin que
nadie pudiese auxiliarlos.
Únicamente unos cuantos días
separaban aquella noche de otra
todavía más fatídica en la memoria
de Nezahualcóyotl. Durante la toma
de Texcoco, Ixtlilxóchitl había
logrado abrirse paso y salir de la
ciudad, combatiendo en unión de un
número cada vez más reducido de
sus leales y teniendo a su lado a
Nezahualcóyotl, quien a pesar de su
aún temprana juventud sabía ya
manejar las armas con singular
destreza. El pequeño grupo de
texcocanos fue pronto objeto de una
implacable cacería por parte de las
victoriosas tropas tecpanecas. Tras
de deambular sin descanso
escondiéndose en grutas y barrancos,
fueron finalmente localizados y
cercados por sus enemigos. Antes de
iniciar el que habría de ser su último
combate, Ixtlilxóchitl habló con
Nezahualcóyotl y le hizo ver que por
encima de los sentimientos
personales de los gobernantes deben
prevalecer siempre los intereses del
pueblo cuyo destino encarnan
transitoriamente. Con base en esto, le
ordenó permanecer oculto mientras
se libraba el encuentro, ya que de la
supervivencia del heredero del trono
dependía que subsistiese la
esperanza de un futuro renacimiento
del Reino de Texcoco. Por último, le
hizo jurar solemnemente que
consagraría su existencia a liberar a
su pueblo del dominio tecpaneca.
Escondido entre las ramas de un
capulín y teniendo como aliada la
obscuridad de la noche,
Nezahualcóyotl había permanecido
oculto mientras que a su alrededor
tenía lugar el fiero enfrentamiento
entre tecpanecas y texcocanos. Muy
pronto la superioridad numérica de
los primeros logró imponerse sobre
el valor de los segundos e
Ixtlilxóchitl y sus guerreros fueron
cayendo aniquilados. Concluido el
combate, los tecpanecas se
percataron de la ausencia del
príncipe heredero e iniciaron al
instante una meticulosa búsqueda de
su persona. En dos ocasiones grupos
de soldados enemigos llegaron a
estar tan cerca de Nezahualcóyotl,
que éste consideró inevitable su
descubrimiento, sin embargo, en
ambos casos los soldados desviaron
su atención hacia los arbustos
próximos al que le servía de
escondrijo, revisándolos
minuciosamente para luego alejarse y
proseguir la búsqueda en otras
direcciones. Al no encontrarlo, los
tecpanecas llegaron a la conclusión
de que Nezahualcóyotl había logrado
huir de la zona donde se desarrollara
el encuentro y que lo más
conveniente era iniciar cuanto antes
su persecución en lugar de seguir
perdiendo el tiempo en aquel sitio.
Una vez que el príncipe vio
alejarse las últimas antorchas bajó
de su escondrijo, y con suma cautela,
pues temía que los tecpanecas
hubiesen dejado algunos guardias,
comenzó a buscar el cuerpo de su
padre entre los innumerables
cadáveres esparcidos por la maleza.
Nezahualcóyotl no pudo hallar
el cadáver de Ixtlilxóchitl, pues los
soldados tecpanecas lo habían
llevado consigo para mostrarlo a
Tezozómoc como prueba irrefutable
de la muerte del gobernante de
Texcoco; sin embargo, el joven
príncipe encontró y reconoció al
instante el escudo que su padre
portaba en el brazo izquierdo
siempre que participaba en algún
combate. Tomando entre sus manos
aquel preciado recuerdo,
Nezahualcóyotl se alejó tan rápido
como le fue posible, encaminándose
en dirección contraria a la que
habían tomado sus perseguidores.
Al tiempo que interrumpía sus
tristes recuerdos, Nezahualcóyotl
dejó de contemplar el firmamento
para observar con atención el
espectáculo que le rodeaba. Una
tensa inmovilidad predominaba en el
improvisado campamento donde se
hallaban concentradas las tropas
texcocanas. A pesar de lo avanzado
de la noche los guerreros no
dormían, sino que aguardaban la
aurora presos de un incontrolable
nerviosismo. ¡Habían esperado
durante tantos años la llegada del día
en que se enfrentarían cara a cara con
sus odiados opresores!
El príncipe poeta profesaba un
sincero agradecimiento a su pueblo
por la inconmovible lealtad y la
confianza sin límites que en él habían
depositado, sin embargo, en aquella
noche cargada de zozobra, dichos
sentimientos constituían una
responsabilidad insoportable, pues
hacían aún más evidente ante su
conciencia el hecho de que la
sobrevivencia o la extinción del
Reino de Texcoco dependían de que
hubiese adoptado una resolución
correcta al juzgar llegado el
momento de iniciar la lucha contra la
tiranía tecpaneca.
Apesadumbrado y abatido,
Nezahualcóyotl fijó una vez más su
mirada en las lejanas estrellas, a la
vez que una amarga pregunta cruzaba
por su mente: ¿Existía acaso sobre la
tierra un ser humano que en aquellos
momentos sobrellevase una
responsabilidad mayor a la suya?
Al parecer, las cintilantes y
enigmáticas estrellas habían optado
por contestar a las incógnitas que
ante ellas formulaba el angustiado
Nezahualcóyotl, pues al instante
mismo de plantearse la pregunta vino
a su mente con toda precisión la
figura de Tlacaélel.
En virtud de su sobresaliente
inteligencia Nezahualcóyotl se daba
cuenta, mejor que nadie, de las
causas que podían haber inducido a
Tlacaélel a romper la conducta de
abstencionismo en cuestiones
políticas mantenida en los últimos
tiempos por los Sumos Sacerdotes de
la Hermandad Blanca de
Quetzalcóatl. A su juicio, ello
indicaba que el nuevo Portador del
Emblema Sagrado pretendía iniciar
la reconstrucción del desaparecido
Imperio Tolteca, y junto con ello,
propiciar un poderoso movimiento
de renovación espiritual que
abarcase al mundo entero. ¿Que
sentimientos predominarían en
aquellos momentos en el alma de la
persona que se había fijado en la
vida una misión de tan enormes
proporciones? Nezahualcóyotl se
juzgó a sí mismo incapaz de
responder a tan difícil interrogante.
Advirtiendo el manifiesto
desasosiego que dominaba a
Nezahualcóyotl, uno de sus más
fieles soldados se aproximó hasta el
lugar donde se encontraba el
príncipe, inquiriendo con tono
respetuoso:
¿Es que aún no dormís, señor?
Tras de meditar un instante,
Nezahualcóyotl respondió con grave
acento:
¿Quién podría dormir esta
noche?
El sirviente que venía
acompañando al Portador del
Emblema Sagrado desde que saliera
de Chololan se acercó cauteloso a la
estera donde éste reposaba y
contempló con atención la faz del
Azteca entre los Aztecas. El rostro
de Tlacaélel revelaba una serena
confianza. Su sueño era tranquilo y
reposado.
Capítulo XI
LA BATALLA DECISIVA
Rompiendo el tenso silencio
nocturno, el rítmico sonido de un
tambor dio comienzo a una larga
serie de transformaciones tanto en el
cielo como en la tierra. Como si las
luces del amanecer hubiesen estado
aguardando aquel ronco sonido para
hacer su aparición, comenzaron al
instante a desgarrar las tinieblas,
dejando ver un horizonte sin nubes y
anticipando un día claro y despejado.
Mientras tanto, el hasta entonces
paralizado campamento tenochca
transformóse en incontenible mar
humano presto a desbordarse.
Innumerables guerreros, ataviados
con vistosos uniformes de combate y
portando sus armas, acudían
presurosos ante sus respectivos
capitanes. Los estandartes de cada
batallón habían sido izados en vilo,
poblando el paisaje de variadas
figuras bellamente bordadas en
grandes cuadros de algodón. Un
número cada vez más elevado de
tambores retumbaban sin cesar,
estremeciendo el aire con su
acompasado acento.
A pesar del incesante
movimiento de personas
prevaleciente en el campamento
azteca, los preparativos para iniciar
la marcha rumbo al campo de batalla
se realizaban sin que nadie profiriese
palabra alguna. Los guerreros se
integraban a sus batallones con los
puños crispados y la mirada
llameante, los capitanes indicaban
con enérgicos movimientos a los
soldados el lugar que les
correspondía en las filas, y al
completarse éstas, iniciaban de
inmediato la marcha con paso firme y
decidido, pero todo ello en medio de
una extraña carencia de voces
humanas, sin que se escuchase un
solo comentario o alguna orden de
mando. Tal parecía que los guerreros
aztecas, al unificar en tan alto grado
su voluntad de lucha, se habían
transformado súbitamente en un solo
organismo de poderosa cohesión
interna, para el cual salían sobrando
todas las palabras.
Guiado tan sólo por el incesante
retumbar de los tambores de guerra y
por el ritmo acompasado de sus
propios pasos, el ejército tenochca
se encaminó al campo de batalla.
Detrás del ejército venía la
población azteca en masa. Ancianos,
mujeres y niños, marchaban también
en silencio, con los rostros
encendidos y los cuerpos tensos. Un
pueblo entero acudía puntual a la cita
que decidiría su libertad o su muerte.
Muy pronto los tenochcas
pudieron observar a un ejército que
se aproximaba hacia ellos avanzando
en cerrada formación. Entre los
dibujos que adornaban los pendones
de los recién llegados, sobresalía un
motivo insistentemente repetido: la
cabeza de un coyote, cuyas abiertas
fauces denotaban un intenso
sufrimiento producto de una
prolongada privación de alimento.
"Nezahualcóyotl",
1 designación acertada y
profética, para el hombre que durante
tantos años había padecido
persecuciones y carencias de toda
índole.
Al mismo tiempo que los
aztecas contemplaban con íntima
satisfacción la llegada de sus
aliados, comenzaron a escuchar con
toda claridad la canción que,
[3]con recia voz y como un solo
hombre, venía entonando el ejército
de Texcoco mientras marchaba
rumbo al campo de batalla. Se
trataba de un popular poema del
príncipe poeta:
Guerreros de Texcoco
recuperad el rostro resuenen
alábales, que vibren vuestros
pechos y en estruendosa guerra
recuperad el rostro.
Aguardan impacientes los
dardos y las flechas las insignias
floridas, los tambores de guerra los
antiguos escudos con plumas de
Quetzal.
Guerreros de Texcoco
recuperad el rostro.
En medio de una dilatada
llanura los dos ejércitos hicieron alto
a escasa distancia uno del otro.
Itzcóatl y Nezahualcóyotl avanzaron
con pausado andar y al quedar frente
a frente se estrecharon con fuerte
abrazo. Tras de dialogar brevemente,
los dos monarcas hicieron entrega a
Moctezuma de sus correspondientes
bastones de mando, simbolizando
con ello que era el guerrero azteca
quien poseería la autoridad máxima
durante la batalla. El Flechador del
Cielo convocó de inmediato a los
capitanes de ambos ejércitos. Con
lacónicas frases Moctezuma dio sus
últimas instrucciones, e instantes
después los batallones aliados se
desplazaban con presteza para
adoptar sus posiciones en el campo
de batalla.
El frente quedó ocupado por
largas y cerradas líneas de arqueros.
Moctezuma conocía de sobra la bien
ganada fama de los arqueros
tecpanecas, cuya certera puntería
desbarataba a distancia los
contingentes enemigos decidiendo
con ello la victoria aun antes del
ataque del grueso de las tropas. Con
objeto de contrarrestar a los
peligrosos flecheros de Maxtla,
Moctezuma había puesto un especial
empeño en el entrenamiento de los
arqueros aliados, elevando su
número al máximo posible.
Atrás de las compactas filas de
arqueros, y a una regular distancia de
las mismas, se encontraba el
agrupamiento principal de las tropas
aliadas, constituido por alternados
batallones de tenochcas y
texcocanos, armados con filosos
macuahuimeh, cortas lanzas y gruesos
escudos. Los guerreros estaban
distribuidos en un amplio cuerpo
central y en dos cortas alas
colocadas verticalmente a ambos
lados. A escasa distancia de las
tropas se encontraba la numerosa
población civil que había venido
acompañando a los combatientes, su
presencia en los confines del campo
de batalla estaba incluida dentro del
plan de combate trazado por
Moctezuma.
En el extremo derecho de la
línea de arqueros, ligeramente
adelante de la posición ocupada por
los flecheros, sobresalía un pequeño
promontorio rocoso. Al percatarse
de la existencia de aquella saliente
del terreno, Moctezuma juzgó que
ésta le proporcionaría un magnífico
lugar de observación mientras
llegaba el momento de combatir al
frente de sus tropas. Acompañado de
unos cuantos oficiales, el guerrero se
parapeto tras de las rocas y se
dispuso a esperar con calma la
llegada de sus contrarios.
El ejército tecpaneca no se hizo
aguardar. El primer anuncio de su
proximidad fue un leve e
ininterrumpido estremecimiento del
suelo, resultado del rítmico caminar
de muchos miles de pies. Una
ensordecedora sinfonía en la que se
entremezclaba el incesante batir de
innumerables tambores, el agudo
tañer de largas flautas y el seco
chasquido de los cascabeles con que
los soldados tecpanecas
acostumbraban adornar su calzado,
anunció a los cuatro vientos la
llegada de los dueños del Anáhuac al
campo de batalla.
Mientras contemplaba cómo el
horizonte entero se poblaba de
soldados enemigos avanzando en
perfecta formación, Moctezuma no
pudo reprimir un sentimiento de
admiración ante la evidente gallardía
y disciplina de las tropas tecpanecas.
Observó también con preocupación
el crecido número de fuerzas
mercenarias que acompañaban al
ejército de Maxtla, entre las cuales
destacaban, por sus vistosos y
multicolores uniformes, nutridos
contingentes de guerreros totonacas y
huastecos.
Los batallones del señor de
Azcapotzalco estaban agrupados en
tres grandes cuerpos compactos y sin
alas, separados entre sí por
considerables extensiones de terreno.
El primero y más avanzado de estos
cuerpos estaba integrado
exclusivamente por arqueros. El
segundo grupo, situado en el centro,
constituía, sin lugar a dudas, el más
importante de los tres, pues agrupaba
a la inmensa mayoría de las fuerzas
tecpanecas. El tercer cuerpo de
tropas, colocado a la retaguardia,
estaba formado por fuerzas de
reserva.
Un solo vistazo a la formación
del ejército contrario, bastó a
Moctezuma para percatarse del plan
de campaña adoptado por los
generales de Maxtla. Los arqueros
tecpanecas actuarían en primer
término, buscando desde la distancia
producir el mayor daño posible,
después de esto atacaría el grueso
del ejército, que apoyado en su
superioridad numérica y contando
con la circunstancia de que los
aliados se encontraban en el centro
de una extensa llanura, trataría de
envolverlos para privarles de toda
posibilidad de retirada y poder
atacarlos por todos lados hasta
exterminarlos.
Mientras el grueso del ejército
tecpaneca hacía alto sin romper su
formación, los batallones de
arqueros continuaron avanzando. Al
observar la cercana proximidad de
sus oponentes, el capitán azteca que
se encontraba al frente de los
arqueros aliados pronunció una
orden con ronca voz. Al instante, una
cerrada lluvia de flechas partió de
los tensos arcos de tenochcas y
texcocanos. Tras detener su avance y
adoptar rápidamente la posición
adecuada, los tecpanecas lanzaron a
su vez una primera andanada de
proyectiles, iniciándose en esta
forma el encuentro tan largamente
esperado por ambos contendientes.
Durante un buen rato el duelo de
arqueros se prolongó produciendo
bajas considerables en los dos
bandos, sin que ello se tradujese en
una ventaja apreciable para ninguna
de las partes. Repentinamente, la
mala fortuna pareció sentar plaza en
el campo aliado. El capitán azteca
que dirigía a los flecheros se
desplomó al ser traspasado por un
certero proyectil, que perforando su
cota de algodón se le incrustó
profundamente en el pecho. Su lugar
fue ocupado de inmediato por un
valiente capitán de Texcoco, pero
apenas acababa éste de hacerse
cargo del mando, cuando una flecha
se clavó en su garganta. Soportando
estoicamente los dolores, el
texcocano continuó dirigiendo la
acción de los arqueros aliados, pero
la sangre que manaba
abundantemente de su herida le
ahogaba, impidiéndole una adecuada
pronunciación de las voces de
mando. Y en esta forma, mientras los
proyectiles tecpanecas eran lanzados
con creciente vigor y tino cada vez
más certero, la actuación de los
arqueros aliados comenzó a fallar
ostensiblemente por falta de
coordinación.
Desde su cercana atalaya tras
las rocas, Moctezuma comprendió
que el recién iniciado combate
estaba a punto de convertirse en una
catastrófica derrota para su ejército.
Al ser incapaces de dar una
adecuada respuesta al ataque de sus
enemigos, las semiparalizadas líneas
de arqueros no tardarían en
desbandarse o en ser aniquiladas por
la ininterrumpida lluvia de flechas
que se abatía sobre ellas. De
sobrevenir la derrota de los
flechadores aliados, los tecpanecas
contarían con una ventaja insuperable
que garantizaría plenamente su
victoria.
Aun cuando el Flechador del
Cielo tenía planeado encabezar a sus
tropas durante la fase central y más
importante del combate, motivo por
el cual había juzgado conveniente no
participar personalmente en la etapa
inicial del mismo, al observar el
adverso cariz que estaban tomando
los acontecimientos cambió
rápidamente su determinación y
decidió hacerse cargo personalmente
de la dirección de los arqueros.
El promontorio donde se
encontraba Moctezuma - situado al
frente y un poco a la derecha de las
líneas aliadas -, que le resultara tan
útil hasta ese momento como lugar de
observación, planteaba ahora al
guerrero azteca un serio problema
para su movilización, ya que si se
encaminaba directamente hacia
donde se encontraban sus tropas, en
cuanto abandonase su seguro refugio
sería un fácil blanco para cuanto
proyectil descasen lanzarle los
cercanos flecheros tecpanecas, por el
contrario, si para evitar los
proyectiles enemigos efectuaba un
largo rodeo, perdería un tiempo que
muy bien podía resultar decisivo.
Tras de impartir algunas
órdenes a los oficiales que le
acompañaban, tendientes a evitar que
cundiese la desorganización en el
ejército aliado si ocurría su muerte,
el Flechador del Ciclo salió del
refugio y con paso tranquilo y firme
se dirigió en línea recta hacía el
lugar donde se encontraban sus
abatidos arqueros. Una andanada de
flechas pasó silbando por arriba de
su cabeza casi en el instante mismo
de iniciar la marcha. Era evidente
que la orden de lanzar aquellos
proyectiles había sido dada antes de
que los tecpanecas vieran a
Moctezuma, pues la trayectoria
seguida por las flechas no incluía
todavía a la figura del guerrero.
El primero en darse cuenta de la
inesperada aparición de Moctezuma
fue el herido capitán de texcoco, que
con sobrehumanos esfuerzos y
patéticos ademanes continuaba
tratando de dirigir a los arqueros
aliados. Comprendiendo que la
llegada de Moctezuma lo liberaba de
una responsabilidad que había
sabido sobrellevar por encima de la
más rigurosa exigencia, el
ensangrentado rostro del texcocano
reflejó una profunda expresión de
alivio en el momento mismo en que
rodaba por tierra entre estertores de
agonía. Mientras el Flechador del Cielo
continuaba su solitaria marcha, su
bien adiestrado oído percibió con
toda claridad lo que ocurría a sus
espaldas, escuchó el ruido producido
por las cuerdas de los arcos
tecpanecas al ser tendidos al
máximo, enseguida oyó el
característico vibrar que se produce
en las cuerdas en el momento de
lanzar las flechas, así como el agudo
silbar de innumerables proyectiles
que cruzaban velozmente el aire en
dirección a su persona.
Sin acelerar el paso,
Moctezuma rogó a los dioses que la
compacta armadura laboriosamente
tejida para él por la bella Citlalmina
resultase eficaz. El impacto de
numerosos proyectiles -golpeando e
incrustándose en las más diversas
regiones de su armadura- le hizo
tambalearse y estuvo a punto de
derribarle, sintió un ligero escozor
en varias partes del cuerpo y supuso
que aun cuando varias flechas habían
traspasado la armadura, sólo habían
llegado a arañar superficialmente la
piel pero no a herirle de gravedad.
Con incontables flechas
clavadas en su armadura, semejando
una especie de extraño y gigantesco
erizo, Moctezuma concluyó su
recorrido y llegó ante los paralizados
flechadores aliados. Aquéllos de
entre éstos que pudieron observar de
cerca su rostro, se sorprendieron ante
la expresión de serena tranquilidad
contenida en las facciones del
guerrero; nada en él, salvo las
flechas que, cual singular adorno,
sobresalían de su armadura, denotaba
que acababa de burlar a la muerte
mediante espectacular hazaña.
Al mismo tiempo que sobre
tenochcas y texcocanos se abatía una
nueva andanada de flechas enemigas,
llegó hasta ellos la enérgica voz de
Moctezuma dando órdenes para la
continuación del combate; bajo su
influjo, los desmoralizados guerreros
se sintieron infundidos de un nuevo
vigor, recuperando rápidamente la
confianza perdida. Muy pronto la
coordinación de los arqueros aliados
quedó restablecida, sus proyectiles
partían con tanto ímpetu y con tan
buena puntería como los que
arrojaban los tecpanecas.
El reñido duelo entre los
arqueros prosiguió largamente,
ocasionando fuertes bajas en ambas
partes. El equilibrio logrado en la
lucha no permitía predecir ninguna
otra posibilidad que no fuera el
completo exterminio de los
respectivos contingentes de arqueros;
en vista de lo cual, Maxtla ordenó
que entrase en acción el grupo
central y más numeroso de su
ejército.
Acatando de inmediato las
órdenes recibidas, las diezmadas
filas de flecheros tecpanecas se
retiraron en buen orden del campo de
batalla, pasando a incorporarse a las
fuerzas de reserva. Por su parte, el
grueso del ejército de Maxtla inició
un avance en masa con la evidente
intención de envolver a sus
contrarios.
La actitud de las tropas aliadas
parecía propiciar en forma
inexplicable los propósitos
tecpanecas, pues alejándose de la
cercana zona boscosa y adentrándose
cada vez más en la dilatada llanura,
tenochcas y texcocanos marchaban en
línea recta al encuentro de sus
enemigos.
Los veloces espías de Maxtla,
que a riesgo de ser capturados
observaban desde las cercanías de
las tropas aliadas los movimientos
ejecutados por éstas, se
sorprendieron cuando se dieron
cuenta de que marchando en pos de
los guerreros, el pueblo azteca se
adentraba también en la llanura, lo
que obviamente lo exponía a quedar
cercado y sin ninguna posibilidad de
escapatoria en cuanto los tecpanecas
concluyesen su amplia maniobra
envolvente.
Al continuar su avance, los
batallones aliados -encabezados por
Itzcóatl y Nezahualcóyotl- llegaron al
lugar donde acababa de desarrollarse
el feroz encuentro entre los arqueros.
Sin interrumpir su marcha, las tropas
vitorearon en forma entusiasta a los
maltrechos flechadores,
testimoniándoles así su admiración
por el esfuerzo y valor desplegados
en su recién terminado
enfrentamiento con los diestros
arqueros tecpanecas.
Mientras Moctezuma
reorganizaba a los arqueros que aún
se encontraban en situación de
continuar combatiendo, la población
civil se encargaba, con gran
celeridad y presteza, de recoger a los
heridos y a los muertos y de sustituir
los arcos y flechas de los guerreros
por lanzas y escudos. Una vez
concluidas sus labores de asistencia
a los guerreros, los civiles iniciaron
una maniobra al parecer absurda: con
largas escobas de recias varas
comenzaron a barrer el suelo,
levantando con ello enormes
polvaredas.
Instantes después se inició una
doble marcha en direcciones
opuestas. La mayor parte de las
reorganizadas tropas de arqueros
aliados, portando sus nuevos
pertrechos y bajo la dirección de
Moctezuma, se dirigieron al frente en
seguimiento del resto del ejército.
La población civil, en unión de
setecientos guerreros al mando de
Tlacaélel, comenzó a alejarse del
campo de batalla a la mayor
velocidad posible, encaminándose a
la región boscosa situada en las
proximidades de la llanura donde
tenía lugar el encuentro. Las densas
nubes de polvo que los tenochcas
continuaban levantando con sus
enormes escobas, impidieron a los
espías tecpanecas percatarse del
hecho de que confundidos entre la
población civil que abandonaba el
campo de batalla iban también
algunos guerreros.
Aún no se disipaban las nubes
de polvo levantadas por el pueblo
azteca en su precipitada retirada,
cuando el ejército tecpaneca terminó
de cerrar el enorme círculo en cuyo
interior -formando una especie de
compacto núcleo- quedaron
apresadas las fuerzas aliadas. La
distancia que mediaba entre ambos
contendientes era ya tan escasa que
unos a otros podían distinguirse los
rostros sin mayor dificultad.
Tenochcas y texcocanos habían
estrechado al máximo sus filas,
adoptando una cerrada posición
defensiva. El ejército de Maxtla
detuvo momentáneamente su marcha,
para luego, con ímpetu similar al de
un huracán devastador, lanzarse con
desatada furia sobre sus oponentes.
El choque fue terrible.
Incontables guerreros fueron puestos
fuera de combate desde el primer
momento. Muertos y heridos
quedaban tendidos en el lugar donde
se desplomaban y eran pisoteados sin
misericordia por el resto de los
combatientes, atentos tan sólo a
inferirse el mayor daño posible unos
a otros, poniendo en ello una
frenética ferocidad que producía
estragos en ambos bandos.
El campo de batalla se
transformó al instante en un
gigantesco remolino cuyo centro
atraía y devoraba a los guerreros con
increíble velocidad. Ninguno de los
participantes en la lucha recordaba
haber presenciado un encuentro tan
implacable y despiadado. El combate
se prolongaba sin que se produjese
una sola captura de prisioneros. Era
obvio que se luchaba buscando no la
rendición, sino el exterminio del
adversario.
Combatiendo siempre en los
lugares de mayor peligro y animando
de continuo a sus tropas con su
esforzado ejemplo, Itzcóatl y
Nezahualcóyotl eran la encarnación
misma del arrojo y la valentía. En
varias ocasiones estuvieron a punto
de sucumbir ante el número
arrollador de sus contrarios,
quedando, incluso, más de una vez
cercados por enemigos que les
atacaban por doquier, pero en todos
los casos, la reacción desesperada
de sus leales más próximos había
venido a rescatarlos de una muerte
que, momentos antes, parecía
inevitable.
La inconfundible figura de
Moctezuma, con su armadura erizada
de saetas, parecía multiplicarse y
estar en todas partes infundiendo
determinación y confianza con su
sola presencia. Dando órdenes e
indicaciones siempre oportunas y
combatiendo sin cesar con
insuperable destreza, el Flechador
del Cielo era a un mismo tiempo el
cerebro y el alma del ejército aliado.
Un guerrero tecpaneca llamado
Mázatl, famoso por su invencible
fortaleza y descomunal corpulencia,
logró llegar hasta el sitio donde el
Flechador del Cielo sembraba el
suelo de oponentes. El duelo de los
dos colosos se entabló al instante.
Ante la inmensa mole del tecpaneca,
la recia y compacta figura de
Moctezuma semejaba un jaguar
luchando contra una enorme y
movediza roca. Un golpe demoledor
del enorme macuahuitl que cual
ligero carrizo empuñaba Mázatl hizo
volar en pedazos el escudo de
Moctezuma. Haciendo gala de su
gran agilidad y de su experimentada
pericia en los combates cuerpo a
cuerpo, el Flechador del Cielo fue
cansando lentamente a su peligroso
contrincante a base de incesantes
ataques y de rápidas retiradas,
logrando evadir siempre, en
ocasiones por un mínimo margen, los
fuertes golpes de su adversario. Tras
de un último y desesperado intento
por acabar con su inasible rival de
un solo y mortífero golpe, el
gigantesco tecpaneca rodó por tierra,
sangrando de incontables heridas.
El tiempo transcurría y la
batalla continuaba con gran
intensidad. Los ejércitos aliados,
cercados por todos lados, se
mantenían tenazmente aferrados al
terreno, rechazando asalto tras asalto
de sus enemigos. Tal parecía que
aquel reñido encuentro podría
prolongarse indefinidamente sin que
ninguno de los contendientes lograse
la victoria; sin embargo, al comenzar
a declinar la tarde, la superioridad
numérica de las huestes de Maxtla
empezó a rendir sus frutos. Mientras
los huecos dejados en las filas
tecpanecas a causa de los guerreros
muertos, heridos, o simplemente
extenuados por la incesante lucha,
eran de inmediato llenados por
nuevas y descansadas tropas, los
aliados se veían obligados, para
evitar la ruptura de sus posiciones, a
estrechar continuamente sus líneas,
única medida de que disponían para
llenar el vacío dejado en ellas por el
siempre creciente número de bajas.
Por otra parte, no sólo el espacio de
que disponían las tropas aliadas era
cada vez menor, sino que conforme
avanzaba el tiempo, una gran parte de
sus componentes comenzaban a dar
señales de un completo agotamiento,
debido al tremendo esfuerzo que
habían venido realizando a lo largo
de toda la jornada.
Los generales tecpanecas que
con atenta mirada contemplaban el
desarrollo del encuentro, se
percataron del cansancio que
comenzaba a hacer presa del ejército
aliado y solicitaron a Maxtla que
ordenase la intervención de las
fuerzas de reserva aún disponibles,
con objeto de acelerar la destrucción
del enemigo y garantizar plenamente
el triunfo tecpaneca.
El Rey de Azcapotzalco,
desconfiado y receloso por
naturaleza, no se decidía a lanzar sus
últimas tropas al combate. Las nubes
de polvo levantadas por la población
tenochca al abandonar el campo de
batalla, le hacían temer la
posibilidad de una maniobra
tendiente a ocultar la retirada de
tropas que muy bien podían retornar
en cualquier momento. Sus generales
opinaban lo contrario, para ellos
aquella extraña conducta sólo
perseguía el propósito de causar
desconcierto y de obligarles a
mantener paralizadas buena parte de
sus fuerzas a la espera de unas tropas
inexistentes, pero aún en el supuesto,
concluían, de que los aliados
mantuviesen escondidas algunas
fuerzas de reserva, el número de
éstas debía ser en extremo reducido -
a juzgar por la totalidad de los
combatientes aliados enzarzados en
la lucha- de manera que su posible
intervención en la última fase de la
batalla no podría cambiar el ya
predecible resultado final de la
misma.
Con objeto de vencer la
oposición de Maxtla al empleo de
sus reservas, los generales le
hicieron notar que no estaba ya
lejana la llegada de la noche: si el
ejército aliado no era aniquilado
antes de que concluyese el día, se
corría el riesgo de que bajo el
amparo de las tinieblas aztecas y
texcocanos lograsen romper el cerco
tecpaneca y refugiarse en
Tenochtítlan, prolongando con ello
un conflicto que muy bien podía
quedar plenamente resuelto en
aquellos momentos. A regañadientes,
el tirano ordenó la entrada en acción
de sus últimas tropas de reserva.
La llegada al campo de batalla
de importantes contingentes de
refresco se dejó sentir de inmediato
en el desarrollo del combate. El
ejército tecpaneca percibió con toda
claridad que tenía la victoria al
alcance de la mano, e infundido de
nuevos y renovados bríos incrementó
su ataque. Las tropas aliadas,
sobrepasado el límite de sus fuerzas,
comenzaron a resultar impotentes
para resistir la incesante avalancha
que pesaba sobre ellas. De poco
servía ya que Itzcóatl,
Nezahualcóyotl y Moctezuma,
continuasen dando ejemplo de una
sobrehumana resistencia, hilvanando
una tras otra increíbles proezas de
valor y conservando la vida en forma
del todo inexplicable, sus guerreros
iban siendo implacablemente
vencidos, no por carencia de arrojo,
sino por sobra de agotamiento. La
total destrucción del ejército aliado
era ya sólo cuestión de tiempo.
En el cercano claro del bosque
en donde se encontraba el pueblo
azteca -en unión de Tlacaélel y de
setecientos guerreros- prevalecía una
enorme tensión y una angustiosa
incertidumbre. En virtud de la
disposición de los ejércitos
combatientes -los aliados en el
centro y los tecpanecas acosándolos
por todos lados- resultaba imposible
para los observadores ubicados en el
bosque poder percatarse del
desenvolvimiento de la lucha, ya que
lo único que alcanzaban a contemplar
eran los incesantes movimientos que
tenían lugar en la retaguardia de las
tropas tecpanecas.
El nerviosismo motivado por el
desconocimiento de lo que ocurría en
el campo de batalla era de tal grado,
que de no ser por la presencia de
Tlacaélel, tanto el pueblo como el
pequeño contingente de soldados
habrían abandonado gustosos su
escondite en el bosque para lanzarse
hacia el lugar donde tenía lugar el
encuentro. En medio de aquel
ambiente de mal reprimida zozobra,
la imperturbable presencia de ánimo
de que hacía gala el Portador del
Emblema Sagrado constituía la base
inconmovible a la que se asían las
esperanzas de liberación de todo el
pueblo tenochca. Alrededor del
mediodía, Tlacaélel anunció que
antes de retornar al campo de batalla
transmitiría un mensaje de
trascendental importancia. Sus
palabras provocaron una gran
expectación, e incrementaron aún
más el ya casi irresistible anhelo
común de marchar cuanto ante al
sitio donde se desarrollaba el
encuentro.
En el improvisado campamento
tenochca, la esposa del capitán
azteca muerto al frente de los
arqueros aliados al iniciarse el
combate se debatía en dolorosos
espasmos que presagiaban un
próximo y difícil alumbramiento. Las
parteras que le acompañaban, tras de
reprenderle por no haberse quedado
en Tenochtítlan, procuraron
desentenderse del asunto
convencidas de que su intervención
resultaría inútil, pues el nacimiento
se anunciaba con problemas que
juzgaban insuperables. Por otra
parte, ninguna de ellas quería dejar
de participar en el ya inminente
retorno de todo el pueblo azteca al
campo de batalla. Al lado de la
infeliz mujer permanecía tan sólo
Citlalmina, brincándole la ayuda que
le era posible en aquellas difíciles
circunstancias.
Provenientes de distintos
rumbos, dos jadeantes y sudorosos
adolescentes -integrantes de los
grupos encargados de vigilar desde
cerca lo que ocurría en el
campamento enemigo- llegaron casi
simultáneamente ante Tlacaélel, sus
informes eran coincidentes: los
tecpanecas habían lanzado a la
batalla sus tropas de reserva. De
inmediato Tlacaélel ordenó a pueblo
y guerreros que se aprestasen para la
marcha. Los soldados se agruparon
en tres cerrados batallones. El
pueblo se formó ordenadamente
detrás de los guerreros.
La insoportable tensión que
dominaba a todos los tenochcas
aumento aún más, cuando observaron
al Azteca entre los Aztecas
encaminarse a una ligera
protuberancia del terreno con la
evidente intención de dirigir desde
aquella eminencia su anunciado
mensaje.
Al igual que en la primera
ocasión en que hablara ante su
pueblo, el Portador del Emblema
Sagrado parecía haber sufrido una
misteriosa y profunda
transformación: su ser constituía una
especie de vibrante energía cuyas
emanaciones se esparcían por
doquier. La presencia de fuerzas
superiores a punto de manifestarse se
percibía claramente en el ambiente.
En forma intuitiva, todos los
presentes comprendían que estaban a
punto de participar en un hecho de
inusitada trascendencia.
Tlacaélel levantó el brazo
señalando hacia el campo de batalla,
mientras de sus labios salía una sola
palabra tres veces repetida:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
El heredero de Quetzalcóatl
acababa de pronunciar en público,
por vez primera en la historia, el
nombre secreto del territorio en
donde a través del tiempo habían
surgido una y otra vez prodigiosas
civilizaciones. Aquel vocablo era
tenido como el más sagrado de todos
los conjuros pronunciados por los
Sumos Sacerdotes de Quetzalcóatl en
ceremonias religiosas cuya
celebración ignoraba el común del
pueblo. El significado de aquella
palabra era doble, por una parte
simbolizaba la expresión del
principio de dualidad existente en
todo lo creado -manifestado por la
presencia en el cielo del sol y la
luna- y por otra, el ideal de alcanzar
la unidad y la superación de la
humanidad, mediante la integración
de una sola y armónica sociedad en
la cual quedasen superadas las
contradicciones que separan a los
diferentes grupos humanos. La
sabiduría y los anhelos de varios
milenios de cultura, sintetizados en
una sola palabra.
2
A pesar de que nadie de entre
los que escuchaban a Tlacaélel
conocía el profundo significado de
aquel misterioso y ancestral vocablo,
presintieron al instante que se trataba
de un conjuro, de una palabra
símbolo, capaz de permitir la
creación de un puente espiritual entre
el ser humano y las fuerzas
superiores que lo trascienden.
Todavía vibraba en el aire el
eco de la palabra triplemente
pronunciada por la poderosa voz de
Tlacaélel, cuando pueblo y
guerreros, impulsados por un
irresistible anhelo surgido de lo más
profundo de su ser, comenzaron a su
vez a repetir con recio acento:
¡Me-xihc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
La incesante repetición de la
enigmática palabra, resonando en
cada nueva ocasión con mayor vigor,
parecía ir borrando rápidamente en
quienes la pronunciaban no sólo su
sentido de individualidad en relación
con los demás, sino también su
conciencia de diferenciación con los
restantes elementos del Universo: la
tierra y los árboles, el agua y la luz,
las rocas y los dioses, no eran ya
algo ajeno y distinto a ellos mismos,
sino que todos formaban parte de un
poderoso espíritu único, del cual
eran voluntad y expresión consciente
en aquellos momentos.
Sin dejar de pronunciar la
palabra-símbolo, los aztecas salieron
del bosque y penetraron en la
dilatada llanura donde se libraba el
combate. Una vez más, mujeres,
niños y ancianos, hicieron uso de las
enormes escobas que portaban
levantando con ellas densas nubes de
polvo mientras se aproximaban al
campo de batalla.
En el interior del cada vez más
estrecho círculo tendido por las
tropas tecpanecas en torno a las
fuerzas aliadas, la lucha comenzaba a
transformarse en simple carnicería.
A pesar de su indeclinable valentía,
las agotados guerreros de
Tenochtítlan y Texcoco iban siendo
exterminados con creciente rapidez
por las descansadas tropas de
reserva que los tecpanecas habían
lanzado al combate.
Cuando todo parecía indicar la
inminente derrota del ejército bajo su
mando, Moctezuma comenzó a
escuchar en la lejanía, primero en
forma apenas audible pero luego con
clara precisión, la afirmación
insistente de una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
El Flechador del Cielo
concluyó que los dueños de aquellas
voces no podían ser otros sino el
pueblo y los guerreros bajo el mando
de Tlacaélel, que de acuerdo con lo
convenido, retornaban al campo de
batalla a intentar un súbito cambio en
el desarrollo del encuentro. Sin dejar
de combatir un solo instante,
Moctezuma elevó su voz por sobre el
fragor de la lucha, para afirmar con
recio y desesperado acento:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
Los desfallecientes guerreros
aliados parecieron presentir que la
enunciación de aquella misteriosa y
desconocida palabra entrañaba la
única perspectiva de salvación; y con
voces que denotaban entremezclados
sentimientos de angustia y esperanza,
clamaron al unísono:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
Por sobre encima de la barrera
de fuerzas enemigas que les
separaban, las voces de los sitiados
se unieron a las de los recién
llegados, formando un solo y
gigantesco coro:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
El ancestral conjuro,
pronunciado una y otra vez con tan
ferviente emotividad que impedía la
más leve monotonía, parecía a un
mismo tiempo descender de lo alto
de los cielos y brotar de las
profundidades de la tierra. Su
retumbante acento impregnaba el
campo de batalla, transformándolo en
una especie de recinto en donde tenía
lugar una sagrada ceremonia:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
Las tropas tecpanecas,
sorprendidas ante la inesperada
aparición de contingentes contrarios
cuya existencia ignoraban, detuvieron
su avasallador avance sin abandonar
por ello su ordenada formación. Ante
el inminente ataque de que iban a ser
objeto, los soldados de Maxtla
situados en la retaguardia dieron una
apresurada media vuelta para hacer
frente a las nuevas fuerzas surgidas a
sus espaldas.
Envueltos entre densas nubes de
polvo que impedían a cualquier
observador percatarse de lo escaso
de su número, los setecientos
guerreros aztecas encabezados por
Tlacaélel atacaron con furia
incontenible la retaguardia del
ejército tecpaneca. El pueblo
tenochca, arrastrando siempre sus
largas escobas, volvió a alejarse del
campo de batalla, dirigiéndose en
línea recta a la cercana ciudad de
Azcapotzalco.
Abriéndose paso por entre las
filas de sus confundidos oponentes,
las tropas bajo el mando de
Tlacaélel traspasaron el cerco
tecpaneca y llegaron hasta el lugar
donde se encontraba el ejército
aliado. Los diezmados batallones de
tenochcas y texcocanos abrieron
momentáneamente su cerrada
formación defensiva para formar un
largo pasadizo interno por el cual
avanzaron a todo correr los recién
llegados. Tras de atravesar su propio
campo, Tlacaélel y los guerreros que
le acompañaban chocaron con las
tropas tecpanecas situadas en la
delantera. Los soldados de Maxtla
eran presa del desconcierto producto
de la sorpresa y la desilusión:
cuando creían tener ya la victoria al
alcance de la mano y sólo restaba
terminar de liquidar a sus
desfallecidos oponentes, aparecían
surgidos quién sabe de dónde nuevos
batallones de descansados y
aguerridos combatientes que les
atacaban por todos lados.
Aprovechando el transitorio
descontrol que paralizaba a sus
adversarios, las tropas del Portador
del Emblema Sagrado lograron de
nueva cuenta perforar el cerco
tecpaneca, arrollando a todo aquel
que se oponía a su avance. Una vez
transpuestas las líneas enemigas,
Tlacaélel y sus acompañantes
comenzaron a alejarse del campo de
batalla encaminándose rumbo a la
Ciudad de Azcapotzalco. Muy pronto
dieron alcance al pueblo azteca que
marchaba con idéntica dirección, y
unidos pueblo y guerreros,
continuaron avanzando con gran
prisa.
La repentina irrupción en el
campo de batalla de las fuerzas bajo
el mando de Tlacaélel, seguida de su
inmediata desaparición, pareció ser
la esperada señal que aguardaban
todos los integrantes del ejército
aliado para iniciar una generalizada
contraofensiva. Superando el
agotamiento que les dominaba a base
de voluntad y entusiasmo, tenochcas
y texcocanos contraatacaron con
renovado ímpetu, en un claro y
desesperado esfuerzo tendiente a
romper el apretado cerco mantenido
por los tecpanecas a lo largo del
encuentro.
La inesperada reacción aliada
cambió rápidamente la faz del
combate. En incontables sitios el
cerco quedó roto, y en lugar de dos
ejércitos combatiendo en un bien
delimitado frente, la lucha se
transformó en un sin fin de pequeños
encuentros, sostenidos por grupos
reducidos que en medio del más
completo desorden se destrozaban
unos a otros, sin que nadie pudiese
determinar cuál de los dos bandos
estaba logrando sacar la mejor parte
en aquella lucha caótica y feroz.
Si bien la ruptura del cerco
significaba que la estrategia
tecpaneca tendiente a lograr la
destrucción total de las fuerzas
aliadas había fracasado, de ello no
se infería la necesaria derrota del
ejército de Maxtla, cuyos
contingentes, por el hecho de
continuar siendo más numerosos que
los aliados, seguían contando con una
decisiva ventaja que muy bien podría
permitirles terminar imponiéndose.
Así lo entendían los oficiales
tecpanecas que continuaban
arengando a sus tropas a seguir
luchando sin desmayo, y así lo
entendía también el común de los
soldados bajo su mando, que gracias
a la disciplina y al espíritu de lucha
que caracteriza a los combatientes
profesionales, lograron pronto
recuperarse parcialmente del
desaliento que les dominara al ver
frustradas sus esperanzas de una
cercana victoria y continuaron
peleando con denuedo.
Mientras la lucha en el campo
de batalla seguía desarrollándose en
medio de una creciente anarquía,
Tlacaélel y sus seguidores llegaban a
las afueras de la Ciudad de
Azcapotzalco. En la capital
tecpaneca reinaba un confiado
optimismo sobre el resultado del
combate que se libraba en las
cercanías de la ciudad.
Acostumbrados a los reiterados
triunfos de su ejército, los habitantes
de Azcapotzalco daban por segura la
derrota de los rebeldes. Los
numerosos mensajeros llegados del
frente a lo largo del día, no habían
hecho sino confirmar lo que todos
suponían: a pesar de la desesperada
resistencia que estaban presentando
las fuerzas enemigas, éstas iban
siendo vencidas en forma lenta pero
segura.
Repentinamente, los vigías
apostados en las entradas de
Azcapotzalco observaron con
extrañeza la proximidad de un
contingente humano que rápidamente
se acercaba a la ciudad. La larga
estela de polvo dejada en su avance
por los desconocidos indicaba muy
claramente su elevado número. En
cuanto los vigías se dieron cuenta
que los recién llegados eran
tenochcas, comenzaron a esparcir la
voz de alarma, sembrando el temor y
la confusión entre los moradores de
la capital tecpaneca.
Al marchar Maxtla con sus
tropas al combate, había dejado para
proteger Azcapotzalco tan sólo unos
cuantos batallones de guerreros, los
cuales, sorprendidos ante la
inesperada aparición de sus
enemigos, concluyeron que se
hallaban frente a la totalidad de las
fuerzas aliadas, que tras de aniquilar
al ejército tecpaneca en el campo de
batalla se disponían a ocupar la
ciudad.
En vista de la, al parecer,
aplastante superioridad de sus
adversarios, los oficiales tecpanecas
que mandaban la guarnición
consideraron inútil tratar de
impedirles la entrada a la ciudad y
optaron por ordenar a sus fuerzas se
replegaran al cuartel central, con
objeto de fortificarse en su interior
mientras analizaban las propuestas
de rendición. Ni siquiera esta
maniobra pudo efectuarse en forma
organizada, pues a la entrada del
cuartel aguardaban varios sacerdotes
de elevada jerarquía, que a grandes
voces exigieron a las tropas dirigirse
al Templo Mayor para hacerse cargo
de su defensa. Después de una
violenta discusión entre sacerdotes y
militares, la mayor parte de los
guerreros se introdujeron en el
cuartel, mientras el resto de sus
compañeros se encaminaba, en unión
de los sacerdotes, hacia la alta
pirámide en cuya cima estaba
edificado el templo principal de la
ciudad. Aterrorizada y presagiando
lo peor, la población civil se
mantenía oculta dentro de sus casas.
En tanto que el pueblo azteca
detenía su marcha y aguardaba en las
afueras de Azcapotzalco, Tlacaélel y
sus guerreros penetraban en la ciudad
y tras de recorrer sus desérticas
calles llegaban ante las escalinatas
del Templo Mayor. Los soldados y
los sacerdotes tecpanecas, ubicados
en la parte superior del edificio,
comenzaron de inmediato a lanzar
una furiosa lluvia de proyectiles en
contra de los tenochcas, pero éstos,
haciendo caso omiso de las bajas que
sufrían, ascendieron a toda prisa los
empinados peldaños de la elevada
escalera y trabaron combate cuerpo a
cuerpo con los defensores del
templo. El encuentro fue breve y
feroz. Los tecpanecas combatían
poseídos por una frenética
desesperación, varios de sus
sacerdotes, al darse cuenta de la
inminencia de la derrota, se
arrojaron al vacío. Tras de rodar por
los inclinados muros de la pirámide,
sus cuerpos quedaron inertes al pie
de la gigantesca construcción.
Una vez que lograron terminar
con todos sus enemigos, los aztecas
incendiaron el templo, prendiéndole
fuego por los cuatro costados. Al
impulso del viento las llamas se
extendieron rápidamente y muy
pronto toda la parte superior de la
pirámide era presa de enormes
llamaradas.
Conseguido su empeño,
Tlacaélel y sus acompañantes se
dirigieron sin pérdida de tiempo al
cuartel central de la ciudad. Dado lo
reducido de su número, era obvio
que resultaría contraproducente
cualquier intento de asalto a la
fortificación, así pues, los aztecas se
contentaron con lanzar
periódicamente certeras andanadas
de flechas contra las ventanas del
edificio, maniobrando de continuo en
su contorno, para hacer creer a sus
ocupantes que se encontraban
cercados por fuerzas considerables.
Las enormes llamas que
envolvían al Templo Mayor de
Azcapotzalco iban a producir
repercusiones de trascendentales
consecuencias en el desarrollo del
prolongado combate que se libraba
en las cercanías de la ciudad. Al
percatarse del incendio que consumía
al templo, todos los integrantes del
ejército de Maxtla llegaron a la
conclusión de que fuerzas enemigas
se habían apoderado de la ciudad. El
abatimiento y el desaliento más
completos cundieron de inmediato
tanto entre los tecpanecas como entre
los diversos contingentes de tropas
mercenarias que luchaban en su
compañía, cuyos jefes, convencidos
de que la pérdida de la ciudad
imposibilitaría a Maxtla el poder
cumplir los compromisos con ellos
adquiridos, se dieron a la tarea de
organizar cuanto antes la retirada de
sus respectivas fuerzas, labor nada
fácil, dada la característica de
batalla campal que había adquirido
e] encuentro.
Mientras las tropas mercenarias
iban abandonando el campo de
batalla -en medio de una gran
desorganización y acosadas
continuamente por sus contrarios- los
guerreros aliados se agruparon con
gran celeridad en dos nutridos
contingentes. Los tenochcas, bajo la
dirección de Moctezuma y de
Itzcóatl, se dirigieron en línea recta a
la ciudad de Azcapotzalco, en donde
se unieron a las reducidas fuerzas de
Tlacaélel y en rápido asalto se
apoderaron del cuartel central
enemigo. Los texcocanos, a cuyo
frente continuaba el príncipe poeta
con su armadura hecha girones,
iniciaron un incontenible avance en
dirección al lugar en donde se
encontraban Maxtla y su guardia
personal. Al ver avanzar a su temido
rival arrollando a todo aquel que se
atrevía a interponerse en su camino,
el tirano optó por emprender una
veloz huida, actitud que muy pronto
fue secundada por los restos de su
derrotado ejército.
Las sombras de la noche, al
descender sobre el campo de batalla,
dieron fin al combate impidiendo la
persecución de los vencidos y
facilitando a éstos su fuga.
Desde el cercano bosque
próximo al campo de batalla,
Citlalmina contemplaba la
desordenada retirada de las tropas
tecpanecas y el triunfal avance de los
tenochcas rumbo a la capital
enemiga. El difícil parto que
atendiera sin la ayuda de nadie había
concluido y una robusta criatura
comenzaba a llorar entre sus brazos,
sin embargo, y a pesar de todos sus
esfuerzos por impedirlo, la madre se
desangraba y era evidente que estaba
a punto de perecer.
- ¿Qué fue? -inquirió la infeliz
mujer con débil voz cargada de
ternura.
- Es un niño -respondió
Citlalmina.
- Quiero que vea cómo triunfan
nuestras tropas -afirmó la madre
mientras sentía que la vida se le
escapaba rápidamente.
Citlalmina se puso de pie y
dirigió el sollozante rostro del
pequeño hacia el campo de batalla,
semicubierto ya por las tinieblas de
la noche, después, con recia voz que
resonó con acentos proféticos, habló
así al recién nacido:
Llegarás a ser un guerrero
ejemplar y tus ojos no verán nunca
la derrota de los tenochcas.
Contemplando a su hijo con
plácida expresión de maternal
alegría, la madre expiró víctima de
incontenible hemorragia. Citlalmina
ocultó el cadáver lo mejor que pudo
entre el denso follaje y emprendió
enseguida el camino de retorno a
Tenochtítlan, en unión de su pequeña
carga. Mientras cruzaba el solitario y
silencioso bosque a través de
estrechas veredas que le eran
familiares desde su infancia,
Citlalmina iba meditando sobre los
importantes cambios que para el
mundo náhuatl habrían de derivarse
de la victoria obtenida por su pueblo
en aquella decisiva jornada. En el
vigoroso llanto del recién nacido,
cuyos padres habían muerto el mismo
día en diferentes clases de combate -
contra el enemigo y en la lucha por
traer un nuevo ser al mundo-, la
joven tenochca veía simbolizados los
primeros balbuceos del poderoso
espíritu encarnado en el pueblo
azteca, espíritu que ahora, en virtud
del triunfo logrado en el campo de
batalla, podría al fin comenzar a
manifestarse plenamente.
Capítulo XII
CIMENTANDO UN IMPERIO
El ejército de Maxtla constituía
la base sobre la cual se sustentaba el
poderío tecpaneca; al ser derrotado,
el predominio de Azcapotzalco llegó
a su fin.
Acompañado de las escasas
fuerzas que aún le continuaban
siendo leales en la desgracia, el
antaño poderoso monarca tecpaneca
se refugió en la ciudad de
Coyohuácan e intentó entablar
pláticas de paz con sus vencedores;
pero éstos no estaban dispuestos a
perder en negociaciones lo ganado en
el campo de batalla. Después de
ocupar Azcapotzalco la misma noche
del encuentro, tenochcas y
texcocanos dirigieron sus
combinados ejércitos a Coyohuácan,
posesionándose de la ciudad
mediante un rápido y bien
coordinado asalto.
Sabedor de la suerte que le
aguardaba, Maxtla trató inútilmente
de evadir su destino escondiéndose
en un abandonado baño de temascal,
pero fue descubierto y perdió la vida
al pretender oponerse a sus captores.
La súbita desaparición de la
hegemonía tecpaneca, que era el lazo
por el que se mantenía integrada
dentro de una misma organización
política a una gran parte de los
pueblos de Anáhuac, motivó de
inmediato múltiples reacciones entre
las poblaciones sojuzgadas. Primero
una oleada de júbilo sacudió a todos
los pueblos vasallos al enterarse de
lo ocurrido, pero enseguida se
produjeron en diversos lugares
expresiones de un mismo y
generalizado deseo: constituir una
gran variedad de pequeños Reinos
dotados de plena autonomía. La tarea
de fijar los límites que habrían de
abarcar cada una de estas entidades
comenzó a causar graves
discrepancias entre las distintas
poblaciones, muchas de las cuales se
aprestaban ya a dirimir sus
divergencias mediante el uso de la
fuerza. Al parecer, estaba por
iniciarse un nuevo periodo de
generalizadas contiendas dentro del
mundo náhuatl, con la consiguiente
anarquía devastadora que estas
luchas habían traído consigo en el
pasado.
La llegada de embajadores de la
capital azteca a todos los pueblos
que habían sido tributarios de los
tecpanecas produjo un nuevo giro en
los acontecimientos. Los
embajadores eran portadores de un
doble mensaje. Itzcóatl, Rey de los
Tenochcas, hacía saber a los
habitantes de estas poblaciones que
como consecuencia de la victoria
obtenida sobre el Reino de
Azcapotzalco, Tenochtítlan se
consideraba la natural heredera de
todos los dominios que antaño
poseyeran los tecpanecas. Por su
parte, el Portador del Emblema
Sagrado respaldaba con la autoridad
moral de su alta investidura las
pretensiones del monarca azteca.
Los mensajes de Tlacaélel y de
Itzcóatl suscitaron reacciones
diferentes entre los pueblos a los que
iban dirigidos. Algunos de ellos
consideraron que lo más conveniente
era aceptar desde un principio la
existencia de un nuevo centro
hegemónico de poder y optaron por
acatar la autoridad tenochca, otros,
por d contrario, se negaron
rotundamente a reconocer la
substitución de autoridad que
intentaban llevar a cabo los aztecas y
se prepararon para la lucha; pero
ambos extremos constituían en
realidad una minoría, ya que la
mayor parte de las poblaciones
optaron por no dar respuesta a los
mensajes recibidos, manteniéndose
atentas al desarrollo de los futuros
sucesos con el evidente propósito de
normar su conducta conforme a éstos.
Actuando con la celeridad del
relámpago, las tropas aztecas bajo el
mando de Moctezuma atacaron una
tras otra las poblaciones rebeldes,
derrotando en todos los casos los
desorganizados intentos de
resistencia en su contra.
Atemorizados por el empuje
aparentemente irresistible del
ejército tenochca, todos los
exvasallos de Azcapotzalco, que
hasta esos momentos habían
mantenido una actitud vacilante ante
las pretensiones aztecas, optaron por
acatar de inmediato la supremacía de
Tenochtítlan.
Una vez logrado el
reconocimiento de la autoridad del
Reino Azteca en los antiguos
dominios tecpanecas, Tlacaélel juzgó
llegado el momento de inicar algunas
de las importantes reformas que tenía
proyectadas.
La guerra contra Azcapotzalco,
así como los combates librados
posteriormente con distintos pueblos,
habían constituido una valiosa
experiencia militar para los
tenochcas partícipes en dichos
encuentros. Con base en ello y en el
hecho de que los nuevos tributos
pagados por los pueblos recién
conquistados eran ya de regular
cuantía, Tlacaélel juzgó factible
lograr en poco tiempo que una buena
parte de la población masculina del
pueblo azteca, abandonando sus
anteriores trabajos, se consagrase
exclusivamente a prepararse para el
combate, con objeto de constituir un
ejército profesional y permanente,
que sustituyese el sistema de
organización militar seguido hasta
entonces por los tenochcas, según el
cual, todos los hombres que estaban
en posibilidad de empuñar las armas
debían hacerlo al sobrevenir un
conflicto, pero durante las épocas de
paz podían dedicarse al desempeño
de actividades que nada tenían que
ver con la guerra. Así pues, aquellos
jóvenes aztecas que se hallaban
convencidos de poseer una decidida
vocación guerrera, ingresaron al
ejército que bajo la dirección de
Moctezuma comenzaba rápidamente
a integrarse.
Deseoso de comenzar a definir
la índole de sus atribuciones dentro
del gobierno, Tlacaélel reinstituyó la
existencia de un antiguo cargó creado
desde la época de los primeros
toltecas: el de "Cihuacóatl".
1 También dejó establecido que
la autoridad del soberano azteca no
tendría nunca un carácter absoluto,
sino que debería tomar en cuenta la
opinión de los miembros de un
"Consejo Consultivo" integrado por
cuatro personas. Este organismo -del
cual Tlacaélel sería el miembro más
prominente- estaba facultado para
privar al monarca de toda autoridad
cuando éste adoptase una conducta
contraria a los intereses del Reino.
Acontecimientos imprevistos
interrumpieron, transitoriamente, la
labor reformadora de Tlacaélel.
Dentro de los confines del Valle del
Anáhuac existía un señorío, el de
Xochimilco, que a pesar de su
proximidad con la capital del Reino
Tecpaneca no había sido nunca
sojuzgado por Azcapotzalco, pues su
riqueza y el valor de sus habitantes
había despertado el respeto de sus
poderosos vecinos, quienes se habían
contentado con tenerlo de aliado en
varias de sus empresas guerreras.
Recelosos los xochimilcas de la
fuerza creciente que iba adquiriendo
Tenochtítlan, decidieron constituir
una alianza en su contra. Los
señoríos de Chalco, Cuitláhuac y
Mizquic -situados ya fuera de los
contornos del valle- se sumaron a la
empresa de intentar poner un dique al
avance azteca.
La guerra contra los
xochimilcas y sus aliados fue una
contienda larga y difícil, sin
embargo, la superior dirección
militar de Moctezuma y la cada vez
mayor capacidad combativa de las
tropas aztecas -resultado de su
incesante adiestramiento- fueron
poco a poco minando la moral de sus
adversarios. Tras de ser derrotados
en varios importantes y sangrientos
encuentros, los coaligados perdieron
toda esperanza de lograr la
destrucción de Tenochtítlan, y
desbaratando el mando unificado que
habían creado para la dirección de
sus tropas, optaron por una guerra
estrictamente defensiva, en la que
cada uno de los antiguos aliados
actuaba por su propia cuenta,
mientras intentaban entablar
negociaciones que les permitieran
abandonar cuanto antes la funesta
aventura en que se habían
embarcado.
La falta de coordinación en las
acciones enemigas facilitó de
inmediato la labor del ejército
tenochca. Rechazando
sistemáticamente cualquier
posibilidad de un arreglo negociado,
los aztecas sitiaron y tomaron por
asalto las capitales de los cuatro
señoríos que habían pretendido
contener su expansión.
La conquista de Xochimilco
constituyó un triunfo que trajo
consigo consecuencias
particularmente favorables. Tanto
por la fertilidad de su suelo como
por la laboriosidad de sus habitantes,
dicha región era considerada desde
tiempo atrás como la productora de
verduras más importante en todo el
valle, su incorporación a los
dominios de Tenochtítlan dotaba a
ésta de una gran autosuficiencia en
materia de alimentos. Con miras a
facilitar el transporte de mercancías
entre ambas regiones, los aztecas
dispusieron la construcción de una
amplia calzada que comunicaba a
Xochimilco con la capital azteca.
En cuanto Tlacaélel juzgó
suficientemente consolidado el
dominio tenochca sobre los
territorios recién adquiridos, volvió
de nueva cuenta a concentrar su
atención en las reformas que se había
propuesto llevar a cabo. En esta
ocasión, el Portador del Emblema
Sagrado consideró llegado el
momento de poner las bases sobre
las cuales habría de cimentarse la
organización política del futuro
Imperio.
Según se desprendía de la
lectura de los códices y de los
informes transmitidos por la
tradición, los sistemas de
organización política adoptados
hasta entonces podían reducirse a
tres.
El primero, y más elemental, era
el de señorío o pequeño Reino, y
consistía en una entidad integrada
por una población poco numerosa y
de características homogéneas, en lo
referente a idioma, religión y
costumbres, asentada en un territorio
de no muy extensas dimensiones.
El sistema de pequeños Reinos
era el régimen de gobierno más
antiguo de que se tenía memoria. Las
comunidades tendían de modo natural
a retornar a esta forma de
organización en cuanto desaparecía
el lazo unificador creado por un
fuerte poder central que controlase
extensas regiones. Si bien en los
momentos en que Tlacaélel intentaba
iniciar sus reformas este régimen
político era el predominante,
perduraba en la memoria de los
pueblos de Anáhuac y de todas las
regiones circunvecinas el recuerdo
de los poderosos Imperios Toltecas.
La organización imperial
representaba la antítesis misma del
régimen anterior, su característica
fundamental la constituía la
existencia de una fuerte autoridad
central, cuya hegemonía abarcaba
enormes territorios habitados por
pueblos de muy diversas
peculiaridades, que conjuntaban sus
esfuerzos y energías en forma
coordinada para la realización de
metas comunes.
La arraigada certidumbre -
prevaleciente en todos los moradores
de las diferentes poblaciones- de que
había sido durante los Imperios
Toltecas cuando los seres humanos
habían alcanzado su más plena
realización, tanto en lo individual
como en lo colectivo, originaba una
permanente añoranza de esas épocas
felices y un común anhelo, hasta
entonces frustrado, de retornar a un
sistema de gobierno semejante al que
había contribuido a la consecución
de tan elevados logros. En su calidad
de Portador del Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl -y por lo tanto de
heredero directo de la autoridad de
los Emperadores Toltecas- Tlacaélel
era el lógico representante de todas
las tendencias que propugnaban por
el restablecimiento de la Autoridad
Imperial; sin embargo, el Azteca
entre los Aztecas no deseaba que el
nuevo Imperio que proyectaba fuese
tan sólo una simple copia de los
anteriores, sino que intentaba
aprovechar las experiencias del
pasado para constituir un Imperio de
cimientos aún más sólidos y
duraderos.
Al analizar las diferentes
formas de gobierno existentes en la
antigüedad, Tlacaélel prestó
particular atención al sistema de
"Confederación de Reinos",
desarrollado por los pueblos de la
lejana área maya; en dicho sistema,
los Reinos, aun cuando conservaban
plena independencia para efectos
internos, se mantenían
voluntariamente vinculados entre sí
colaborando estrechamente en la
resolución de una gran variedad de
problemas, que iban desde el
intercambio de conocimientos en
asuntos relacionados con la
observación celeste, hasta la
edificación de templos y centros
ceremoniales comunes.
La evidente efectividad del
sistema de "Confederación de
Reinos" -puesta de manifiesto por la
larga supervivencia de esta forma de
gobierno y por las altas realizaciones
alcanzadas por los pueblos mayasmotivó
que Tlacaélel optase por
intentar la creación de una nueva
fórmula de organización política que
conjugase las ventajas de este
sistema con las derivadas de la
existencia de un poderoso Imperio,
esto es, decidió que antes de que
Tenochtítlan se convirtiese en el
centro de la Autoridad Imperial,
debía primeramente aliarse con otros
Reinos para constituir una
Confederación.
Una vez adoptada esta
determinación, quedaba por resolver
el problema de cuáles podrían ser
los aliados más convenientes para
los tenochcas. Los beneficios
obtenidos como resultado de la
reciente alianza guerrera con
Texcoco eran obvios, como lo eran
también las ventajas que podrían
alcanzarse a través de una
colaboración entre ambos Reinos que
no se limitase a los asuntos
puramente militares, sino que
incluyese las más diversas
cuestiones. Así pues, la inclusión de
Texcoco en la proyectada alianza
resultaba un hecho natural y lógico.
En contra de lo que cualquiera
hubiera podido suponer, Tlacaélel
decidió elegir como tercer miembro
integrante de la Confederación al
Reino de Tlacópan; constituido por
población de origen tecpaneca, y por
consiguiente, enemiga reciente de
Tenochtítlan. La elección de tan
inesperado aliado no obedecía a un
simple capricho del Portador del
Emblema Sagrado, sino a una bien
calculada política de reconciliación
con los tecpanecas, o más
exactamente, con los múltiples
sabios y artistas con que este pueblo
contaba debido a los esfuerzos
realizados por sus autoridades para
preservar la valiosa herencia tolteca.
La existencia de un Reino tecpaneca
dotado de un alto grado de
independencia -al impedir la
emigración y consiguiente dispersión
de la clase culta de este pueblogarantizaba
la colaboración de
importantes sabios y artistas en la
realización de toda clase de labores
culturales.
A través de largas pláticas
sostenidas entre los principales
consejeros de Itzcóatl,
Nezahualcóyotl y Totoquihuátzin -rey
de Tlacópan-, fue quedando
establecida la forma en que habría de
funcionar la alianza que estaba por
pactarse. Concluidas las
conversaciones, tuvieron lugar en
diferentes poblaciones animados
festejos populares para celebrar tan
importante acontecimiento y,
finalmente, la Triple Alianza quedó
plenamente formalizada por medio
de una impresionante ceremonia
religiosa efectuada en la capital
azteca, en la que participaron los tres
monarcas ante la presencia del
pueblo y de las más importantes
personalidades de Tenochtítlan,
Texcoco y Tlacópan.
El Azteca entre los Aztecas
podía estar satisfecho de los sólidos
cimientos que había construido como
asiento del futuro Imperio. La Triple
Alianza garantizaba a los tenochcas
la amistad de dos importantes
pueblos cercanos a su capital, los
cuales, por el hecho de ser aliados y
no vasallos, habrían de
proporcionarles una valiosa
colaboración.
Apenas concluidos los festejos
celebrados con motivo de la
concertación de la Triple Alianza,
Tlacaélel se propuso iniciar la tarea
que calificaba como la más alta
misión que intentaría realizar en su
vida -superior incluso a la
construcción de un Imperio-, o sea la
creación de un vigoroso movimiento
de renovación espiritual, que
permitiese nuevamente a los seres
humanos participar activamente en la
labor de colaborar a un mejor
desarrollo del Universo.
Para dar cumplimiento a tan
difícil tarea, el Portador del
Emblema Sagrado decidió solicitar
la ayuda de los dirigentes de las
diferentes organizaciones religiosoculturales
existentes en el mundo
náhuatl y en las regiones próximas al
mismo.
Convocados por medio de los
eficaces mensajeros tenochcas y
procedentes de las más diversas
regiones, importantes dirigentes de
una gran variedad de organizaciones
religioso-culturales comenzaron a
concentrarse en Tenochtítlan. La
mayor parte de los recién llegados
pertenecían a instituciones surgidas
en donde antaño florecieran los
Imperios Toltecas, sin embargo,
había también representantes de
organizaciones existentes en las
fértiles tierras del hule próximas al
mar, así como destacados dignatarios
que habitaban en lejanas y
montañosas regiones. En esta forma,
congregados por el Heredero de
Quetzalcóatl, una auténtica asamblea
de hombres ilustres por su saber y
experiencia inició sus deliberaciones
en la capital azteca.
Una vez transcurridas las
sesiones preliminares, durante las
cuales se puso de manifiesto el
generalizado sentir de todos los
participantes en cuanto a la
necesidad de intentar romper el
paralizante estancamiento espiritual
en que la humanidad se debatía, el
Portador del Emblema Sagrado
expuso, con el vigor y la energía que
le eran característicos, las bases y
lineamientos fundamentales de su
ambicioso proyecto: la unificación
del género humano con el objeto de
lograr un desarrollo más acelerado y
armónico del sol, mediante la
práctica en gran escala de los
sacrificios humanos.
Los planteamientos de Tlacaélel
entrañaban la más drástica ruptura
con las antiguas formas del
pensamiento náhuatl, su osado
proyecto, presentado ante una
asamblea integrada por individuos
consagrados a la preservación del
saber tradicional, produjo en los que
le escuchaban una gran sorpresa y la
más completa confusión.
A solicitud de una gran mayoría
de los integrantes de la Asamblea,
Nezahualcóyotl dio respuesta en la
siguiente sesión a la proposición de
Tlacaélel. Haciendo gala de un
elegante dominio de los más
refinados giros del idioma de sus
mayores y manifestando a lo largo de
su exposición no sólo un profundo
conocimiento de las bases
fundamentales sobre las que se
estructuraba la Cultura Náhuatl, sino
también un entrañable amor hacia
dicha cultura, el gobernante poeta
manifestó un parecer del todo
contrario al sustentado por Tlacaélel.
Nezahualcóyotl estaba de acuerdo en
que debía intentarse un gigantesco
esfuerzo tendiente a lograr que la
humanidad superase el pesado
letargo que la dominaba, pero difería
en cuanto al medio propuesto para
alcanzar este fin. A su juicio, el
mejor camino para alcanzar la
elevación espiritual que todos
anhelaban, consistía en el desarrollo
de una corriente de pensamiento que
subrayase la unidad de la Divinidad,
retornando con ello a la base misma
de la más antigua tradición religiosa,
oscurecida desde hacía largo tiempo
por la preferente atención que los
humanos solían prestar a
manifestaciones importantes pero
secundarias del Ser Divino, como lo
eran los cuerpos celestes que
poblaban el Universo.
Tras de afirmar que sólo el Ser
Supremo era real e inmutable y que
el movimiento de renovación
espiritual que se intentaba crear
debería sustentarse en una mejor y
mayor comprensión de su esencia,
Nezahualcóyotl concluyó su brillante
exposición con una poética
enunciación de algunos de los
atributos del Dios Único: Dador de
la Vida, Dueño de la Cercanía y la
Proximidad, Inventor de Sí Mismo,
Ser Invisible e Impalpable, Señor de
la Región de los Muertos y Autor del
Libro en cuyas pinturas existimos
todos. La contraproposición de
Nezahualcóyotl vino a incrementar la
confusión prevaleciente en la
Asamblea. Aun cuando efectivamente
el concepto de un Dios superior y
único formaba parte de una
inmemorial tradición religiosa, los
más destacados pensadores de todos
los tiempos habían coincidido en
señalar la inutilidad de los esfuerzos
humanos encaminados a tratar de
comprender su naturaleza,
concluyendo que lo único que podía
afirmarse acerca del mismo era la
existencia de su realidad, pero que
todo lo relativo a su íntima esencia y
a sus posibles motivaciones
constituía un misterio impenetrable e
irresoluble.
Ante la encrucijada planteada
por las contradictorias propuestas de
Tlacaélel y Nezahualcóyotl, los
integrantes de la Asamblea, por
acuerdo unánime, decidieron
consultar al "Códice que responde a
todas las preguntas", o sea indagar
cuáles eran en esos momentos las
influencias celestes dominantes sobre
la tierra, para así estar en
posibilidad de adoptar la resolución
que estuviese más acorde con dichas
influencias.
Los complejos conocimientos
requeridos para averiguar cuál era el
influjo predominante de los astros en
un determinado momento, constituían
una de las más valiosas herencias
culturales que sabios y sacerdotes
habían logrado preservar tras el
colapso sufrido por las antiguas
civilizaciones. De entre los distintos
medios empleados para indagar los
designios trazados por los astros,
existía uno considerado por todos
como el más certero: el "Ollama",
2 que partiendo del principio
filosófico que postulaba la íntima
conexión de todo lo existente en el
Universo, buscaba reproducir en un
pequeño escenario sobre la tierra lo
que acontecía en la vasta inmensidad
del cosmos. Cada uno de los
individuos que participaba en esta
ceremonia actuaba en ella como
representante de un determinado
planeta.
3 En igual forma, la
determinación del sitio y de las
dimensiones del recinto donde debía
tener lugar la ceremonia, así como
del día y momento más adecuados
para la celebración de la misma, se
fijaban mediante complicados
cálculos astronómicos.
En Tenochtítlan no se había
celebrado jamás una ceremonia de
esta índole, razón por la cual no
existía el recinto apropiado para
llevarla a cabo. Así pues, los
integrantes de la Asamblea primero
tuvieron que realizar los estudios
encaminados a la construcción de un
"Tlachtli",
4 para posteriormente, dirigir su
edificación y efectuar la elección de
las personas que habrían de
participar en el ritual destinado a
obtener información sobre los
dictados de los astros.
Una vez concluidos todos los
preparativos, tuvo lugar el
legendario ritual ante la presencia de
la totalidad de los integrantes de la
Asamblea y de los reyes de
Tenochtítlan, Texcoco y Tlacópan.
Una intensa emoción dominaba a los
espectadores, mientras contemplaban
el incesante ir y venir de la compacta
pelota de hule dentro de los bien
marcados límites del pequeño
terreno que en aquellos momentos
simbolizaba el Universo entero.
Al finalizar la segunda y última
parte de la ceremonia,
5 ninguno de los presentes en la
misma ignoraba ya cuál era la
conclusión que podía inferirse como
resultado de la indagación que
acerca de las influencias de los
astros acababan de realizar: el
predominio de Huitzilopóchtli era
incontrastable,
6 la hegemonía que ejercía en
esos momentos sobre los seres que
poblaban la Tierra -misma que al
parecer se prolongaría durante un
largo período- era muy superior a la
procedente de cualquier otro cuerpo
celeste.
Al día siguiente de celebrada la
ceremonia la Asamblea prosiguió sus
deliberaciones. Una vez más,
Tlacaélel hizo uso de la palabra para
insistir en su proposición inicial,
apoyándose en los resultados
aportados por la reciente
investigación cósmica. La
supremacía de Huitzilopóchtli -
sentenció el Portador del Emblema
Sagrado- impregnaba a la Tierra de
evidentes y poderosas influencias
bélicas, bajo cuyo dictado se
generarían incesantes
enfrentamientos entre los seres
humanos. En su proyecto, las guerras
que habrían de producirse en el
futuro debido a las influencias
cósmicas tendrían un concreto y
elevado propósito: impulsar el
crecimiento del astro del cual
dependía primordialmente el
desarrollo de todos los seres.
En esta ocasión, los argumentos
del Azteca entre los Aztecas
terminaron por convencer a los
integrantes de la Asamblea. El
resultado de la reciente ceremonia
les había llevado a la conclusión de
que se aproximaba para la
humanidad una larga época de
contiendas como inevitable
consecuencia de las fuerzas
prevalecientes en el cosmos, por lo
que consideraron que la implantación
del sistema propuesto por Tlacaélel -
en el que al menos se pretendía
canalizar la energía derivada de las
guerras hacia un propósito
específico- constituía un mal menor a
la simple realización anárquica y sin
sentido, que de otra forma tendrían
dichas contiendas.
Únicamente Nezahualcóyotl
mantuvo una inalterable oposición al
proyecto de su mejor amigo, pero
dado que no sólo el sentir general de
la Asamblea sino al parecer hasta el
de la Bóveda Celeste eran contrarios
a sus personales puntos de vista, se
contentó con lograr para los
texcocanos una situación de
exclusión: a cambio de su promesa
de no oponerse a la realización de
los planes trazados por Tlacaélel,
éste se comprometió a su vez a no
pretender implantar, dentro de los
confines del Reino de Texcoco, los
nuevos conceptos y prácticas con los
que se proponía reorganizar a todos
los pueblos de la Tierra.
Con objeto de lograr una más
rápida aceptación de los conceptos y
sistemas cuyo establecimiento
proyectaba, Tlacaélel consideró que
resultaría conveniente tratar de
borrar de la memoria colectiva de
las distintas poblaciones aquellos
conocimientos del pasado que
implicasen una oposición a las ideas
que intentaba poner en vigor. Para
lograr esto, previno a sus oyentes que
en un futuro cercano ordenaría que en
todas aquellas regiones que fuesen
quedando bajo el dominio tenochca
se procedería a la inmediata
destrucción de los antiguos códices.
El Azteca entre los Aztecas
comprendía muy bien que si bien esta
drástica medida era necesaria para
facilitar la difusión de los nuevos
conceptos, la destrucción de aquellos
venerados documentos constituiría
una pérdida irreparable; así pues,
aconsejó a los integrantes de la
Asamblea -pertenecientes todos ellos
a las diferentes organizaciones
religioso-culturales en cuyo poder se
encontraban la mayor parte de los
códices- que seleccionasen de entre
el sinnúmero de documentos que
poseían aquéllos que en verdad
representasen un auténtico legado de
sabiduría y que los ocultasen
cuidadosamente en lo más profundo
de recónditas cavernas. En esta
forma, la valiosa herencia cultural
contenida en aquellos códices se
salvaría y podría ser utilizada en
algún futuro remoto, sin que por el
momento su existencia representase
un obstáculo a la realización de los
planes tenochcas.
Finalmente, los participantes en
la Asamblea elaboraron un extenso
proyecto con objeto de lograr la
máxima colaboración de cada una de
las diferentes instituciones religiosoculturales
representadas en aquella
reunión, cuyos componentes se
comprometían a realizar un
gigantesco esfuerzo tendiente a
superar la decadencia cultural
imperante, para lo cual se
reimplantarían en todas partes los
antiguos procedimientos de
enseñanza que propiciaban un
armónico desenvolvimiento de la
personalidad, incluyendo el
desarrollo de facultades que
comúnmente permanecían dormidas
en la mayor parte de los seres
humanos.
Las bases sobre las cuales se
edificaría todo el movimiento
ideológico y cultural propiciado por
el advenimiento de la hegemonía
tenochca habían quedado
sólidamente establecidas.
Capítulo XIII
LA REBELIÓN DE LOS FALSOS
ARTISTAS
Atraídos por los importantes
privilegios que las autoridades
aztecas otorgaban a quienes se
dedicaban al ejercicio de las bellas
artes, un creciente número de artistas
y artesanos comenzó a concentrarse
en la capital azteca.
Siempre que se creaba una
nueva corporación de artistas o
artesanos, Tlacaélel formalizaba el
acontecimiento con su presencia y
aprovechaba la ocasión para
exhortarlos a que intentasen
propiciar un renacimiento artístico
que no fuese una simple repetición de
lo efectuado en el pasado, sino que
innovase radicalmente esta clase de
actividades.
No transcurrió mucho tiempo
sin que Tlacaélel llegase a la
conclusión de que sus exhortaciones
en favor de una auténtica renovación
artística estaban cayendo en el vacío.
Tanto artistas como artesanos se
contentaban con reproducir, una y
otra vez, los modelos creados
durante la existencia del Segundo
Imperio Tolteca. Las plazas y los
templos de la capital azteca, al igual
que el interior de las casas de sus
moradores, iban llenándose
rápidamente de los más diversos
objetos de diseño tolteca.
Tenochtítlan estaba en camino de
convertirse en una copia de la
antigua Tula, pero en una mala copia
-concluía Tlacaélel- pues resultaba
evidente que las reproducciones de
obras toltecas que por doquier se
efectuaban, estaban muy lejos de
poseer la elevada calidad artística
que caracterizaba a los modelos
originales.
A pesar de su disgusto por la
forma en que se desarrollaba todo lo
relacionado con las actividades
artísticas, el Portador del Emblema
Sagrado se cuidaba mucho de
intervenir en esta clase de asuntos,
pues comprendía que el nacimiento
de un nuevo arte jamás puede
lograrse mediante disposiciones
emitidas por las autoridades y que la
misión de éstas consiste únicamente
en colaborar indirectamente en tan
delicada gestión, respetando
escrupulosamente la libertad creativa
de los artistas y proporcionándoles
toda clase de ayuda para el
desempeño de su trabajo. No
quedaba, por lo tanto, sino esperar a
que los artistas que surgiesen en las
nuevas generaciones -educados ya en
un ambiente que tendía a la búsqueda
de la superación personal y
colectiva- fuesen capaces de llevar a
cabo una empresa que, al parecer,
sus padres no eran capaces ni
siquiera de imaginar.
De entre las distintas
corporaciones artísticas y artesanales
que habían surgido en Tenochtítlan,
la que agrupaba a los escultores
comenzó muy pronto a cobrar
especial relevancia, a resultas de las
astutas maniobras de su dirigente
principal, el culhuacano Cohuatzin.
Cohuatzin era un sujeto
singularmente dotado para el empleo
de la insidia y la intriga. A pesar de
que como artista era menos que
mediocre, había sabido siempre
obtener un provecho considerable
por su trabajo, utilizando para ello
procedimientos que iban desde el
más abyecto servilismo con los
poderosos, hasta la hábil dirección
de pérfidas campañas de calumnias,
con las cuales acostumbraba
desprestigiar a cuanta persona osaba
interponerse en su camino.
Durante el apogeo de
Azcapotzalco, Cohuatzin había
figurado destacadamente en la corte
tecpaneca, dirigiendo la ejecución de
un gran número de esculturas y
organizando frecuentes homenajes al
máximo gobernante en turno -primero
Tezozómoc y posteriormente a
Maxtla-, a los que gustaba comparar
en sus elogios con los más grandes
Emperadores Toltecas.
Al sobrevenir la derrota de
Maxtla y con ella el brusco final de
la hegemonía tecpaneca, Cohuatzin
comprendió que en lo futuro el
asiento del poder radicaría en
Tenochtítlan y se trasladó de
inmediato a la capital azteca,
presentándose ante sus autoridades
con un elaborado plan para
incrementar las actividades
artísticas.
Maniobrando hábilmente en
favor de sus intereses, Cohuatzin
sobresalió rápidamente en
Tenochtítlan. No sólo obtuvo la
dirección de su propia corporación -
la de escultores- sino que de hecho
fue logrando controlar a casi todas
las asociaciones artísticas y
artesanales, valiéndose para ello de
sus numerosos incondicionales,
sujetos que al igual que él eran
pésimos artistas pero excelentes
intrigantes.
Las continuas maquinaciones
del falso artista no pasaban
desapercibidas ante la vigilante
mirada de Tlacaélel. Poseedor de un
certero conocimiento de los seres
humanos, el Azteca entre los Aztecas
había valorado desde un principio a
Cohuatzin y comprendido que nada
bueno para el desarrollo del
verdadero arte podía derivarse de la
actuación de aquel ambicioso y
siniestro personaje; sin embargo,
dominando su natural inclinación que
le impelía siempre a la acción,
mantuvo inalterable la política de no
intervenir en los asuntos internos de
los gremios artísticos y artesanales.
Un inesperado acontecimiento
vendría a devolver a Tlacaélel su
perdida confianza en un cercano
resurgimiento artístico. Cierto día, en
una reunión a la que asistían las
principales autoridades del Reino
con la finalidad de trazar los planes
tendientes a lograr la anexión del
señorío de Cuauhnáhuac, el monarca
azteca ordenó se sirviese a sus
acompañantes chocolate recién
preparado. La espumeante bebida fue
servida mientras el Portador del
Emblema Sagrado apremiaba a los
presentes a iniciar cuanto antes las
operaciones militares; de pronto, al
observar el recipiente que le era
ofrecido a Moctezuma, Tlacaélel
interrumpió bruscamente su
exposición, y tras de solicitar a su
hermano la pequeña vasija rebosante
de chocolate que éste tenía ya
próxima a los labios, procedió a
examinarla cuidadosamente
ensimismándose en su contemplación
a tal grado, que parecía del todo
abstraído de cuanto le rodeaba. Los
demás asistentes a la reunión
observaban a Tlacaélel con curiosa
expectación, sin alcanzar a
comprender la causa de tan inusitado
interés por un objeto del uso común,
similar a cualquiera de las vasijas
que cada uno de ellos sostenía en
esos momentos entre las manos.
Y en efecto, el utensilio que tan
poderosamente había llamado la
atención de Tlacaélel no poseía al
parecer ninguna cualidad
sobresaliente; se trataba de un
producto de cerámica típico de la
época: una vasija de barro de forma
sencilla, decorada con hileras de
delgadas líneas de color negro,
paralelas y ondulantes, siguiendo el
modelo del estilo tradicional
establecido largo tiempo atrás por
los alfareros toltecas. Sin embargo,
la penetrante mirada del Azteca entre
los Aztecas había descubierto desde
el primer vistazo notables
singularidades en aquel objeto: cada
una de las líneas de nítidos contornos
que lo rodeaban poseía una
ondulación levemente acentuada,
circunstancia que resultaba
imposible de captar cuando la vasija
estaba en reposo, pero al desplazar
ésta de un lugar a otro, se producía
una fugaz ilusión óptica, perceptible
tan sólo a un sagaz observador,
consistente en que la vasija parecía
cobrar vida y palpitar levemente
entre las manos que la movían.
Tlacaélel concluyó, para sus
adentros, que aquel objeto constituía
una especie de sarcástico reto
lanzado por un desconocido artífice a
la venerada memoria de los alfareros
toltecas, pues éstos habían tratado
siempre de transmitir a través de sus
obras un sentimiento de inmutable
serenidad, mientras que por el
contrario, aquella vasija era la
expresión misma del cambio y de la
tensa lucha de encontradas fuerzas
que genera el movimiento, pero todo
ello ingeniosamente oculto tras un
aparente respeto a la forma y al
diseño convencionales imperantes en
la alfarería.
Una vez finalizado el análisis
del recipiente y sin proporcionar
explicación alguna que permitiese a
sus sorprendidos compañeros de
reunión dilucidar las causas de su
extraña conducta, Tlacaélel planteó
de nuevo las principales cuestiones
que debían tomarse en cuenta para
garantizar el éxito de la proyectada
campaña militar en el Sur.
Concluida la reunión, Tlacaélel
conversó a solas con Itzcóatl,
comunicándole su asombro ante las
peculiaridades contenidas en la
vasija ofrecida a Moctezuma. En
vista del interés manifestado por
Tlacaélel hacia aquella pieza de
cerámica, Itzcóatl se la obsequió
gustoso, sin explicarse del todo la
desmedida importancia q u e el
Heredero de Quetzalcóatl atribuía a
las casi imperceptibles
singularidades de aquel sencillo
utensilio. Así mismo, le informó que
el origen de aquella vasija era
idéntico al de todos los objetos de
cerámica que se utilizaban
diariamente en sus aposentos:
provenía del taller de Yoyontzin, el
más prestigiado de los alfareros
aztecas.
Aun cuando Tlacaélel estaba
seguro de que Yoyontzin no podía ser
el alfarero que había modelado tan
excepcional recipiente, pues si bien
se trataba de un artífice que producía
obras de gran calidad, carecía de
originalidad y sus trabajos eran
siempre reproducciones fieles de
antiguos modelos toltecas, envió de
inmediato un mensajero al taller del
alfarero, invitándolo a comparecer
ante él.
Tan rápidamente como se lo
permitían sus cansadas piernas,
Yoyontzin se encaminó a la
residencia de Tlacaélel,
1 interrogándose inútilmente a lo
largo del camino sobre los posibles
motivos que pudiera tener el
Portador del Emblema Sagrado para
desear entrevistarse con el modesto
propietario de un taller de alfarería.
Tlacaélel recibió afablemente al
artesano, logrando en poco tiempo
disipar la paralizante timidez del
anciano mediante la amable
naturalidad de su trato. Una vez
captada la confianza del alfarero,
mostró a éste la vasija que Itzcóatl le
obsequiara aquella misma tarde,
preguntándole si sabía quién era el
autor de aquel objeto. Yoyontzin casi
no necesitó mirar la vasija para dar
una respuesta a la pregunta que se le
había formulado: se trataba de una
pieza elaborada en su taller por un
joven de nombre Técpatl. La historia
de aquel joven, relató el anciano, era
triste en extremo: huérfano desde
muy pequeño, había logrado
sobrevivir a duras penas merced a la
escasa ayuda brindada por los
habitantes de la población en que
naciera, una pequeña aldea azteca
semiperdida en la región más pobre e
insalubre de todas las que bordeaban
al lago. Cuando tenía doce años de
edad, Técpatl se había trasladado a
Tenochtítlan, e ingresado como
sirviente en un taller de escultura. Al
poco tiempo de trabajar en dicho
lugar, y en vista de que revelaba
excepcionales facultades para el
tallado en piedra, se le había
ascendido al rango de aprendiz.
Todo parecía indicar el inicio de un
brusco y favorable cambio en el
destino hasta entonces adverso del
joven huérfano, sin embargo, su
buena suerte se prolongó menos de
un año; repentinamente, y sin que
mediara para ello explicación alguna
del propietario del taller, fue
arrojado a la calle. Desesperado
había recorrido los talleres de
escultura que existían en la ciudad y
en las poblaciones vecinas en busca
de trabajo, bien fuera de aprendiz o
de simple sirviente. Todo fue en
vano, misteriosamente todos los
escultores parecían haberse puesto
de acuerdo para impedirle el menor
contacto con la actividad a la que
había decidido consagrar su
existencia.
Acosado por el hambre y las
enfermedades propias de la
desnutrición, Técpatl había
deambulado varios meses en el
mercado de Tlatelolco, trabajando
como cargador a pesar de su frágil
condición física. Fue ahí, en medio
del incesante bullicio del próspero y
creciente mercado, donde Yoyontzin
lo conoció. El extremo cuidado
utilizado por el endeble cargador al
manipular las piezas de cerámica que
el alfarero llevaba para ofrecer en
venta a los comerciantes había
llamado la atención del anciano. Una
breve plática entre ambos bastó a
Yoyontzin para darse cuenta de la
innata sensibilidad artística de aquel
joven, así como del total desamparo
en que se encontraba. El bondadoso
alfarero ofreció a Técpatl un trabajo
de aprendiz en su taller, ofrecimiento
que éste aceptó en el acto, naciendo a
partir de aquel instante un estrecho
vínculo entre ambos personajes.
Yoyontzin había llegado a la
ancianidad sin haber formado nunca
una familia y toda su frustrada
paternidad se volcó muy pronto en el
joven huérfano, en quien veía no sólo
al hijo que siempre había anhelado
tener, sino también al artista que él
mismo hubiera deseado llegar a ser,
capaz de convertir en realidad los
propios sueños y no sólo dedicarse a
reproducir los modelos creados por
otros.
Apenas había comenzado a
trabajar Técpatl en el taller de
Yoyontzin, cuando el dirigente
principal de la corporación que
agrupaba a los productores de
cerámica -un sujeto del todo
incondicional a Cohuatzin- mandó
llamar al anciano artesano para
aconsejarle que despidiera cuanto
antes a su nuevo aprendiz, ya que,
según él, se trataba de un individuo
de pésimos antecedentes e indigno de
formar parte del gremio de los
alfareros. Las acusaciones en contra
de Técpatl iban desde la de haber
cometido diversos hurtos en su
antiguo trabajo, hasta la de llevar una
vida consagrada a la práctica de toda
clase de vicios.
Yoyontzin había rechazado
indignado todas las acusaciones que
se hacían a Técpatl, pero muy pronto
comprendió que aquello no era sino
el principio de una interminable
campaña de calumnias en contra de
su protegido. Los comerciantes del
mercado de Tlatelolco, a los cuales
vendía la mayor parte de su
producción artesanal, comenzaron
repentinamente a presionarlo,
amenazándolo con dejar de comprar
sus productos si no prescindía de los
servicios de su ayudante. Extrañado
ante la inexplicable animadversión
manifestada en contra de un ser noble
y generoso que no había hecho jamás
el menor daño a nadie, Yoyontzin se
propuso averiguar quién era el
promotor de tan feroz hostigamiento.
Muy pronto indagó toda la verdad:
Cohuatzin, temeroso de que la
aparición de un artista de genio
viniese a significar el momento de su
ocaso, y presintiendo que tras la
débil apariencia de Técpatl latía un
poderoso espíritu creativo, era quien
venía intrigando en contra del joven
huérfano. Al culhuacano se debía
tanto la expulsión de Técpatl del
taller a donde éste ingresara
inicialmente, como los posteriores
rechazos en los restantes talleres de
escultura existentes en la ciudad. En
igual forma, era Cohuatzin quien
ahora intentaba amedrentar a
Yoyontzin para obligarlo a retirar la
protección que brindaba a su
desvalido aprendiz.
Una vez que Yoyontzin concluyó
de narrar la vida de su joven
ayudante ante el Portador del
Emblema Sagrado, éste manifestó un
vivo interés por conocer a Técpatl y
anunció que efectuaría a la mañana
siguiente una visita oficial al taller
del alfarero. La resolución de
Tlacaélel de efectuar dicha visita en
lugar de simplemente mandar llamar
a Técpatl al Templo Mayor, tenía el
propósito de manifestar
públicamente el afecto que profesaba
al viejo artesano, pues esperaba que
esto constituyese una clara
advertencia para Cohuatzin de que
debía suspender de inmediato la
campaña de intrigas que venía
realizando en contra de Yoyontzin.
Ataviado con un largo manto
blanco, luciendo sobre el pecho el
caracol sagrado pendiente de una
delgada cadena de oro y acompañado
de varios importantes sacerdotes,
Tlacaélel se encaminó
ceremoniosamente al taller de
Yoyontzin. El artesano, presa de una
enorme emoción ante aquella visita
jamás imaginada, lo aguardaba ante
la entrada de su engalanado taller.
Tlacaélel había dado
instrucciones a Yoyontzin de que su
visita no debía ser motivo para la
interrupción de las labores propias
del taller, pues deseaba observarlo
en pleno funcionamiento; así pues,
los distintos operarios que integraban
el taller de alfarería laboraban
nerviosos en sus lugares de
costumbre a la llegada del
Cihuacóatl Azteca.
El Heredero de Quetzalcóatl
saludó afectuosamente a Yoyontzin e
inició en su compañía el recorrido
del taller, deteniéndose ante cada uno
de los operarios para examinar su
trabajo e interrogarles brevemente
sobre la índole del mismo. Al llegar
junto a un joven de larga cabellera,
Yoyontzin confirmó a Tlacaélel lo
que éste ya presentía: que aquel
operario no era otro sino Técpatl. El
Azteca entre los Aztecas permaneció
un buen rato en silencio, observando
con suma atención al novel artista. A
través de todo su ser, Técpatl
manifestaba una perceptible
contradicción entre los elementos
físicos y espirituales que lo
integraban. Los periodos de
privaciones habían dejado su huella:
la delgadez de su cuerpo era de tal
grado que permitía observar
claramente cada uno de sus huesos,
firmemente adheridos a la piel y
como queriendo perforarla y salir de
ella; toda su figura era la más clara
imagen de un adolescente endeble y
desvalido. Su ovalado rostro de finas
facciones reflejaba, igualmente, una
perenne expresión de angustia y
desconcierto. Sin embargo, de aquel
organismo débil y aún no del todo
formado, un espíritu increíblemente
poderoso parecía querer emerger y
manifestarse con fuerza irresistible:
cada uno de los movimientos de sus
manos -ocupadas e n esos momentos
en modelar una vasija de barrorevelaban
una pasmosa habilidad y
un pleno dominio de la materia sobre
la cual trabajaban. En igual forma, de
lo más profundo de su mirada
provenían destellos de una energía
desafiante y poderosa que
contrastaba radicalmente con su
frágil aspecto exterior.
Tlacaélel cruzó tan sólo unas
cuantas frases convencionales con
Técpatl, pero después, una vez
concluido el recorrido del taller,
pidió a Yoyontzin que llamase a su
aprendiz, y a solas con ambos,
mantuvo una larga plática con el
joven artista.
A pesar de que Técpatl era por
naturaleza retraído e introvertido, en
esta ocasión no le resultó difícil
aprovechar la oportunidad que se le
brindaba para expresar su opinión
sobre cuestiones que le eran tan
vitales. Con voz entrecortada por la
emoción, criticó acervamente la
forma como habían venido
desenvolviéndose las actividades
artísticas en los últimos tiempos.
Calificó a los más prestigiados
artistas -particularmente a Cohuatzinde
ser unos consumados farsantes
que no buscaban otra cosa sino el
enriquecimiento personal, valiéndose
para ello de las buenas intenciones
de las autoridades aztecas, deseosas
de promover al máximo el
florecimiento artístico dentro del
Reino. Finalmente, se lamentó de que
todo esto estuviese ocasionando una
verdadera atrofia en la sensibilidad
popular, ya que la gente terminaba
por aceptar como algo digno de
admiración las pésimas
reproducciones de arte tolteca que se
estaban produciendo en Tenochtítlan,
reduciéndose con ello las
probabilidades de que pudiesen
surgir y desarrollarse en el futuro
nuevas corrientes de expresión
artística.
Tlacaélel manifestó estar del
todo acorde con los planteamientos
de Técpatl, sin embargo, le externo a
su vez su tradicional punto de vista
sobre el particular, consistente en
que era obligación de las autoridades
fomentar el desarrollo del arte
mediante la ayuda que
proporcionaban a los artistas, pero
que no correspondía a éstas dictar
las normas conforme a las cuales
aquéllos debían desarrollar su
trabajo. A continuación, Tlacaélel
preguntó al joven cuál era según su
criterio la fórmula más conveniente
para ayudarle. La respuesta de
Técpatl no se hizo esperar: deseaba
recorrer las apartadas regiones en
donde antaño habían florecido
importantes civilizaciones con objeto
de poder estudiar detenidamente las
diferentes formas de escultura
desarrolladas en esos lugares. El
Portador del Emblema Sagrado
prometió acceder a lo solicitado y
después de felicitar a Yoyontzin por
la eficaz organización del taller y la
calidad de los productos que en él se
elaboraban, regresó al Templo
Mayor, en medio de la respetuosa
expectación que despertaba siempre
en el pueblo su presencia.
Aún no transcurría una semana
de la visita de Tlacaélel al taller de
Yoyontzin, cuando ya Técpatl
abandonaba Tenochtítlan en unión de
una delegación diplomática de
regulares proporciones. Unos días
antes Itzcóatl había dado a conocer
los nombres de los primeros
embajadores tenochcas. Por
intervención de Tlacaélel, Técpatl
había sido designado ayudante del
embajador que representaría los
intereses del Reino Azteca ante los
distantes señoríos zapotecas. Tanto
Itzcóatl como el propio Tlacaélel
habían hecho saber al embajador en
dicha región que el nombramiento
otorgado al joven artista tenía por
objeto dotarlo de la debida
protección oficial, así como
permitirle la obtención de ingresos
suficientes para subsistir
decorosamente, pero que sus
funciones eran de índole especial y
debía dejársele en la más completa
libertad para desempeñarlas, no
estando obligado a prestar servicios
diplomáticos de ninguna clase.
Desde lo alto del camino y antes
de iniciar el descenso que lo alejaría
del valle, Técpatl se detuvo a
contemplar el espectáculo siempre
fascinante que constituía la ciudad de
Tenochtítlan. La capital azteca estaba
formada por dos grandes islas
artificiales construidas en el centro
de la enorme laguna. Un sinnúmero
de canales atravesaban por doquier
la ciudad, confiriéndole un aspecto
singular y fantástico. Sus anchas
avenidas, al igual que sus incontables
calles, eran de una perfecta simetría,
lo que producía en el observador una
clara impresión de orden y concierto,
así como un sentimiento de
admiración hacia aquella asombrosa
obra humana, producto del
continuado esfuerzo de sucesivas
generaciones.
Técpatl echó un último vistazo a
la ciudad y dando media vuelta
prosiguió con decidido andar su
camino, repitiéndose a sí mismo la
firme promesa de no retornar a
Tenochtítlan mientras no lograse
desarrollar su propio estilo
escultórico.
A través del servicio de los
mensajeros aztecas, que día con día
iba extendiéndose a lugares más
apartados, Tlacaélel no dejaba nunca
de recibir informes periódicos sobre
las actividades de Técpatl. Después
de permanecer cerca de dos años en
la zona zapoteca, el joven escultor
había solicitado permiso para
dirigirse a los territorios habitados
por los mayas; posteriormente y una
vez obtenida una nueva autorización,
se había trasladado a la fértil región
totonaca. En cierta ocasión, un
embajador tenochca procedente de la
lejana Chi Chen Itzá, había
manifestado a Tlacaélel la sorpresa
que le causara un acto del todo
incomprensible cometido por
Técpatl: después de trabajar
arduamente en una enorme escultura
de piedra cuya elaboración venía
suscitando los más elogiosos
comentarios de los artistas de la
localidad, había procedido a
demolerla en cuanto la hubo
terminado.
Cuando faltaban escasas
semanas para que se cumplieran
cinco años contados a partir de la
fecha en que Técpatl partiera de
Tenochtítlan, un mensajero llegado
desde el Tajín informó a Tlacaélel
que el artista marchaba ya de retorno
rumbo a la capital azteca y que
arribaría a ésta en pocos días. La
noticia produjo un profundo regocijo
en el Portador del Emblema Sagrado.
Aun cuando durante la ausencia de
Técpatl no había tenido muchas
oportunidades para detenerse a
reflexionar sobre cuestiones
artísticas, le molestaba sobremanera
contemplar el fatuo orgullo que
embargaba al pueblo y a las
autoridades tenochcas con motivo de
la creciente producción de supuestas
obras de arte que en forma
incontenible brotaban de los talleres
controlados por Cohuatzin y su
camarilla. Desde lo más profundo de
su ser, el Azteca entre los Aztecas
anhelaba que el regreso de Técpatl
constituye una especie de feliz
augurio de que aquella deplorable
situación tocaría pronto a su fin.
Tlacaélel ordenó que se
introdujese a Técpatl ante su
presencia en cuanto tuvo
conocimiento de que el artista
solicitaba verle. Un sorprendente y
notorio cambio se había operado en
la persona del joven huérfano. En las
finas pero firmes facciones del
escultor, al igual que en cada uno de
sus gestos y movimientos -que antaño
fueran la imagen misma de la
incertidumbre y el desconcierto- se
evidenciaba ahora una vigorosa
voluntad y una serena confianza en sí
mismo. Resultaba evidente que el
antiguo conflicto interior que
caracterizara a Técpatl, entre su
poderoso espíritu y su débil
organismo, había concluido con una
clara victoria para el primero.
Tlacaélel dialogó largamente
con Técpatl poniendo manifiesto
durante la entrevista un vivo interés
por escuchar todo lo que el artista le
narraba. Al final de l a plática, y
como preguntase a Técpatl cuáles
eran sus proyectos para el futuro,
éste se limitó a contestar que por lo
pronto retornaría a su antiguo trabajo
de ayudante en el taller de Yoyontzin;
asimismo, manifestó su intención de
comenzar a esculpir una enorme
piedra existente en las cercanías del
poblado en que naciera y a la que
había soñado dar forma desde niño.
El único favor que el artista
solicitaba era precisamente que se le
proporcionase la ayuda necesaria
para transportar aquella piedra hasta
el taller de Yoyontzin. El Portador
del Emblema Sagrado se
comprometió a enviarle a la mañana
siguiente un buen número de
cargadores para que efectuasen dicho
trabajo; después de esto dio por
concluida la entrevista.
El retorno de Técpatl a
Tenochtítlan, así como su entrevista
con Tlacaélel, fueron motivo de
prolongados comentarios por toda la
ciudad y despertaron de inmediato la
recelosa suspicacia de Cohuatzin y
de su floreciente corte de amigos.
La labor que a los pocos días de
su llegada realizó Técpatl,
consistente en dirigir el traslado
hasta el taller de Yoyontzin de una
gran piedra, constituyó la voz de
alerta para Cohuatzin y su grupo,
pues al ver aquello, dieron por cierto
que el propio Tlacaélel había
encomendado al escultor la
realización de una obra. No
atreviéndose a presentar
directamente sus quejas al Portador
del Emblema Sagrado, acudieron
ante el rey para lamentarse de la
ruptura de la norma fundamental que
tradicionalmente regía las relaciones
entre artistas y autoridades, de
acuerdo con la cual, éstas
encomendaban a las diferentes
asociaciones de artistas y artesanos
la elaboración de los diferentes
objetos que necesitaban -desde una
imagen destinada al culto hasta los
utensilios de uso común que se
requerían en los templos y en los
aposentos reales- y dichas
asociaciones a su vez determinaban,
con plena autonomía, quién de sus
miembros debía llevar a cabo cada
uno de los diferentes trabajos.
Itzcóatl negó rotundamente que
se hubiese roto o se intentase romper
la forma tradicional de operar entre
autoridades y artistas: nadie había
encomendado a Técpatl la ejecución
de una obra, como tampoco se le
había otorgado o prometido
emolumento alguno; si Tlacaélel
había dispuesto que se le brindase
cierta ayuda para transportar una
piedra, ello constituía un favor como
otro cualquiera de los que
diariamente concedía el Portador del
Emblema Sagrado a las múltiples
personas que acudían ante él en
demanda de ayuda.
El hecho de saber que sus
ganancias no se verían mermadas por
las actividades de Técpatl,
tranquilizó momentáneamente a
Cohuatzin y a sus allegados, sin
embargo, muy pronto tuvieron un
nuevo motivo de inquietud, pues al
poco tiempo se comenzaron a
producir una serie de deserciones en
diferentes talleres de escultura de la
ciudad: varios de los jóvenes que
trabajaban en esos lugares como
aprendices o ayudantes de escultor,
abandonaron su trabajo para ingresar
como aprendices de alfarero al taller
de Yoyontzin.
La actividad de escultor
otorgaba una superior posición
social y era más lucrativa que la de
alfarero, así pues, resultaba
aparentemente absurda la conducta
asumida por aquellos jóvenes, los
cuales, tras de avanzar un buen
trecho por el camino que conducía a
una envidiable posición, lo
abandonaban repentinamente para
recomenzar desde el principio una
actividad que, aun a la larga, habría
de resultarles menos provechosa.
Tomando en cuenta que en la
mayoría de los casos los jóvenes que
habían abandonado los talleres eran
precisamente quienes venían
manifestando mayores facultades
para el ejercicio de la escultura,
Cohuatzin llegó a la conclusión de
que la explicación de tan extraña
paradoja era que aquellos jóvenes
deseaban aprender directamente de
Técpatl los secretos del arte de
esculpir, pero en vista de que éste no
poseía su propio taller, pues era
únicamente un simple ayudante de
alfarero, habían optado por laborar
en su compañía, pese a que ello
significase sacrificar los frutos de
sus anteriores esfuerzos y enfrentarse
a un incierto porvenir, ya que el
gremio de escultores -que Cohuatzin
presidía y controlaba- jamás
otorgaría a ninguno de ellos la
necesaria autorización para
establecer un taller.
Acompañado de un buen
número de sus incondicionales,
Cohuatzin acudió una vez más ante
Itzcóatl para exponerle todo lo
relativo a las deserciones de
personal de los talleres y pedirle su
intervención en contra de Técpatl.
Con palabras que al parecer
denotaban una intensa preocupación
por el problema que se le planteaba,
pero en las cuales era fácil percibir
un dejo de sorna, el monarca
respondió que le era imposible
intervenir en aquel conflicto, pues de
hacerlo, violaría la autonomía de los
gremios y rompería las tradicionales
formas de relación existentes entre
autoridades y artistas.
Comprendiendo que las
autoridades no habrían de brindarles
ninguna clase de ayuda en su lucha
contra Técpatl y decididos más que
nunca a impedir que éste lograse
darse a conocer como escultor,
Cohuatzin y sus secuaces tomaron la
determinación de movilizar a la
opinión pública en su contra, para lo
cual urdieron una hábil maniobra:
dos jóvenes que les eran adictos
hicieron el simulacro de unirse a los
disidentes; abandonando los talleres
donde trabajaban fueron aceptados
en el de Yoyontzin, y al igual que sus
demás compañeros, comenzaron a
recibir lecciones de Técpatl y a
laborar con él en la ejecución de la
obra escultórica que éste había
iniciado. Apenas habían cumplido
una semana en su nuevo trabajo,
cuando los dos traidores solicitaron
ser readmitidos en sus antiguos
talleres, y a la vez que simulaban un
profundo arrepentimiento por su
pasajero desvarío, comenzaron a
propalar a los cuatro vientos la
versión de que Técpatl proyectaba
destruir la fe del pueblo en los
dioses, para cuyo propósito estaba
esculpiendo una obra
indescriptiblemente grotesca, una
burlesca representación de la
máxima deidad femenina, la
venerada Coatlicue. El propósito de
Técpatl al realizar dicha obra -
afirmaban sus detractores- no era
sólo mofarse de los sentimientos del
pueblo, sino hacer patente el
profundo desprecio que profesaba
hacia la Deidad misma. Finalmente,
se repetía en contra del artista el
mismo cargo de que se le acusara
años atrás, o sea el de llevar una
vida consagrada al vicio, añadiendo
a ello el de haber convertido el taller
de Yoyontzin en un antro de
corrupción en donde se practicaban
toda clase de excesos.
Aun cuando la verdad de las
cosas era que la vida privada de
Técpatl no sólo podía calificarse de
irreprochable sino incluso de
ascética, y que en materia religiosa
su personalidad estiba muy próxima
al misticismo, un creciente número
de personas, desconocedoras de la
auténtica forma de ser del joven
escultor, aceptaban como válidas las
calumnias que día con día difundían
los secuaces de Cohuatzin. Los
familiares de los numerosos jóvenes
que habían abandonado sus trabajos
para convertirse en discípulos y
colaboradores de Técpal, molestos
de que éstos hubiesen trocado un
prometedor futuro para tomar parte
en algo que a sus ojos no tenía
sentido alguno, dolidos por la actitud
de rebelde intransigencia que
caracterizaba a todos los seguidores
de Técpatl y sin creer que en verdad
fuesen las intensas jornadas de
trabajo y no la práctica de toda clase
de vicios lo que había convertido a
dichos jóvenes en unos extraños en
sus propias casas, contribuían en
forma importante, con sus incesantes
peroratas en contra del artista, a que
la opinión pública comenzase a ver
en Técpatl a una auténtica amenaza
social. Cuando Cohuatzin juzgó que la
animadversión de los habitantes de
Tenochtítlan por Técpatl había
llegado a un punto tal que ya podría
impulsarles fácilmente a la acción,
urdió un plan para solucionar, de una
vez por todas, aquel espinoso asunto.
Mientras sus enemigos se
preparaban a poner en práctica sus
siniestros propósitos, Técpatl
trabajaba sin descanso en la doble
misión que para esa etapa de su vida
se había impuesto: realizar una obra
escultórica diametralmente distinta a
todas las producidas en el pasado y
formar a un alto número de artistas
que, dejando a un lado la labor de
simples copistas de las obras de arte
toltecas, fuesen capaces de iniciar un
auténtico movimiento de renovación
artística. Asimismo, procuraba en
unión de sus seguidores incrementar
al máximo posible la producción
artesanal del taller de Yoyontzin, con
objeto de no convertirse en una carga
demasiado pesada para la modesta
economía del generoso anciano.
El engaño sufrido por Técpatl a
manos de los dos jóvenes espías al
servicio de Cohuatzin había
constituido un duro revés para los
propósitos del escultor, quien
deseaba mantener en secreto la
ejecución de la obra que estaba
llevando a cabo hasta que no
estuviese del todo terminada, pues de
acuerdo con su inveterada costumbre,
se había propuesto demolerla una vez
concluida si no resultaba de su entera
satisfacción, como había hecho con
todas sus anteriores creaciones.
Ignorantes de que había llegado
la fecha fijada para la celada tendida
en su contra, Yoyontzin y Técpatl,
acompañados de varios de sus
ayudantes y de algunos porteadores,
se dirigieron al igual que todos los
días primeros de cada mes al
mercado de Tlatelolco. El propósito
que les guiaba era el de vender a los
comerciantes del mercado los
productos de cerámica elaborados en
el taller durante los veinte días
anteriores. Las canoas que
transportaban la mercancía se
deslizaban muy lentamente sobre las
calzadas de agua a causa del
excesivo peso depositado en ellas.
Apenas habían traspasado los
límites del mercado, cuando
Yoyontzin y sus acompañantes
comenzaron a ser insultados
soezmente por numerosas personas.
Sin hacer caso de la creciente lluvia
de injurias, los integrantes del
pequeño grupo se encaminaron hacia
los locales donde operaban los
mercaderes con los que
habitualmente celebraban sus
transacciones, pero éstos se negaron
a adquirir la mercancía que les
llevaban, aduciendo que no deseaban
tener ninguna clase de tratos con
individuos viciosos y degenerados.
Desconcertados ante la
hostilidad de que eran objeto, el
anciano alfarero y sus jóvenes
amigos optaron por retirarse cuanto
antes del mercado, pero al retornar
sobre sus pasos, los insultos de la
multitud se hicieron aún mayores, e
intempestivamente un sujeto llegó
hasta Yoyontzin y con rápido ademán
le propinó una bofetada en el rostro.
Ante el cobarde ataque a su generoso
protector, Técpatl perdió la
serenidad y lanzándose sobre el
agresor lo derribó al suelo de un solo
golpe. Se inició al instante una
furiosa zacapela. Incontables
personas se arrojaron en contra de
Técpatl y de sus amigos
agrediéndoles a golpes y puntapiés, y
a pesar de que éstos se defendieron
bravamente, la incontrastable
superioridad numérica de sus
adversarios no tardó en imponerse.
Los jóvenes fueron salvajemente
golpeados hasta dejarlos
inconscientes, después, los agentes
provocadores al servicio de
Cohuatzin -que eran los que habían
azuzado y dirigido a la multitud
durante todo el zafarranchoapartaron
al maltrecho cuerpo de
Técpatl y sin hacer caso de las
súplicas de Yoyontzin, procedieron a
recostarlo contra un muro y
comenzaron a repartir entre la gente
canastillas llenas de piedras,
invitando a todos los presentes a que
las lanzasen contra el joven escultor.
El hábil plan trazado por
Cohuatzin para eliminar a Técpatl
propiciando un motín popular que
diese fin a la vida del artista estaba
por cumplirse. Algunas piedras
volaban ya por los aires y rebotaban
junto a Técpatl, cuando una grácil
figura femenina se abrió paso entre la
enardecida muchedumbre y
atravesando con paso firme el
espacio vacío existente entre la turba
y el desfallecido cuerpo del escultor
llegó junto a éste, y le tendió los
brazos, ayudándolo a reincorporarse.
Un murmullo de asombro se extendió
entre la multitud al reconocer a la
recién llegada, cuyo nombre comenzó
a correr de boca en boca. Se trataba
de Citlalmina, la iniciadora de la
rebelión juvenil con la que había
dado comienzo la lucha libertaria del
pueblo azteca. Citlalmina había
llegado al mercado justo en el
momento en que los provocadores
repartían las canastillas de piedras e
incitaban a la gente a lapidar a
Técpatl. Un solo vistazo a lo que
ocurría le había bastado para
formarse un juicio acerca de la
situación, así como para tomar la
determinación de intentar salvar la
vida del escultor.
Haciendo un esfuerzo
sobrehumano Técpatl se mantenía en
pie esbozando una dolorida sonrisa a
través de sus ensangrentadas
facciones. Airadas voces surgían de
la muchedumbre pidiendo a
Citlalmina que se apartase para dar
comienzo a la lapidación, pero ella
permanecía inmóvil, sosteniendo con
su cuerpo buena parte del peso de
Técpatl y evidenciando con su
actitud la inquebrantable decisión de
compartir la suerte del artista, fuese
ésta la que fuere. El rostro de
Citlalmina -famoso en todo el
Anáhuac por su resplandeciente
belleza- reflejaba con toda claridad
los sentimientos que la dominaban en
aquel instante: no había en su interior
el menor asomo de temor por lo que
pudiera ocurrirle, sus grandes ojos
negros relampagueaban con ira
reprochando con la mirada a la
multitud su cobardía en forma mucho
más elocuente que el más
conmovedor de los discursos.
Lentamente, el ensordecedor griterío
de la gente comenzó a disminuir de
tono hasta extinguirse por completo,
sobreviniendo un pesado y tenso
silencio. La superior presencia de
ánimo de Citlalmina había terminado
por imponerse sobre los desatados
impulsos de furia de la
muchedumbre.
Sin dejar de sostener a Técpatl,
que se movía con gran dificultad a
causa de los innumerables golpes
recibidos, Citlalmina inició un lento
avance hacia la salida del mercado.
Las compactas filas de gente se iban
abriendo a su paso sin presentar
resistencia alguna. Un cambio brusco
se había operado en el ánimo de la
multitud, trocando sus agresivos
sentimientos en una mezcla de
profundo arrepentimiento y de
vergüenza colectiva por su reciente
proceder.
Citlalmina y Técpatl se
encontraban ya en los confines del
mercado, cuando hizo su aparición un
pelotón de soldados comandados por
un oficial. Ante la presencia de las
tropas, la multitud optó por
desbandarse con gran rapidez. En la
gran plaza quedaron tan sólo
Yoyontzin y los jóvenes discípulos
de Técpatl, en cuyos cansados y
doloridos rostros podían verse con
toda claridad las huellas dejadas por
el desigual combate que acababan de
librar. A pesar de todo lo ocurrido,
sus amigos rodearon alborozados a
Técpatl, felicitándolo por haber
logrado salvar la vida. El oficial
trasladó a todos los integrantes del
maltrecho grupo hasta el cuartel más
cercano, en donde sus heridas fueron
atendidas. A la mañana siguiente, y
de acuerdo con las instrucciones
dictadas expresamente por el propio
Itzcóatl, una fuerte escolta acompañó
hasta el taller de Yoyontzin tanto al
anciano alfarero como al escultor y a
sus amigos, concluyendo así el
azaroso episodio.
2
El grave altercado ocurrido en
el mercado de Tlatelolco, que tan
cerca estuviera de originar la muerte
de Técpatl, constituyó en realidad un
acontecimiento en extremo venturoso
para el escultor, pues debido al
mismo habría de sumarse a su causa
un nuevo aliado de incalculable
valor, poseedor de la fuerza de un
huracán desencadenado: Citlalmina.
Cuando al día siguiente de aquél
en que ocurrieran los disturbios,
Técpatl y sus amigos retornaron al
taller de Yoyontzin en compañía de
la escolta, Citlalmina los aguardaba
ya al frente de un numeroso grupo de
mujeres. Citlalmina no se limitó a
manifestar su buena disposición y la
de sus acompañantes para colaborar
con los artistas en aquello en que
éstos considerasen les podría
resultar de utilidad, sino que de
inmediato puso en marcha un vasto
plan de acción tendiente a
contrarrestar las aviesas maniobras
de Cohuatzin. En primer término, las
mujeres aztecas tomaron por su
cuenta la distribución de los
productos de alfarería que se
elaboraban en el taller de Yoyontzin,
utilizando para ello el sistema de
ventas directas de casa en casa,
nulificando en esta forma el bloqueo
económico con el cual -merced a la
complicidad de los mercaderes- los
enemigos de Técpatl y Yoyontzin
pensaban doblegarlos. Acto seguido
Citlalmina pasó a la ofensiva. Su
penetrante inteligencia le había hecho
entender con toda claridad el
verdadero motivo de aquel conflicto:
el temor de un grupo de artistas
mediocres a perder sus jugosas
ganancias, lo que ocurriría fatalmente
en cuanto la población comenzase a
valorar las obras realizadas por
artistas de verdadero genio. Así
pues, era indispensable, si en verdad
se quería obtener la victoria en
aquella nueva lucha, lograr la
elevación de la conciencia crítica de
la sociedad tenochca en lo relativo a
cuestiones artísticas.
En todo el Valle del Anáhuac
existían restos fácilmente
localizables de las antiguas ciudades
toltecas. Numerosos grupos
organizados por Citlalmina se dieron
a la tarea de escarbar en ellos, para
obtener objetos que fuesen
representativos del arte desarrollado
en esos tiempos. Una vez extraídos,
se procedía a estudiarlos y a
compararlos con aquellos objetos
similares que se elaboraban en los
talleres de Tenochtítlan. En todos los
casos, el resultado de la
comparación resultaba altamente
desfavorable para los nuevos
productos, pues su calidad era de un
grado de inferioridad tal, que no
podía pasar desapercibido ni ante el
ser menos dotado de sensibilidad
artística.
Noche tras noche comenzaron a
celebrarse reuniones cada vez más
numerosas en diversos sitios de la
ciudad, en ellas, Citlalmina y sus
colaboradores exponían la Índole de
las investigaciones que venían
realizando, presentaban ante la
consideración de los asistentes toda
clase de objetos antiguos y
modernos, promovían apasionadas
discusiones entre los participantes, y
generaban con ello un creciente
interés sobre cualquier tema
relacionado con las actividades
artísticas y artesanales que se
desarrollaban en la comunidad
tenochca.
A pesar de que en un principio
Técpatl se negó reiteradamente a
participar en esta clase de reuniones
-tanto porque la reserva de su
carácter era contraria a toda
actividad pública, como por el hecho
de que no le agradaba desatender ni
un solo instante el trabajo que estaba
realizando-, terminó por acceder a
ello, ante la indoblegable insistencia
de Citlalmina.
La presencia de Técpatl en las
reuniones originaba invariablemente
las mismas reacciones; al iniciarse
éstas, era claramente perceptible que
privaba en el ambiente un abierto
sentimiento de animadversión en
contra del escultor -¡ eran tantas las
calumnias que se habían propalado
acerca de su persona!- pero en
cuanto éste comenzaba a exponer sus
ideas acerca de la necesidad de crear
un arte nuevo y vigoroso, que en
verdad constituyese una auténtica
expresión de los sentimientos y
anhelos del pueblo azteca, la actitud
de sus oyentes iba variando
rápidamente, primero le escuchaban
con curiosidad, después con
profundo interés y finalmente con
apasionado entusiasmo. Sin poseer
dotes oratorias de ninguna especie, la
fuerza de sus convicciones y la
nobleza de su espíritu eran de tal
grado, que Técpatl lograba
comunicar, a través de sus palabras,
una buena parte del afán que lo
dominaba por llevar al cabo sus
elevados ideales. Como resultado de
aquellas reuniones, el número de
personas que comprendían y
compartían las tesis que en materia
de renovación artística propugnaba
el escultor, era cada vez mayor.
El cambio que en contra de sus
intereses comenzaba a operarse en la
opinión pública no pasaba
desapercibido para Cohuatzin y su
camarilla; sin embargo, cuanto
intento efectuaban con miras a
impedirlo, se estrellaba
invariablemente ante una conciencia
popular cada vez más despierta, que
conducida bajo la acertada dirección
de Citlalmina y de un numeroso
grupo de jóvenes entusiastas e
inteligentes, parecía adivinar con
suficiente anticipación las maniobras
del culhuacano, impidiendo su
realización a través de una eficaz
organización. Los provocadores
enviados a las reuniones donde se
debatían temas artísticos eran
siempre localizados y expulsados a
golpes. En torno al taller de
Yoyontzin se formó un constante
servicio de vigilancia armada,
realizada por gente del pueblo, que
impedía tanto la posibilidad de una
agresión a quienes ahí laboraban,
como cualquier intento de
destrucción de la ya casi terminada
obra escultórica realizada por
Técpatl. Finalmente, la tan temida
posibilidad de que sus intereses
económicos se vieran afectados,
comenzaba a convertirse en una
realidad para el grupo de Cohuatzin,
pues la venta de sus productos había
empezado a disminuir en forma
ostensible, indicando con ello que se
estaba operando una profunda
transformación en el gusto artístico
de la población azteca.
Una vez que Técpatl hubo
concluido la escultura en que había
venido laborando, y habiendo
quedado satisfecho con la realización
de la misma, se dirigió nuevamente
al Templo Mayor para comunicar a
Tlacaélel que deseaba obsequiar su
obra a la Hermandad Blanca de
Quetzalcóatl. En su carácter de Sumo
Sacerdote de la respetada y
milenaria Institución, Tlacaélel
aceptó el ofrecimiento de Técpatl y
fijó la fecha en la que, acompañado
de las más altas autoridades del
Reino, acudiría al taller de
Yoyontzin a recibir personalmente la
escultura.
Una enorme expectación se
despertó en todo el pueblo azteca en
cuanto tuvo conocimiento de estos
hechos. Hasta esos momentos nadie
que no fuesen los propios ayudantes
de Técpatl (con la excepción de
Yoyontzin y de los dos espías
enviados por Cohuatzin) había tenido
oportunidad de contemplar la
escultura, razón por la cual, seguían
corriendo los más disparatados
rumores acerca de la misma. Un
incesante afluir de gentes deseosas
de asistir al acto de la entrega de la
obra de Técpatl comenzó a
efectuarse desde los más diversos
rumbos hacia la capital azteca. Al
aproximarse el día en que había de
tener lugar este acto, eran ya
verdaderas multitudes las que
diariamente hacían su arribo a
Tenochtítlan.
Aterrorizado ante el cariz que
estaban tomando los acontecimientos,
Cohuatzin perdió la noción de las
proporciones y urdió una nueva
maniobra que entrañaba ya la
realización de actos que podían
calificarse de abierta rebelión en
contra de las autoridades aztecas.
Contratados por Cohuatzin,
numerosos soldados tecpanecas que
habían combatido en las filas del
desaparecido ejército de Maxtla
comenzaron a concentrarse en
Tenochtítlan. Confundidos entre el
torrente humano que en número
siempre creciente acudía a la capital
del Reino, los mercenarios
penetraron en la ciudad y fueron
alojados en los talleres
pertenecientes al culhuacano y a sus
secuaces. Cohuatzin proyectaba
utilizar estas tropas para dar muerte a
Técpatl y a sus ayudantes. El
momento escogido para ello sería
durante la ceremonia en la cual, ante
la presencia del pueblo y de las
autoridades, el joven escultor haría
entrega de su recién terminada
escultura al Portador del Emblema
Sagrado. Un grupo de provocadores
realizaría primeramente un último
intento tendiente a promover una
revuelta popular: vociferando en
contra de la escultura, a la que
calificarían de imperdonable
sacrilegio cometido en contra de la
Deidad que pretendía representar,
incitarían al pueblo a que
exterminase de inmediato al autor de
aquella profanación. Si el pueblo no
secundaba a los provocadores,
entrarían en acción las tropas
mercenarias; su actuación había sido
planeada para producir un impacto
paralizante de efectos definitivos:
tras de vencer cualquier posible
resistencia procederían al asesinato
de Técpatl, de Yoyontzin y de sus
respectivos ayudantes, finalmente,
demolerían la escultura hasta
convertirla en un montón de
escombros. El hecho de que todo
esto pretendiese realizarse ante la
presencia de las más altas
autoridades del Reino, hacía del
atentado un acto de imprevisibles
consecuencias, ya que resultaba
imposible anticipar la actitud que
asumirían frente a semejantes
acontecimientos los dirigentes
tenochcas, así como los extremos a
que podría llegar, una vez iniciada su
acción, el contingente de tropas
mercenarias, integrado por antiguos
soldados tecpanecas poseídos de un
ciego afán de venganza.
La noche anterior al día en que
habría de tener lugar la tan esperada
entrega de la obra de Técpatl,
Tlacaélel recibió un aviso de Itzcóatl
solicitándole acudiese de inmediato
a una reunión de emergencia del
Consejo Consultivo del Reino. La
intempestiva reunión había sido
convocada a instancias de
Moctezuma. El comandante en jefe
de los ejércitos aztecas tenía
informes confirmados de que un
número aún no precisado de tropas
mercenarias había penetrado en
Tenochtítlan y se hallaban alojadas
en diversos talleres de la ciudad,
listas para tratar de impedir, por la
fuerza, la celebración de la
ceremonia que habría de efectuarse a
la mañana siguiente. El Flechador
del Cielo había acuartelado ya a sus
tropas y solicitaba se le autorizase
para tomar por asalto esa misma
noche los talleres que servían de
refugio a los mercenarios, así como
para proceder a la captura de
Cohuatzin y de todos sus cómplices.
Ante el asombro de los ahí
presentes, Tlacaélel se manifestó en
contra de que fuesen las autoridades
las que adoptasen las medidas
necesarias para hacer frente a la
amenaza surgida en la propia capital
del Reino.
El pueblo tenochca -afirmó el
Cihuacóatl Azteca- no era ya un
organismo indefenso que pudiese ser
devorado por la primera ave de
rapiña que se cruzase en su camino.
Los nefastos días en que una partida
de audaces podía penetrar hasta el
corazón de Tenochtitlan y en un
ataque sorpresivo dar muerte a su
máximo gobernante, eran cosa del
pasado. La vigilancia de la ciudad
para preservarla de las acechanzas
de sus enemigos constituía una
responsabilidad de todos sus
habitantes y éstos sabrían encontrar,
por sí mismos, la respuesta más
adecuada a la maniobra urdida por
un puñado de sujetos que, lo mismo
como artistas que como
conspiradores, habían manifestado
una total falta de talento y una
insufrible mediocridad.
Después de escuchar los
razonamientos de Tlacaélel, Itzcóatl
estuvo de acuerdo en que por el
momento las autoridades no debían
emprender acción alguna, para dar
así al pueblo la oportunidad de
demostrar su capacidad para
organizarse y defenderse de quienes
pretendían engañarlo, sin embargo,
opinó que no sería prudente acudir a
la ceremonia del día siguiente sin
contar con la debida protección de
una fuerte guardia armada.
Una vez más Tlacaélel sostuvo
un parecer contrario, al afirmar con
vigoroso acento:
El gobernante que necesita
protección cuando se encuentra
entre su pueblo, no merece llamarse
gobernante.
En vista de la segura confianza
manifestada por Tlacaélel de que el
pueblo sabría hacer frente
apropiadamente a la situación, el
monarca dio por concluida la reunión
y los integrantes del Consejo
Consultivo retornaron a sus
respectivas moradas.
Antes de retirarse a sus
habitaciones, el Portador del
Emblema Sagrado subió hasta la
cúspide del Templo Mayor para
observar desde lo alto a la ciudad.
Era ya pasada la medianoche, sin
embargo, resultaba obvio que
Tenochtítlan no dormía. Una gran
tensión se percibía claramente en el
ambiente. Incontables lucecillas
brillaban por todos los rumbos de la
capital azteca, evidenciando con ello
que una gran parte de sus habitantes
permanecía aún en vela. En la negra
superficie del enorme lago se movían
las luces de numerosas canoas que se
desplazaban en dirección a la ciudad,
a donde continuaban llegando grupos
de personas deseosas de estar
presentes en el acto de entrega de la
escultura de Técpatl.
Una amplia sonrisa se dibujó en
el rostro de Tlacaélel mientras
recordaba al joven escultor causante
de toda aquella conmoción, y en
aquel instante, presintió que en esa
ocasión no se hallaba sólo en su
imperturbable confianza frente al
destino, sino que esta misma actitud
era compartida también por otra
persona.
Y el Azteca entre los Aztecas
tenía razón, pues aquella noche, tras
de revisar hasta el último detalle de
su recién terminada obra y proceder
a envolverla con gruesos ayates,
Técpatl, sin percatarse al parecer de
la febril emoción que imperaba entre
sus ayudantes y amigos, se había
retirado muy temprano a su aposento,
en donde dormía con sueño tranquilo
y reposado.
Tlacaélel se encontraba aún en
sus habitaciones, cuando fue
informado de que Cohuatzin y los
dirigentes de las corporaciones de
artistas y artesanos existentes en
Tenochtítlan le aguardaban para
acompañarle al acto que tendría
lugar aquella mañana.
Cohuatzin y sus allegados
saludaron al Cihuacóatl Azteca con
grandes muestras de aparente afecto.
El culhuacano pronunció un breve
discurso en el cual, en nombre de las
distintas organizaciones de artistas y
artesanos ahí representadas, expresó
la supuesta satisfacción que
embargaba a los componentes de
dichas instituciones con motivo de la
obra realizada por Técpatl.
Tlacaélel escuchó
pacientemente aquellas palabras
rebosantes de cinismo e hipocresía, a
la vez que observaba con atenta
mirada a cada uno de los integrantes
de aquel grupo, percatándose al
instante del incontrolable
nerviosismo que les dominaba. El
semblante de Cohuatzin era el de un
hombre al borde del colapso: sus
ojos hundidos en medio de profundas
ojeras reflejaban un profundo terror,
un continuo tic le desfiguraba el
rostro y sus palabras no poseían ni la
fluidez ni el meloso acento que
caracterizaba su natural hablar, pues
ahora tartamudeaba y entrecortaba
las frases, acentuando con ello el
grotesco aspecto que tenía toda su
figura en aquellos momentos. El
Portador del Emblema Sagrado
concluyó para sus adentros que
Cohuatzin, al impulso de su
naturaleza ambiciosa e intrigante, se
había dejado llevar por los
acontecimientos hasta el grado de
pretender preservar sus intereses
organizando una conspiración que le
llevaría inexorablemente a un choque
frontal con las autoridades del Reino,
empresa del todo desproporcionada
a su capacidad y posibilidades, pero
de la cual no podía ya desligarse a
pesar de que seguramente hacía
tiempo que se hallaba arrepentido de
haberla iniciado.
En unión de tan poco grata
comitiva, Tlacaélel se dirigió al
encuentro de Itzcóatl. El monarca lo
aguardaba en compañía de las
principales personalidades del
gobierno azteca. Nuevamente
Cohuatzin improvisó algunas
balbuceantes frases para expresar su
lealtad al rey y la complacencia que
le producía la ejecución de la obra
llevada a cabo por Técpatl. Los
mandatarios respondieron en forma
fríamente cortés a los afectuosos
saludos de los dirigentes de las
corporaciones de artistas y artesanos,
con la excepción de Moctezuma,
quien de plano se negó a dar
respuesta a los saludos de los
conspiradores, limitándose a
traspasarlos con fiera mirada. La
actitud del guerrero incrementó al
máximo el manifiesto pavor que
dominaba a los acompañantes de
Cohuatzin, varios de los cuales
dieron la impresión de que podrían
caer desmayados de un momento a
otro.
No deseando prolongar por más
tiempo aquella embarazosa situación,
Itzcóatl dio la orden de encaminarse
cuanto antes al taller de Yoyontzin.
Una enorme multitud esperaba a sus
gobernantes en la gran plaza central,
deseosa de acompañarles durante
todo el trayecto. Muy pronto el
avance de los dignatarios por las
calles y canales de la ciudad se
convirtió en un entusiasta homenaje
del pueblo a sus autoridades.
Tlacaélel, Itzcóatl y Moctezuma, eran
vitoreados en forma incesante y
atronadora. Un festivo ambiente de
alegría imperaba en toda la capital
azteca.
Tlacaélel no veía a Citlalmina
por ningún lado, pero adivinaba su
inconfundible aliento e inspiración
en todo cuanto contemplaba: en los
emocionados rostros de los niños y
niñas que agrupados en numerosos
conjuntos entonaban por doquier
vibrantes canciones, en los
semblantes enérgicos y decididos de
los jóvenes, que dando muestras de
una organización y disciplina
impecables, mantenían una efectiva
vigilancia en el amplio sector de la
ciudad comprendido en el recorrido,
y en general, en el evidente
sentimiento de altiva y segura
confianza en sí mismo que parecía
caracterizar a todo el pueblo azteca
en aquellos momentos. Ante tan
palpables muestras de la existencia
de una conciencia popular vigilante y
poderosa, Tlacaélel no tuvo la menor
duda de que las fuerzas mercenarias
al servicio de Cohuatzin no se
atreverían a intentar acción alguna.
Tanto la comitiva como la
inmensa multitud que le seguía se
detuvieron al llegar frente a la casa
de Yoyontzin. Con objeto de que la
escultura de Técpatl resultase visible
desde el exterior al mayor número
posible de personas, el artesano
había ordenado, desde el día
anterior, se derribase una buena parte
de la barda que rodeaba al taller. En
esta forma, las curiosas miradas de
los recién llegados se posaron de
inmediato en el enorme bulto
envuelto en toscos ayates que se
encontraba colocado sobre una recia
plataforma en el centro del patio.
Técpatl y Yoyontzin aguardaban
la llegada de las autoridades a la
entrada del taller. La serena actitud
del joven contrastaba marcadamente
con la intensa emoción que dominaba
al anciano. Técpatl presentó ante los
dignatarios aztecas a los jóvenes que
habían colaborado con él en la
ejecución de la escultura.
Tlacaélel observó en todos
ellos esa mirada a un mismo tiempo
soñadora y enérgica que caracteriza
a los auténticos artistas.
Autoridades y artistas
avanzaron hasta llegar junto a la
plataforma, detrás de ellos se
apretujaba un enorme gentío que
había invadido ya cuanto espacio
disponible existía: el patio del taller,
los techos de las casas cercanas, las
calles adyacentes y los amplios
terrenos aún no construidos que
existían frente a la casa de
Yoyontzin. Los ojos de todos los
presentes no se despegaban ni un
instante del misterioso envoltorio,
como si intentasen arrancar su
cubierta a fuerza de mirarlo. De un
ágil salto Técpatl se encaramó en la
plataforma, y luego, con un ademán
no exento de cierta solemne
teatralidad, deshizo de un solo tirón
el nudo del grueso cordel que
mantenía unidos todos los ayates;
éstos cayeron al instante dejando al
descubierto su oculto contenido.
Únicamente la paralizante e
inenarrable sorpresa que tal vez se
produzca en el espíritu de aquéllos a
los que la muerte arrebata en forma
repentina, podría compararse a la
conmoción que se generó en el ánimo
de los espectadores cuando surgió
ante ellos la imagen de la Deidad que
sintetizaba en su ser uno de los dos
aspectos -el femenino- de la dualidad
creadora. En un primer momento,
ninguno de los presentes creyó que se
hallaba ante una mera representación
escultórica de la venerada Coatlicue,
sino más bien juzgaron que por algún
incomprensible prodigio les era dado
contemplar a la manifestación real y
verdadera de la Deidad. Y es que
aquella efigie en piedra era mucho
más que una simple escultura, en ella
habían sido plasmadas, en forma
magistral, intuiciones presentidas por
el pueblo azteca a lo largo de siglos.
Oscuros sueños adormecidos en el
subconsciente colectivo y elaboradas
concepciones teogónicas de los
cerebros más esclarecidos, aparecían
ahora claramente representados en
una obra magnífica y terrible.
Estática, muda, fascinada ante
lo que contemplaba, la multitud
permanecía extrañamente inmóvil,
como si desease prolongar
indefinidamente aquel singular
instante de éxtasis y comunión
colectivos. Haciendo un esfuerzo,
Tlacaélel logró finalmente sustraerse
al estado cercano a la hipnosis en
que se encontraban todos e intentó de
inmediato analizar la obra con un
espíritu puramente crítico.
La escultura constituía,
primordialmente, una conjunción de
símbolos genialmente integrados en
una sola figura. Cada uno de los
múltiples detalles que componían la
obra aludía a una profunda
concepción de carácter cósmico
religioso: caracoles, serpientes,
manos, corazones, cráneos, garras y
cabezas de águila, así como los
demás elementos contenidos en el
monolito, poseían un significado
específico, y era atendiendo al
mismo, que habían sido colocados y
armonizados en aquella obra de
fuerza y vigor indescriptibles.
Aquella simétrica y majestuosa
escultura era un auténtico compendio
de conocimientos materializados en
piedra y el desentrañar plenamente
su significado constituía una labor
que requería una buena cantidad de
tiempo, incluso para una mente como
la de Tlacaélel; así pues, el Portador
del Emblema Sagrado optó por dejar
para posteriores observaciones el
lograr una apreciación integral de la
obra, y dirigiéndose a los sacerdotes
que le acompañaban, les instó a dar
comienzo a la ceremonia de
consagración de la escultura.
Lentamente, como si cada uno
de sus movimientos constituyese para
ellos un enorme esfuerzo, los
sacerdotes dieron inicio al acto
religioso de consagración de la
imagen en piedra de la Deidad que
simbolizaba a las fuerzas cósmicas
de signo femenino que animan a la
tierra y que dan origen a la vida y a
la muerte. El Heredero de
Quetzalcóatl presidía la ceremonia
pronunciando con recia voz las
sacramentales palabras, fórmulas
milenarias preservadas en virtud de
una celosa tradición que había
logrado mantener incólumes los
sagrados rituales.
Sumido aún en aquel estado de
conciencia que le había permitido
alcanzar el éxtasis colectivo, el
pueblo mantuvo un respetuoso
silencio a lo largo de toda la
ceremonia; al concluir ésta, el
hechizo que imperaba en el ambiente
pareció comenzar a desvanecerse y
un murmullo de voces expresando su
admiración hacia la obra de Técpatl
se dejó escuchar por doquier.
Itzcóatl mandó llamar al jefe de
los porteadores que tendrían a su
cargo la misión de transportar la
monumental efigie desde aquel lugar
hasta el Templo Mayor y le ordenó
dar comienzo a la operación. Un
elevado número de cargadores rodeó
en un instante a la escultura,
discutiendo sin cesar sobre la mejor
forma de llevar a cabo la difícil
maniobra.
Desplazándose mediante una
base colocada sobre pesados y
uniformes troncos de árbol que iban
siendo movidos con gran cuidado, la
colosal efigie inició su avance hacia
el centro de la ciudad. En el
momento mismo en que la operación
del traslado daba comienzo,
suscitóse un acontecimiento del todo
inesperado: sin que existiese al
parecer un motivo en especial para
ello, la reverente actitud de la
multitud se trocó repentinamente en
un sentimiento de ira incontenible.
Miles de puños se alzaron
amenazadores señalando a Cohuatzin
y a los demás dirigentes de las
corporaciones de artistas y artesanos.
Un solo rugido, proferido al unísono
por incontables gargantas, hizo
estremecer el aire produciendo un
eco de ominosas vibraciones. Tal
parecía que una pesada venda se
hubiese desprendido bruscamente de
los rostros de todos, permitiéndoles
percatarse tanto de los mezquinos
intereses que guiaban la conducta de
los supuestos artistas, como de las
bajas argucias de que éstos se habían
valido para intentar impedir la
realización de la admirable obra que
ahora se erguía triunfante ante sus
ojos.
Una ola humana, vengativa y
colérica, se precipitó hacia el lugar
donde se encontraban Cohuatzin y su
camarilla. Profiriendo agudos gritos
de terror, los falsos artistas se
refugiaron en el interior de la casa de
Yoyontzin, quien en unión de
Técpatl, así como de los discípulos
de éste y de sus propios ayudantes,
intentaba vanamente contener el
avance de la airada multitud.
Tlacaélel y Moctezuma
prosiguieron tranquilamente su
camino, sin manifestar el menor
interés en lo que ocurría, Itzcóatl, por
el contrario, se volvió rápidamente
sobre sus pasos e internándose en la
casa del artesano subió a la azotea y
desde ahí conminó con enérgico
acento a la multitud, ordenándole
dispersarse de inmediato.
Atendiendo a las indicaciones del
monarca, el pueblo se retiró de las
inmediaciones de la casa de
Yoyontzin, sin embargo, él exaltado
ánimo que privaba entre la multitud
estaba aún lejos de extinguirse, los
rumores acerca de la existencia de
fuerzas mercenarias dentro de la
ciudad eran ya del dominio público y
la enardecida población se lanzó a
tratar de localizarlas.
En ninguna parte fue posible
hallar a un solo mercenario, éstos
habían huido muy de mañana, al
percatarse de la imposibilidad de
pretender llevar a cabo una agresión
frente a un pueblo organizado y en
actitud de alerta. Ante lo infructuoso
de su búsqueda, la multitud desahogó
su furia destruyendo e incendiando
las casas y los talleres de Cohuatzin
y de todos sus incondicionales.
En la tarde de ese mismo día,
mientras los rescoldos de las casas
incendiadas aún humeaban y la calma
retornaba lentamente a la agitada
capital azteca, Cohuatzin y su
camarilla abandonaron la ciudad,
protegidos de las iras populares por
un numeroso contingente de tropas.
Itzcóatl había decretado que los
fracasados conspiradores fuesen
expulsados de los confines del Reino
Azteca, quedándoles prohibido el
retorno bajo pena de muerte.
A pesar de que Tlacaélel se
opuso terminantemente a que en los
códices en donde iban siendo
anotados los principales
acontecimientos se registrasen las
maniobras urdidas por Coahuatzin y
sus secuaces (aduciendo que las
actividades desarrolladas por dichos
sujetos constituían un hecho carente
de la menor importancia) el pueblo,
por medio de la tradición oral,
conservó fiel memoria de estos
sucesos, a los cuales dio la irónica
denominación de "La Rebelión de los
Falsos Artistas".
Capítulo XIV
CONSTRUYENDO UN IMPERIO
En el año trece pedernal, a
consecuencias de una pulmonía
fulminante murió Itzcóatl, rey de los
tenochcas. Al ascender al trono
contaba cuarenta y siete años de edad
y sesenta al ocurrir su fallecimiento.
Durante su reinado, iniciado bajo las
más adversas circunstancias, habían
tenido lugar los trascendentales
acontecimientos que transformaran a
un pueblo sojuzgado y vasallo, en el
poderoso reino que con ánimo
resuelto intentaba unificar al mundo
entero bajo su dominio.
Poseedor de una personalidad
desprovista de ambiciones de poder,
Itzcóatl había obtenido su alta
investidura como resultado de una
acertada determinación de Tlacaélel,
que con certera visión, descubriera
en él al sujeto indicado para impedir
el estallido de la lucha fraticida que
amenazaba escindir al pueblo azteca
en los momentos en que más se
requería la unidad de todos sus
componentes. Itzcóatl había sabido
desempeñar su difícil cargo con
señorío, serenidad y prudencia. Su
habilidad para lograr conciliar los
más opuestos intereses era ya
legendaria, como lo era también su
imparcialidad para impartir justicia.
El afectuoso recuerdo que del extinto
monarca conservaría siempre el
pueblo tenochca, constituía el mejor
homenaje a su memoria.
En vista de la forma del todo
favorable a sus proyectos en que
venían desarrollándose los
acontecimientos, Tlacaélel juzgó que
había llegado la tan esperada
oportunidad de llevar a cabo el
restablecimiento del Poder Imperial.
La decisión de Tlacaélel implicaba,
antes que nada, la designación de la
persona en quien habría de recaer la
responsabilidad de ostentar el cargo
de Emperador. En virtud de que el
Azteca entre los Aztecas mantenía
inalterable el criterio de que a su
condición de Portador del Emblema
Sagrado no debía agregarse la de
Emperador -pues la acumulación
extrema de poder había demostrado
ser nefasta a juzgar por lo ocurrido
en el Segundo Imperio Tolteca- no
quedaba sino una sola persona capaz
de sobrellevar con la debida
dignidad tan elevado cargo:
Moctezuma, el Flechador del Cielo.
Las ceremonias tendientes a
formalizar el restablecimiento del
Imperio revistieron una particular
solemnidad y culminaron con la
entrega que de los símbolos del
Poder Imperial -penacho de plumas
de quetzal adornado con diadema de
oro y turquesas, largo manto verde y
cetro en forma de serpiente
emplumada- hizo Tlacaélel a
Moctezuma.
Una vez concluidos los festejos
de la coronación, numerosas
delegaciones de embajadores
tenochcas se encaminaron a las más
apartadas regiones, para difundir por
doquier idéntico mensaje: a partir de
aquel momento sólo existía un solo
gobierno legítimo sobre la tierra y
éste era el representado por las
Autoridades Imperiales, así pues,
cualquiera que se ostentase como
gobernante debería manifestar de
inmediato su voluntad de acatar el
poderío azteca o de lo contrario sería
considerado como un rebelde.
Los tenochcas no eran tan
ingenuos como para suponer que la
transmisión de un simple mensaje
bastaba para garantizar el general
acatamiento a sus designios, pero
confiaban en que a resultas de la
actuación de sus embajadores se
producirían dos consecuencias
favorables a sus intereses. La
primera de ellas, era la de que
muchos gobernantes que hasta
entonces se habían mantenido
indecisos entre hacer frente a la
creciente hegemonía de Tenochtítlan
o procurar avenirse a su mandato,
terminarían por inclinarse hacia esta
última alternativa, y la segunda, que
aun en los casos de aquéllos que
habían optado con ánimo resuelto por
combatir la expansión azteca, al
saber que luchaban en contra de un
Imperio que se ostentaba como el
único legítimo depositario de la
autoridad, verían debilitada su
voluntad de resistencia en las futuras
contiendas.
Muy pronto las actividades
diplomáticas que tenían lugar en
Tenochtítlan se incrementaron al
máximo. Numerosos reinos que aún
conservaban su independencia, pero
que se hallaban en lugares cercanos a
los territorios que integraban el
dominio azteca, enviaron
representantes con la doble misión
de patentizar su obediencia a los
dictados tenochcas y de negociar las
mejores condiciones posibles en que
habría de efectuarse su incorporación
al Imperio. Por el contrario, de
lejanos lugares retornaban
embajadores portando las firmes
negativas expresadas por diversos
reinos a los designios de predominio
universal de los tenochcas.
Una larga serie de campañas
militares, tendientes a someter
poblaciones cada vez más distantes,
comenzaron a desarrollarse con
resultados siempre favorables a las
armas imperiales.
Las reformas introducidas en
materia de educación comenzaban ya
a dar sus primeros frutos; en los
centros de enseñanza se estaban
formando seres dotados de una
diferente y superior personalidad,
poseedores de una firme voluntad y
de un recio carácter, sinceramente
interesados en dedicar su vida entera
a la consecución de los más elevados
ideales. La aplicación intensiva y
generalizada de los antiguos métodos
de enseñanza, producía una vez más
magníficos resultados.
1
Guiado por el propósito de
proporcionar al naciente Imperio una
sólida estructura, Tlacaélel decidió
llevar a cabo el restablecimiento de
la antigua Orden de los Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres.
Esta Orden había sido en el
pasado la base de sustentación de
toda la organización social y política
de los dos Imperios Toltecas y el
Portador del Emblema Sagrado
deseaba que, en igual forma,
constituyese la columna vertebral de
la nueva sociedad azteca.
Los requisitos para ingresar
como aspirante en la Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres eran de muy variada índole;
en primer término, se requería haber
concluido en forma destacada los
estudios que se impartían en algunas
de las instituciones de enseñanza
superior; en segundo lugar, era
preciso haber participado como
guerrero en por lo menos tres
campañas militares y haber dado
muestras de una gran valentía;
finalmente, se necesitaba la
aprobación de las autoridades del
Calpulli en cuya localidad se
habitaba, las cuales debían avalar la
buena conducta del solicitante y
atestiguar que se trataba de una
persona caracterizada por un
manifiesto interés hacia los
problemas de su comunidad.
Al ingresar como aspirantes en
la Orden, los jóvenes abandonaban
sus hogares y se trasladaban a
residencias especiales en donde
iniciaban un periodo de aprendizaje
que habría de prolongarse a lo largo
de cinco años. Durante dicho
periodo, además de fortalecer su
cuerpo y su espíritu a través de una
rigurosa disciplina, comenzaban a
ponerse en contacto con el nivel más
elevado de las antiguas enseñanzas.
Profundos conocimientos sobre
teogonía, matemáticas, astronomía,
botánica, lectura e interpretación de
códices y muchas otras materias más,
eran impartidos en forma intensiva en
las escuelas de la Orden.
El alto grado de dificultad, tanto
de los estudios que realizaban como
de las disciplinas a que tenían que
ajustarse, hacía que el número de
aspirantes se fuese reduciendo
considerablemente en el transcurso
de los cinco años que duraba la
instrucción. Al concluir ésta venía un
período de pruebas, durante el cual
los aspirantes tenían que dar
muestras de su capacidad de mando -
dirigiendo un regular número de
tropas en diferentes combates- y de
su habilidad para aplicar en
beneficio de su comunidad los
conocimientos adquiridos. Una vez
finalizado este período, los
aspirantes que habían logrado salvar
satisfactoriamente todos los
obstáculos eran admitidos como
miembros de la Orden,
otorgándoseles en una impresionante
ceremonia el grado de Caballeros
Tigres.
El otorgamiento del grado de
Caballero Tigre no constituía tan
sólo una especie de reconocimiento
al hecho de que una persona había
alcanzado una amplia cultura y un
pleno dominio sobre sí mismo, sino
que fundamentalmente representaba
la aceptación de un compromiso ante
la sociedad, en virtud del cual, los
nuevos integrantes de la Orden se
obligaban a dedicar todo su esfuerzo,
conocimiento y entusiasmo, a la tarea
de lograr el mejoramiento de la
colectividad.
Una vez adquirida la alta
distinción y el compromiso que
entrañaba su designación, los recién
nombrados Caballeros Tigres podían
escoger libremente entre las dos
opciones que ante ellos se
presentaban: la primera consistía en
permanecer al servicio directo de la
Orden, realizando las tareas que les
fuesen encomendadas -instrucción de
los nuevos aspirantes, administración
de los bienes de la Orden, dirección
de cuerpos especiales del ejército,
etc.- y la otra, retornar al hogar
paterno, contraer matrimonio y
dedicarse a la actividad de su
preferencia, procurando, desde
luego, que el ejercicio de dicha
actividad constituyese un medio
seguro para llevar a cabo una
considerable contribución al
mejoramiento de su comunidad.
Con la obtención del grado de
Caballero Tigre se otorgaba al
mismo tiempo la calidad de aspirante
a Caballero Águila. Así como el
Caballero Tigre era la
representación del ser que es ya
dueño de sí mismo y que se halla al
servicio de sus semejantes, el
Caballero Águila simbolizaba la
conquista de la más elevada de las
aspiraciones humanas: la superación
del nivel ordinario de conciencia y la
obtención de una alta espiritualidad.
No existían -y no podía ser de
otra forma- reglas fijas para el logro
de tan alto objetivo. Aun cuando los
principales esfuerzos de la Orden
estaban dirigidos a prestar a sus
miembros la máxima ayuda posible,
alentándolos en su empeño y
proporcionándoles los valiosos
conocimientos de que era
depositaría, la realización interior
que se requería para llegar a ser un
Caballero Águila era resultado de un
esfuerzo puramente personal,
alcanzable a través de muy diferentes
caminos que cada aspirante debía
escoger y recorrer por sí mismo,
hasta lograr, merced a una larga
ascesis purificadora, una supremacía
espiritual a tal grado evidente, que
llevase a la Orden a reconocer en él
a un ser que había logrado realizar el
ideal contenido en el más venerable
de los símbolos náhuatl: el águila -
expresión del espíritu- había
triunfado sobre la serpiente -
representación de la materia.
2
Los nuevos grupos que día con
día surgían y se desarrollaban en el
seno de la sociedad azteca tendían en
forma natural a vertebrarla y
jerarquizarla. Tlacaélel juzgaba que
si este proceso no era debidamente
encauzado terminaría fatalmente por
crear una sociedad de castas
cerradas, celosas de sus diferentes
prerrogativas, propensas a intentar
medrar a costa de las demás y
dispuestas a luchar entre sí por el
mantenimiento de sus respectivos
intereses. La importante función que
la recién restablecida Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres estaba llamada a realizar
requería, por lo tanto, el desempeño
de múltiples y complejas tareas,
siendo una de ellas la de convertirse
en la directora de la transformación
social que estaba teniendo lugar en el
pueblo tenochca y en guiar dicha
transformación en tal forma que ésta
se tradujese siempre en beneficio de
toda la colectividad y no sólo de un
pequeño grupo. El hecho de que los
Caballeros Águilas y Tigres -que en
poco tiempo habrían de ocupar todos
los cargos de importancia en el
Imperio- obtuviesen su grado no por
haberlo heredado de sus padres ni
por poseer mayores recursos
económicos, sino atendiendo
exclusivamente a sus relevantes
cualidades personales, garantizaba a
un mismo tiempo que la conducción
de los destinos del Imperio se
hallaban en buenas manos y que el
procedimiento adoptado para
determinar la movilidad en el
organismo social era el más
apropiado para impulsar tanto la
superación individual como el
beneficio colectivo.
El incesante incremento de la
población tenochca y su cada vez
mayor diseminación hacía crecer de
continuo el número de Calpultin,
originando que la labor de coordinar
a las autoridades de los mismos se
estuviese convirtiendo en una
abrumadora tarea que absorbía
demasiado tiempo al Consejo
Imperial,
3 impidiéndole con ello prestar
la debida atención a la
administración de las provincias que
iban siendo conquistadas. Tlacaélel y
Moctezuma adoptaron varias
resoluciones para hacer frente a este
problema: se creó un organismo
intermedio entre el Consejo y los
Calpultin, integrado por los
dirigentes de estos últimos y dotado
de las atribuciones necesarias para
poder llevar a cabo la mencionada
coordinación y para designar a tres
de los seis miembros que integraban
el Consejo Imperial.
4
Asimismo, se constituyó un
cuerpo de funcionarios directamente
responsables ante el Monarca y el
Consejo Imperial, que tenía a su
cargo la administración del creciente
número de provincias que iban
pasando a formar parte del Imperio.
La recia solidez que el Imperio
iba adquiriendo, así como su
capacidad para hacer frente a
problemas de la más diversa índole,
fueron puestas a prueba con motivo
de los desastres naturales que se
abatieron sobre la región del
Anáhuac a partir del séptimo año de
iniciado el gobierno de Moctezuma.
En el año Siete Caña una serie
de tormentas de no recordada
intensidad produjeron un inusitado
aumento en el nivel de los lagos del
Valle, ocasionando con ello una
inundación general en la capital
azteca: casas y templos, escuelas y
cuarteles, se vieron seriamente
afectados por el incontenible ascenso
de las aguas. Innumerables
construcciones se derrumbaron y los
daños ocasionados en las cosechas
motivaron una pérdida casi total de
las mismas. Por primera vez en la
historia de la ciudad, sus habitantes
comprobaron que la existencia de
Tenochtítlan implicaba un reto
permanente a la naturaleza y que ésta
podía llegar a cobrar venganza por la
ofensa que se le había inferido,
intentando recuperar el espacio que a
lo largo de los años y a costa de tan
grandes esfuerzos le había sido
arrebatado.
Tlacaélel y Moctezuma
decidieron consultar a
Nezahualcóyotl acerca de las
medidas que podrían adoptarse para
evitar en el futuro otra inundación de
tan graves consecuencias como la
que estaba padeciendo la capital
azteca. Tras de estudiar
cuidadosamente el problema, el rey
de Texcoco presentó un audaz
proyecto para lograr un control
efectivo de todos los lagos existentes
en el Valle del Anáhuac. El proyecto
en cuestión consistía en separar las
aguas dulces de las saladas,
canalizar el agua potable que brotaba
en Chapultépec para llevarla a
Tenochtítlan, y construir una vasta
red de diques en todo el Valle que
permitiese una regulación integral de
las aguas, así como un adecuado
aprovechamiento de éstas para fines
agrícolas.
Las autoridades tenochcas
aprobaron el plan de Nezahualcóyotl
y dieron comienzo de inmediato a su
ejecución. Cuando finalmente,
después de ímprobos esfuerzos, fue
concluido el ambicioso proyecto -en
el corto plazo de unos cuantos años,
gracias a la gran cantidad de
recursos de que el Imperio podía
echar mano- tanto los aztecas como
el Rey de Texcoco contemplaron su
obra con orgullosa satisfacción y
celebraron su conclusión con toda
clase de festejos.
5
No habían transcurrido muchos
años después de aquél en que
ocurriera la inundación, cuando
sobrevino un periodo de sequías
particularmente intenso que afectó a
todo el territorio controlado por los
aztecas, así como a las regiones
circunvecinas, y que se prolongó a lo
largo de varias temporadas
agrícolas, ocasionando considerables
pérdidas en las cosechas, ya que con
excepción de las tierras que eran
regadas utilizando las aguas
almacenadas en los lagos, todas las
siembras basadas en las lluvias de
temporal se malograban
irremisiblemente una y otra vez.
Durante la época de transición
comprendida entre la desaparición
del Segundo Imperio Tolteca y la
restauración del Poder Imperial por
los aztecas, siempre que la sequía
había afectado durante periodos
prolongados a extensas regiones
había sido origen de fatales
consecuencias, incluyendo en algunas
ocasiones la extinción, por hambre,
de poblaciones enteras. La causa de
ello era que la producción agrícola
de los señoríos apenas bastaba para
satisfacer las necesidades ordinarias
de su propio autoconsumo, pero
cuando sobrevenía una sequía y se
producía una pérdida total de las
cosechas, la población se veía
obligada, para poder subsistir, a
consumir una gran parte de los
granos destinados a las nuevas
siembras. Cuando la sequía se
prolongaba por varios años la
situación adquiría proporciones de
una auténtica catástrofe: numerosos
pueblos emigraban en masa buscando
trasladarse a regiones en donde fuera
posible sobrevivir alimentándose de
raíces o de la caza de pequeños
animales; la movilización de las
poblaciones suscitaba sangrientos
conflictos entre los recién llegados y
los antiguos pobladores de las
regiones más disputadas,
derivándose de todo ello una
pavorosa desolación en extensas
regiones, que a veces se prolongaba
durante varios decenios después de
haber concluido la sequía.
Una de las primeras
providencias adoptadas por las
autoridades tenochcas, desde la
época de Itzcóatl, había sido la
construcción de enormes bodegas en
las cuales se almacenaban
importantes dotaciones de granos,
destinadas no sólo a ser utilizadas en
las siembras futuras, sino como
reserva de alimento para cuando se
malograsen las cosechas por
cualquier causa; esto había sido
posible en virtud de la creciente
prosperidad del Reino y del mayor
aprovechamiento de obras de riego
que permitían la obtención de
cosechas aun en épocas de carencia
de lluvias.
Al sobrevenir la grave y
prolongada sequía durante el
gobierno de Moctezuma, los aztecas
hicieron uso primeramente de sus
vastas reservas de granos, al
agotarse éstas y continuarse
perdiendo sucesivamente las
cosechas de temporal por la falta de
lluvias, aplicaron una serie de bien
planeadas medidas con el fin de
disminuir, en lo posible, los daños
derivados de la difícil situación por
la que atravesaban. Se estableció un
estricto racionamiento de la
distribución de los alimentos,
dándose prioridad a los niños y a las
mujeres embarazadas, se utilizaron
las reservas de oro y la totalidad de
la producción artesanal para
trocarlas por las mayores cantidades
posibles de granos que era dable
adquirir en las apartadas regiones
que no habían sido afectadas por la
sequía, finalmente, se incrementaron
al máximo las obras de riego que
permitían el empleo para fines
agrícolas de las aguas de los lagos
del valle, ya que ello garantizaba, al
menos, la suficiente dotación de
semillas para llevar a cabo una
nueva siembra. En esta forma, los
efectos producidos por la atroz
sequía, sin dejar de ser graves y de
ocasionar calamidades sin cuento a
los habitantes de una extensa zona, no
alcanzaran, ni mucho menos, las
devastadoras proporciones de otras
ocasiones. La organización sociopolítica
y económica del Imperio se
mantuvo firme, poniendo de
manifiesto una gran eficiencia para
hacer frente a esta clase de
dificultades.
Tras de siete años de continuas
sequías se produjo al fin el tan
esperado cambio en la conducta de
las nubes, las cuales proporcionaron
agua en abundancia, permitiendo con
ello la obtención de magníficas
cosechas, tanto de granos como de
frutas y legumbres.
Superadas las crisis con que la
naturaleza parecía haber querido
probar la solidez del nuevo Imperio,
se inició para éste una era de
ininterrumpida prosperidad en todos
los órdenes de su existencia.
Capítulo XV
A LA BÚSQUEDA DE AZTLAN
Una vertiginosa y radical
transformación se estaba operando en
la fisonomía de la capital azteca.
Transmutando una pasajera desgracia
en un permanente beneficio, las
autoridades imperiales habían
aprovechado la oportunidad que les
brindara la inundación que tan graves
daños causara a Tenochtítlan, para
iniciar toda una serie de obras
tendientes a convertir a la hasta
entonces modesta ciudad en la digna
sede de un poderoso Imperio.
En primer lugar se elaboró un
bien meditado proyecto de
urbanización y remodelación integral
de la ciudad. Una vez aprobado, dio
comienzo la gigantesca tarea: se
trazaron anchas y firmes avenidas, se
desasolvaron canales y reforzaron
los muros de contención, se
reedificaron multitud de casas y se
ampliaron considerablemente los
barrios que integraban la metrópoli,
se inició la construcción de
auténticos palacios, entre los que
destacaban, por su particular belleza
y grandiosidad, la residencia del
Emperador y la Casa de la Orden de
los Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres; finalmente, en la gran Plaza
Central, en el mismo sitio donde sus
errantes antepasados habían
concluido el largo peregrinaje al
encontrar el águila devorando a la
serpiente, los aztecas comenzaron a
edificar un templo de majestuosas
proporciones.
Una vez al mes, sin más
compañía que la de algún sirviente,
Tlacaélel acostumbraba atravesar la
ciudad para llegar hasta la casa
donde antaño estuviera el taller de
Yoyontzin. El anciano alfarero ya
había fallecido, pero Técpatl, el
genial escultor, continuaba laborando
en aquella casa.
El taller de Técpatl era ahora el
sitio de reunión predilecto de todos
los artistas, no sólo de los que
habitaban dentro de los confines del
Imperio, sino incluso de los que
moraban en apartadas regiones
todavía fuera de su dominio, los
cuales efectuaban penosas travesías
para conocer al famoso escultor y
permanecer largas temporadas a su
lado, colaborando con él en alguna
de sus extraordinarias creaciones.
Este constante ir y venir de artistas
pertenecientes a muy diferentes
tradiciones culturales, permitía una
incesante confrontación de las más
variadas corrientes artísticas y daba
origen a la formulación de toda clase
de proyectos, muchos de los cuales
se veían posteriormente realizados
en diversos talleres y poblaciones.
El incesante crecimiento del
Imperio Azteca originó la necesidad
de introducir importantes cambios en
el sistema utilizado hasta entonces
para capacitar a los jóvenes que
integraban al ejército, consistente en
combinar los periodos de instrucción
y entrenamiento que tenían lugar en
los cuarteles, con la experiencia
práctica adquirida a través de su
participación en los combates.
Las campañas militares, que en
un principio se desarrollaban
siempre en lugares cercanos a la
capital azteca, comenzaron a
efectuarse en apartadas regiones,
obligando con ello a los integrantes
de los ejércitos a permanecer fuera
de su base de operación durante
periodos cada vez más prolongados.
Previniendo que esta situación
habría de acentuarse conforme se
fueran ensanchando los límites del
Imperio, las autoridades tenochcas
idearon una solución que permitiría a
los nuevos reclutas continuar su
entrenamiento regular en los
cuarteles y tomar parte en combates
librados en lugares situados a
distancias que no resultasen
demasiado alejadas de los mismos.
Hacia el Oriente del Anáhuac
existían los señoríos de Tlaxcallan,
habitados por pueblos
particularmente valerosos y diestros
en el manejo de las armas.
Los territorios ocupados por
estos pueblos aún no habían sido
invadidos por los ejércitos de
Moctezuma, sin embargo, su
definitiva incorporación al Imperio
era considerada por todos como una
simple cuestión de tiempo. Los
señoríos de Tlaxcallan se
encontraban rodeados por doquier de
provincias tenochcas,
imposibilitados por tanto de
concertar cualquier alianza que les
permitiese la esperanza de presentar
resistencia con algunas
probabilidades de éxito.
La fecha para iniciar la
campaña que tenía por objeto lograr
el sojuzgamiento de los indómitos
habitantes de Tlaxcallan había sido
ya fijada, cuando las autoridades
imperiales decidieron dar un nuevo
giro a los acontecimientos y
ofrecieron a los gobernantes de estos
señoríos respetar la independencia y
autonomía de sus territorios, siempre
y cuando se comprometieran a
presentar combate a los ejércitos que
los aztecas mandarían
periódicamente en su contra, en la
inteligencia de que dichos ejércitos
no tendrían como misión convertir a
Tlaxcallan en provincia del Imperio,
sino tan sólo efectuar batallas que
sirvieran a un tiempo como
entrenamiento a sus jóvenes
guerreros y como un medio de
capturar prisioneros para los
sacrificios.
Los gobernantes de Tlaxcallan
analizaron fríamente el ofrecimiento
de los tenochcas y llegaron a la
conclusión de que éste entrañaba un
mal comparativamente menor al que
se produciría como consecuencia de
la conquista lisa y llana de sus
territorios, así pues, optaron por
celebrar un singular pacto con sus
oponentes, en virtud del cual,
periódicamente se llevarían a cabo
guerras previamente programadas -a
las que se dio el nombre de
"floridas"- y cuyo objeto sería, como
ya ha quedado dicho, la capacitación
de los jóvenes aztecas que se
iniciaban en la carrera de las armas y
la obtención de un buen número de
víctimas para los sacrificios.
Sin que fuera posible
determinar con precisión en qué
momento y en dónde se había
planteado por vez primera tan
problemática cuestión, el pueblo
azteca comenzó a preguntarse con
creciente inquietud lo que ocurriría
el día en que los ejércitos tenochcas,
en su arrollador avance, llegasen
hasta las blancas tierras de Aztlán,
esto es ¿qué clase de relaciones
deberían establecerse entre ambas
entidades? ¿Pasaría Aztlán a formar
parte del Imperio o se respetarían su
integridad y autonomía?
Los aztecas poseían
profundamente arraigado en lo más
íntimo de su ser el orgullo de
provenir de una región considerada
entre las más sagradas de toda la
tierra: Aztlán, el lugar en donde los
hombres podían dialogar
permanentemente con los Dioses.
A pesar del tiempo transcurrido
desde la lejana fecha en que
partieran de Aztlán, los aztecas
seguían sintiéndose vinculados
espiritualmente a la región donde se
encontraban sus raíces: sus poetas
componían de continuo bellos
poemas para expresar el nostálgico
anhelo de retornar algún día al
territorio de sus antepasados, y en
general, el pueblo manifestaba
siempre un profundo interés por
cualquier asunto relativo a su lugar
de origen.
Las discusiones en torno a la
índole de las relaciones que en lo
futuro debían establecerse entre
Aztlán y Tenochtítlan llegaron a tal
punto, que Tlacaélel se sintió
obligado a expresar oficialmente su
opinión al respecto. El territorio de
Aztlán, afirmó el Heredero de
Quetzalcóatl, era sagrado, y por
tanto, el Imperio mantendría siempre
el más profundo respeto a su
integridad y autonomía.
La clara posición asumida por
Tlacaélel en lo relativo a las
hipotéticas relaciones con Aztlán fue
recibida con general beneplácito y
tranquilizó la inquietud que este
asunto había despertado en la
población; todos parecieron quedar
satisfechos con la forma en que el
Portador del Emblema Sagrado había
resuelto el problema, todos menos el
propio Tlacaélel, pues el inesperado
planteamiento de semejante cuestión
en el ánimo popular le había
permitido percatarse de que el
pueblo azteca daba por cierto que el
reencuentro con su propio pasado
estaba por producirse de un momento
a otro, y que de no ocurrir este
hecho, el espíritu mismo del pueblo
azteca se vería afectado por una
frustración de incalculables
consecuencias.
Atendiendo a lo expresado en
las más antiguas tradiciones, Aztlán
se hallaba situado en una lejana
región ubicada al norte del Anáhuac,
sin embargo, ninguno de los informes
que frecuentemente recibía Tlacaélel
de personas que viajaban por tierras
situadas muy al norte le permitía
forjarse la menor esperanza de una
pronta localización de Aztlán.
Embajadores, comerciantes, jefes
militares y exploradores, coincidían
en una misma opinión: en los
apartados territorios del norte
predominaban enormes extensiones
desérticas, habitadas por escasos
pobladores caracterizados por un
bajo nivel cultural. No existía -
concluían los informantes- ningún
indicio que denotase la presencia en
alguna parte de aquellos contornos
de un pueblo poderoso y altamente
civilizado, como de seguro lo era el
que habitaba junto a los milenarios
templos de Aztlán.
Tlacaélel concluyó que la mejor
forma de solucionar el misterio que
planteaba la localización de Aztlán
era encabezar personalmente una
expedición que partiese en su
búsqueda lo antes posible. Así pues,
se dio de inmediato a la tarea de
organizar los preparativos para
llevar a cabo la nueva misión que se
había impuesto.
Un elevado número de
comisionados especiales partieron
de la capital azteca rumbo al norte,
portando órdenes específicas para
facilitar la marcha de los futuros
viajeros. Sus instrucciones iban
desde la compra y almacenamiento
de provisiones en determinados
lugares, hasta la obtención de todo
tipo de informes que pudiesen
resultar útiles para los fines de la
expedición.
El Portador del Emblema
Sagrado designó como comandante
de la escolta que habría de
acompañarle a Tlecatzin, joven
guerrero de comprobado valor y
destacadas facultades de estratego,
que recientemente había obtenido el
grado de Caballero Tigre. Tlecatzin
había nacido el mismo día en que el
pueblo azteca librara la batalla
decisiva contra los ejércitos de
Maxtla. Su alumbramiento, ocurrido
en las cercanías del lugar donde se
desarrollara el combate, había
ocasionado la muerte de su madre, a
pesar de todos los esfuerzos que para
impedirlo había realizado la bella
Citlalmina convertida en
improvisada partera. El padre de
Tlecatzin -capitán de arqueros en el
ejército azteca- había perecido
también en aquella memorable
jornada, completándose así la
orfandad del recién nacido. A partir
de aquellos sucesos, Citlalmina se
había hecho cargo del pequeño,
adoptándolo y educándolo con el
mismo cariño y dedicación que
habría puesto en el hijo que, en otras
circunstancias, hubiera podido llegar
a concebir con Tlacaélel.
Una vez concluidos los
preparativos y celebradas las
ceremonias religiosas tendientes a
propiciar el favor de los dioses, la
expedición partió de Tenochtítlan
encaminándose hacia el norte, a la
búsqueda de Aztlán, la sagrada
región en donde se hallaban los más
remotos orígenes del pueblo azteca.
Avanzando a buen ritmo y
contando con todo género de ayuda
durante las primeras etapas de su
recorrido, la expedición llegó en
pocas semanas a las zonas limítrofes
del Imperio. Después de un breve
descanso de algunos días, Tlacaélel
y sus acompañantes reanudaron la
marcha, adentrándose en territorios
donde no imperaba ya la hegemonía
tenochca; a pesar de ello, el avance
prosiguió sin mayores contratiempos
durante un buen tiempo. Las
poblaciones por las que atravesaban
conocían muy bien el poderío azteca
y se cuidaban de no efectuar actos de
hostilidad en su contra; por otra
parte, los enviados que precedieran a
la expedición habían hecho una
buena labor: comprando importantes
dotaciones de provisiones,
contratando los servicios de guías y
traductores y obteniendo toda clase
de información sobre las diferentes
regiones por las que habrían de
cruzar los expedicionarios.
Al continuar siempre adelante,
internándose por territorios cada vez
más alejados y desconocidos, la
expedición dejó de contar con la
ayuda externa que había venido
recibiendo y tuvo que atenerse
exclusivamente a sus propios
recursos para subsistir. Áridas
planicies en las que predominaba un
clima extremoso se sucedían una tras
otra, en una inacabable continuidad
que parecía no tener fin.
Cierto día los aztecas llegaron a
las riberas de un río de regulares
dimensiones, dotado de un caudal de
agua que jamás hubieran imaginado
encontrar en aquellas tierras secas y
desoladas. Mientras atravesaba el río
a nado -la expedición no contaba con
ninguna clase de canoas, pues ello
hubiera significado un considerable
impedimento- Tlacaélel tuvo el claro
presentimiento de estar cruzando una
frontera inmemorial, una especie de
línea de demarcación sancionada por
el tiempo y la naturaleza, que
separaba a dos mundos del todo
diferentes; ello le llevó a concebir la
esperanza de que el término de aquel
viaje se encontraba próximo y de que
muy pronto comenzarían a extenderse
ante su vista los innumerables
templos y palacios que engalanaban
las fabulosas ciudades donde
moraban los privilegiados habitantes
de Aztlán.
Las optimistas esperanzas de
Tlacaélel no tardaron en sufrir una
ruda prueba. Al día siguiente de
aquél en que los aztecas cruzaran el
río fueron objeto de un ataque por
parte de una numerosa banda de
salvajes. El rápido contraataque de
los guerreros tenochcas hizo huir de
inmediato a los agresores poniendo
fin a la escaramuza, pero se trataba
tan sólo del comienzo; a partir de
entonces, resultaron frecuentes las
emboscadas y los ataques
sorpresivos efectuados en contra de
la expedición por partidas de
bárbaros, al parecer nómadas, que
con una manifiesta falta de
organización y una total carencia de
coordinación en sus acciones, se
lanzaban al ataque profiriendo
invariablemente feroces gritos de
guerra.
Aun cuando la superior
estrategia y armamento de los
tenochcas les permitía salir
victoriosos en todos los encuentros,
no por ello dejaban de ocasionarles
bajas, que en aquellas circunstancias
resultaban siempre considerables, ya
que cualquier guerrero muerto
representaba una disminución en la
capacidad combativa de la
expedición, y por lo que respecta a
los heridos, su presencia y los
consiguientes cuidados de que eran
objeto obligaban a un ritmo de
marcha mucho más lento.
En más de una ocasión, al
observar la forma en que Tlecatzin
hacía frente a los peligros y resolvía
las dificultades que de continuo se
presentaban, Tlacaélel se congratuló
por haberlo designado como jefe
militar de la expedición. Tlecatzin
poseía cualidades que lo convertían
en el dirigente ideal para llevar a
cabo misiones particularmente
difíciles. Dotado de una perspicaz
inteligencia y de una gran serenidad
de ánimo, sabía ser a un mismo
tiempo valeroso y prudente.
Asimismo, el hijo adoptivo de
Citlalmina contaba en su favor con
esa característica que en un buen
militar resulta un don inapreciable, y
que consiste en poder establecer
rápidamente una especie de invisible
e indestructible vínculo con cada uno
de los integrantes de las fuerzas bajo
su mando, lo que permite la
posibilidad de ejecutar acciones para
las cuales se requiere una perfecta
sincronización de todos los soldados
que en ella participan.
La enorme dificultad con que
los expedicionarios lograban obtener
los alimentos necesarios para
subsistir constituía un problema aún
mayor que el representado por los
ataques de los bárbaros. Los parajes
Por los que transitaban eran
inhóspitos en extremo y a duras
penas lograban cazar uno que otro
animal y encontrar algunas plantas y
raíces que resultasen comestibles.
Cuando después de atravesar un
calcinante desierto se adentraron en
una región ligeramente fértil, los
aztecas hicieron una breve pausa en
su ininterrumpido avance, y tras de
construir un albergue fortificado,
permanecieron en aquel refugio
recuperando sus gastadas energías.
Con base en lo observado
personalmente a lo largo de aquel
prolongado viaje -o sea la evidente
carencia de cualquier signo que
denotase la presencia de un centro
vivo de cultura en aquellos
contornos- Tlacaélel había llegado a
la conclusión de que Aztlán había
desaparecido de la faz de la tierra
desde hacía mucho tiempo, siendo la
causa más probable de su extinción
un devastador ataque de los pueblos
bárbaros que le rodeaban; sin
embargo, el Portador del Emblema
Sagrado consideraba que la
expedición debía continuar adelante,
no ya con la esperanza de establecer
contacto directo con los guías
espirituales de la milenaria nación,
sino con la finalidad de hallar entre
aquellas vastas soledades las ruinas
de la antaño portentosa civilización,
para extraer de las mismas algunos
preciados restos que pudiesen ser
trasladados a Tenochtítlan, como un
fehaciente testimonio del grandioso
pasado del pueblo azteca.
Una vez recobradas
parcialmente las fuerzas, los
tenochcas abandonaron la relativa
seguridad que les ofrecía su
improvisado campamento y
prosiguieron su avance con renovado
ímpetu. Tlacaélel había dialogado
largamente con sus acompañantes y
todos ellos coincidieron con él en
una misma y firme resolución: la
expedición debía continuar adelante
hasta encontrar indicios inequívocos
de la existencia de Aztlán o hasta que
pereciese el último de sus
integrantes, jamás retornarían a la
capital azteca llevando a cuestas la
ignominia de no haber sabido
cumplir con su misión.
A los dieciocho días de
reiniciada la marcha, al trasponer
una colina en cuyo costado fluía un
abundante manantial, los viajeros
observaron pequeñas estelas de
humo que se alzaban de entre los
escombros de lo que hasta hacía
poco tiempo debía haber sido un
poblado de regulares dimensiones,
situado al pie de la colina.
Al frente de una patrulla
Tlecatzin llegó hasta la derruida
población para efectuar una
inspección. Ante su vista fue
surgiendo un desolador panorama en
el que la muerte y la devastación
reinaban por doquier. Los atacantes
del poblado habían llevado su
propósito de exterminio hasta el
último extremo: los cadáveres de
hombres, mujeres, niños y ancianos,
yacían insepultos entre el polvo y las
ruinas, semidevorados por las fieras
y por incontables bandas de buitres y
zopilotes, que se elevaban
pesadamente por los aires ante la
presencia de los guerreros aztecas.
Tlecatzin concluyó que a juzgar por
todos los indicios la matanza y
destrucción de que eran testigos
había tenido lugar dos días antes. A
pesar de lo rápido de su visita a tan
fúnebre paraje, los tenochcas
pudieron percatarse de que existían
en diversos lugares del poblado
pequeñas reservas de alimentos que
se habían salvado del saqueo y de la
destrucción perpetrados por los
asaltantes. Concluida su inspección,
la patrulla retornó donde se
encontraba el resto de la expedición
para dar cuenta de todo lo
observado.
Tras de escuchar el informe de
Tlecatzin, Tlacaélel resolvió que la
expedición se encaminase hacia las
afueras de la población, con objeto
de acampar en sus proximidades y
dedicar por lo menos un día a la
cremación y entierro de los muertos,
así como a la localización de cuantas
provisiones les fuese posible hallar
en aquel lugar, pues ya casi no
contaban con alimentos.
Iniciaban los aztecas la penosa
tarea de ir concentrando los
cadáveres con miras a su posterior
cremación, cuando repentinamente,
de entre los escombros de una
habitación al parecer vacía, surgió la
figura de una niña que a gran
velocidad intentaba alejarse de la
aldea. La recién aparecida poseía
una increíble agilidad, razón por la
cual resultó necesaria la intervención
de numerosos tenochcas para lograr
atraparla. En medio de agudos gritos
e intentando en todo momento
liberarse de sus captores, la pequeña
fue llevada ante Tlacaélel.
La serena presencia de ánimo
que emanaba siempre del Portador
del Emblema Sagrado pareció obrar
las veces de un bálsamo reparador en
el ánimo de la niña, la cual
permaneció durante un buen rato
sollozando quedamente, abrazada al
cuello del Azteca entre los Aztecas,
mientras éste le acariciaba
afectuosamente la negra cabellera. El
tembloroso cuerpo de la chiquilla era
la imagen misma del miedo y en sus
redondos ojos, negros e inundados de
llanto, podía leerse con toda claridad
la impresión que en su indefenso ser
habían dejado los recientes
acontecimientos que condujeran a la
total destrucción de su pequeño
mundo. Tlacaélel estimó que la única
sobreviviente de aquella
desventurada población llegaría
cuando mucho a los siete años de
edad. El ovalado rostro de la
pequeñuela estaba dotado de una
gracia singular y de una manifiesta
picardía; todos los rasgos de sus
facciones eran a un mismo tiempo
enormemente parecidos e
indefinidamente diferentes a los que
podía esperarse que poseyera
cualquier niña azteca de similar
edad. Su atuendo, siendo en extremo
sencillo, revelaba buen gusto y un
cierto refinamiento., características
que resultaban igualmente aplicables
a los distintos ropajes y enseres
utilizados por los habitantes de
aquella aldea, que al parecer, habían
logrado distanciarse en buena
medida del marcado primitivismo
predominante en los restantes
pobladores de aquellas regiones.
Durante los días que
permanecieron en aquel solitario
paraje, la chiquilla descubierta por
los tenochcas dio muestras de haber
perdido todo temor hacia los
integrantes de la expedición. Aun
cuando el idioma hablado por la niña
resultaba del todo incomprensible
para los aztecas, ella procuraba
manifestarles en muy distintas formas
que les consideraba sus amigos y
protectores. Atendiendo a la fecha en
que la encontraron, Tlacaélel dio a la
pequeña el nombre de Macuilxóchitl
1 y decidió unirla a la suerte de
la expedición.
Una vez concluida la
incineración y entierro de los
cadáveres, así como la recolección
de cuantas provisiones les fue
posible hallar entre los restos de las
casas, Tlacaélel dio la orden de
proseguir la interrumpida marcha
rumbo al norte. Al percatarse
Macuilxóchitl de que los extraños
guerreros que la habían salvado de
perecer devorada por las fieras se
disponían a marcharse y que iban a
llevarla consigo, se dio prisa en
recoger un minúsculo ramo de flores
silvestres, y acto seguido, comenzó a
indicar con toda clase de señales su
intención de dirigirse al otro lado de
la colina junto a la cual se asentaba
la aldea. Él Portador del Emblema
Sagrado supuso que la niña, al
presentir que habría de alejarse para
siempre de aquel lugar, deseaba
depositar algunas flores en el
cementerio del pueblo a modo de
despedida; así pues, indicó a
Tlecatzin que acompañase a la
pequeña y regresasen lo antes
posible pues se encontraban a punto
de partir.
La pareja se alejó para retornar
al poco rato. Una manifiesta emoción
dominaba a Tlecatzin, quien informó
a Tlacaélel haber encontrado un
extraño símbolo grabado a la entrada
de una caverna.
El Cihuacóatl Azteca decidió
examinar al instante aquel inesperado
hallazgo y en unión de Tlecatzin
subió a la cercana colina e inició el
descenso de la misma por el extremo
opuesto. Al llegar a la mitad de la
ondonada el jefe de la escolta le
mostró la abertura que daba paso al
interior de una caverna. La entrada
de la gruta lucía numerosas ofrendas
de marchitas flores, que
evidenciaban el respeto que por
aquel sitio habían sentido los
moradores de la cercana y destruida
aldea. A un costado de la entrada
figuraba el singular símbolo que
atrajera la atención de Tlecatzin. A
pesar de que la estructura del diseño
grabado en la roca poseía una
aparente sencillez -se trataba tan sólo
de dos espirales unidas y rodeadas
de huellas de pisadas humanasresultaba
evidente, por la impecable
perfección de su trazo, que aquella
obra no podía ser producto de una
mentalidad primitiva, sino por el
contrario, expresión de un espíritu
superior, capaz de sintetizar, con tan
escasos elementos, los más
profundos conceptos.
Una vez concluida una
prolongada y minuciosa observación
del grabado, a Tlacaélel no le cupo
la menor duda de que se hallaba ante
un símbolo que compendiaba todo lo
que la Coatlicue representaba: los
ciclos cósmicos de fecundidad y
esterilidad que rigen para todos los
seres, la maternal responsabilidad
que la Tierra tiene respecto de la
Luna, la muerte como origen del
nacimiento, y en general todo lo que
constituye esa poderosa energía de
índole femenina en la cual se
encierra el secreto de la vida y de la
muerte, aparecía magistralmente
sintetizado en aquel símbolo de
desconocido origen.
A la memoria de Tlacaélel vino
el recuerdo de la escultura que
aludiendo al mismo tema había sido
tallada tiempo atrás por Técpatl. La
diferencia de estilos y ejecución
entre ambas obras era indudable, sin
embargo, el mensaje expresado en
ellas sobre la esencia íntima de lo
que la Coatlicue simbolizaba, era
idéntico, como si ambos artistas
hubiesen alcanzado en muy distintas
épocas y lugares el mismo grado de
comprensión sobre la forma de
actuar de las fuerzas que creaban y
destruían al Universo entero.
Presintiendo que aquella
caverna encerraba aún muchos
valiosos secretos, Tlacaélel retornó
a la aldea únicamente para
comunicar a los miembros de la
expedición del importante hallazgo
realizado -que constituía una prueba
irrefutable de que en alguna remota
época había florecido una elevada
cultura en esos mismos territorios en
los que ahora imperaba la barbariey
para cancelar su orden de marcha,
permanecerían en aquel lugar con
objeto de llevar a cabo una
minuciosa búsqueda en las
profundidades de la gruta.
Poseídos de un enorme
entusiasmo y portando un gran
número de antorchas, los aztecas
dieron comienzo de inmediato a su
nueva tarea. Muy pronto se
percataron de que el interior de la
caverna era mucho más extenso de lo
que en un principio imaginaran:
incontables pasadizos subterráneos
se entrecruzaban por doquier,
comunicando salas de las más
variadas dimensiones y haciendo de
aquella gruta un intrincado laberinto.
Un fascinante mundo poblado por
rocas de formas caprichosas y
extravagantes comenzó a desplegarse
ante los asombrados ojos de los
exploradores tenochcas.
Transcurrió una semana sin que
el incesante ir y venir de los aztecas
por las profundidades de las
cavernas se tradujese en resultado
alguno, pero al cumplirse el séptimo
día de incesante búsqueda, al
atravesar una sala pletórica de
estalactitas por la que ya habían
transitado, en varias ocasiones,
Tlecatzin notó que el paso a uno de
los túneles que conducían a dicha
sala se hallaba obstruido por un alud
de rocas. Aun cuando la obstrucción
muy bien podía deberse a loes
efectos de un temblor de tierra, el
hijo adoptivo de Citlamina concluyó,
después de observar detenidamente
la forma en que se encontraban
colocadas las piedras, que se trataba
de una labor efectuada por seres
humanos y no de un simple resultado
de la acción de fuerzas naturales.
Durante cinco días los aztecas
trabajaron incansablemente,
apartando el compacto montón de
piedras que les cerraba el paso. Se
trataba de una tarea en extremo ardua
y fatigosa, realizada a la luz de las
antorchas y en medio de un sin fin de
incomodidades. Una vez que
lograron hacer un hueco lo
suficientemente ancho como para dar
cabida a un hombre, Tlecatzin se
arrastró lentamente por el angosto
pasadizo hasta desaparecer tragado
por la impenetrable obscuridad.
Varios guerreros lo siguieron,
semiasfixiados por el polvo y el
humo de las antorchas; el eco de sus
fuertes toses resonaba en los
estrechos muros de roca y
amplificado volvía a ellos una y otra
vez, produciéndoles la angustiosa
sensación de que eran muchos
centenares de gargantas las que se
ahogaban en aquel apretado pasaje.
Durante algunos instantes Tlecatzin
no alcanzó a vislumbrar nada
especial en la sala subterránea a la
que había penetrado: se trataba de
una concavidad de regulares
dimensiones, desprovista de otra
salida que no fuese la angosta
abertura por la que continúan
afluyendo guerreros tenochcas
cubiertos de polvo, pero al
aproximar uno de ellos su antorcha a
la rocosa pared, el capitán azteca
descubrió con asombro un sinnúmero
de jeroglíficos finamente esculpidos
que se extendían por todos los muros
de la sala, haciendo de ésta una
especie de colosal códice tallado en
piedra.
Informado de loa acontecido,
Tlacaélel acudió de inmediato a
examinar por sí mismo aquel nuevo
enigma descubierto en el interior de
la caverna. Una sola mirada le bastó
para percatarse que se hallaba ante
un excepcional descubrimiento que
de seguro recompensaría con creces
todas las penalidades y sacrificios
padecidos a lo largo de la
expedición. Tras de efectuar un
reconocimiento de las largas filas de
enigmáticos signos grabados en la
roca, concluyó que si bien le llevaría
tiempo y un paciente esfuerzo para
lograrlo, terminaría descifrando el
mensaje encerrado en aquellos
jeroglíficos, pues éstos constituían un
conjunto de símbolos proyectados
para ser comprendidos a través del
tiempo por todos aquéllos que
poseyesen conocimientos
suficientemente profundos en la
materia de simbología, y durante su
estancia en el monasterio escuela de
Chololan, había sido instruido acerca
de las distintas claves existentes para
lograr la comprensión de las antiguas
escrituras.
Acompañado únicamente de
Tecatzin y de dos de sus guerreros
expertos en la elaboración de
códices, los cuales tenían a su cargo
la misión de copiar hasta en sus
menores detalles cada uno de los
jeroglíficos grabados en la roca,
Tlacaélel se dio a la tarea de intentar
descifrar el oculto contenido de
aquel pétreo depósito de
conocimientos. Día tras día, a lo
largo de varias semanas, el Azteca
entre los Aztecas penetraba muy de
mañana en la caverna y permanecía
en ella hasta bien entrada la tarde,
dedicado a su difícil y laborioso
trabajo.
Lentamente, como si la caverna
se resistiese a manifestar todos los
secretos que tan celosamente había
sabido guardar y éstos tuviesen que
irle siendo arrancados uno a uno,
TIacaélel fue desentrañando el
significado de los jeroglíficos. La
narración contenida en los
enigmáticos signos trazados en la
roca era nada menos que la historia
integral de Aztlán; pero no se trataba
de un simple relato en el cual se
enumerasen los hechos más
relevantes acontecidos en dicha
nación, sino de algo mucho más
importante y trascendental: lo que
aquellos jeroglíficos revelaban era el
influjo que ejercía el cosmos sobre
la porción de la tierra donde existía
Aztlán, esto es, expresaban los
resultados de profundos estudios
astronómicos realizados por los
antiguos sabios aztleños, tendientes a
determinar, con rigurosa exactitud,
cuáles habían sido y cuáles serían las
influencias que sobre su territorio
ejercían los astros.
A través de la lectura de aquel
asombroso mapa celeste, Tlacaélel
fue adentrándose en el conocimiento
de las características esenciales de
Aztlán, así como de la particular
función que esta nación venía
desempeñando y del porqué de su
aparente inexistencia en aquellos
momentos.
En virtud de determinadas
influencias cósmicas, Aztlán
constituía una región de la tierra
singularmente favorable para el
desarrollo de la más alta
espiritualidad; sin embargo, como
resultado precisamente de las
cambiantes posiciones de los astros,
la historia de Aztlán estaba sujeta a
radicales transformaciones: cuando
las condiciones cósmicas eran
favorables se generaba en su interior
una indescriptible tensión que
impulsaba a las personas dotadas de
un mayor grado de conciencia a
lograr, a través de sobrehumanos
esfuerzos, una radical superación en
todos los órdenes de su existencia,
derivándose de ello el florecimiento
de civilizaciones altamente refinadas
y espirituales, cuya duración se
prolongaba largos periodos; por el
contrario, cuando las mencionadas
condiciones celestes se tornaban
bruscamente desfavorables, Aztlán se
veía abocada a una incontenible
decadencia de consecuencias
siempre funestas, pues encontrándose
rodeada de vastas extensiones por
las que transitaban una gran variedad
de pueblos nómadas -que nunca
llegaban a incorporarse del todo a la
civilización, a pesar de la
bienhechora influencia cultural que
ella irradiaba- muy pronto sus
fronteras eran traspuestas por
oleadas de invasores que terminaban
arrasando sus ciudades sagradas y
borrando todo vestigio de su antiguo
esplendor. El último de aquellos
cataclismos había ocurrido
precisamente al poco tiempo de la
salida del pueblo azteca de su país
de origen, siendo lo más probable
que dicha salida obedeciese a una
sabia previsión de los dirigentes que
regían los destinos de Aztlán, los
cuales, percatándose de la catástrofe
que se avecinaba, debían de haber
juzgado conveniente la emigración de
una buena parte de la población
hacia regiones más propicias para su
supervivencia. A juzgar por lo
asentado en los jeroglíficos
descifrados por TIacaélel, faltaban
aún varios siglos para que las
condiciones cósmicas resultasen
propicias a un nuevo renacimiento de
Aztlán.
Una vez concluida la labor de
reproducir en los códices todos los
jeroglíficos que se hallaban tallados
en las paredes de roca, TIacaélel
consideró llegado el momento de
iniciar el largo recorrido de retorno
hacia el Valle del Anáhuac. Aun
cuando los resultados alcanzados por
la expedición no eran precisamente
los esperados, de ninguna manera
podían calificarse como un fracaso,
pues habían permitido lograr
testimonios que confirmaban en
forma irrefutable la veracidad de lo
asentado por la tradición popular de
todos los tiempos: la existencia de
Aztlán, lugar de origen del pueblo
azteca, cuna de místicos y de artistas
y centro civilizador de primer orden
sobre la tierra.
En contra de lo que suponían los
integrantes de la expedición, los
incesantes ataques de tribus bárbaras
padecidos a lo largo de su recorrido
rumbo al norte no habrían de
repetirse durante las agotadoras
jornadas que lentamente los iban
aproximando a su país. Al parecer, la
noticia de sus anteriores encuentros,
en los que invariablemente salieran
victoriosas las armas tenochcas,
había tenido una amplia difusión por
aquellos contornos dotándolos de un
conveniente prestigio de seres
invencibles y paralizando la voluntad
de los belicosos nómadas.
Extenuados por las
interminables caminatas, los
prolongados ayunos y los rigores de
una naturaleza que les resultaba
hostil en extremo, los aztecas
llegaron de nuevo al río en el que
Tlacaélel había presentido la
existencia de una frontera natural que
en forma tajante establecía la
división entre dos mundos. A pesar
de que la distancia que les separaba
de las fronteras imperiales era aún
considerable, los expedicionarios
tuvieron la acogedora sensación, al
cruzar el río y arribar a la orilla
opuesta, de encontrarse ya próximos
a sus hogares.
A los pocos días de haber
transpuesto el río, Tlacaélel y sus
acompañantes se toparon con un
numeroso contingente de tropas
aztecas enviadas en su búsqueda por
Moctezuma. El largo período
transcurrido desde la salida de su
hermano, así como la total carencia
de noticias sobre la suerte corrida
por los viajeros, habían terminado
por alarmar seriamente al
Emperador, resolviéndolo a
organizar una segunda y poderosa
expedición, que había marchado
hacia el norte con el expreso
propósito de localizar a los
integrantes de la primera y
facilitarles su retorno al Anáhuac.
Tras de unir sus fuerzas, las dos
expediciones iniciaron el recorrido
del dilatado trayecto que debía
conducirles hasta la Gran
Tenochtítlan.
La noticia del feliz desempeño
de sus respectivas misiones precedía
siempre a los expedicionarios, los
cuales eran acogidos con crecientes
muestras de afecto conforme se iban
adentrando en regiones cada vez más
cercanas a la capital azteca.
La entrada en la Gran
Tenochtítlan del Azteca entre los
Aztecas y de los cansados integrantes
de su escolta fue motivo de una
memorable celebración para todo el
pueblo tenochca, Moctezuma, en
unión de los más altos dignatarios
del Imperio, salió a recibir a los
viajeros a las afueras de la ciudad y
efectuó en su compañía el triunfal
recorrido hasta la Plaza Central. Un
entusiasmo tan sólo comparable al
que imperaba en la capital azteca el
día en que llegara a ella Tlacaélel
portando el Emblema Sagrado,
predominaba en todos los rumbos de
la gran ciudad, cuyas calles y canales
se veían invadidos de una inmensa
multitud, deseosa de contemplar de
cerca a los expedicionarios que
habían tenido el privilegio de tocar
el suelo sagrado de Aztlán.
Tras de depositar formalmente
en el Templo Mayor los documentos
en los que se habían reproducido
todos los jeroglíficos hallados en la
caverna, así como a la pequeña
Macuilxochitl,
2 el Heredero de Quetzalcóatl
ofició en lo alto del Templo, y ante
la vista de todo el pueblo ahí
reunido, una ceremonia religiosa
celebrada para expresar su
agradecimiento a la Divinidad por el
feliz desenlace de la misión
realizada.
Al día siguiente de su retorno,
Tlacaélel se dirigió al edificio que
albergaba a la Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres, con el objeto de exponer ante
todos los integrantes de la misma un
pormenorizado relato de su viaje.
En el estilo a un mismo tiempo
elegante y conciso que caracterizaba
a su oratoria, el Azteca entre los
Aztecas narró a los más destacados
exponentes de la sociedad tenochca
los principales sucesos acaecidos a
la expedición, resaltando la singular
importancia de los descubrimientos
perpetrados, en virtud de los cuales
se había podido confirmar
plenamente la veracidad de las
tradiciones que explicaban los
orígenes del pueblo azteca.
Con emotivas palabras
impregnadas de optimistas presagios,
Tlacaélel concluyó su relato:
La tierra de la blancura y de la
aurora, la sagrada Aztlán, cuna de
civilizaciones y hogar de nuestros
antepasados, repara actualmente
sus cansadas fuerzas mediante
pasajero sueño; cuando despierte,
el mundo entero se llenará de
asombro, atenderá a su voz y
comprenderá de nuevo los mensajes
del cielo.
Capítulo XVI
TRES ESTRELLAS SE APAGAN
En el año dos pedernal, tras de
ocupar el trono imperial durante
veintinueve años, falleció
Moctezuma Ilhuicamina. La recia
personalidad del afamado guerrero
había constituido un factor
determinante en los acontecimientos
que condujeron al vertiginoso
encumbramiento de la hegemonía
azteca. El altivo gesto del Flechador
del Cielo al pretender defender
Tenochtítlan por sí solo, constituyó
el origen de la rebelión juvenil con
que diera comienzo la lucha
libertaria del pueblo tenochca. Jefe
militar indiscutido de las fuerzas
aliadas de aztecas y texcocanos, supo
guiarlas a la victoria definitiva,
destruyendo a las hasta entonces
invencibles tropas de Maxtla.
Forjador del ejército azteca, hizo de
éste el instrumento bélico más
poderoso de que se tuviera memoria
en el Anáhuac. Al restaurarse la
Dignidad Imperial, desaparecida
desde los lejanos tiempos de los
toltecas, Moctezuma había sido
designado por sus altos méritos para
ocupar el trono de los antiguos
Emperadores. Durante su gobierno,
el Imperio Azteca había alcanzado
inimaginadas cumbres de gloria y
grandeza.
Para Tlacaélel la muerte de
Moctezuma representaba una pérdida
irreparable. Desde pequeños, ambos
hermanos estaban acostumbrados a
actuar siempre en estrecha
colaboración, uniendo sus esfuerzos
para el logro de sus propósitos.
Durante su juventud, Tlacaélel se
había ejercitado en el manejo de las
armas bajo la acertada dirección de
Moctezuma, aprendiendo de éste
importantes conocimientos sobre el
arte de la guerra. Por su parte, el
futuro Flechador del Cielo gustaba
de escuchar con atención los
elevados conceptos expresados por
su hermano, particularmente en todo
aquello que se relacionase con el
proyecto de lograr la liberación del
entonces sojuzgado pueblo azteca. A
lo largo de su prolongada actuación
como Emperador, la colaboración
entre Moctezuma y Tlacaélel había
alcanzado su máxima expresión, tal
parecía como si las dos poderosas
personalidades se hubiesen fundido
en una sola e indomable voluntad,
bajo cuyo mando el Imperio
incrementaba día con día su poderío,
hasta transformarse en una fuerza
irresistible y avasalladora.
Las exequias del extinto
monarca estuvieron revestidas de
gran solemnidad, acudiendo a ellas
delegaciones de los distintos pueblos
que integraban el vasto Imperio. Un
profundo y sincero pesar prevalecía
en la capital azteca; para todos
resultaba evidente que con la muerte
del valeroso Moctezuma se cerraba
toda una época en la historia del
Anáhuac.
La noche misma del día en que
tuvieron lugar los funerales de
Moctezuma, al contemplar desde lo
alto del Templo Mayor de la Gran
Tenochtítlan los incontables astros
que poblaban el firmamento,
Tlacaélel creyó percibir la súbita
desaparición de la luz de una
estrella. El suceso no le causó
extrañeza alguna, pues vio en él la
más clara representación de lo
ocurrido sobre la tierra: la noble
figura del Flechador del Cielo, que
por tanto tiempo constituyera una
estrella que guiaba la marcha
ascendente del pueblo azteca, había
dejado de brillar.
El fallecimiento de Moctezuma
planteaba como lógica consecuencia
la cuestión relativa a la designación
del nuevo monarca que habría de
sucederle. El problema no era un
asunto de fácil solución, pues dadas
las relevantes cualidades del
gobernante desaparecido, no se
vislumbraba una personalidad
poseedora de suficientes
merecimientos como para convertirse
en el sucesor del Flechador del
Cielo. Convencidos de que, salvo
Tlacaélel, no existía en todo el
Imperio nadie capaz de superar los
méritos del anterior monarca, los
miembros del Consejo Imperial
suplicaron al Heredero de
Quetzalcóatl que aceptase
convertirse en el nuevo Emperador.
El propio Nezahualcóyotl -miembro
honorario del Consejo-, al ser
requerido para que externase su
opinión sobre la trascendental
cuestión que se debatía, afirmó que
lo más conveniente en aquellas
circunstancias era que el Azteca
entre los Aztecas aceptase el elevado
cargo que se le ofrecía.
A pesar de las numerosas
opiniones en contra, Tlacaélel
sostuvo la validez del criterio que
venía sustentando desde el inicio de
su actuación pública: era necesario
evitar la acumulación de todo el
poder en una sola persona y mantener
la dualidad de Emperador y
Cihuacóatl que tan buenos resultados
había producido. Por otra parte,
debía tomarse en cuenta que el
Imperio Azteca había superado ya la
etapa de su desarrollo en que la
actuación de personalidades
excepcionales podía haber resultado
imprescindible Y que ahora debía
basarse, principalmente, en la
existencia de las poderosas
organizaciones sobre las cuales se
cimentaba.
Atendiendo a las indicaciones
de Tlacaélel, el Consejo Imperial
designó como Emperador a
Axayácatl. Se trataba de un joven
guerrero, nieto de Moctezuma, que al
igual que sus dos hermanos menores
-Tízoc y Ahuízotl- llamaba desde
hacía tiempo la atención de la
opinión pública por su reconocido
valor y destacada inteligencia.
El alto grado de expansión y
poderío alcanzado por el Imperio se
puso una vez más de manifiesto con
motivo de la coronación de
Axayácatl, celebrada con fastuosas
ceremonias y ante la presencia de
innumerables delegaciones, que
desde las más apartadas regiones,
acudieron a la capital azteca con el
propósito de hacer patente su lealtad
al nuevo monarca.
Aún no se cumplían cuatro años
de gobierno bajo el reinado de
Axayácatl, cuando tuvo lugar un
sorpresivo acontecimiento que atrajo
la atención de todos los habitantes
del Imperio: Teconal, uno de los más
importantes comerciantes de
Tlatelolco, famoso por su insaciable
sed de riquezas y por una marcada
carencia de escrúpulos que en más
de una ocasión le había ocasionado
serias dificultades con las
autoridades, anunció jubiloso su
próximo enlace matrimonial con
Citlalmina.
Citlalmina era ya una leyenda
viviente para el pueblo azteca. Su
entusiasta y carismática personalidad
había desempeñado siempre un papel
determinante en cuanto movimiento
popular de generosa inspiración se
suscitara en el alma colectiva de la
sociedad tenochca. Sin poseer cargo
oficial alguno, pues se había negado
invariablemente no sólo a percibir la
menor retribución por sus
actividades, sino incluso a ocupar
puestos puramente honoríficos,
Citlalmina había sido la inspiradora
e indiscutida guía de un sinnúmero de
organizaciones populares que tendían
a convertir en realidad los más
elevados ideales.
El anuncio de la boda de
Citlalmina con un sujeto de tan
pésima reputación como lo era
Teconal, produjo en un primer
momento una generalizada
incredulidad sobre la veracidad de
tan increíble suceso, pero al ser
confirmada la noticia por propia voz
de la interesada, un confuso
sentimiento, mezcla del más profundo
asombro y de la más amarga de las
desilusiones, se extendió de
inmediato entre los aztecas.
Tomando en cuenta la edad de
ambos contrayentes -el comerciante
tenía setenta años y Citlalmina
sesenta y cuatro- la gente dio por
descartada la existencia de un móvil
pasional o sentimental como causa
del anunciado enlace, e intentó
desentrañar los verdaderos motivos
de tan desconcertante
acontecimiento.
En cuanto al ambicioso
mercader, se concluyó que el
propósito que lo motivaba a contraer
matrimonio con Citlalmina era su
deseo de hacer ver a todos lo
acertado del razonamiento que había
determinado siempre su conducta,
consistente en considerar que tanto
las personas como las cosas,
incluyendo a las más respetadas y
sagradas, podían ser compradas
cuando se era propietario de una
enorme fortuna.
Por lo que respecta a
Citlalmina, las causas que podían
haberle llevado a adoptar tan extraña
conducta resultaban mucho más
difíciles de determinar, sin embargo,
al no lograr encontrar una
justificación lógica, la mayoría de la
gente terminó por aceptar como
válida la que al parecer era la
explicación más evidente: cansada
de representar el papel de heroína,
Citlalmina deseaba pasar los últimos
años de su existencia rodeada de las
comodidades que podían
proporcionarle las cuantiosas
riquezas de su futuro esposo.
El servicio de información con
que contaba Tlacaélel para enterarse
de lo que ocurría en el Imperio
gozaba de un bien ganado prestigio
de eficiencia. Una vasta red de
individuos al servicio directo del
Cihuacóatl Imperial, diseminados
por los cuatro puntos cardinales,
transmitían diariamente a la Gran
Tenochtítlan -por medio de
mensajeros tan veloces como los del
mismo monarca- toda una serie de
noticias y de informes que permitían
al Heredero de Quetzalcóatl normar
su criterio y tomar determinaciones
con base en los más recientes
acontecimientos.
A pesar de lo anterior, los días
transcurrían y Tlacaélel continuaba
siendo la única persona en el Imperio
que ignoraba todo lo concerniente al
proyecto matrimonial entre Teconal y
Citlalmina, pues ninguno de los que
le rodeaban deseaba transmitirle
semejante noticia.
El primer indicio que tuvo
Tlacaélel de que ignoraba algún
extraño suceso, provino de una al
parecer inexplicable solicitud que le
formulara Tlecatzin. El hijo adoptivo
de Citlalmina ostentaba ya el grado
de Caballero Águila y era uno de los
más destacados generales del
ejército tenochca: tras de dirigir en
forma brillante varias campañas,
había sido designado Director de la
Escuela de Aspirantes de la Orden
de Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres, cargo que venía
desempeñando con singular acierto.
Tlacaélel profesaba hacia Tlecatzin
un profundo afecto y lo recibía con
frecuencia para charlar de muy
diversas cuestiones; razón por la cual
no le llamó mayormente la atención
la visita del guerrero, pero en
cambio encontró incomprensible lo
que éste le solicitaba: deseaba
abandonar de inmediato la capital
azteca, para lo cual pedía se le
relevase de su cargo de Director de
la Escuela Militar y se le
incorporase, con el simple grado de
combatiente, en cualesquiera de los
ejércitos que en aquellos momentos
desarrollaban alguna acción en las
fronteras del Imperio.
Ante lo insólito de la petición,
Tlacaélel pidió a Tlecatzin que
explicase los motivos que la
originaban, pero éste se negó
rotundamente a mencionarlos. El
Portador del Emblema Sagrado se
percató de la enorme confusión que
privaba en el ánimo del guerrero y
creyó adivinar, en su angustiada
mirada, la certeza de que no era
necesario proceder a justificar su
conducta, puesto que las causas que
la determinaban debían ser ya del
conocimiento de Tlacaélel, sin
embargo, como no era ese el caso,
éste dio por concluida la entrevista,
ordenando a Tlecatzin que continuase
en su puesto y se abstuviese de
formular peticiones absurdas.
Al darse cuenta Axayácatl del
vacío de información que se había
creado en torno a Tlacaélel,
comprendió que le correspondería a
él la poco grata tarea de tener que
informarle lo que ocurría. Así pues,
el Emperador acudió al Templo
Mayor a visitarlo, y a solas, lo puso
al tanto del acontecimiento que
acaparaba en esos momentos a la
atención pública.
La revelación que escuchara de
labios de Axayácatl produjo en
Tlacaélel un abrumador
desconcierto: por vez primera en su
existencia se veía frente a un hecho
que rebasaba su capacidad de
análisis, y ante el cual, se sentía
incapaz de encontrar una respuesta
adecuada.
El inusitado estado de ánimo en
Tlacaélel obedecía a que éste había
considerado siempre que Citlalmina
y él constituían en realidad un solo
ser, y que el hecho de que actuasen a
través de cuerpos físicos diferentes,
obedecía únicamente a una expresión
más de la ley de dualidad que rige
todo lo creado, pero que ello no
modificaba en nada el hecho de que
ambos formaban una sola entidad
espiritual.
A pesar de que habían
transcurrido ya más de cuarenta años
desde su último y fugaz encuentro
con Citlalmina (ocurrido el día en
que arribara a Tenochtítlan portando
el Emblema Sagrado y escuchara en
la voz de su bella exprometida la
designación con que habría de
quedar claramente definido ante todo
el pueblo el verdadero carácter de su
personalidad: "Azteca entre los
Aztecas") Tlacaélel no había dejado
de sentir jamás dentro de sí la
renovadora y vigorosa presencia de
la mujer que encarnaba la otra mitad
de su propio ser. Así pues, y al igual
que para todos los tenochcas, el
inesperado compromiso matrimonial
de Citlalmina constituía para él un
indescifrable enigma. La explicación
finalmente aceptada por la opinión
pública, o sea la de considerar que
Citlalmina no buscaba otra cosa sino
pasar los últimos años de su vida
disfrutando de las comodidades que
otorga la riqueza, resultaba a su
juicio absurda e imposible; sin
embargo, no lograba ni siquiera
imaginar cuál podría ser la
verdadera causa del sorpresivo
cambio de conducta de la máxima
heroína del pueblo azteca.
Independientemente de las
implicaciones estrictamente
personales que aquel asunto tenía
para Tlacaélel, entrañaba también
algunas importantes cuestiones a las
que éste debía prestar particular
atención en su calidad de Cihuacóatl
Imperial.
Así, por ejemplo, era necesario
valorar los alcances de la frustración
que tan sorpresivo suceso habría de
ocasionar en el pueblo. Tras de
reflexionar detenidamente sobre ello,
Tlacaélel llegó a la conclusión de
que si bien la actuación de
Citlalmina había resultado
determinante tanto para alcanzar el
triunfo en la lucha de liberación,
como para llevar a cabo la tarea de
cimentación y construcción del
Imperio, una vez lograda la
edificación del mismo y asentado
éste en la sólida estructura que le
daban las organizaciones creadas
para dirigirlo, dicha actuación había
dejado ya de ser imprescindible,
razón por la cual, la frustración que
se derivaría de la destrucción de la
venerada imagen que el pueblo se
había forjado de Citlalmina no
acarrearía ninguna consecuencia de
carácter irreparable.
Existía también, en relación con
el mismo asunto, una segunda
cuestión que comprendía aspectos
mucho más complejos:
La unificación económica de
muy diferentes regiones productivas
que trajera consigo la incesante
expansión del Imperio, había
generado condiciones en extremo
propicias para el desarrollo del
comercio en alta escala, mismas que
habían sido aprovechadas por un
grupo de mercaderes aztecas, que
teniendo como base al tradicional
barrio comercial de Tlatelolco,
habían extendido su red de
operaciones a todos los territorios
conquistados, obteniendo con ello
cuantiosas ganancias.
Ahora bien, el sistema
educativo, así como la Orden de los
Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres, tendían a obtener una
estructura social en la que la
posición de cada persona se
encontrase determinada por su grado
de desarrollo espiritual. Dentro de
este sistema se había negado hasta
entonces cualquier posibilidad de
progreso social o político a los
mercaderes, por considerar que las
actividades mercantiles eran muy
poco propicias para la realización de
ideales elevados. En esta forma,
todos aquéllos que se dedicaban al
comercio sabían que a pesar de que
llegasen a poseer una considerable
fortuna, jamás podrían ocupar un
puesto público, ni gozar del respeto y
la admiración de sus compatriotas.
El hecho de que a pesar de sus
riquezas los comerciantes careciesen
no sólo de fuerza política para hacer
valer sus intereses, sino incluso de la
posibilidad de ascender socialmente
que le era otorgada hasta al más
humilde de los habitantes del
Imperio, había venido provocando un
creciente descontento entre el grupo
de caudalosos mercaderes
establecidos en Tlatelolco. El
dirigente del movimiento de protesta
de los comerciantes en contra de este
estado de cosas era precisamente
Teconal, quien a últimas fechas,
además de los problemas que
comúnmente tenía ante los tribunales
a causa de su tradicional falta de
escrúpulos, comenzaba a ser objeto
de acusaciones, hasta entonces no
comprobadas, según las cuales
intentaba hacer uso del soborno para
lograr que las autoridades asumiesen
una conducta que resultase más
favorable a los intereses de los
comerciantes.
En medio de semejantes
circunstancias resultaba lógico
preveer -concluyó Tlacaélel- que la
boda de Teconal con Citlalmina
vendría a incrementar las
pretensiones de los mercaderes, pues
éstos sentirían que habían logrado
hacerse de una valiosa aliada, que
gozaba más que nadie del afecto del
pueblo y del respeto de las
autoridades.
Por segunda vez en un breve
periodo, al observar las múltiples
estrellas que poblaban el firmamento,
Tlacaélel tuvo la segura convicción
de que una de éstas había dejado de
brillar, y al igual que ocurriera
cuando el fallecimiento de
Moctezuma, ello no le produjo
sorpresa alguna, pues así como todo
lo que sucede en el cielo repercute
sobre la tierra, lo que en ésta
acontece se refleja también en el
cosmos.
En el cielo de las antiguas
tierras de Anáhuac se había
extinguido la más pura de todas sus
luces: Citlalmina no iluminaba ya el
camino por donde avanzaba el
pueblo azteca con firme y
acompasada marcha.
Como resultado de la anunciada
boda entre Teconal y Citlalmina, la
Gran Tenochtítlan se había
convertido para Tlacaélel en un lugar
en extremo incómodo para el normal
desempeño de sus actividades. En
las miradas de todos cuantos le
rodeaban, lo mismo se tratase de los
más altos funcionarios del Imperio
que de las más modestas gentes del
pueblo, el Azteca entre los Aztecas
advertía una misma petición que no
se atrevía a ser formulada en
palabras: la de que fuese él quien
proporcionase una explicación
satisfactoria de aquel extraño
acontecimiento, e indicase si se
debía tomar alguna clase de medidas
para impedir su realización.
En vista de la imposibilidad en
que se hallaba para dar una respuesta
adecuada a semejantes interrogantes,
Tlacaélel pensó que era prudente
ausentarse transitoriamente de la
capital azteca. Aduciendo como
pretexto el efectuar una visita
protocolaria al monarca de Texcoco,
Tlacaélel salió al encuentro de
Nezahualcóyotl, confiado en que la
profunda intuición que éste poseía
por ser poeta, le permitiría
comprender lo que para él resultaba
inexplicable.
Nezahualcóyotl venía
padeciendo de tiempo atrás una
enfermedad incurable que le iba
aproximando lentamente a la muerte;
no obstante, la llegada de Tlacaélel
pareció infundirle nuevas energías y
abandonando su lecho, efectuó en su
compañía largos paseos por los
bellísimos jardines de la ciudad,
disertando con su deslumbrante
inteligencia acerca de los más
variados e intrincados temas.
La noche anterior a su retorno a
la Gran Tenochtítlan, mientras
contemplaban desde una de las
amplias terrazas del palacio real el
espacio infinito pletórico de
estrellas, Tlacaélel expuso ante su
amigo, mediante elaborado
simbolismo, la cuestión que lo tenía
confundido:
La gran sabiduría, el profundo
conocimiento de nuestros
antepasados, les permitió
determinar, llegar a saber la índole
de las influencias que los astros
ejercen sobre la vida de aquéllos
que transitamos sobre la tierra. Sin
embargo ignoramos si el
predominio de los astros perdura o
desaparece cuando éstos no brillan
más en el cielo.
Nezahualcóyotl escuchó con
atención el singular problema celeste
planteado por su ilustre huésped,
intuyendo de inmediato el significado
encerrado en aquella metáfora. Tras
de meditar largo rato en silencio, el
príncipe poeta afirmó con seguro
acento:
Al igual que como ocurre con
aquellas personas que son luz y
guía para los demás, los astros
ejercen siempre un constante
ascendiente en nuestras vidas. El
súbito ocultamiento de su
resplandor en los cielos no significa
que se extinga su acción rectora. Lo
que sucede, lo que acontece, es que
en estos casos resulta mucho más
difícil poder precisar su influjo,
pero este subsiste, permanece, y a la
larga, cuando personas y astros son
realmente poderosos, terminamos
por darnos cuenta de su presencia
oculta, por reconocer su
permanente influencia.
Las palabras de Nezahualcóyotl
produjeron una evidente
complacencia en su interlocutor. El
semblante de Tlacaélel, que en
últimas fechas había perdido su
habitual expresión de serena
confianza, la recuperó al instante, al
tiempo que parecía iluminarse a
resultas de una profunda alegría
interna.
El azteca y el texcocano no
pronunciaron ya palabra alguna, se
limitaron a contemplar con
respetuosa atención el lejano cintilar
de las estrellas.
Aún no cumplía Tlacaélel una
semana de haber regresado a la Gran
Tenochtítlan, cuando llegó desde
Texcoco un apesadumbrado
mensajero portando la no por
esperada menos infausta noticia:
Nezahualcóyotl había fallecido.
En unión del Emperador
Axayácatl y de los más altos
dirigentes del Imperio, así como de
un gran número de componentes de
los más diversos sectores de la
población azteca, Tlacaélel se
encaminó de inmediato a la capital
aliada, para participar en las
exequias de su mejor amigo.
Un sentimiento de pesar a tal
grado tangible que parecía haberse
extendido a la naturaleza misma -
pues todo en el ambiente era gris y
sombrío- imperaba en el Reino de
Texcoco. El llanto incontenible de
poblaciones enteras constituía el más
fiel testimonio del inmenso cariño
que Nezahualcóyotl había logrado
despertar en su pueblo.
La multifacética personalidad
del Rey de Texcoco encarnaba el
más claro ejemplo de la capacidad
de superación prácticamente
ilimitada que posee el ser humano. A
lo largo de su azarosa existencia,
Nezahualcóyotl había desempeñado
con sin igual maestría un sinnúmero
de actividades: rebelde y estadista,
filósofo y arquitecto, poeta y
guerrero, legislador y urbanista. A su
muerte dejaba más de cien viudas y
cerca de trescientos hijos. Nada en él
había sido mediocre.
Los funerales de Nezahualcóyotl
habían concluido; y en forma
simultánea a la aparición de las
tinieblas nocturnas, un impresionante
silencio unido a una opresiva quietud
comenzaron a extenderse
progresivamente por la ciudad de
Texcoco, produciendo una
inmovilidad total y anormal. Tal
parecía que la bella y alegre capital
no deseaba sobrevivir a la muerte de
su insigne gobernante.
Cansados por la agotadora
tensión que prevalecía en el ambiente
y deseosos de emprender el camino
de regreso a la Gran Tenochtítlan con
las primeras luces del alba, los altos
funcionarios tenochcas presentes en
las exequias de Nezahualcóyotl se
habían recluido desde el anochecer
en los aposentos del palacio de
gobierno donde se alojaban. En lo
alto del enorme edificio, en la misma
terraza en donde días atrás
mantuviera con el recién fallecido
monarca una poética conversación
sobre las influencias celestes,
Tlacaélel observaba, solitario y
meditabundo, la marcha inmutable de
los astros a través del firmamento.
El profundo pesar que la
desaparición de Nezahualcóyotl
producía en el ánimo del Azteca
entre los Aztecas, se aliviaba
grandemente al recordar los
conceptos vertidos en aquel lugar por
el extinto poeta. No importaba, por
tanto, el que una vez más Tlacaélel
se percatase de que en el cielo había
dejado de fulgurar una estrella, pues
ahora comprendía claramente, que tal
y como de seguro acontecía con
Moctezuma Ilhuicamina y con
Citlalmina, la poderosa luz que
provenía de Nezahualcóyotl
continuaría iluminando,
permanentemente, las tierras de
Anáhuac.
Capítulo XVII
LA REBELIÓN DE LOS
MERCADERES
En medio de la noche, cuando la
Gran Tenochtítlan semejaba una
especie de poderoso gigante
dormitando entre las aguas del
inmenso lago, el corazón de
Tlacaélel dejó súbitamente de latir.
Al ocurrir el inesperado
colapso, el Azteca entre los Aztecas
reposaba tranquilo en sus
habitaciones. El brusco sobresalto de
su organismo en agonía le hizo
despertar y percatarse al instante de
lo que ocurría. No sólo comprendió
que iba a morir, sino que conoció
también, en vislumbrante atisbo de
suprema conciencia, la causa que
motivaba su fallecimiento:
Citlalmina perecía en aquel instante,
y poseyendo ambos un solo y único
espíritu, él tenía igualmente que
marchar al mundo de los
desencarnados. Sereno e
imperturbable, Tlacaélel observó
con atención el avance inexorable, de
las tinieblas, hasta que finalmente,
terminó por perder todo asomo de
conocimiento.
Un débil y lento, pero rítmico e
insistente sonido, fue la primera
percepción captada por la aún
aturdida conciencia de Tlacaélel. En
un primer momento, el Cihuacóatl
Azteca supuso que se encontraba ya
en alguna de las diferentes regiones
que integran al mundo de los
muertos, pero después, al lograr
entrever por entre las sombras que le
rodeaban los objetos de su
habitación que le eran familiares,
concluyó que aún se hallaba con vida
y trató de incorporarse. Su
paralizado organismo se negó a
obedecerle, permaneciendo rígido e
inmóvil sobre el lecho.
Durante un buen rato únicamente
el funcionamiento de su mente y el
latido de su corazón -autor del débil
sonido que escuchara al comenzar a
recuperar el conocimientopermitieron
a Tlacaélel mantener el
criterio de que aún vivía, pues el
resto de su organismo permanecía
inerte, dominado por una parálisis
total; pero luego muy lentamente -
iniciándose la recuperación por las
extremidades inferiores- el cuerpo
del Azteca entre los Aztecas
comenzó poco a poco a recobrar la
capacidad de movimiento.
Al mismo tiempo que
permanecía atento al lento proceso
que iba reintegrando su organismo a
la normalidad, el pensamiento de
Tlacaélel se esforzaba por encontrar
una explicación coherente de lo
ocurrido. Una misma pregunta,
formulada en mil distintas formas, se
planteaba una y otra vez en su mente:
¿Por qué si Citlalmina había
fallecido -y de ello no le cabía la
menor duda- continuaba él con vida?
En lo más profundo de su
conciencia, Tlacaélel encontró la
única respuesta posible a la
interrogante que le atormentaba:
había sido Citlalmina quien lograra,
mediante un acto supremo de
voluntad realizado en el instante
mismo de su muerte, mantener
subsistente la dualidad a través de la
cual venía manifestándose en este
mundo el espíritu que ella y
Tlacaélel encarnaban. En esta forma,
al impedir que dicho espíritu
recobrase su natural unidad, había
originado aquella singular anomalía
consistente en que la mitad de un
mismo ser habitase ya en la región
del misterio, mientras la otra parte
continuaba existiendo sobre la tierra.
Aun cuando el propósito
perseguido por Citlalmina con tan
extraño proceder constituía por el
momento un enigma indescifrable,
Tlacaélel presentía con certeza que
se aproximaba el momento en que
habrían de resolverse todas las
incógnitas que últimamente había
venido planteando la extraña
conducta de la heroína azteca.
La tímida y respetuosa voz de
uno de sus sirvientes, llamándole
desde el pórtico de la habitación,
vino a interrumpir las profundas
cavilaciones de Tlacaélel. Era
todavía muy entrada la noche y
resultaba por tanto inusitado que
alguien viniese a perturbar su
descanso. Haciendo un esfuerzo
sobrehumano Tlacaélel logró
incorporarse, constatando con agrado
que había recuperado plenamente el
control de su organismo.
Tras de autorizar la entrada al
sirviente, éste penetró en el
dormitorio y procedió a informar que
Chalchiuhnenetzin solicitaba con
extrema urgencia una entrevista para
exponer ante el Cihuacóatl Imperial
un asunto de suma gravedad.
1
Tlacaélel recordó que hacía tan
sólo unas semanas había sido
informado del cambio de residencia
de Citlalmina, quien atendiendo a la
invitación de Chalchiuhnenetzin -de
quien era íntima amiga- había dejado
su modesta casa ubicada en las
proximidades de la Plaza Mayor,
para trasladarse al barrio de
Tlatelolco, a la bella residencia
donde moraban Moquíhuix y
Chalchiuhnenetzin, todo ello con
objeto de poder efectuar más
fácilmente los preparativos de su
próxima boda con Teconal. El
Azteca entre los Aztecas supuso que
Chalchiuhnenetzin venía a
participarle la muerte de Citlalmina,
y sin pérdida de tiempo, se encaminó
hasta la sala de audiencias en donde
le aguardaba la hermana del
Emperador.
Chalchiuhnenetzin se encontraba
ataviada con modestos ropajes
usuales entre la servidumbre; sus
enérgicas facciones reflejaban una
profunda preocupación. Después de
disculparse por lo insólito de la
entrevista, la recién llegada expuso a
Tlacaélel el motivo de su visita:
existía una conspiración para
derrocar al monarca, asesinar a los
más altos dignatarios del Imperio y
abolir los elevados ideales que
normaban la conducta del pueblo
azteca. Mediante palabras que
pretendían ser expresadas con ánimo
sereno, pero en las cuales se
traslucía una emoción largamente
contenida, la hermana del Emperador
fue revelando a Tlacaélel toda la
vasta información que poseía acerca
de la conjura:
Desde tiempo atrás y a pesar
del inmenso cariño que profesaba a
su marido, Chalchiuhnenetzin se
había percatado de la malsana
ambición que dominaba a Moquíhuix,
así como del hecho de que éste sólo
la había tomado como esposa guiado
por el propósito de ser grato a los
ojos de Axayácatl y obtener con ello
un puesto de mayor jerarquía dentro
del gobierno. Sin embargo, en vista
de que el tiempo transcurría sin que
se le otorgase la tan esperada
promoción, Moquíhuix había
terminado por desesperarse y
comenzado a prestar atención a las
veladas proposiciones de apoyo
mutuo que venían haciéndole Teconal
y demás integrantes del poderoso
grupo de mercaderes establecidos en
Tlatelolco.
En cuanto Moquíhuix comunicó
a Teconal su disposición de aliarse a
los mercaderes -continuó narrando
Chalchiuhnenetzin-, éstos
procedieron, dentro del más estricto
secreto, a informarle de sus aviesas
intenciones: proyectaban eliminar
mediante un audaz golpe de fuerza a
los principales personajes del
Imperio y sustituirlos por sujetos que
permitiesen a los comerciantes
ejercer una influencia determinante
en el gobierno. El afán de incesante
superación espiritual y la pretensión
de intervenir en la marcha del
cosmos, que constituían los máximos
ideales del Imperio Azteca, serían
sustituidos por una finalidad mucho
más pragmática, como lo era la de
reorganizar a los territorios
conquistados con objeto de lograr
una mejor explotación de los
mismos. Para poder llevar adelante
la conjura con posibilidades de
éxito, los mercaderes requerían del
apoyo de un buen número de tropas.
Riquezas sin cuento aguardaban a
todos aquellos militares que
estuviesen dispuestos a secundarlos
en sus propósitos.
Debido a su larga experiencia
en el ejército, Moquíhuix había
podido darse cuenta de la existencia
dentro del mismo de militares que se
hallaban resentidos por no haber sido
promovidos desde hacía mucho
tiempo; pues dados los rigurosos
criterios de ascetismo espiritual que
imperaban en las fuerzas armadas,
hasta el más leve ascenso constituía
una conquista difícilmente
alcanzable. Así pues, Moquíhuix
tenía la seguridad de que lograría
atraer a su causa a un buen número
de oficiales al mando de tropas.
2
Tras de comprometerse a
proporcionar a los mercaderes la
ayuda militar necesaria para la
realización de sus planes, el
gobernante tlatelolca había
manifestado a su vez cuál era el
móvil que lo impulsaba. No anhelaba
la posesión de riquezas, sino
convertirse en la máxima autoridad
del pueblo azteca. En vista de que el
cargo de Emperador sólo podía ser
conferido por el Heredero de
Quetzalcóatl, Moquíhuix estaba
consciente de que le resultaría
imposible alcanzar semejante
dignidad, pues Tlacaélel no
accedería nunca a sus propósitos; sin
embargo, se contentaba con llegar a
ser reconocido como rey de los
tenochcas, para lo cual precisaba,
además de conquistar el poder,
contar con el apoyo de algún sector
dentro del sacerdocio.
Como una consecuencia del
arraigado concepto de dualidad -
aplicable según los postulados de la
filosofía náhuatl a todo lo existenteel
sacerdocio azteca se hallaba
dividido en dos grandes grupos,
cuyos componentes, de acuerdo con
la índole del culto que practicaban,
se autodenominaban respectivamente
como sacerdotes solares o lunares.
Desde la lejana época en que los
tenochcas adoptaran a
Huitzilopóchtli como a su máxima
deidad protectora, existía dentro de
la sociedad azteca una marcada
preponderancia del clero dedicado al
culto solar, situación que se había
hecho aún más patente a partir del
momento en que Tlacaélel
estableciera como objetivo
primordial de los tenochcas el de
coadyuvar al engrandecimiento del
sol.
El Templo Mayor de Tlatelolco
se hallaba consagrado al culto lunar
y constituía la sede central de este
culto en todo el Imperio. En su
calidad de gobernador del barrio de
Tlatelolco, Moquíhuix mantenía un
estrecho contacto con los dirigentes
de dicho templo, y en esta forma,
estaba al tanto del oculto despecho
que existía en muchos de ellos a
consecuencia de la marcada
inferioridad en que se encontraba
todo lo concerniente al culto lunar en
comparación con el solar. Tomando
en cuenta esta situación, Moquíhuix
había considerado que no le
resultaría imposible obtener el apoyo
de esta marginada porción del clero
para la realización de su ambicioso
proyecto de convertirse en rey de los
aztecas.
Tal y como supusiera
Moquíhuix -continuó relatando la
hermana del Emperador- destacados
sacerdotes del culto lunar y diversos
militares de rango secundario -pero
que ocupaban posiciones que podían
resultar de primordial importancia en
un determinado momento- habían
accedido a secundar a los
conjurados, integrándose así una
peligrosa y poderosa organización de
opositores a la Autoridad Imperial,
que aguardaban ansiosos el momento
más propicio para entrar en acción.
A pesar de los esfuerzos de
Moquíhuix tendientes a lograr que su
consorte no sospechase la clase de
asunto que se traía entre manos, ésta
había descubierto, casi desde un
principio, el hecho de que su esposo
se hallaba involucrado en una
conjura que tenía como propósito
derrocar al gobierno.
Enfrentada a la difícil
disyuntiva de permanecer leal al
hombre que amaba y traicionar con
ello no sólo a su familia, sino
también a los ideales que constituían
la base de sustentación de toda su
existencia, Chalchiuhnenetzin había
permanecido indecisa y vacilante
durante un largo tiempo, hasta que
finalmente, al borde de la
desesperación, había optado por
acudir ante Citlalmina, quien fuera
antaño su maestra y era ahora su
mejor amiga, en busca de guía y
consejo.
Una sola entrevista entre ambas
mujeres había bastado para que
Citlalmina hiciese ver a su antigua
discípula la decisión que debía tomar
en aquel conflicto: su adhesión a los
elevados ideales por los cuales
luchaba el pueblo del sol, debía
prevalecer sobre cualquier afecto de
carácter personal.
La actitud asumida por aquel
puñado de repugnantes traidores,
había afirmado Citlalmina con
encendido acento, ponía en grave
peligro la supervivencia del Imperio,
no debía, por tanto, tenerse ninguna
clase de consideraciones con ellos,
sino por el contrario, era preciso
aprovechar la ocasión para efectuar
el más drástico de los escarmientos.
Sin embargo, había añadido, no
consideraba que hubiese llegado aún
el momento de informar a las
autoridades de la conspiración
urdida en su contra. Convenía
primero recabar la máxima
información posible acerca de la
conjura, averiguando tanto sus
alcances como los nombres de todos
los que en ella participaban.
Para poder llevar a cabo sus
propósitos -siguió relatando
Chalchiuhnenetzin a Tlacaélel-
Citlalmina se había trazado un
peligroso plan de acción.
Convencida de que si bien
Moquíhuix constituía el brazo
ejecutor de la conspiración, los
promotores y directores intelectuales
de la misma eran los enriquecidos
comerciantes que Teconal
encabezaba, decidió no perder de
vista al jefe de los mercaderes, y con
este objeto, buscó la manera de
relacionarse con dicho personaje a
través de su amiga.
La afable actitud que adoptó
Citlalmina a partir de entonces en su
trato con Teconal había constituido
para éste la más grata e inesperada
de las sorpresas. Cegado por su
desmesurada vanidad, creyó ver en
ello una evidente prueba de
claudicación a los ideales de rectitud
y austeridad preconizados durante
tantos años por la mujer más
respetada del Imperio.
Plenamente consciente de la
enorme influencia popular con que
contaba Citlalmina y deseoso de
aprovecharla en beneficio propio,
Teconal comenzó colmando a la
heroína azteca de los más valiosos
presentes para terminar ofreciéndole
matrimonio, compromiso que ésta
había aceptado de inmediato. A
partir de ese momento, Citlalmina
pasó a formar parte del grupo de
personas que rodeaban a Teconal y
entre las cuales se gestaba la conjura
en contra de las Autoridades
Imperiales. Aun cuando el mercader
no se atrevió a comunicar sus
insidiosos planes a su prometida, no
había sido para ésta una labor en
extremo difícil obtener -a través del
trato diario con sus nuevas
amistades- valiosos fragmentos de
información sobre la proyectada
conspiración, que al ser reunidos, le
permitieron formarse una visión
completa de la misma.
Una vez que Citlalmina tuvo
conocimiento de la fecha y lugar en
que se intentaría llevar a cabo el
derrocamiento, consideró que había
llegado el momento de actuar, y con
ese objeto dio a su amiga
instrucciones precisas. En atención a
éstas, Chalchiuhnenetzin memorizó
primero toda la información obtenida
por Citlalmina en torno a la conjura y
después buscó una buena excusa para
salir de Tlatelolco sin despertar
sospechas.
En la residencia de Moquíhuix
se hallaban de visita varias primas
de Chalchiuhnenetzin que habitaban
en Coatlinchan. Al participarle éstas
el deseo de retornar a su hogar y
proponerle que las acompañase a
pasar una temporada en dicha
población, la hermana del
Emperador comprendió que aquella
era la oportunidad que venía
aguardando y aceptó al instante la
invitación. Sin sospechar en ningún
momento las intenciones que
animaban a su consorte, Moquíhuix
había dado su consentimiento al
proyectado viaje, pensando que
tendría mayor libertad de acción si
su esposa se encontraba fuera de la
capital durante los decisivos
acontecimientos que se avecinaban.
La estancia de
Ghalchiuhnenetzin en Coatlinchan no
se prolongó por mucho tiempo. A los
pocos días de su llegada simuló un
repentino recrudecimiento de la vieja
dolencia que padecía en las encías,
razón por la cual emprendió de
inmediato el camino de retorno a la
capital azteca, en busca de la
supuesta atención que su mal
requería.
Chalchiuhnenetzin no regresó a
su hogar en Tlatelolco. Aduciendo
ser víctima de agudos dolores, pidió
ser llevada directamente a la casa de
la anciana experta en plantas
medicinales que en anteriores
ocasiones había logrado curarla, y ya
a solas con ésta, le confió la delicada
misión en que se hallaba empeñada,
solicitando su ayuda para llevarla a
cabo.
La anciana había comprendido
muy bien la gravedad de la situación,
prestándose de buen grado a
proporcionar cuanta colaboración le
era posible. Haciendo uso de sus
profundos conocimientos en materia
de herbolaria, mezcló en la comida
destinada a los sirvientes que
acompañaban a Chalchiuhnenetzin
substancias que les producirían un
prolongado estado de letargo,
eliminando así cualquier posibilidad
de que alguno de ellos pudiese avisar
a Moquíhuix que su esposa se
hallaba de vuelta en la ciudad. A
continuación, la hermana del
Emperador cambió su atuendo por el
atavío que portaba una de sus
adormiladas sirvientas, y en
compañía de la anciana, aguardó
impaciente a que el avance de la
noche hiciese cesar poco a poco el
perpetuo bullicio que caracterizaba a
las calles de la Gran Tenochtítlan.
Ya casi en la madrugada, las dos
mujeres se habían encaminado
sigilosamente hacia la residencia del
Azteca entre los Aztecas.
Chalchiuhnenetzin concluyó su
relato proporcionando a Tlacaélel un
detallado informe acerca de las
personas involucradas en la conjura.
Finalmente. le participó que la
conspiración estallaría la noche del
día que estaba por iniciarse. Los
conjurados habían escogido aquella
fecha debido a que terminaba el
importante período de festejos
populares que tenían lugar al
finalizar el séptimo mes del año
(Tecuilhuitontli) y por tanto, el
pueblo y las autoridades se
encontrarían distraídos y fatigados
tras la celebración de dichos
festejos.
3
Tlacaélel agradeció a
Chalchiuhnenetzin su valiosa
información y le aseguró que sabría
utilizarla adecuadamente en defensa
del Imperio, después de ello le
preguntó si tenía alguna noticia
reciente acerca de Citlalmina, a lo
cual la interrogada contestó que no
sabía nada sobre su amiga desde que
partiera hacia Coatlinchan, sin
embargo, esperaba que ésta se
pondría oportunamente a salvo de
cualquier peligro, abandonando ese
mismo día el barrio de Tlatelolco y
retornando a su antigua casa en el
centro de la ciudad. Tlacaélel se
guardó de comunicar a la joven su
segura convicción respecto de la
muerte de Citlalmina. Finalmente, el
Cihuacóatl Azteca pidió a su
informante que permaneciese oculta
durante aquel día, pues seguía siendo
de trascendental importancia para
lograr frustrar los planes de los
conjurados que estos continuasen
creyendo que las autoridades no
estaban al tanto de sus propósitos.
Mientras contemplaba desde lo
alto del Templo Mayor el
surgimiento de las primeras luces del
alba, y con ellas el inicio de una
incesante actividad por todos los
rumbos de la imperial metrópoli,
Tlacaélel meditó serenamente sobre
la mejor forma de hacer frente al
problema que para la continuación de
la hasta entonces ascendente marcha
del pueblo azteca planteaba la
existencia del pequeño grupo de
seres ambiciosos y traidores que
integraban la conspiración. En virtud
de la oportuna información que le
proporcionara Chalchiuhnenetzin, no
dudaba que resultaría una tarea muy
sencilla frustrar la conjura, bastaría
para ello que el ejército procediese
esa misma mañana al arresto de
todos los confabulados. Tal vez éstos
intentarían oponer alguna resistencia,
pero en vista del escaso número de
tropas de que disponían, y no
contando ya con el factor sorpresa a
su favor, sería tan sólo cuestión de
tiempo -y de muy poco tiempolograr
su total sojuzgamiento. Sin
embargo, Tlacaélel concluyó que
semejante solución no era en
realidad la apropiada, sino que sería
mucho más conveniente tratar de
aprovechar aquella inesperada crisis
para poner a prueba la fortaleza y
firmeza de principios que en verdad
poseían aquellos que habrían de
dirigir, en el futuro, los destinos del
Imperio.
Formando parte de los festejos
y celebraciones que se estaban
realizando, tendría lugar en la
mañana de aquel día la ceremonia de
reconocimiento de] grado de
Caballero Tigre a todos los jóvenes
que habían logrado concluir el arduo
periodo de aprendizaje que se
requería para el otorgamiento de
dicho grado.
La ceremonia de admisión de
los nuevos miembros de la Orden
revestía en esta ocasión un especial
interés, pues singulares
circunstancias habían concentrado la
atención pública en aquella
generación de aspirantes.
Dos hermanos del Emperador
Axayácatl, Ahuízotl y Tízoc,
formaban parte del grupo de jóvenes
aztecas que esa mañana ingresarían a
la prestigiada Orden. Se trataba, en
ambos casos, de recias y destacadas
personalidades, poseedoras de
contrastantes características.
A pesar de su juventud, la figura
de Ahuízotl era ya ampliamente
conocida en todos los confines del
Imperio. Se decía de él que al ocurrir
su nacimiento no había prorrumpido
en llanto en momento alguno, y que
en igual forma, a lo largo de toda su
existencia había mantenido tal
dominio sobre sí mismo y tema tal
control de sus emociones, que nadie
jamás le había visto nunca derramar
una lágrima o esbozar una sonrisa.
Como quiera que fuese, una cosa
resultaba innegable: Ahuízotl era un
personaje completamente fuera de lo
común, no sólo por su inmutabilidad,
sino también por su profunda
inteligencia e indomable tenacidad,
así como por su valentía y capacidad
de mando.
Además de las ya mencionadas
características, Ahuízotl poseía un
peculiar atributo que terminaba por
hacer de él un sujeto en extremo
singular, y éste era el de sentirse
directamente responsable de todo
cuanto ocurría en su derredor, en tal
forma que consideraba como una
obligación personal el reparar los
errores cometidos por cualesquiera
de las personas con las que se
hallaba vinculado.
Poseyendo igualmente
cualidades que hacían de él un ser
excepcional, eran sin embargo muy
diferentes las características que
configuraban la personalidad de
Tízoc. Dotado de un agudo sentido
del humor y de un carácter
particularmente alegre y festivo,
acostumbraba bromear de continuo,
aun a costa de personas consideradas
como muy respetables. Una fértil
imaginación unida a una mente ágil y
poco convencional, le facultaban
para encontrar soluciones a
problemas que los demás calificaban
de insolubles. Durante su
adolescencia había soñado con llegar
a ser un prestigiado escultor, e
incluso, sin desatender sus estudios
en el Calmecac, había frecuentado el
taller de Técpatl con miras a ir
aprendiendo los fundamentos de
dicho arte; sin embargo, al percatarse
de que en realidad poseía tan sólo
facultades mediocres para el dominio
de las formas, había optado por
ingresar como aspirante a la Orden
de Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres, crisol donde se forjaban los
futuros gobernantes del Imperio.
Estimulados por el ejemplo de
incesante superación que Ahuízotl
encarnaba, los integrantes de su
generación habían sorteado todas las
pruebas del riguroso noviciado sin
que se produjera -caso único en toda
la historia de la Orden- la deserción
de ninguno de ellos, cuando
inesperadamente, en el último año de
aprendizaje, había tenido lugar un
acontecimiento que estuvo a punto de
torcer el destino de aquel grupo de
jóvenes.
Mientras participaban en una
clase que versaba sobre la forma de
elaborar medicamentos, un recipiente
conteniendo una substancia de color
amarillento se había volcado
accidentalmente sobre el maestro que
impartía la enseñanza, impregnando
parte de su cuerpo de dicho color. El
intrascendente suceso había sido
aprovechado por Tízoc para externar
con festivo acento una broma en la
cual se comparaba al profesor con
Tlazoltéotl.
4
La severa disciplina imperante
en la escuela de aspirantes resultaba
incompatible con esta clase de
humoradas, y como ya en ocasiones
anteriores Tízoc había sido
reprendido por la comisión de faltas
similares, las autoridades del plantel
lo consideraron acreedor a la
expulsión, sanción que le había sido
aplicada de inmediato.
En cuanto Ahuízotl tuvo
conocimiento del castigo impuesto a
Tízoc, manifestó que, siendo
responsable de la conducta de su
hermano, dicho castigo resultaba
asimismo aplicable a su persona,
razón por la cual él también se
consideraba expulsado.
Al parecer el curioso concepto
de responsabilidad colectiva
adoptado por Ahuízotl había pasado
a ser compartido por todos los
integrantes de su generación, pues
éstos externaron una opinión del todo
semejante a la anterior,
considerándose igualmente
merecedores a la expulsión.
Alarmado ante el giro que
estaban tomando los acontecimientos,
Tízoc había acudido en aquella
ocasión ante Tlacaélel, solicitando
su intervención para impedir que
resultasen afectados todos sus
compañeros por una falta de la que
en realidad sólo él era responsable.
En su calidad de máximo
dirigente de la Orden de Caballeros
Águilas y Caballeros Tigres,
Tlacaélel tenía una ingerencia directa
en todo lo concerniente a la escuela
de aspirantes a dicha Orden; con
base en ello, decidió actuar para
impedir la pérdida de aquella
valiosa generación de jóvenes, pero
al mismo tiempo, resolvió hacerlo en
tal forma que aquel asunto no
marcara un precedente de ruptura de
las reglas disciplinarias que regían a
los aspirantes. Tras de convocar a
éstos, les dio a conocer su
determinación: estimaba correcto el
criterio por ellos adoptado, de
acuerdo con el cual, la falta de uno
solo debía acarrear para todos
idéntico castigo, así pues, debían
considerarse como expulsados y
retornar cuanto antes a sus
respectivos hogares. Sin embargo, si
alguno de ellos deseaba reiniciar
desde el principio su aprendizaje, no
existiría, llegado el momento,
impedimento alguno para su
readmisión.
Tal y como supusiera Tlacaélel,
en cuanto dio comienzo el periodo de
admisión para la integración de un
nuevo grupo de aspirantes, los
componentes de la anterior
generación -sin una sola excepciónhabían
solicitado su reingreso.
Cumpliendo su ofrecimiento, el
Azteca entre los Aztecas avaló
personalmente la solicitud de los
jóvenes, los cuales iniciaron de
nueva cuenta, con redoblado
entusiasmo, su interrumpido
noviciado.
Además de los readmitidos,
integraban el grupo un buen número
de nuevos aspirantes, lo que hacía de
aquella generación la más numerosa
de que se tuviera memoria en la
historia de la Orden. Una vez más, la
poderosa voluntad de Ahuízotl
pareció infundir a todos sus
compañeros la inquebrantable
determinación de vencer cuanto
obstáculo se opusiese a la finalidad
de lograr que todos juntos
concluyesen venturosamente su
noviciado. Tízoc no había vuelto a
hacer de las suyas, contentándose con
dirigir sus consabidas ironías a sus
propios compañeros, mas no a sus
maestros.
Y en esta forma, concluido tanto
el periodo de aprendizaje como la
etapa de pruebas, llegaba al fin el
esperado día en que todos los
integrantes de aquella generación
habrían de recibir el grado de
Caballero Tigre. Este era, por tanto,
el grupo de jóvenes al cual Tlacaélel
proyectaba dar a conocer la traición
urdida en el seno mismo del Imperio.
Los bellos ejercicios de danza
ejecutados por incontables jóvenes
en la explanada central de la ciudad
habían concluido. En compañía de
las más altas autoridades del
Imperio, Axayácatl se retiró al
interior del Palacio a descansar
breves instantes antes de seguir con
el apretado programa de festejos que
habrían de desarrollarse en ese día.
Ya a solas con los principales
dignatarios, Tlacaélel hizo del
conocimiento de sus sorprendidos
oyentes toda la información que
poseía acerca de la proyectada
conjura. En igual forma, expuso ante
éstos el plan que había elaborado
para hacer frente al inesperado
problema. Aun cuando los dirigentes
tenochcas se manifestaron partidarios
de una acción directa e inmediata en
contra de los conspiradores, el
Portador del Emblema Sagrado
insistió en llevar adelante su
personal solución, terminando por
convencer a los demás de las
ventajas que ésta ofrecía para lograr
una reafirmación de las futuras bases
en que habría de sustentarse el
Imperio.
En unión de sus acompañantes,
Tlacaélel y Axayácatl salieron del
Palacio y se encaminaron al edificio
que albergaba a la Orden de
Caballeros Águilas y Caballeros
Tigres. Durante el corto trayecto que
separaba ambos edificios, una
inmensa multitud aclamó entusiasta a
sus dirigentes. Tlacaélel concluyó
para sus adentros que si entre la
gente había espías enviados por
Moquíhuix y Teconal para vigilar la
actitud asumida por las autoridades,
éstos darían por seguro que aún no
existía la menor sospecha acerca de
la conjura, pues jamás aceptarían que
a sabiendas de lo que se tramaba en
su contra las autoridades
prosiguiesen sin alteración alguna
con el programa de festejos.
El arribo de los dignatarios
imperiales a la casa sede de la Orden
se realizó en medio de respetuosas
muestras de afecto. Una tensa
expectación predominaba en el
ambiente. Tanto las severas
facciones de los maestros como los
juveniles rostros de los aspirantes,
excepción hecha del de Ahuízotl,
revelaban la profunda emoción que
les embargaba. Hacía ya largo
tiempo que unos y otros aguardaban
ansiosos la llegada de aquel
esperado momento.
Cumpliendo con el milenario
ritual establecido desde el inicio
mismo de la Orden, Tlacaélel fue
otorgando a cada uno de los
aspirantes el grado de Caballero
Tigre. Al concluir la ceremonia,
todos los participantes se
congregaron en el amplio patio
interior del edificio para escuchar
las palabras que, según era
costumbre, dirigía en esas ocasiones
a los nuevos miembros de la Orden
el Heredero de Quetzalcóatl, y a las
cuales daba respuesta, de acuerdo
también con antigua tradición, aquel
de entre los recién nombrados
Caballeros Tigres que era designado
para este efecto por sus propios
compañeros.
Lo habitual en estos casos era
que las palabras del Cihuacóatl
Imperial hiciesen referencia a las
arduas responsabilidades contraídas
por aquéllos que acababan de
ingresar en la Orden, para luego
concluir su discurso expresando el
deseo de ver algún día a todos ellos
convertidos en Caballeros Águilas,
pero en esta ocasión, el contenido
del mensaje iba a ser muy otro.
Sin mediar preámbulo alguno,
con palabras impregnadas de
vibrante energía, Tlacaélel fue
exponiendo ante su asombrado
auditorio toda la información que
poseía sobre la conjura urdida en
contra del Imperio. En el vivo y
animado relato del Portador del
Emblema Sagrado, fueron desfilando
una a una las principales figuras que
habían venido escenificando el
desconocido drama: Teconal y su
grupo de ambiciosos mercaderes,
Moquíhuix y los frustrados guerreros
y sacerdotes que le secundaban,
Citlalmina y Chalchiuhnenetzin, a
cuya sagacidad y firmeza de carácter
se debía el que los traicioneros
propósitos de los conspiradores
hubiesen quedado al descubierto.
Después de haber descrito los
hechos y personajes que constituían e
integraban la conspiración, Tlacaélel
hizo una breve pausa en su
exposición, para luego dar a conocer
cuál era la inesperada actitud que
ante aquel acontecimiento asumirían
las autoridades, pues no serían ellas
quienes determinasen la conducta que
se habría de seguir frente al peligro
que las amenazaba; tanto el
Emperador como el Consejo
Imperial delegaban a la juventud
azteca, representada por aquel grupo
de nuevos Caballeros Tigres, la tarea
de resolver el conflicto a su entero
criterio, adoptando para ello las
medidas que estimasen convenientes.
Una expresión que revelaba
sorpresa y desconcierto fue
asomándose en los semblantes de los
nuevos Caballeros Tigres al tiempo
que escuchaban la inusitada
proposición de Tlacaélel. Resultaba
evidente que sí bien daban por cierto
que en el futuro llegarían a ocupar
puestos que implicaban grandes
responsabilidades, en donde por
fuerza tendrían que tomar importantes
determinaciones, jamás habían
imaginado que esto ocurriría el
mismo día de su ingreso a la Orden.
Alineado en medio de una de las
largas hileras de jóvenes, Ahuízotl
permanecía rígido e inmutable, sin
que sus facciones denotasen la mas
leve emoción ante lo que escuchaba,
como si considerase perfectamente
lógico y normal el que fuesen ellos y
no las autoridades los encargados de
resolver el más grave antagonismo
interno surgido hasta entonces en la
sociedad azteca.
Con palabras que sintetizaban
en unas cuantas frases la disyuntiva
existente en aquellos momentos para
la vida del Imperio, Tlacaélel dio
por terminado su discurso:
Deseando recuperar para los
seres humanos su olvidada misión
de participar en la labor de
coadyuvar al orden cósmico, los
aztecas hemos edificado, hemos
construido un Imperio destinado a
la sagrada tarea de acrecentar el
poderío del Sol. Este ha sido el
propósito que ha venido guiando
todos los pasos del pueblo de
Huitzilopochtli, pero hoy en día no
es ya el único que se plantea a
nuestras conciencias, precisamos,
por tanto, detener un momento
nuestro avance para preguntarnos,
para interrogarnos: ¿Debe el
Imperio continuar laborando para
un mayor engrandecimiento del Sol,
o convertirse tan sólo en un
instrumento destinado a
incrementar las ganancias de un
puñado de avariciosos y taimados
mercaderes? ¡Jóvenes aztecas,
futuros Caballeros Águilas! ¿Cuál
es vuestra respuesta?
Atendiendo a la costumbre
establecida en anteriores ceremonias
de esta índole, correspondía ahora
que un representante de los recién
nombrados Caballeros Tigres se
encaminase hasta el estrado, para
desde ahí dar respuesta a las
palabras del Cihuacóatl Azteca. En
esta ocasión, el encargado de hablar
en nombre de sus compañeros lo era
Ahuízotl, quien al parecer consideró
que la pregunta formulada por
Tlacaélel al final de su disertación
precisaba ser contestada con tanta
urgencia, que no podía perder ni
siquiera el tiempo que le llevaría
llegar hasta el estrado. Aún
resonaban en el espacio las últimas
palabras proferidas por Tlacaélel,
cuando Ahuízotl, avanzando un paso
al frente y levantando muy en alto un
puño, pronunció tres veces, con recio
acento, una misma palabra:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
Una especie de invisible
relámpago pareció haber descargado
súbitamente su enorme energía en el
grupo de jóvenes alineados en el
amplio patio central del edificio de
la Orden; las expresiones de
asombro y perplejidad
desaparecieron al instante de todos
los semblantes para ser substituidas
por las más evidentes señales de
firmeza y determinación. Como un
solo hombre, los integrantes de la
nueva generación de Caballeros
Tigres alzaron al cielo el rostro y los
puños, a la vez que repetían con el
atronador estrépito de una tempestad:
¡Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
La casa que albergaba a la
Orden de Caballeros Águilas y
Caballeros Tigres no era ya una
simple e inanimada construcción. Las
palabras de Tlacaélel transfiriendo a
los nuevos miembros de la Orden la
autoridad suficiente para hacer frente
al conflicto existente, así como la
gallarda actitud asumida por los
jóvenes y muy particularmente la
incesante repetición que éstos hacían
del misterioso y sagrado vocablo,
parecían haber dotado al bello
edificio de una poderosa vitalidad,
transformándolo en el corazón mismo
de todo el vasto organismo del
Imperio.
Manifestando en sus miradas
una profunda satisfacción y una
serena confianza, los dignatarios
tenochcas que habían presidido la
ceremonia comenzaron a descender
del estrado para dirigirse en seguida
hacía la puerta de salida. El Director
de la Escuela de Aspirantes no
acompañó en esta ocasión a los
mandatarios hasta el exterior del
edificio. Desde el instante mismo en
que Tlacaélel revelara la decisiva
intervención que había tenido
Citlalmina en el desenmascaramiento
de la conjura, una especie de
paralizante estupor se había
apoderado de Tlecatzin,
impidiéndole hablar y concertar
cualquier clase de movimiento. Los
severos juicios - jamás expresados
en palabras pero consentidos por el
pensamiento- con que calificara la
conducta asumida en los últimos
tiempos por su madre adoptiva, se
convertían ahora, al conocer las
verdaderas causas de dicha conducta,
en un peso insoportable sobre la
conciencia del guerrero. Finalmente,
el remordimiento que devoraba
interiormente a Tlecatzin logró
materializarse y gruesas lágrimas
comenzaron a deslizarse
involuntariamente por la noble faz
del forjador de Caballeros Tigres.
Mientras los altos funcionarios
imperiales se alejaban del edificio
de la Orden y Tlecatzin recuperaba
sus perdidas facultades de voz y
movimiento, en el aire continuaba
vibrando, con rítmico y estremecedor
acento, el antaño secreto nombre de
la región donde tantas veces habían
florecido prodigiosas culturas:
i Me-xíhc-co. Me-xíhc-co. Mexíhc-
co!
La respuesta de la nueva
generación de Caballeros Tigres a la
amenaza planteada por los
ambiciosos mercaderes no se
concretó tan sólo a repetir con
ferviente entusiasmo el milenario
vocablo. Al poco rato de que
Axayácatl y sus acompañantes
retornaron a palacio, fueron
informados de que una comisión
integrada por varios de los recién
designados Caballeros Tigres
solicitaba una entrevista.
La comisión era presidida por
Ahuízotl, el cual expuso ante el
monarca un plan de acción para la
total destrucción de los conjurados.
En cumplimiento de la promesa
formulada por Tlacaélel a los
jóvenes, Axayácatl no modificó en
nada lo acordado por los noveles
Caballeros Tigres, sino que se
concretó a girar las instrucciones
necesarias para que se diese un
exacto cumplimiento al proyecto por
ellos elaborado.
Un aguacero pertinaz se abatió
sobre la capital azteca durante buena
parte de, aquella tarde y aún no daba
trazas de concluir al principiar la
noche. La mayoría de los habitantes
de la Gran Tenochtítlan, cansados
por la celebración de los animados y
recién finalizados festejos, había
procurado recluirse desde temprana
hora en sus casas, por lo que muy
pronto la ciudad adquirió un
desusado ambiente de apacible
quietud. Nada permitía presagiar los
agitados sucesos que habrían de
desarrollarse durante aquella noche.
Un rumor apagado e insistente,
semejante al que producen las olas
pequeñas al chocar contra la playa,
avanzaba por las húmedas calles de
la ciudad en dirección a la gran plaza
central. Sin proferir palabra alguna y
procurando hacer el menor ruido
posible, las tropas al mando de
Moquíhuix se aproximaban cada vez
más a su objetivo.
Repentinamente, proviniendo de
lo alto del Templo Mayor, se dejó
escuchar el penetrante y poderoso
sonido de un caracol marino. Al
instante, como si se tratase de
multiplicados ecos de aquellas
mismas notas, incontables caracoles
resonaron desde diferentes lugares
cercanos a la plaza. Sin que nadie lo
hubiese ordenado, las tropas que
comandaba Moquíhuix detuvieron su
avance; sin embargo, el rumor que
poblaba las calles no desapareció en
ningún momento, sino al contrario,
pareció alcanzar de improviso una
redoblada intensidad, y es que no
eran ahora estas tropas las que lo
producían: eran los incontables
batallones que por doquier surgían
cerrando toda posibilidad de escape
a sus contrarios.
Ante lo que ocurría, Moquíhuix
comprendió de inmediato que la
conspiración había sido descubierta
por las autoridades y que éstas les
habían tendido una trampa de la que
difícilmente escaparían, sin embargo,
conociendo lo que les esperaba si
eran hechos prisioneros, dio la orden
de ataque a sus tropas, indicándoles
que intentasen romper el cerco
avanzando hacia el canal más
próximo al lugar donde se
encontraban.
Se inició un combate frenético y
despiadado. Impulsados por la
convicción de que no tenían ya nada
que perder, los contingentes
comandados por Moquíhuix luchaban
con feroz desesperación.
Conocedoras de su superioridad
numérica y del lógico final que
habría de tener aquel encuentro, las
tropas leales al gobierno combatían
con serena y firme determinación. La
cerrada obscuridad de la noche y el
estrecho espacio donde se libraba el
combate impedían cualquier acción
de rescate de los heridos, el que caía
perecía aplastado por la compacta
masa de guerreros trabados en
implacable lucha.
La innegable destreza en el
manejo de las armas que poseía
Moquíhuix causaba estragos en las
filas de sus enemigos, pero ello no
impedía que estos continuasen su
inexorable avance, limitando cada
vez más el cerco que contenía a las
tropas rebeldes. Ahuízotl y Tízoc
habían avistado ya al desleal
comandante e intentaban llegar hasta
él con la evidente intención de lograr
su captura. Ambos hermanos
luchaban coordinada y eficazmente,
apoyándose uno al otro en sus
avances y movimientos y aniquilando
a todo aquel que se interponía en su
camino.
Varias de las casas contiguas a
las calles donde se libraba el
combate estaban también convertidas
en campo de batalla. Guerreros de
ambos bandos habían penetrado en
ellas para proseguir la contienda ante
las asustadas miradas de sus
moradores. Comprendiendo que su
captura era ya inminente, Moquíhuix
se introdujo en la casa más próxima y
sin pérdida de tiempo ascendió hasta
la azotea de la construcción, seguido
por varios de sus partidarios y por
incontables rivales que a toda costa
trataban de darle alcance.
Saltando por entre las azoteas,
Moquíhuix y una veintena de
soldados consiguieron burlar a sus
perseguidores y escapar del teatro de
la lucha. Atravesando a nado los
múltiples canales que cruzaban la
ciudad y teniendo a su favor la
protección que les brindaba la noche,
los fugitivos lograron llegar hasta el
Templo de Tlatelolco, donde les
aguardaban el resto de los
conjurados.
Los comerciantes y sacerdotes
implicados en la conspiración,
habían permanecido en el interior del
templo esperando impacientes el
aviso de Moquíhuix de que había
logrado adueñarse de los más
importantes edificios de gobierno y
dado muerte a las principales
autoridades. Al conocer el fracaso
sufrido por los militares que les eran
adictos, la más profunda
consternación invadió a los
conjurados, pues éstos
comprendieron de inmediato que
estaban irremisiblemente perdidos y
que no tardarían en verse rodeados
por innumerables contingentes de
tropas leales.
Y en efecto, después de obtener
la más contundente victoria en el
nocturno combate, los noveles
Caballeros Tigres que dirigían la
operación habían procedido a
reagrupar sus tropas e iniciado un
rápido avance en dirección al barrio
de Tlatelolco.
Tras de cruzar buena parte de la
ciudad -cuyas calles todavía en
tinieblas comenzaban a verse
invadidas de personas deseosas de
averiguar lo que estaba ocurriendolas
largas columnas de guerreros
llegaron hasta la gran plaza central
de Tlatelolco. Uno de los
contingentes avanzó hasta el Templo
siendo recibido por una cerrada
lluvia de flechas, lanzadas desde lo
alto por los mercaderes y sacerdotes
rebeldes, que comandados por
Moquíhuix y Teconal, intentaban
presentar una última y desesperada
defensa.
Las tropas rodearon la elevada
pirámide e iniciaron su ascenso por
diferentes lugares. Poseídos de una
especie de frenético afán suicida,
sacerdotes y mercaderes se arrojaron
contra los guerreros intentando
arrastrarlos en su caída. Algunos lo
lograron y perecieron aferrados a sus
rivales. Otros fueron acribillados a
flechazos o cayeron con el cráneo
hundido a golpes de macuahuitl.
Moquíhuix y Teconal se lanzaron al
vacío desde lo alto del Templo y
encontraron la muerte al estrellarse
contra los costados del edificio.
Al mismo tiempo que daba
comienzo el asalto al Templo, un
pequeño destacamento al mando de
Tlecatlin se posesionaba del Palacio
de Gobierno en Tlatelolco, iniciaba
la búsqueda de Citlalmina por entre
las numerosas habitaciones de la
lujosa construcción.
Durante su alocución a los
recién designados Caballeros Tigres,
Tlacaélel se había limitado a poner
de relieve la participación de
Citlalmina en el descubrimiento de la
conspiración, pero no había hecho
mención alguna sobre la certeza que
tenía acerca del fallecimiento de la
heroína azteca. Así pues, estimando
que Citlalmina corría un grave
peligro al encontrarse aún en la
guarida de los conspiradores,
Tlccatzin había solicitado a los
jóvenes guerreros que dirigían la
operación le autorizasen a intentar
rescatarla de entre las manos de sus
posibles captores. Los Caballeros
Tigres habían acordado gustosos la
solicitud de su antiguo Director,
proporcionándole un contingente de
tropas para el desempeño de su
misión.
El Palacio de Gobierno de
Tlatelolco -residencia oficial de
Moquíhuix estaba del todo desierto y
abandonado. La servidumbre había
huido atemorizada ante la llegada de
las tropas y al parecer no quedaba
nadie en el inmenso edificio.
Repentinamente, al penetrar a una de
las habitaciones, Tlccatzin se
encontró ante un inesperado
espectáculo: recostada sobre una
estera y luciendo un sencillo atuendo
yacía la inerte figura de Citlalmina.
La tranquila serenidad que
parecía emanar de Citlalmina, así
como la natural viveza que animaba
sus facciones, hicieron creer al
guerrero, durante un primer momento,
que ésta se encontraba tan sólo
sumida en un profundo sueño. Al
comprender la realidad de la
situación, Tlecatzin se arrodilló ante
el cadáver para besar respetuoso las
manos de su madre adoptiva.
Nada en el exterior de
Citlalmina permitía adivinar la causa
de su muerte ni daba base para
suponer que ésta hubiese sido
violenta. No sólo no presentaba
ninguna clase de herida o contusión,
sino que incluso su físico parecía
haber sufrido una inexplicable y
favorable transmutación. Su rostro
lucía rejuvenecido, revelando
algunos rasgos de su otrora
asombrosa belleza, y una especie de
poderosa energía parecía fluir de
todo su ser, impregnando el ambiente
de paz y fortaleza. Tlccatzin envió
mensajeros a informar a Tlacaélel y
al Emperador del funesto suceso,
mientras él y algunos de sus
guerreros permanecían en silenciosa
guardia al lado de Citlalmina.
Los resplandores de las llamas
que incendiaban la cúspide de la
pirámide de Tlatelolco se unieron
muy pronto a las primeras luces del
amanecer. La rebelión de los
mercaderes había sido sofocada.
Capítulo XVIII
A UN PASO DEL SOL
La noticia de los sucesos
ocurridos durante la agitada noche en
que tuviera lugar la frustrada
rebelión de los mercaderes se
extendió con increíble rapidez por
todos los rumbos de la capital azteca.
Aún no amanecía del todo, cuando ya
enormes multitudes -impulsadas no
sólo por un febril afán de
información acerca de lo que estaba
sucediendo, sino deseosas de tomar
parte activa en los acontecimientosrecorrían
las calles de la imperial
metrópoli. Al enterarse de la
fracasada intentona de insurrección
realizada por Moquíhuix y los
mercaderes, un sentimiento de ira y
estupor se dejó sentir entre todos los
integrantes de la población tenochca;
sin embargo, muy pronto el asunto de
la sofocada revuelta pasó a segundo
término -e incluso quedó del todo
olvidado- al difundirse la noticia de
la muerte de Citlalmina.
Aun cuando el respeto rayano en
veneración que el pueblo azteca
profesara antaño a Citlalmina se
había transformado en los últimos
tiempos en una desdeñosa
indiferencia, aquella mañana, al
darse a conocer -por labios de los
nuevos Caballeros Tigres- los hasta
entonces ocultos motivos que habían
movido a Citlalmina a tramar su
proyectado matrimonio con Teconal,
y conjuntamente, propalarse la
noticia de su fallecimiento, una
especie de telúrico estremecimiento
sacudió la conciencia del pueblo
azteca. Arrepentimiento y dolor,
tristeza y vergüenza, admiración y
nostalgia, se entremezclaron al
unísono en el alma de los tenochcas.
La exacta valoración de lo que la
figura de Citlalmina representaba en
el nacimiento y desarrollo del
Imperio, se hacía ahora patente ante
los ojos de todos.
Como obedeciendo a un mismo
e irresistible impulso, los habitantes
de la Gran Tenochtítlan comenzaron
a dirigirse en largas filas de
silenciosos dolientes hacia la Plaza
de Tlatelolco, en uno de cuyos
costados se encontraba el edificio de
gobierno donde yacía el cadáver de
Citlalmina. Mujeres y niños de todas
las edades, de cuyos ojos brotaban
raudales de lágrimas, avanzaban con
pausado andar portando entre sus
brazos enormes ramos de flores de
las más variadas especies. Muy
pronto, la segunda gran plaza de la
capital azteca empezó a resultar del
todo insuficiente para dar cabida al
siempre creciente mar humano que
iba llenando hasta los últimos
resquicios de la enorme explanada.
Mientras la población se
agolpaba en torno al lugar donde se
encontraba el cadáver de Citlalmina,
Axayácatl ordenaba desde su palacio
se tributasen a la recién fallecida
heroína los mismos honores que se
rendían a los generales aztecas que
perecían en combate. En
cumplimiento a lo dispuesto por el
Emperador, un batallón de tropas
selectas se encaminó a toda prisa a
Tlatelolco con instrucciones de
ponerse bajo el mando de Tlecatzin y
trasladar de inmediato el cuerpo de
Citlalmina hasta el Templo Mayor de
la ciudad. La resolución de
Axayácatl obedecía a un sincero
deseo de rendir a la difunta el
máximo homenaje que a su juicio
resultaba posible; sin embargo, en
esta ocasión, las órdenes imperiales
no iban a ser acatadas.
A través de su activa existencia,
Citlalmina había demostrado en
incontables ocasiones que el pueblo
no necesita estar aguardando a que
sean siempre las autoridades las que
vengan a resolver todos sus
problemas, sino que puede muy bien
organizarse para llevar a cabo sus
propios propósitos. La muerte de la
heroína azteca daría lugar a una
nueva manifestación de esta forma de
proceder: mucho antes de que los
enviados de Axayácatl llegasen a
Tlatelolco portando las órdenes del
monarca sobre la forma de celebrar
las honras fúnebres, el pueblo había
comenzado ya, por su propia cuenta,
a organizar los funerales.
Construida por manos anónimas,
una sencilla plataforma de madera
adornada con flores fue introducida
hasta el lugar donde se encontraba el
cuerpo de Citlalmina. Junto con la
plataforma irrumpió en el edificio
una multitud respetuosa, pero
decidida a sacar cuanto antes el
cadáver de la heroína para dar
comienzo a un público homenaje.
Tlecatzin no tenía aún conocimiento
de las disposiciones acordadas por
el Emperador, y al constatar la firme
determinación popular de rendir un
último y espontáneo tributo a
Citlalmina, vio en ello el más
apropiado de todos los homenajes.
Así pues, ordenó a las tropas bajo su
mando que diesen por terminada la
guardia que habían venido
manteniendo junto al cadáver, y con
sus propios brazos, depositó el
cuerpo de su madre adoptiva en la
rústica plataforma tapizada de flores.
Estimando que en los funerales de
Citlalmina saldría sobrando
cualquier ostentación de pretendida
superioridad, Tlecatzin se despojó
de sus insignias de Caballero Águila
y marchó como un doliente más en
seguimiento de la plataforma en que
era conducido el cadáver. Los
jóvenes Caballeros Tigres, que al
frente de sus fatigados y victoriosos
guerreros permanecían aún en los
recién conquistados edificios que
bordeaban la plaza de Tlatelolco, al
observar la conducta asumida por su
respetado Director procedieron a
imitarla, y guardando sus flamantes
insignias, se entremezclaron con la
dolorida multitud que lentamente
comenzaba a desplazarse hacia el
centro de la ciudad.
La ancha y larga avenida que
conducía desde Tlatelolco hasta la
Plaza Mayor había sido convertida
por el pueblo en una gigantesca
alfombra de flores. En sus costados
se agolpaban miles y miles de
personas de entristecidos rostros que
aguardaban el paso del cortejo para
unírsele. Un brusco y sorprendente
cambio de estado de ánimo se
operaba en todas las gentes en cuanto
les era dado contemplar el cadáver
de Citlalmina: como si la vigorosa y
contagiosa energía que caracterizara
a la heroína durante toda su vida
continuase emanando de su cuerpo
ahora inerte, ante su presencia, la
multitud iba trocando la inicial
pesadumbre que la dominaba en una
actitud de serena firmeza. Una voz de
mujer comenzó a entonar uno de los
populares cánticos que los poetas
habían compuesto en honor de la
desaparecida, de inmediato
incontables voces se le unieron, y a
partir de aquel instante, la plataforma
y su mortuoria carga prosiguieron su
avance entre un incesante recitar de
versos y entonar de canciones.
Aquello no parecía ya unas exequias,
sino el desfile triunfal de un
guerrero.
Informado de lo que acontecía,
Axayácatl había cancelado sus
instrucciones iniciales -dejando por
tanto al pueblo plena iniciativa en la
organización del funeral- y en unión
de Tlacaélel observaba desde lo alto
del Templo Mayor el avance de la
aún lejana multitud que lentamente se
iba aproximando al corazón de la
ciudad. En lontananza, y hacia
cualquier punto a donde voltearan la
mirada, podían contemplar un
incesante afluir de lanchas pletóricas
de gente que a toda prisa se
desplazaban hacia la capital azteca.
Resultaba evidente que la
noticia de la muerte de Citlalmina,
como si hubiese sido propalada por
los vientos, había llegado ya hasta un
gran número de poblaciones situadas
en los contornos del lago y que sus
moradores acudían presurosos a
rendir un último homenaje a la
fallecida defensora de las causas
populares.
En los bien trazados contornos
de la Plaza Mayor, trabajando cual
inmenso hormiguero, incontables
personas laboraban febrilmente en la
confección de una gigantesca
alfombra de flores que abarcase toda
la explanada. Técpatl, en compañía
de otros destacados artistas, dirigía
personalmente a los operarios, que
con inigualable habilidad y rapidez
iban transformando el vasto espacio
disponible en una policromía de gran
belleza, en la que figuraban
representaciones de Deidades y
geométricos dibujos de complicado
diseño. Al pie de la enorme pirámide
que albergaba al Templo Mayor, se
hallaba colocado un alto montículo
de madera, destinado a convertirse
en la hoguera cuyas llamas
consumirían el cuerpo de la heroína
azteca. Al percatarse de la proximidad
del cortejo, Tlacaélel y Axayácatl
descendieron del Templo y en unión
de los más importantes dignatarios
imperiales se dispusieron a salir a la
Plaza para participar en los
funerales. Sabedores de la actitud
adoptada por Tlecatzin y los noveles
Caballeros Tigres, se despojaron
también de todas las insignias
inherentes a sus altos cargos, y
sencillamente ataviados, se
encaminaron hacia el lugar donde
habría de encenderse la hoguera.
La aparición de las autoridades
en la Plaza Central coincidió con la
llegada de la inmensa multitud que
acompañaba al cadáver. Un profundo
asombro suscitóse entre el pueblo al
contemplar a los principales
personajes del Imperio despojados
de todo distintivo que aludiese a su
grandeza y poderío. Particularmente
la figura de Tlacaélel era objeto de
la asombrada mirada de todos los
presentes, pues no se conocía ningún
precedente de algún Portador del
Emblema Sagrado que hubiese
participado en un acto público sin
ostentar sobre su pecho la venerada
insignia.
Los cánticos cesaron y un
extraño e impresionante silencio
prevaleció en el ambiente.
Lentamente, como si sus portadores
se resistiesen a hacer entrega de su
preciada carga, la plataforma
conteniendo el cuerpo de Citlalmina
llegó hasta donde se encontraba la
madera convenientemente dispuesta
para facilitar su incineración. En los
momentos en que el cadáver iba a ser
trasladado de la plataforma al
montículo, el viento agitó las blancas
vestiduras que cubrían el cuerpo,
produciendo con ello una fugaz
ilusión de vida y movimiento. Un
rumor revelador de nerviosa
inquietud se dejó escuchar entre la
apretada multitud. La contemplación
de la natural serenidad que
prevalecía en las facciones de
Citlalmina había suscitado ya
numerosas dudas entre el pueblo -
principalmente entre las mujeresacerca
de si en verdad la heroína se
encontraba muerta o tan sólo sumida
en un profundo sueño. La impresión
de movimiento producida por el
viento transformó en un instante
aquellas dudas en la segura
convicción de que Citlalmina no
había fallecido, sino que se hallaba
en una especie de trance semejante al
sueño.
Inesperadamente, sin que nadie
supiese de donde había brotado, una
voz pronunció una palabra con la
firme seguridad de aquel que enuncia
la adecuada solución a un complejo
problema:
¡ Iztaccíhuatl!
Millares y millares de rostros
elevaron al unísono la mirada en
dirección a los eternos centinelas del
Anáhuac: la majestuosa pareja de
volcanes de nevadas cumbres y
singular figura, fuente inmemorial de
inspiración de las más bellas
leyendas. Al contemplar a la colosal
montaña con forma de mujer que
parecía dormir aguardando una nueva
Edad para recobrar la conciencia, la
multitud captó en un instante, en una
especie de súbita percepción
colectiva, la simbólica similitud que
identificaba a aquellos dos seres -la
mujer de carne y la mujer de nievehabitantes
de una desconocida
realidad que trascendía,1a aparente
dualidad que entrañan la vida y la
muerte.
Sin que fuese necesario que
nadie la expresase en palabras, una
firme determinación pareció surgir
en el ánimo popular al percatarse de
la semejanza existente entre las dos
yacientes figuras: la de elevar el
cuerpo de Citlalmina hasta las nieves
del Iztaccíhuatl, para que ambos
seres aguardasen unidos su futuro
despertar.
Una vez más, el pueblo se puso
en movimiento transportando la
floreada plataforma que contenía el
cuerpo de Citlalmina hasta el
embarcadero más cercano. Al llegar
a éste, fue colocada con sumo
cuidado en una canoa que al instante
comenzó a surcar las aguas, seguida
muy de cerca por enjambres de
lanchas en las que se agolpaba una
población deseosa de acompañar a
Citlalmina hasta su nuevo hogar.
Al borde del lago, acampados
en una amplia llanura y protegidos
del frío de la noche por incontables
fogatas cuyos resplandores se
percibían desde lejanas distancias, el
pueblo azteca esperó el amanecer del
nuevo día para proseguir su marcha
hacia las nevadas faldas del
Iztaccíhuatl.
Al despuntar el alba, los
tenochcas dieron comienzo a un
ininterrumpido ascenso a través de
extensos y solitarios bosques. Las
últimas luces rojizas del atardecer
coloreaban el cielo, cuando los
fatigados caminantes se detuvieron
ante la pequeña abertura de una
profunda oquedad en un conjunto
rocoso. Se encontraban ya en un
lugar donde dan comienzo las nieves
perpetuas del femenino y adormecido
volcán.
Un grupo de leñadores,
habitantes de aquellas soledades,
introdujo el cuerpo de Citlalmina
hasta el final de la grieta,
depositándolo sobre una sencilla
estera de algodón. Un tosco enrejado
de madera y una barrera de piedras
cubrieron y ocultaron la salida del
recinto.
Profundamente emocionado,
pero sin dar muestras de tristeza, el
pueblo se mantuvo inmóvil y
expectante mientras los leñadores
terminaban por cubrir del todo la
angosta abertura. Confundido entre la
gente, Tlacaélel permanecía
impasible e inescrutable. Nadie
colocó una sola ofrenda ni se
pronunció tampoco oración alguna,
pues no se trataba de un funeral, sino
únicamente de coadyuvar al largo
reposo que iniciaba Citlalmina en su
helada y solitaria morada.
En medio del más completo
silencio, como si temiesen perturbar
el sueño de los seres excepcionales
que dejaban a sus espaldas, los
tenochcas se alejaron presurosos del
aquel lugar. Mujer y montaña
esperarían juntas el retorno del
tiempo en el que nuevamente habrían
de entrar en acción.
A partir de la fecha en que el
cuerpo de Citlalmina fuera confiado
a la custodia del Iztaccíhuatl, una
especie de parálisis espiritual
pareció apoderarse de Técpatl,
impidiéndole no sólo proseguir su
labor artística, sino incluso efectuar
la mayor parte de las acciones
necesarias para sobrevivir.
Silencioso y ensimismado en sus
propios pensamientos, pasaba los
días con la mirada perdida,
contemplando en el lejano horizonte
a la gigantesca mujer de nieve y
rocas en cuyo seno reposaba la
heroína azteca.
Dejando sin respuesta los
angustiados requerimientos de sus
discípulos y amigos, que sin cesar le
imploraban cambiase de proceder, el
indiscutido dirigente de la vida
artística del mundo náhuatl
languidecía a ojos vistas, su cuerpo,
de por sí delgado en extremo, no era
ya -al igual que durante su
adolescencia y primera juventudsino
un poco de piel que
inexplicablemente porfiaba en
continuar adherida a los huesos.
Alarmados ante una situación
que no podía prolongarse sin que
sobreviniese un trágico desenlace,
una comisión de artistas y artesanos
acudió ante Tlacaélel para exponerle
la penosa situación por la que
atravesaba el escultor y pedirle que
intentase alguna acción tendiente a
lograr que éste recuperase su sano
juicio. El Cihuacóatl Azteca escuchó
con sincera preocupación el relato de
lo que acontecía a Técpatl y creyó
entrever la posible causa que
motivaba su, al parecer, inexplicable
comportamiento. Desde los ya
lejanos días en que la intervención
de Citlalmina había salvado la vida
del escultor -e influido en forma
decisiva para transformar la
generalizada desconfianza por su
obra en un vigoroso movimiento de
apoyo popular a sus ideales de
renovación artística- Técpatl,
además de conservar una profunda
gratitud a su providencial
bienhechora, había encontrado en
ésta la fuerza inspiradora que le
permitía convertir en prodigiosas
realizaciones escultóricas sus
elevadas intuiciones. Al fallecer
Citlalmina resultaba evidente, a
juzgar por su actitud, que Técpatl
consideraba concluida su labor sobre
la tierra y ya tan sólo aguardaba el
momento de su muerte.
Tlacaélel prometió a quienes
solicitaban su intervención visitar
esa misma tarde a Técpatl, sin
embargo, les previno que no
confiasen demasiado en que
necesariamente se derivase de ello
un cambio en la actitud del artista,
pues si éste había tomado una
determinación irrevocable, no
existiría razonamiento alguno capaz
de hacerle cambiar de conducta.
La presencia de Tlacaélel en el
antiguo taller de Yoyontzin pareció
reanimar al desfallecido Técpatl,
quien abandonando por unos
instantes la perpetua contemplación
del Iztaccíhuatl a que se hallaba
consagrado, se incorporó solícito a
dar la bienvenida a su inesperado
visitante.
Como resultado de los poco
gratos acontecimientos que se habían
venido sucediendo a partir del
anuncio del supuesto matrimonio
entre Citlalmina y Teconal, hacía ya
algún tiempo que el Azteca entre los
Aztecas no realizaba sus habituales
visitas al taller del escultor, así pues,
le costó trabajo reconocer a Técpatl
en el cadáver viviente que tenía ante
sus ojos.
Tlacaélel no reprochó al artista
su conducta, se limitó a externar ante
éste la segura convicción de que tal y
como el pueblo certeramente
intuyera, Citlalmina no había
fallecido a resultas de una agresión o
víctima de una repentina enfermedad,
sino que considerando que por el
momento no era ya imprescindible
para su pueblo había optado,
consciente y voluntariamente, por
llevar su espíritu a una desconocida
región -más misteriosa incluso que
aquélla donde moraban los muertosdesde
la cual aguardaría a que
nuevamente se diesen en Me-xíhc-co
circunstancias que requiriesen su
presencia.
Antes de abandonar el taller,
Tlacaélel efectuó la compra de
algunos sencillos utensilios de
cerámica de uso cotidiano, mismos
que pagó de inmediato con una
moneda de cacao. Para todos los
presentes resultó evidente el
significado de aquella compra:
constituía a un mismo tiempo un
reconocimiento a la actitud adoptada
por los alfareros que laboraban en
aquel lugar -los cuales habían
continuado trabajando a pesar de lo
que ahí acontecía- y una velada
reconvención a los escultores del
taller, pues éstos habían paralizado
del todo sus actividades en cuanto lo
hiciera su director y maestro.
Transcurrió cerca de una
semana sin que Tlacaélel supiese si
se había operado algún cambio en la
conducta del escultor, hasta que una
mañana, al informarse de los
nombres de las personas que
solicitaban audiencia, se enteró de
que Técpatl se encontraba entre
éstas. Al recibirlo, observó una
notoria mejoría en su aspecto, pues a
pesar de su aún exagerada delgadez,
nuevamente dimanaba de él la
poderosa e indefinible energía que
siempre le caracterizara.
Técpatl expuso ante el
Cihuacóatl Imperial haber localizado
por la región de Tizápan una enorme
piedra que deseaba esculpir, razón
por la cual, requería ayuda para
lograr trasladarla hasta su taller.
Tomando en consideración que el
artista disponía de medios suficientes
para realizar por su cuenta la
operación de transporte, Tlacaélel
vio en aquella petición no sólo el
medio a través del cual Técpatl le
manifestaba haber superado la crisis
que le dominaba, sino también un
gesto romántico y evocador del
pasado, pues había sido con una
solicitud exactamente igual a ésa,
como el escultor iniciara sus labores
artísticas en la capital azteca.
Tlacaélel acordó
favorablemente la petición, y a la
mañana siguiente, un numeroso grupo
de cargadores, bajo la personal
dirección del artista, dio comienzo a
la difícil maniobra.
La frustrada revuelta de los
mercaderes había hecho comprender
a Tlacaélel que la política seguida
hasta entonces en lo referente a la
regulación de las actividades
mercantiles se traduciría en constante
fuente de conflictos en caso de no ser
modificada, pues si bien era cierto
que al mantener a los comerciantes
en una posición de marcada
inferioridad política y social, se
evitaba toda posibilidad de que éstos
pudiesen transformar los objetivos
de carácter espiritual que normaban
la conducta de la sociedad,
substituyéndolos por el simple afán
de enriquecimiento personal que los
caracterizaba, también lo era que los
mercaderes jamás terminarían
resignándose con la marginación de
que eran objeto, y que valiéndose de
las cuantiosas riquezas que poseían -
derivadas del incesante incremento
de las actividades mercantiles
propiciado por la expansión del
Imperio- intentarían una y otra vez
cambiar este orden de cosas que les
resultaba tan adverso.
Después de reflexionar
largamente sobre el problema,
Tlacaélel llegó a la conclusión de
que existían básicamente dos
posibles soluciones.
La primera consistía en que las
autoridades se hiciesen cargo
íntegramente del desempeño de las
actividades comerciales, realizando
éstas por su propia cuenta y
eliminando con ello a los mercaderes
independientes. Si bien una medida
de esta índole resultaba al parecer la
más apropiada, Tlacaélel estimó que
de aplicarla se corría el riesgo de
obligar al gobierno a tener que
prestar una excesiva atención a los
asuntos de carácter mercantil, lo que
a la larga acarrearía justamente el
mal que se trataba de evitar, o sea el
que consideraciones de carácter
puramente comercial llegasen a ser
las que determinasen la forma de
actuar de las autoridades. Así pues,
decidió intentar una segunda solución
que si bien era evidentemente mucho
más difícil, podía dar quizás mejores
resultados: motivar a los mercaderes
a que procediesen inspirados por los
mismos ideales que normaban la
conducta del resto de la población
azteca.
Para lograr lo anterior, se
reorganizaron las antiguas
corporaciones de comerciantes,
adquiriendo a partir de entonces un
marcado carácter teocrático-militar.
El ejercicio del comercio dejó de ser
tan sólo un medio para la adquisición
de riquezas y comenzó lentamente a
convertirse en un valioso auxiliar del
Gobierno Imperial.
1
La definitiva conquista de los
territorios habitados por los
totonacas, realizada a través de
exitosas campañas militares y de
astutas negociaciones, además de
proporcionar a los tenochcas una
fuente segura de aprovisionamiento
de las variadas mercaderías que se
producían en la región de la costa,
incrementó su afán por ver concluida,
lo antes posible, la total
incorporación del mundo entero a las
fronteras del Imperio.
Con objeto de poseer una clara
visión de lo que en realidad
constituía el vasto Imperio Azteca,
así como de programar las
conquistas que aún faltaban por
realizar, Axayácatl encomendó a un
grupo integrado por varios de los
más destacados dignatarios, la
elaboración de un minucioso informe
que abarcase lo concerniente a las
distintas regiones que componían el
Imperio y a los territorios que aún
faltaban por conquistar.
Tras de varios meses de
incesante labor, los funcionarios que
tenían a su cargo el cumplimiento de
la misión encomendada por el
Emperador dieron por concluida su
tarea y procedieron a transcribir, en
un elegante y ornamentado Códice de
varios centenares de hojas plegadas,
los resultados de su trabajo.
El bien elaborado informe
condensaba la existencia de todo un
mundo fascinante y multifacético. El
extendido Imperio había logrado
conjuntar una extensa variedad de
pueblos, creencias, lenguas y
organizaciones políticas. Las cifras
relativas tanto al número de
habitantes que moraban en las
diferentes regiones del Imperio,
como a la increíble variedad de
artículos que en ellas se producían,
resultaban simplemente
impresionantes.
En lo tocante a las futuras
conquistas por realizar, los
redactores del informe estimaban que
éstas serían ya escasas, pues la
anhelada fecha en que los límites del
Imperio coincidirían con los del
mundo habitado se encontraba ya
próxima.
Tanto por el este como por el
oeste, la expansión tenochca había
llegado hasta el Teoatl,
2 considerado desde siempre
como una infranqueable barrera. La
expedición que Tlacaélel encabezara
para encontrar Aztlán, había puesto
de manifiesto la verdadera realidad
prevaleciente en los territorios del
norte: inmensas soledades
escasamente pobladas por tribus
nómadas y bárbaras. No convenía,
por tanto, pensar en un avance
ininterrumpido de las fronteras
imperiales en aquellas regiones, más
valía aguardar la época aún lejana en
que habría de ocurrir un nuevo y
deslumbrante renacimiento de Aztlán,
para poder así establecer con ésta
fraternales relaciones. No quedaban
pues sino dos territorios
verdaderamente importantes por
incorporar al Imperio. Uno de ellos
era el Reino de Michhuacan,
habitado por los valientes tarascos.
El otro era la amplia e imprecisa
área donde se asentaban los señoríos
mayas, cuyos límites más apartados
llegaban hasta la región de las selvas
impenetrables, que al parecer
constituían también una barrera
insalvable.
Después de estudiar
detenidamente el informe, el Consejo
Imperial adoptó una determinación:
proceder primero a la conquista del
Reino de Michhuacan, y una vez
concluida ésta, iniciar la
incorporación al Imperio de los
numerosos señoríos mayas. Las
razones para esta decisión provenían
de la consideración de que si bien el
Reino Tarasco era mucho más
poderoso que cualquiera de los
señoríos mayas, su conquista podría
realizarse a través de una sola
victoriosa campaña militar, mientras
que en cambio, la extensión de los
territorios donde moraban las
poblaciones de origen maya, así
como la gran variedad de gobiernos
que los regían, obligarían
forzosamente a la adopción de una
táctica de avances progresivos de los
ejércitos tenochcas.
Por otra parte, Tlacaélel
pensaba que quizás la incorporación
de la región maya al Imperio podría
lograrse sin tener que recurrir a
largas y costosas guerras, sino
haciendo valer su condición de
lógico pretendiente a la total
posesión del Emblema Sagrado de
Quetzalcóatl.
3
Así pues, al mismo tiempo que
daban comienzo los preparativos
para la campaña militar en contra de
los tarascos, se envió a la lejana
región donde habitaban los mayas
una delegación diplomática especial,
con la misión de localizar al
poseedor de la segunda mitad del
Caracol Sagrado y solicitarle que
hiciese formal entrega del mismo a
Tlacaélel, poseedor de la otra mitad,
en virtud de que la condición fijada
por el propio Quetzalcóatl para que
la unión de ambas partes se llevase a
cabo -la creación de un nuevo
Imperio que gobernase a toda la
humanidad y que tuviese como
finalidad elevar su nivel espiritualestaba
ya próxima a cumplirse.
Un año había transcurrido desde
la fecha en que el equipo de
porteadores enviado por Tlacaélel
trasladase, a costa de grandes
esfuerzos, la pesada piedra
seleccionada por Técpatl para llevar
a cabo una escultura, cuando el
artista se presentó ante el Azteca
entre los Aztecas para invitarlo a
conocer la obra realizada.
Al día siguiente, muy de
mañana, el taller de escultura y
cerámica de mayor fama en todo el
Anáhuac recibía, una vez más, la
visita del Cihuacóatl Imperial. Sin
pérdida de tiempo, Técpatl condujo a
Tlacaélel ante su recién terminada
escultura. A pesar de que Tlacaélel
estaba ya habituado a las prodigiosas
realizaciones que Técpatl
acostumbraba efectuar, en esta
ocasión no pudo menos que poner de
manifiesto, mediante una franca
expresión de complacido asombro, la
profunda emoción que le embargaba
ante lo que sus ojos contemplaban.
Las verdades esenciales de todo
cuanto concernía al Tiempo -
incluyendo la indisoluble vinculación
de éste con el Espacio Celesteaparecían
claramente representadas
en el gigantesco monolito frente al
cual se hallaba Tlacaélel. La cíclica
repetición del acaecer cósmico, la
lucha incesante de fuerzas contrarias
que dan origen a la dualidad
creadora, la gráfica narración de las
cuatro Edades anteriores, la
presencia rectora y determinante de
Tonatiuh
4 como máxima fuerza
sustentadora de lo manifestado, la
íntima dependencia existente entre
los seres que pueblan la tierra y los
astros que viven en el firmamento,
los veinte símbolos de los diferentes
días, que permiten al hombre intentar
fijar la conducta más adecuada
atendiendo a las cambiantes
condiciones celestes, todo ello, y
muchas otras importantes cuestiones
sobre la estrecha relación que guarda
Tonatiuh con todo lo referente al
Tiempo, aparecían magistralmente
sintetizadas en aquella impresionante
y monumental escultura.
Tlacaélel felicitó a Técpatl y a
sus ayudantes por la realización de
tan magnífica obra y propuso a éste
que la conservase durante algún
tiempo en el taller, pues deseaba que
su traslado a la Plaza Mayor de la
ciudad -único marco que consideraba
apropiado para una escultura de tales
dimensiones- coincidiese con las
fiestas que habrían de celebrarse
cuando retornase victorioso el
ejército que estaba por partir a la
conquista del Reino Tarasco.
El escultor estuvo de acuerdo
con la proposición de Tlacaélel,
pero comunicó a éste que no se
encontraría presente en la ciudad
cuando tuviesen lugar dichas
celebraciones, pues con aquella obra
daba por definitivamente concluida
su labor artística y deseaba pasar lo
que le restara de vida orando y
trabajando la tierra, para lo cual se
encaminaría esa misma semana hacia
su nuevo domicilio: un apartado
calpulli por la región de Chololan, en
donde laboraban familiares de uno
de sus discípulos. El taller, concluyó
Técpatl, quedaría a cargo de los
capaces escultores y alfareros que
habían venido colaborando con él
desde largo tiempo atrás.
Convencido de que ninguna
clase de razonamiento haría cambiar
la firme determinación adoptada por
el artista, Tlacaélel se despidió de su
amigo y se dirigió al Palacio
Imperial, a tomar parte en la junta
que fijaría la fecha en que las tropas
aztecas, comandadas por el
Emperador, iniciarían su marcha
rumbo a Michhuacan.
La salida del numeroso ejército
que habría de llevar a cabo la
campaña contra los tarascos
constituyó todo un acontecimiento en
la capital azteca. Enormes
multitudes, aglomeradas en las calles
y apretujadas sobre las
embarcaciones que cubrían los
canales, observaron con manifiesto
orgullo el desfile de las tropas
tenochcas.
El espectáculo constituía en
verdad algo impresionante. La figura
señera y altiva de los Caballeros
Águilas, recubiertos de la cabeza a
los pies con sus llamativos y
ricamente decorados uniformes que
les asemejaban a gigantescas y
poderosas aves. El paso firme y
elástico de los Caballeros Tigres,
envueltos en corazas de moteada piel
y portando escudos bellamente
adornados. El alegre sonido de los
cascabeles de oro que ceñían en
brazos y piernas los porta
estandartes, cuyos multicolores
banderines del más variado diseño
permitían diferenciar a los
innumerables batallones. La marcha
rítmica y vigorosa de las tropas. El
ronco vibrar de los tambores y el
agudo sonar de las chirimías. Y la
adusta majestad del Emperador, cuyo
rostro a un tiempo juvenil y antiguo,
parecía simbolizar el alma misma del
pueblo azteca.
Para los tenochcas, que entre
incesantes vítores despedían a su
ejército, no podían pasar
desapercibidos dos hechos
sobresalientes de aquel desfile: uno
de ellos lo era el que Ahuízotl lucía
ya el uniforme de Caballero Águila,
y el otro, el que las insignias de
mando del ejército que se alejaba
eran portadas, en primer término, por
el Emperador en persona, y en
segundo lugar, por Tlecatzin y
Zacuantzin, lo que indicaba
claramente el propósito de lograr un
equilibrio entre el valor firme, pero a
la vez sereno y prudente, que
caracterizaba al hijo adoptivo de
Citlalmina, y el arrojo impetuoso y
temerario de que solía hacer gala
Zacuantzin, quien a últimas fechas,
como resultado de una serie de
fulgurantes y exitosas campañas, se
había convertido en el general azteca
de mayor prestigio.
Avanzando a buen paso al
través de la calzada que por el
poniente conectaba a la Capital
Azteca con la tierra firme, el ejército
se perdió muy pronto de vista,
dejando en el aire el eco del recio y
armónico compás de miles de pasos
retumbando sobre el empedrado.
Aquella noche, mientras
contemplaba la dormida ciudad que
se extendía bajo sus plantas,
Tlacaélel repasó mentalmente los
más recientes sucesos: la
excepcional escultura realizada por
Técpatl, el informe presentado al
Emperador sobre la variada
extensión de los dominios tenochcas,
el ejército marchando a la conquista
de una de las últimas regiones aún no
incorporadas a las fronteras
Imperiales. Después de reflexionar
largamente acerca del posible
significado de aquellos
acontecimientos, llegó a la
conclusión de que todos ellos ponían
de manifiesto la proximidad del día
en que podría afirmarse con justeza
que el Imperio había logrado cumplir
las tareas para las cuales fuera
creado, en otras palabras -y
utilizando el simbólico lenguaje de
los poetas- el Imperio Azteca estaba
ya tan sólo a un paso del sol.
Capítulo XIX
AHUIZOTL RÍE A CARCAJADAS
El reino de los tarascos en
Michhuacan se extendía sobre una
región de bien ganada fama por su
particular belleza. Ríos de cristalinas
aguas dotaban a las tierras de
aquellos contornos de una increíble
fertilidad. Sus bosques poseían una
gran diversidad de las más finas
maderas y de sus montañas podía
extraerse oro y cobre con relativa
facilidad. Hermosos lagos en los que
abundaba la pesca y un clima
templado y benigno, constituían otros
tantos atributos de tan privilegiado
territorio.
Según los relatos contenidos
tanto en la tradición azteca como en
la de los tarascos o purépechas,
ambos pueblos habían partido juntos
de Aztlán y unidos realizado gran
parte de su largo peregrinaje en
busca de un definitivo asentamiento.
Al llegar al lago de Pátzcuaro se
habían separado, continuando los
tenochcas hacia el Anáhuac, mientras
los purépechas, tras de sojuzgar a los
antiguos pobladores de Michhuacan,
fundaban un reino que muy pronto
adquiriría renombre y poderío.
Poseedores de un espíritu activo
y emprendedor, así como de un
carácter altivo y valeroso, los
tarascos se dieron a la tarea de
ensanchar los límites de sus iniciales
dominios, expandiendo las fronteras
de éstos hacia los cuatro puntos
cardinales. Los bellos productos
elaborados por sus artífices
comenzaron muy pronto a llegar hasta
los más apartados confines, siendo
cada vez más apreciados y mejor
cotizados. Tzinzuntzan, la capital del
Reino Tarasco, crecía sin cesar no
sólo en cuanto al número de sus
habitantes, sino también en lo que
hace a la cantidad y esplendor de sus
templos y edificios.
Plenamente conscientes de que
tarde o temprano tendrían que hacer
frente a las pretensiones de conquista
universal sustentadas por sus
antiguos compañeros de viaje, los
tarascos se preparaban sin cesar para
la inevitable guerra que habrían de
sostener con los aztecas. Ante el
grave conflicto que se avecinaba,
Tzitzipandácuare, el sobrio y
valeroso monarca que regía los
destinos del pueblo purépecha,
contaba con dos inapreciables armas.
La primera de ellas era la firme y
unificada voluntad de su pueblo,
decidido a desaparecer de la faz de
la tierra antes que quedar sujeto a un
poder extraño. Y la segunda, el genio
superior de Zamacoyáhuac, militar
cuyo prestigio rebasaba ya los
límites de las tierras tarascas.
Zamacoyáhuac constituía la
personalidad más vigorosa y
relevante de todo el Reino Tarasco.
Hijo de padre desconocido y de una
mujer de muy modesta condición,
había sido obsequiado por su madre
cuando apenas contaba seis años de
edad a una pareja de ancianos
campesinos, crueles y despóticos,
que obligaban al pequeño a
desempeñar agotadoras faenas,
castigándolo con extremo rigor por la
menor falta cometida. A pesar de lo
duro de su existencia, nunca se le
escuchó proferir una queja ni
derramar una lágrima. Al cumplir los
trece años, el adolescente huyó de la
casa en que vivía y durante una larga
temporada permaneció vagando
solitario por entre los montes,
aprendiendo a sobrevivir en las más
adversas condiciones, defendiéndose
de las fieras, de los elementos y de
los hombres. Su errante existencia le
alejó muy pronto de sus antiguos
lares, llevándole hacia apartados
lugares. Hábil cazador, aprendió a
preservar las pieles de sus presas y a
comerciar con ellas cuando se
presentaba una ocasión propicia. Una
mañana, mientras se encontraba en lo
alto de una montaña que dominaba un
amplio valle, se desarrolló bajo sus
pies, ante su absorta mirada, un
inesperado espectáculo. Después de
largos preliminares dedicados a
realizar complicadas maniobras, dos
ejércitos se enfrascaron en fiera
lucha, obteniendo uno de ellos la
victoria en forma rápida y
contundente. Al terminar el combate
Zamacoyáhuac sabía ya cuál sería el
destino que habría de dar a su
existencia: sería guerrero y
aprendería el motivo de aquellos
extraños desplazamientos de los
soldados en el campo de batalla,
pues intuía que era en su correcta
ejecución, donde radicaba en gran
medida el éxito o fracaso de un
combate.
Venciendo su natural
propensión al aislamiento,
Zamacoyáhuac había buscado la
forma de establecer relaciones con
los integrantes del ejército vencedor.
Se trataba de tropas aztecas,
empeñadas en la conquista de la
región mixteca. El profundo
conocimiento que de aquellos
territorios poseía el solitario cazador
le había valido para ser aceptado
como guía del ejército imperial,
iniciándose en esta forma para
Zamacoyáhuac un largo periodo de
fructífero aprendizaje, pues al mismo
tiempo que desempeñaba los más
variados y modestos trabajos al
servicio de las tropas tenochcas -
guía, porteador, enterrador- su sagaz
inteligencia le iba permitiendo
compenetrarse en los secretos de la
organización adoptada por los
victoriosos ejércitos imperiales, así
como en los eficaces métodos de
combate que dichos ejércitos
utilizaban durante sus incesantes
guerras.
Una visita a la capital azteca -
resultado de su estrecha vinculación
con las tropas a las que prestaba sus
servicios- no sólo proporcionó a
Zamacoyáhuac una clara visión del
creciente poderío del Imperio
Azteca, sino que le hizo tomar
conciencia del ilimitado afán
expansionista que dominaba a los
tenochcas y de la grave amenaza que
como consecuencia de ello se cernía
sobre el Reino Tarasco. A pesar de
lo amargo de su niñez y del largo
periodo transcurrido desde que
abandonara el suelo natal,
Zamacoyáhuac había mantenido
siempre vivo en su interior un
sentimiento de profunda devoción
hacia su propio pueblo. Así pues,
decidió consagrar íntegramente sus
energías y los conocimientos que
había logrado adquirir en materia
militar a la tarea de impedir que el
pueblo purépecha fuese sojuzgado
por los aztecas. A la primera
oportunidad abandonó su trabajo en
el ejército imperial y emprendió el
camino de retorno hacia la tierra de
sus mayores. Ninguno de sus antiguos
jefes prestó la menor atención a la
desaparición del adusto y silencioso
sirviente.
Una vez llegado a tierras
tarascas, Zamacoyáhuac ingresó de
inmediato en el ejército en donde
muy pronto comenzó a destacarse por
sus relevantes cualidades. Su
primera misión de importancia
consistió en lograr la pacificación de
la frontera norte del Reino, asediada
continuamente por las incursiones de
tribus nómadas, para lo cual llevó a
cabo la construcción de una cadena
de sólidas fortificaciones que
permitían un control permanente de
aquellas agrestes regiones, pero no
eran los mal coordinados ataques de
estas tribus, sino la posibilidad de
una invasión azteca, lo que suscitaba
la perenne preocupación de
Zamacoyáhuac.
Atendiendo a sus ruegos y a su
comprobada capacidad, le fue
encomendada la jefatura de todas las
guarniciones próximas a los
territorios dominados por los
aztecas. En un tiempo increíblemente
corto el guerrero iba a transformar
aquella extensa frontera en un
auténtico bastión defensivo.
El carácter en extremo
reservado de Zamacoyáhuac no se
prestaba mucho a la elocuencia; con
miras a compensar esta deficiencia
estimuló la formación, dentro del
ejército, de un grupo de excelentes
oradores encargados de predicar día
y noche a la población sobre el
peligro tenochca y la necesidad de
que todos participasen activamente
en las obras de defensa. La reacción
popular superó muy pronto a las más
optimistas predicciones. Trabajando
con ánimo incansable, el pueblo
desmontó bosques, abrió caminos y
edificó cuarteles y fortificaciones en
los más diversos lugares.
Zamacoyáhuac se encontraba
efectuando un recorrido por el
interior del Reino, dedicado a
reclutar nuevos soldados para
engrosar sus fuerzas, cuando llegó
hasta él un agotado mensajero
enviado por el Rey Tzitzipandácuare;
venía a comunicarle que el
Emperador Azteca, al frente de un
numeroso ejército, se aproximaba a
Michhuacan con la evidente intención
de avasallarlo. Junto con el informe
referente a la invasión, el mensajero
era portador de una real
determinación: aquel que ignoraba el
nombre de su padre y fuera
despreciado incluso por su propia
madre, el otrora acosado adolescente
que viviera escondido entre los
montes disputando su comida con las
fieras, el antaño ignorado sirviente
de las orgullosas tropas imperiales,
había sido designado comandante en
jefe de todas las fuerzas militares
existentes en el Reino Tarasco,
encomendándosele la difícil misión
de hacer frente a la invasión azteca.
En un lugar cercano a los
límites donde terminaba la
hegemonía imperial y se iniciaban
los dominios purépechas, las tropas
aztecas detuvieron su avance y se
aprestaron para la contienda. Las
numerosas patrullas de observación
enviadas para atisbar los
movimientos de las tropas enemigas
habían retornado ya tras de sufrir
considerables bajas. La estrecha
vigilancia que las tropas tarascas
ejercían sobre su frontera había
dificultado enormemente la labor de
las patrullas, obligándolas a librar
incesantes encuentros que en
ocasiones adquirían el carácter de
pequeños combates. Ninguno de los
escasos prisioneros que habían sido
capturados revelaba temor alguno en
su actitud, sino por el contrario, se
mantenían orgullosos y desafiantes
frente a sus captores. Sin embargo,
pese a todos los obstáculos, las
patrullas habían retornado con un
buen caudal de valiosa información,
según la cual, los ejércitos
purépechas estaban procediendo a
concentrarse con gran prisa en un
mismo lugar: unas enormes y
poderosas fortificaciones
recientemente concluidas, ubicadas
en un lugar próximo a la frontera, no
muy lejano de aquel donde se
encontraba acampado el ejército
azteca. Junto con esta información,
los componentes de las patrullas
proporcionaron otra que resultaba
del todo inexplicable: las tropas
tarascas no marchaban solas, con
ellas se movían enormes contingentes
de población civil. Tal parecía como
si los habitantes de Michhuacan
pretendiesen oponer a los invasores
un gigantesco muro de contención
construido con sus propios cuerpos.
Los generales aztecas
deliberaron largamente sobre la
situación y llegaron a la conclusión
de que, a juzgar por la conducta
adoptada por sus contrarios, éstos
habían decidido realizar una
desesperada lucha defensiva,
encerrándose pueblo y ejército en sus
sólidas fortificaciones, con la firme
determinación de defenderlas hasta
la muerte. En vista de ello, los
tenochcas determinaron no retrasar
por más tiempo su avance, sino
encaminarse directamente al lugar
donde se encontraban los baluartes
enemigos.
Una vez más las patrullas del
ejército azteca se adelantaron a éste,
ahora con el propósito de realizar
observaciones sobre el lugar donde
se desarrollaría el combate.
Las fortificaciones escogidas
por los purépechas para hacer frente
a los invasores no constituían un
simple conjunto de construcciones.
En realidad se trataba de una extensa
región en la que existían tres
estratégicos valles, los cuales habían
sido debidamente acondicionados
para permitir que en su interior
pudiese vivir un elevado número de
defensores.
En las montañas que rodeaban a
cada uno de estos valles se habían
realizado complicadas obras
tendientes a convertirlos en sólidas
fortificaciones. Particularmente el
valle central, que era el más grande
de los tres, presentaba un aspecto por
demás impresionante. Todas las
laderas de las montañas habían sido
recortadas y reforzadas con elevados
muros de piedra. En lo alto, largas
barreras construidas con troncos de
árbol protegían a interminables filas
de arqueros, que en cualquier
momento podían comenzar a lanzar
una mortífera lluvia de flechas contra
aquéllos que intentasen escalar los
muros. Un manantial que brotaba en
el centro del valle y el hecho de que
se hubiesen almacenado con toda
oportunidad considerables reservas
de alimentos, garantizaban la
subsistencia de los defensores
durante un largo período.
Los tenochcas no tenían
ningunos deseos de permanecer
meses enteros asediando los
baluartes tarascos hasta que sus
defensores se rindiesen por hambre,
así pues -y contando con la seguridad
que les daba el saber que no podían
ser atacados por la retaguardia, pues
sus rivales se encontraban al frente y
encerrados en sus propias defensasdecidieron
utilizar la totalidad de sus
tropas en un ataque demoledor,
encaminado a conquistar por asalto
las fortificaciones enemigas; con este
objeto procedieron a dividir sus
fuerzas en tres secciones. La primera,
bajo el mando directo del
Emperador, tendría como misión
atacar el valle central. La segunda,
comandada por Tlecatzin, se
encargaría del asalto al valle situado
a la izquierda del ejército azteca.
Finalmente, una tercera sección
encabezada por Zacuantzin ocuparía
los baluartes ubicados en el valle de
la derecha.
Con objeto de impedir que los
purépechas se percatasen
anticipadamente de la distribución de
las fuerzas que les acometerían (lo
que les permitiría ajustar antes del
ataque la integración de sus
respectivos contingentes en cada uno
de los baluartes) los generales
aztecas optaron por aprovechar la
oscuridad de la noche para efectuar
la movilización de sus tropas en
dirección a las diferentes
fortificaciones enemigas.
El valle que contenía los
baluartes situados a la izquierda del
campamento azteca se encontraba
bastante retirado de las otras dos
posiciones enemigas, razón por la
cual, los guerreros bajo el mando de
Tlecatzin fueron los primeros en
movilizarse a través de la negrura de
la noche. Les siguieron muy pronto,
en dirección contraria, las tropas que
conducía el temerario Zacuantzin, y
al poco rato, la sección central y más
numerosa del ejército tenochca,
inició el recorrido del corto trecho
que le separaba de las estribaciones
del valle donde se encontraba la
principal fortificación purépecha.
Las tropas aztecas contaban en
esta ocasión con un variado arsenal
destinado a nulificar las elaboradas
obras de defensa a las cuales
tendrían que hacer frente: largas
escaleras de madera, gruesos rollos
de recias cuerdas, diversos
instrumentos para socavar los muros
enemigos, enormes escudos
destinados a proteger tanto a los que
laborasen en la destrucción de los
diferentes obstáculos, como a los que
simultáneamente debían ir venciendo
a las tropas contrarias que los
ocupaban. Todo había sido
cuidadosamente planeado, buscando
no dejar nada al azar ni a la
improvisación.
Después de realizar una última
visita de inspección a las tropas del
sector central, desplegadas ya en
formación de combate, Ahuízotl se
encaminó al puesto de mando donde
se encontraba el Emperador, con
objeto de informarle que el ataque
podía dar comienzo en el momento
en que éste así lo ordenase.
Similares informes habían llegado ya
de los sectores a cargo de Tlecatzin y
Zacuantzin.
Ahuízotl se disponía a entrar en
el improvisado campamento donde
se encontraba Axayácatl, cuando se
detuvo unos momentos a contemplar
con profunda atención las poderosas
fortificaciones que se alzaban ante su
vista. Aun cuando tanto por la
distancia como por los obstáculos
tras de los cuales se guarnecían los
tarascos resultaba imposible lograr
una clara visión de los mismos,
podía observarse en lo alto de
aquellas murallas a muchos miles de
pequeñas figuras que de seguro se
aprestaban a presentar una resuelta
defensa. Era evidente que la batalla
que estaba por iniciarse no iba a
constituir una fácil victoria para las
fuerzas imperiales. Sin embargo,
Ahuízotl se sentía un tanto extrañado
ante el plan de combate adoptado por
los tarascos, pues no era esto lo que
esperaba del genio militar que se
atribuía a Zamacoyáhuac. Al asumir
una simple actitud defensiva
encerrándose tras de sus sólidos
baluartes, los purépechas estaban
reconociendo que no buscaban
vencer a sus oponentes, sino que se
contentaban con lograr rechazarlos,
pero esto no pasaba de ser una
imposible esperanza, pues por altos
que fuesen los muros de aquellas
fortalezas y por muy grande que
resultase el valor puesto en su
defensa, terminarían tarde o
temprano por sucumbir ante los bien
coordinados ataques del ejército
imperial.
Además de la extrañeza que le
producía la aparente carencia de
audacia que revelaba la conducta de
sus enemigos, Ahuízotl era presa
desde hacía varios días de una
pertinaz e insólita sensación, que le
inducía a considerar que en alguna
forma ya había vivido una contienda
semejante a la que estaba por
iniciarse. Súbitamente, mientras
contemplaba las bien alineadas filas
de guerreros aztecas listos a entrar en
acción, comprendió cuál era la causa
de tan singular sentimiento. Lo que en
verdad había estado recordando
durante todo aquel tiempo sin tener
plena conciencia de ello, eran los
relatos que gustaban hacer los
ancianos sobre la lucha que en contra
de los tecpanecas habían librado
largo tiempo atrás los aztecas, en una
época en la que él aún no había
nacido. Y en realidad existía una
marcada semejanza entre los dos
conflictos, pues en ambos casos, no
eran sólo dos agrupaciones de tropas
antagónicas las que habrían de
enfrentarse, sino, por una parte, un
pueblo decidido a perecer antes que
perder su libertad, y por la otra, un
poderoso ejército adiestrado y
dirigido profesionalmente.
A pesar de la similitud entre
aquellas luchas -concluyó Ahuízotl
para sus adentros- resultaba muy
diferente la conducta adoptada en
ambos casos por los dirigentes
aztecas y tarascos, pues mientras los
primeros habían sabido utilizar la
participación de toda la población en
un combate donde se buscaba
alcanzar la victoria, los segundos
conducían a su pueblo al campo de
batalla a tomar parte en una
desesperada lucha defensiva, que
podría retardar la derrota pero no
impedirla.
Desde lo más profundo de su
interior, afloró una duda en el
pensamiento de Ahuízotl: ¿Y si a
pesar de lo que todas las apariencias
indicaban, los tarascos no pretendían
tan sólo resistir hasta lo último, sino
vencer al ejército invasor?
Ahuízotl observó con
reconcentrada atención los baluartes
enemigos, tanto los que se levantaban
frente a él a escasa distancia, como
los existentes en los valles ubicados
a derecha e izquierda. A su mente
acudió el relato, tantas veces
escuchado, sobre las enormes nubes
de polvo con que la población azteca
no combatiente había logrado
confundir a los tecpanecas durante el
transcurso del encuentro decisivo
entre ambos contendientes. Una fugaz
pero profunda intuición sacudió su
conciencia haciéndole captar el
paralelismo existente entre las
legendarias nubes de polvo y las
fortificaciones que se alzaban ante su
vista. Y entonces, una estruendosa
carcajada, a un mismo tiempo hueca
y sonora, brotó de sus labios
estremeciendo el aire y paralizando
de estupor a todos cuantos se
encontraban próximos al guerrero.
Sorprendidos por la sonoridad
de aquella risa extraña y singular, el
Emperador y los militares que le
acompañaban salieron presurosos
del campamento, justo a tiempo para
presenciar el inusitado espectáculo
que ofrecía la personalidad tenida
como la más austera e impasible del
Imperio profiriendo, sin motivo
aparente alguno, resonantes
carcajadas.
Tal y como las iniciara,
Ahuízotl concluyó bruscamente sus
manifestaciones de hilaridad,
recuperando de inmediato su
tradicional e inescrutable apariencia;
después, ante el creciente asombro
de los presentes, solicitó al
Emperador que abandonase el campo
de batalla y le delegase cuanto antes
el mando supremo del ejército.
Al comprender que los que lo
escuchaban comenzaban a creer que
había perdido repentinamente el
juicio, Ahuízotl rompió una vara de
arbusto y al mismo tiempo que
dibujaba con ella sobre la tierra un
plano de la región donde se
encontraban, fue enunciando las más
sorprendentes aseveraciones. Los
baluartes purépechas -afirmó con
sereno acento- eran tan sólo un
engaño destinado a lograr que los
aztecas dividiesen sus fuerzas. La
enorme fortificación que tenían
enfrente no debía estar defendida por
soldados, sino a lo sumo ocupada
por el puesto de mando y algunas
tropas de reserva; las figuras que en
ella se veían debían ser de ancianos,
mujeres y niños. El ejército enemigo,
dividido en dos partes, aguardaba
tras los valles situados a derecha e
izquierda, pero no lo hacía en
posición de defensa, sino dispuesto
al ataque. En esta forma, a pesar de
que ambos adversarios poseían un
número de tropas más o menos
análogo, la disposición de las
mismas favorecía marcadamente a
los tarascos, pues estos contarían en
cada una de las fases del combate
con una considerable superioridad
numérica que les permitiría
proceder, en primer término a la
destrucción de las alas del ejército
azteca, y posteriormente, al
aniquilamiento del cuerpo central de
dicho ejército. La batalla, por tanto,
estaba perdida para los tenochcas
aún antes de haberse iniciado.
Ahuízotl dio término a su breve
alocución afirmando que no debía
sentarse el precedente de que un
ejército dirigido por el Emperador
en persona fuese objeto de una
derrota, y que por ello, lo más
conveniente era que Axayácatl no
participase en la lucha, sino que le
facultase para que fuese él quien la
dirigiera, ya que en esta forma la
responsabilidad del descalabro no
sería atribuible a la figura del
Emperador, sino a la de un simple
guerrero. El peculiar atributo de
Ahuízotl, que le llevaba a
responsabilizarse de todo cuanto
ocurría en su derredor, se ponía una
vez más de manifiesto en aquellas
dramáticas circunstancias.
Axayácatl permaneció unos
instantes en silencio, analizando el
crucial dilema al que se enfrentaba.
Aun cuando comprendía muy bien la
necesidad de mantener incólume el
prestigio de invencibilidad que
caracterizaba hasta entonces a la
figura del Emperador, consideraba
que abandonar en aquellas
circunstancias el campo de batalla
constituiría una denigrante cobardía.
Apremiado por la urgencia de la
situación, el monarca adoptó la
determinación que consideró más
conveniente: cedería el mando del
ejército a Ahuízotl y una guardia de
honor llevaría a lugar seguro las
insignias imperiales, pero él,
convertido tan sólo en un
combatiente más, participaría en la
lucha. Tras de afirmar lo anterior,
hizo entrega del bastón de mando a
su hermano y procedió a despojarse
de los emblemas inherentes a su
elevado rango.
Ahuízotl asumió de inmediato
sus funciones de comandante en jefe.
Primeramente procedió a integrar la
pequeña escolta que tendría a su
cargo la custodia de las divisas
imperiales, ordenándole se alejase
cuanto antes del campo de batalla.
Acto seguido, el guerrero explicó a
sus lugartenientes el plan que había
ideado para tratar de impedir la
destrucción del ejército bajo su
mando. Se intentaría efectuar una
retirada, para lo cual se requería que
las dos alas del ejército tenochca,
que en esos momentos se encontraban
bastante alejadas de su cuerpo
central, se incorporasen a éste lo
antes posible. A pesar de que el plan
de acción que tan vertiginosamente
concibiera Ahuízotl era bastante
riesgoso -pues dependía de lograr en
plena retirada una perfecta
coordinación de las tres secciones
del ejército azteca-, los oficiales
tenochcas estimaron que contaba con
bastantes posibilidades de
realización.
Desde el pequeño promontorio
rocoso que le servía de atalaya,
Tlecatzin observó la figura del
mensajero que procedente del puesto
de mando del Emperador se
aproximaba con rápida y rítmica
carrera. La tardanza en la recepción
de la orden para dar comienzo al
ataque tenía ya preocupado al hijo
adoptivo de Citlalmina, pero ahora,
al contemplar al mensajero que
llegaba ante él portando las
instrucciones imperiales en una
enrollada hoja de papel de amate,
Tlecatzin respiró aliviado,
firmemente convencido de que
aquellas instrucciones contenían tan
sólo la indicación de proceder
cuanto antes al asalto de los
baluartes purépechas cuya ocupación
le había sido asignada.
Los mensajeros del ejército
azteca no eran simples transmisores
de papeles conteniendo dibujos en
clave sobre la forma de efectuar
determinadas maniobras en el campo
de batalla, en virtud de un riguroso y
prolongado adiestramiento, estaban
capacitados para completar dichos
dibujos con adecuadas explicaciones
orales. En esta ocasión, el mensajero
tenochca era portador de las noticias
y órdenes más graves e inusitadas de
que se tenía memoria en toda la
historia del ejército azteca.
Al escuchar la narración de lo
ocurrido en el campamento del
Emperador, y al enterarse de que le
correspondería a él la poco honrosa
distinción de ser el primer general
azteca que daría una orden de
retirada en una batalla, Tlecatzin
sintió por unos instantes que el
universo entero se desplomaba sobre
su persona. Un sordo sentimiento de
rebeldía surgió en el interior del
forjador de Caballeros Tigres al
conocer el plan trazado por Ahuízotl:
¿Por qué se le ordenaba a él y no a
Zacuantzin iniciar la retirada? Las
tropas de éste se encontraban mucho
más próximas a las del sector central
y les resultaría por ello relativamente
fácil ejecutar la maniobra de
incorporarse al mismo, en cambio las
suyas se hallaban muy alejadas del
resto del ejército y les sería muy
difícil efectuar el movimiento de
retorno que se esperaba de ellas.
Conteniendo a duras penas la
cólera y el desconcierto que le
dominaban, Tlecatzin dirigió una
airada mirada en dirección al
distante lugar donde se encontraba el
puesto de mando del ejército
tenochca. En virtud de la lejanía, el
numeroso contingente de tropas que
integraban el sector central semejaba
tan sólo una pequeña alfombra
multicolor, extendida al pie de las
principales fortificaciones tarascas.
Mientras contemplaba el sitio donde
se encontraba el puesto de mando de
las fuerzas imperiales, una radical
transformación se fue operando en el
ánimo de Tlecatzin. Como si en
alguna forma su agitado espíritu
hubiese logrado establecer contacto
con el pensamiento de Ahuízotl,
comprendió de pronto los motivos
que habían guiado a éste al dictar sus
órdenes. En aquellos trascendentales
momentos, cuando estaba en juego la
existencia misma del ejército azteca,
su antiguo discípulo, el guerrero que
con fortaleza de inamovible roca
había asumido la responsabilidad de
conducir una batalla perdida de
antemano, depositaba en él su
confianza para llevar a cabo la parte
más difícil de la única maniobra
salvadora que podía efectuarse en tan
adversas circunstancias. No se
trataba, por tanto, de una misión que
entrañase deshonor alguno, sino de la
más honrosa distinción que le fuere
jamás conferida.
Dando media vuelta, Tlecatzin
ordenó al mensajero que retornase de
inmediato al cuartel central, e
informase a Ahuízotl que podía tener
la plena seguridad de que cuando el
sol estuviese en lo más alto del cielo,
el ala izquierda del ejército azteca
habría terminado ya su retirada y se
encontraría en el lugar señalado para
efectuar la reunificación de las
tropas. Mientras el mensajero se
alejaba con veloz carrera, Tlecatzin
descendió de su atalaya y en breve
reunión con sus oficiales transmitió a
éstos, con voz firme y tranquila, las
instrucciones concernientes a la
forma como debía efectuarse la
retirada: los batallones aztecas,
alineados ya para el ataque en largas
hileras, procederían de inmediato a
cambiar tan vulnerable formación,
estrechando al máximo sus filas hasta
constituirse en una especie de
compacto núcleo, capaz de abrirse
paso a través de cualquier obstáculo.
La reacción de los oficiales
tenochcas al enterarse de la
inesperada acción que tendrían que
desempeñar fue del todo semejante a
la experimentada por Tlecatzin. En
un primer momento parecieron
quedar paralizados por el asombro,
pero enseguida, la tranquila fortaleza
que emanaba del general azteca
pareció comunicarse a sus
subalternos, transmitiéndoles su
sentimiento de orgullosa distinción
por la difícil tarea que les había sido
encomendada. Sin pronunciar
palabra alguna, pero revelando en
sus rostros la firme resolución de
llevar a cabo las órdenes recibidas,
los militares se dispersaron,
encaminándose presurosos a sus
respectivos batallones.
En compañía de algunos
ayudantes, Tlecatzin retornó al
promontorio desde el cual podía
observar a todas las tropas que
integraban el ala izquierda del
ejército azteca. Su mirada recorrió
uno a uno los bellos estandartes de
los diferentes batallones bajo su
mando. Un sentimiento de
satisfacción le invadió al observar
las largas filas de recios guerreros
prestos para el combate. En virtud de
su larga experiencia en incontables
campañas, existía entre él y aquellas
tropas una plena identificación. Estos
eran sus soldados, los que él había
forjado y a los que había conducido
de victoria en victoria, venciendo a
toda clase de enemigos en las más
diversas y lejanas regiones.
Mientras contemplaba aquel
espectáculo que le era tan familiar,
acudió a la memoria de Tlecatzin la
repetida narración que le hiciera su
madre adoptiva sobre los dramáticos
sucesos acaecidos el día de su
nacimiento: la muerte de su padre -
capitán de arqueros del ejército
tenochca- que pereciera al iniciarse
la batalla decisiva contra los
tecpanecas; y el fallecimiento de su
madre, ocurrido a resultas del parto
al finalizar el día, cuando comenzaba
ya la desbandada de las tropas de
Maxtla. Asimismo, recordó también
las palabras que, según le refiriera la
propia Citlalmina, había pronunciado
ésta mientras mostraba al recién
nacido el campo de batalla donde
triunfaban las tropas aztecas:
Llegarás a ser un guerrero
ejemplar y tus ojos no verán nunca
la derrota de los tenochcas.
Al meditar sobre aquellas
palabras, Tlecatzin comprendió con
tristeza que la profecía enunciada por
Citlalmina estaba a punto de ser
refutada por los hechos: dentro de
unos instantes se iniciaría la retirada
de las tropas aztecas y habrían de ser
sus ojos los primeros en contemplar
tan poco grato acontecimiento. Una
repentina determinación cruzó
entonces por la mente de Tlecatzin.
Apretando con firmeza su afilado
puñal de hueso, el guerrero lo
introdujo sin vacilación alguna en
ambas pupilas, haciendo brotar al
instante dos gruesos chorros de
sangre de las cuencas de sus ojos.
Los ayudantes de Tlecatzin que
le acompañaban profirieron
ahogadas exclamaciones de asombro
y pretendieron sujetar los brazos de
su general, pero éste les increpó con
recia voz, ordenándoles que
continuasen en su sitio, mientras él
permanecía inmutable, en actitud
firme y erguida, con el rostro sin ojos
vuelto en dirección al lugar donde se
encontraban sus guerreros, los cuales
iniciaban ya la maniobra de
reagrupamiento que debía preceder a
la retirada.
Y fue en aquellos momentos
cuando las tropas purépechas
hicieron su aparición. Ocultos tras de
sus baluartes, los tarascos habían
aguardado impacientes el ataque de
los aztecas, estimando que su propio
contraataque resultaría mucho más
efectivo si se producía
simultáneamente al asalto enemigo,
pero al no ocurrir éste y al percatarse
de que los tenochcas comenzaban a
cerrar sus filas para adoptar una
formación defensiva, decidieron no
esperar más y se lanzaron al
encuentro de sus contrarios.
La acometida tarasca constituyó
una especie de impetuosa avalancha
que proviniendo de lo alto del valle
se desbordaba sobre la llanura. Los
rostros de los guerreros purépechas
eran la imagen misma de la fiereza y
en cada uno de sus apretados rasgos
se ponía de manifiesto la firme
decisión que les animaba. Resultaba
evidente que el prestigio de
invencibilidad de que gozaban las
tropas imperiales no producía en
ellos el menor síntoma de temor o
respeto. A todo lo largo del espacio
ocupado por las tropas tenochcas se
inició un combate mortífero y
despiadado. Superadas
considerablemente en número, las
extendidas filas de soldados aztecas
estuvieron en múltiples ocasiones a
punto de ser perforadas por todos
lados, lo que habría provocado su
inmediato y completo aniquilamiento,
al quedar reducidas a pequeños
grupos aislados. Sin embargo, en
todos los casos una reacción
desesperada de último momento
permitió volver a cerrar las
amenazantes brechas, y en esta
forma, las bambaleantes líneas
tenochcas lograron continuar
actuando en forma coordinada. Al
mismo tiempo que combatían por
doquier rechazando los incesantes
ataques de sus adversarios, los
aztecas proseguían llevando a cabo,
en forma lenta pero ininterrumpida,
la maniobra tendiente a estrechar sus
filas.
Durante el desarrollo de la
operación que tenía por objeto
convertirse en un sólido conjunto
defensivo, la cercana presencia de
Tlecatzin constituyó para las tropas
imperiales un factor insustituible y
determinante. La serena e indomable
energía que emanaba del comandante
azteca parecía comunicar de continuo
un renovado aliento a sus soldados,
reanimando sus desfallecientes
fuerzas e impulsándoles a proseguir
la lucha con creciente denuedo. Los
guerreros aztecas ignoraban que aun
cuando ellos podían observar a la
altiva figura de Tlecatzin dominando
el campo de batalla desde la pequeña
protuberancia donde se encontraba, a
éste le resultaba ya imposible
contemplar la feroz contienda que se
libraba en torno suyo, pues sus ojos
eran tan sólo dos sanguinolentas
hendiduras en su noble semblante.
Una vez concluido el
reagrupamiento, los aztecas iniciaron
de inmediato la retirada.
Comprendiendo que sus acosados
rivales intentaban la escapatoria, los
tarascos redoblaron el ímpetu de sus
ataques, tratando a toda costa de
impedir que los tenochcas llevasen a
cabo su propósito, pero el momento
crucial del combate para las fuerzas
de Tlecatzin ya había pasado;
transformadas ahora en un compacto
organismo al que difícilmente podía
escindirse, las tropas aztecas
avanzaban lentamente, buscando
alejarse de la trampa aniquiladora en
la que se encontraban.
El impacto de varias saetas
clavándose sobre su ajustada
armadura de algodón indicó a
Tlecatzin la cercana proximidad del
enemigo. Los ayudantes que le
acompañaban corroboraron lo
asentado por los proyectiles: tan sólo
los integrantes de la retaguardia
tenochca permanecían aún en aquel
sitio, la ocupación del mismo por las
tropas purépechas se produciría en
cualquier momento.
Apoyado en los hombros de sus
asistentes, Tlecatzin descendió por
su propio pie del promontorio en
medio de una creciente lluvia de
flechas. Las últimas tropas aztecas
que restaban por retirarse se
constituyeron de inmediato en la
segura escolta de su comandante. Al
percatarse de la ceguera de
Tlecatzin, una profunda tristeza se
reflejó en los rostros de los soldados
que le custodiaban. Uno de ellos, con
voz quebrada por la emoción,
comenzó a vitorearle con entristecido
y afectuoso acento, siendo secundado
al instante por sus compañeros.
Atendiendo a las instrucciones
de sus oficiales, los batallones
purépechas suspendieron en un
determinado momento la persecución
de sus rivales. Después, tras de una
pronta reorganización de sus filas,
iniciaron un largo rodeo que
evidenciaba su propósito de quedar
situados a espaldas del sector central
del ejército azteca.
Por su parte, las tropas al
mando de Tlecatzin prosiguieron su
retirada, encaminándose hacia el
sitio que les fuera fijado por
Ahuízotl.
El audaz Zacuantzin,
comandante del ala derecha del
ejército azteca, aguardaba impaciente
la llegada de la orden de ataque en
contra de las fortificaciones
enemigas. Aquel combate
representaba para él la posibilidad
de añadir un nuevo e importante
galardón a su meteórica carrera
militar, confirmando con ello su
recién adquirido prestigio de máximo
estratego del Imperio. Las
perspectivas futuras del joven
general le eran del todo favorables,
lo que le hacía suponer que quizás en
un tiempo no lejano llegaría a formar
parte del selecto grupo de personas
que integraban el Consejo Imperial.
La llegada de un mensajero
proveniente del puesto de mando
interrumpió las cavilaciones de
Zacuantzin en torno a su prometedor
futuro. El enviado de Ahuízotl era
portador de órdenes del todo
inesperadas. No sólo se cancelaba el
proyectado ataque, sino que debía
realizarse una inmediata retirada.
El asombro inicial de
Zacuantzin fue pronto substituido por
una incontrolable ira. Con voz
airada, el guerrero comenzó
expresando su total desacuerdo con
el mandato recibido y terminó
negándose a cumplir la orden de
retirada, a no ser que ésta fuese
confirmada en forma expresa por el
propio Emperador.
Al mismo tiempo que el
mensajero emprendía a toda prisa el
camino de regreso al cuartel central,
una violenta discusión tenía lugar en
el campamento de Zacuantzin. Los
lugartenientes de éste se habían
percatado de la índole de las
instrucciones impartidas por
Ahuízotl, y aun cuando les resultaba
del todo incomprensible tanto la
razón de las mismas como el hecho
de que no fuese ya el Emperador
quien estuviese dirigiendo la batalla,
conocían de sobra la bien ganada
fama de inflexible severidad que
caracterizaba al autor de dichas
instrucciones, y en su mayoría, no
estaban dispuestos a asumir las
consecuencias que podrían
producirse debido a la adopción de
una conducta de franco desacato a las
órdenes de Ahuízotl.
Enfurecido ante la actitud de sus
oficiales, Zacuantzin acusó a éstos de
cobardía y anunció que no esperaría
ni un instante más para dar comienzo
al esperado ataque, sino que
secundado por todos aquellos que
quisieran seguirle, se lanzaría de
inmediato al asalto de las posiciones
enemigas.
Dando por terminada la reunión,
los oficiales se dirigieron a sus
correspondientes batallones, e
iniciaron la movilización de éstos en
una doble y contradictoria maniobra.
Los escasos capitanes adictos a
Zacuantzin marcharon hacia adelante
seguidos por sus tropas, mientras la
mayor parte de las fuerzas iniciaban
la retirada en medio de un gran
desorden, pues no había nadie que
estuviese a cargo de coordinar
adecuadamente esta acción.
Recién daba comienzo el ataque
que encabezaba Zacuantzin, cuando
sobrevino el contraataque tarasco.
Descendiendo por incontables
lugares desde la parte superior del
fortificado valle, la acometida de los
guerreros purépechas adquirió desde
el primer momento la fuerza
irresistible de un huracán devastador.
De nada valió la innegable y
desesperada valentía con que
Zacuantzin y sus hombres intentaron
hacerles frente. Muy pronto se vieron
envueltos y arrollados por la
aplastante superioridad numérica de
sus contrarios. Ciego de ira e
impotencia, Zacuantzin se lanzó en
medio de sus rivales buscando
abiertamente la muerte. Su deseo no
tardó en verse cumplido. Un círculo
implacable de guerreros tarascos se
cerró sobre su persona,
convirtiéndolo en pocos instantes en
una masa informe e irreconocible.
Sin pérdida de tiempo, los
purépechas se lanzaron en
persecución de las tropas aztecas que
se retiraban. Les dieron alcance y se
trabó de nueva cuenta el combate.
Carentes de una dirección que
organizase el repliegue, los
batallones aztecas marchaban
separadamente. Al sobrevenir el
ataque varios oficiales intentaron
efectuar un reagrupamiento que
permitiese presentar una mejor
defensa, pero ya era tarde para
lograrlo. Las tropas tarascas se
introducían por todos los espacios
que separaban a los batallones
tenochcas, aislándolos y
condenándolos a un seguro
aniquilamiento.
La lucha entre ambos
contendientes fue rápida y
despiadada. Aun a sabiendas de lo
inevitable de su derrota, los
tenochcas se defendieron con feroz
determinación intentando causar el
mayor daño posible a sus contrarios.
Uno tras otro los aislados grupos de
guerreros aztecas fueron
exterminados. El triunfo de la
estrategia purépecha en aquella
sección del frente había sido
contundente y definitivo.
Al escuchar el informe del
mensajero sobre la negativa de
Zacuantzin a ejecutar la orden de
retirada, Ahuízotl comprendió que
todos sus planes para salvar el
ejército azteca de la trampa en que se
encontraba amenazaban con venirse
abajo. Sin manifestar la menor
alteración ante tan inesperado
contratiempo, procedió a dar
instrucciones a Tízoc para que se
trasladase de inmediato al
campamento del indisciplinado
general, y tras de hacerse cargo del
mando de sus tropas, llevase a cabo
el proyectado repliegue. Antes de
ello, Tízoc debía despojar a
Zacuantzin de sus insignias militares
y darle muerte en castigo a su
insubordinación.
Acompañado de una pequeña
escolta, Tízoc se encaminó a toda
prisa a tratar de cumplir las órdenes
de su hermano. No lo lograría. Al
ascender un pequeño lomerío se
ofreció ante su sorprendida mirada
un inesperado espectáculo: la extensa
llanura que se divisaba en lontananza
parecía materialmente alfombrada de
cadáveres de guerreros tenochcas. En
uno de los costados del terreno
numerosos contingentes de tropas
tarascas -indiscutibles vencedoras
del recién finalizado encuentroprocedían
a reorganizar sus filas, con
la evidente intención de proseguir su
avance.
En las proximidades del sitio
donde se encontraba Tízoc, pequeños
grupos de soldados aztecas, del todo
semejantes a los maltrechos restos de
un devorador naufragio,
deambulaban sin rumbo fijo,
confusos y desorientados, buscando
tan sólo apartarse cuanto antes de
aquel lugar que tan fatídico les
resultara.
Durante un primer momento,
Tízoc se resistió a aceptar que las
contadas y aturdidas figuras que
contemplaba constituían los únicos
sobrevivientes de toda el ala derecha
del ejército azteca. Tras de
sobreponerse a su sorpresa, se dio
cuenta de la gravedad de la situación,
y suspendiendo su avance, envió un
mensajero para prevenir a Ahuízotl
de la imposibilidad que existía de
realizar la retirada conjuntamente
con las tropas del ala derecha, pues
éstas habían dejado de existir. Acto
seguido, Tízoc ordenó a uno de sus
acompañantes que hiciese sonar el
caracol que portaba, convocando así
a congregarse en torno suyo a los
dispersos soldados tenochcas que se
encontraban deambulando por los
alrededores. Estos no tardaron en
acudir al llamado, en sus miradas
podía leerse la completa turbación
que les dominaba, resultaba evidente
que sus cerebros aún no terminaban
de admitir la realidad de lo ocurrido.
Trascendido ya el inicial
asombro, Tízoc recuperó
prontamente su cotidiana
personalidad, vivaz y burlona, y
comenzó a expresarse con frases
llenas de humor sobre la estropeada
apariencia que presentaban los
soldados que iban llegando,
comparando a éstos con asustados
conejos que huían de un voraz
coyote.
La innegable presencia de
ánimo que revelaba el humorismo de
Tízoc produjo una pronta y favorable
reacción en el abatido espíritu de los
vencidos. Recobrando su proverbial
marcialidad y gallardía, los
guerreros se alinearon en bien
ordenada formación, y marchando
con rítmico andar, prosiguieron su
retirada bajo el mando de Tízoc,
incorporándose finalmente al grueso
del ejército tenochca.
Comprendiendo que su
proyectada maniobra de retirada
resultaba ya de imposible
realización, Ahuízotl ordenó se
procediese a organizar rápidamente a
las tropas en una cerrada formación
defensiva. Asimismo, envió varios
mensajeros al lugar señalado
inicialmente para llevar a cabo la
reunión con las fuerzas de Tlecatzin,
indicando a éste que no le aguardase
en aquel sitio, sino que acudiese
cuanto antes en su ayuda. Los
mensajeros retornaron al poco
tiempo sin haber podido cumplir su
misión, pues ya no era posible
traspasar el cerco tendido por las
fuerzas tarascas que avanzaban en
todas direcciones y cuya llegada se
produciría de un momento a otro.
Y en efecto, la llegada de las
tropas purépechas no se hizo esperar.
Su avance ponía de manifiesto cierta
precipitación, como si cada uno de
los guerreros tarascos pretendiese
ser el primero en iniciar el combate.
Las vigorosas facciones de los recién
llegados revelaban bien a las claras
sus pensamientos y la intención que
les animaba: sabían que el desarrollo
de la batalla les era favorable y
estaban resueltos a coronar su
esfuerzo con el total aniquilamiento
de sus contrarios.
Ahuízotl observó con fría e
impasible mirada la llegada de la
avalancha purépecha. Volviéndose
hacia los oficiales que le rodeaban
levantó en alto su afilado macuahuitl
y pronunció con fuerte voz una sola
palabra:
¡Tlacaélel!
Repetido primeramente por los
oficiales próximos al comandante
azteca y acto seguido por sucesivas
filas de guerreros, el nombre del
Cihuacóatl Imperial se extendió en
ondas vibratorias por todo el ejército
tenochca. Confluyendo y
entremezclándose, la pronunciación y
los ecos de aquella palabra se
unificaron, estremeciendo el aire con
su acento:
¡Tlacaélel!
La evocación de la figura del
Azteca entre los Aztecas justo en el
momento que antecedía al choque
decisivo de ambos ejércitos,
obedecía a un deliberado propósito
por parte de Ahuízotl: delimitar con
precisa exactitud la verdadera
trascendencia que tenía aquella
batalla, e impedir que los guerreros
tenochcas pudiesen ser afectados en
su capacidad combativa por una
exagerada valoración de las posibles
consecuencias de aquel encuentro, en
el cual tal vez todos pereciesen y el
Emperador resultase muerto o
capturado; pero todo esto no tenía en
realidad una auténtica importancia,
ya que no constituía en modo alguno
una amenaza ni a la supervivencia
del Imperio, ni mucho menos a la
continuidad de los fines para los
cuales éste había sido creado, pues
allá en la capital azteca, el forjador y
auténtico guía de la grandeza
tenochca sabría de seguro encontrar
los medios adecuados para lograr
que el Pueblo del Sol superase el
contratiempo sufrido y continuase
adelante en su ascendente marcha.
No quedaba, por tanto, sino que en
esos momentos cada guerrero
olvidase cualquier otra preocupación
que no fuese la de concentrar toda su
atención y energía en el combate que
se avecinaba.
La furiosa arremetida de las
tropas tarascas hizo estremecer al
ejército azteca y estuvo a punto de
lograr su desorganización, pero la
cerrada formación de las filas
tenochcas les permitió absorber el
impacto y permanecer aferradas al
terreno.
El encuentro adquirió desde el
primer momento un inusitado frenesí
que tenía algo de anormal y
sobrehumano, como si ambos
contendientes se encontrasen
poseídos de una poderosa energía
que les permitía destruirse con
asombrosa rapidez y eficacia.
Batallones enteros quedaban fuera de
combate en un abrir y cerrar de ojos.
Nadie cedía un paso, prefiriendo en
todo caso quedar muerto en el mismo
sitio donde combatía.
Como era siempre su
costumbre, Ahuízotl y Tízoc luchaban
uno al lado del otro, coordinando sus
movimientos con tan perfecta
precisión, que más bien parecían un
solo guerrero dotado de miembros
duplicados.
Sin ostentar ninguna de las
insignias inherentes a su alta
investidura, Axayácatl era tan sólo un
guerrero más en las filas del acosado
ejército azteca. Una especie de afán
suicida parecía dominarle
impulsándole a un estilo de lucha en
extremo riesgoso, como si
deliberadamente pretendiese perder
la vida en medio de aquel mortífero
combate.
La valentía y arrojo con que
luchaban los guerreros tenochcas y
tarascos eran del todo semejantes, y
de ello se derivaba la falsa
impresión de que aquel encuentro
sólo concluiría hasta que los dos
ejércitos se hubiesen mutuamente
aniquilado, pero ello no era así, pues
merced a la estrategia puesta en
práctica por Zamacoyáhuac, sus
tropas contaban ahora con una
considerable superioridad numérica,
y en forma lenta pero segura, dicha
ventaja iba inclinando poco a poco la
victoria en su favor. Sin posibilidad
alguna de romper el cerco por sus
propias fuerzas, la destrucción del
ejército azteca era tan sólo cuestión
de tiempo. Y así lo comprendían sus
integrantes, que si bien proseguían
combatiendo con inquebrantable
ahínco, no vislumbraban ya
esperanza alguna de salvación.
Existía, sin embargo, una
persona que a pesar de hallarse
sumida en la más completa negrura
como resultado de la reciente
pérdida de sus ojos, continuaba
poseyendo en su mente una clara
visión de todas las posibles
perspectivas sobre las cuales podía
desarrollarse la batalla. Tras de
haber logrado escapar al ataque de
sus enemigos, Tlecatzin había
conducido a sus tropas hasta el sitio
fijado inicialmente por Ahuízotl para
efectuar la reunificación de las
fuerzas aztecas. Después de esto no
se había limitado a esperar inactivo
la llegada de las otras dos secciones
del ejército, sino que había
despachado numerosos mensajeros a
realizar misiones de observación en
todas direcciones.
Al retornar los mensajeros con
la información de que a cierta
distancia de aquel lugar se estaba
librando una feroz batalla que
mantenía inmovilizadas a las tropas
aztecas, Tlecatzin comprendió de
inmediato que el plan de retirada
ideado por Ahuízotl no se estaba
cumpliendo en los términos
previstos; y sin pérdida de tiempo,
ordenó a sus tropas constituir dos
gruesas columnas de ataque, y
transportado en andas por jóvenes
guerreros que se iban turnando para
sostenerle, se encaminó a toda prisa
hacia el lugar donde se desarrollaba
el combate.
Muy pronto el fragor de la
batalla llegó hasta los oídos de
Tlecatzin, indicándole la proximidad
del sitio donde tenía lugar el
encuentro. El guerrero comprendió la
necesidad de hacer saber a las tropas
sitiadas su presencia, evitando así el
posible desaliento que podía
generarse en ellas al suponer, en
medio de la confusión reinante, que
llegaban nuevos refuerzos de tropas
enemigas. Apoyándose en los
hombres de quienes lo conducían, el
general azteca alzó su cuerpo al
tiempo que exclamaba con toda la
fuerza de sus pulmones:
¡ Citlalmina!
El nombre de la madre adoptiva
de Tlecatzin fue de inmediato
coreado por incontables voces,
inundando el campo de batalla con su
musical acento:
¡ Citlalmina!
Las sitiadas tropas tenochcas,
que a duras penas continuaban
sosteniendo el embate tarasco,
escucharon gratamente sorprendidas
la incesante repetición del nombre de
la legendaria hefoína azteca y
pronunciaron a su vez, con
desesperado afán, su propio grito de
guerra.
¡Tlacaélel!
Dominando el estruendo que
producían el entrechocar de escudos
y macuahuimeh, de silbar de flechas
y gemidos de heridos, la enunciación
de los nombres de las dos
personalidades más famosas del
mundo azteca -fundiéndose en una
sola y prolongada palabra- parecían
imprimir todo un vibrante ritmo al
espacio donde se libraba la
contienda:
¡ Citlalmina-Tlacaélel! ¡
Tlacaélel-Citlalmina!
Las columnas mandadas por
Tlecatzin se arrojaron contra las
tropas purépechas, con la evidente
intención de abrir una especie de
estrecho corredor que permitiese la
salida de sus cercados compañeros.
Por su parte, los guerreros tarascos
se aprestaron con determinación a
frustrar los propósitos de sus rivales.
Desde lo alto de la principal
fortaleza purépecha,
Tzitzipandácuare, Rey de
Michhuacan, y Zamacoyáhuac,
comandante en jefe de los ejércitos
tarascos, habían permanecido
observando con reconcentrada
atención el desarrollo de la batalla.
En varias ocasiones
Tzitzipandácuare había tenido que
dirigir la palabra a la numerosa y
excitada población civil ahí reunida,
tanto para recomendarle que se
mantuviese en calma y confiada en el
triunfo de su causa, como para
oponerse rotundamente a las
peticiones de mujeres, ancianos y
niños, que deseaban descender a la
llanura a tomar parte en el combate.
Los mensajeros llegados del
campo de batalla habían transmitido
a Zamacoyáhuac, una y otra vez, la
solicitud de que acudiese a tomar
parte en la lucha al frente del
pequeño grupo de tropas de reserva
que éste mantenía consigo, pues de
hacerlo así -opinaban los oficiales
tarascos- se aceleraría la destrucción
del cercado ejército azteca. Sin
embargo, el taciturno general
purépecha no había accedido aún a la
petición de sus subalternos,
estimando que la intervención de tan
escasas fuerzas no alteraría en nada
el curso del encuentro, y en cambio,
le privaría de toda posibilidad de
hacer frente a cualquier eventualidad
que pudiese presentarse. Y
Zamacoyáhuac estaba seguro de que
di • cha eventualidad habría de
ocurrir antes de que finalizara la
contienda, pues conocía de sobra la
pericia militar de Tlecatzin -puesta
una vez más de manifiesto al ejecutar
la maniobra con que lograra burlar la
trampa urdida en su contra- y no
dudaba que en cualquier momento las
tropas del general azteca harían su
reaparición en el campo de batalla.
Las dos largas estelas de polvo
que surgiendo en el horizonte se
acercaban a toda prisa a la llanura
donde se desarrollaba el encuentro,
constituyeron para Zamacoyáhuac un
seguro indicio del próximo arribo de
las fuerzas de Tlecatzin.
Comprendiendo que la batalla se
acercaba a su momento decisivo, el
general tarasco organizó en columna
de ataque al pequeño contingente de
tropas de reserva, y marchando en
unión de Tzitzipandácuare al frente
de sus fuerzas, inició un rápido
descenso rumbo a la llanura.
La llegada de los refuerzos
purépechas coincidió en forma casi
simultánea con el arribo al campo de
batalla de las tropas de Tlecatzin.
Ambas acciones pusieron de
manifiesto ante todos los
combatientes la necesidad de realizar
en aquellos instantes un poderoso
sobreesfuerzo, con miras a lograr el
cumplimiento de sus respectivos
propósitos. Decididos a impedir a
todo trance la escapatoria de sus
rivales, los tarascos efectuaron un
nuevo y furioso intento por deshacer
la cerrada formación de los
batallones tenochcas. Los aztecas,
por su parte, al percatarse que se
presentaba ante ellos una esperanza
de salvación, sacaron fuerzas de su
agotamiento, y al mismo tiempo que
proseguían luchando para impedir la
ruptura de sus cuadros, intentaron un
desesperado contraataque justo en el
lugar por donde arremetían las tropas
de Tlecatzin.
Deseando llevar a cabo un acto
que produjese la consternación en
sus rivales y terminase por ocasionar
la anhelada y al parecer ya inminente
desorganización de sus filas,
Zamacoyáhuac procuró localizar,
desde el momento mismo de su
arribo al campo de batalla, el sitio
donde se hallaba el Emperador
Azteca. Aun cuando Axayácatl no
lucía insignia alguna sobre su
persona, muy pronto fue descubierto
por la aguda mirada del comandante
purépecha; quien arrollando a todo
aquel que se interponía en su camino,
logró irse aproximando al
mandatario azteca.
Axayácatl pareció adivinar que
el fornido general tarasco que se
acercaba derribando guerreros
tenochcas cual si fuesen débiles
cañas, era precisamente el causante
del inusitado apuro en que se
encontraban las fuerzas imperiales, y
a su vez, buscó también aproximarse
a su rival, con el claro propósito de
enfrentársele.
Muy pronto ambos personajes
se hallaron frente a frente,
iniciándose al instante una cerrada
contienda. Axayácatl era famoso por
su habilidad en el manejo del
macuahuitl y el escudo, armas que
sabía utilizar con inigualable pericia;
sin embargo, en esta ocasión le
dominaba un incontrolable
sentimiento de furia, pues presentía
que aquella figura con la que
luchaba, personificaba todo el
espíritu de oposición de los tarascos
a los propósitos tenochcas de
predominio universal. El afán de
abatir cuanto antes a su adversario
llevó al Emperador a cometer un
leve error en la sincronización de sus
movimientos. Pretendiendo dar
mayor impulso al brazo para lanzar
un golpe, apartó ligeramente su
escudo desprotegiendo así su cabeza
durante un tiempo no mayor al de un
parpadeo. El pequeño resquicio fue
llenado al punto por el macuahuitl de
Zamacoyáhuac, lanzado con la fuerza
y la velocidad de un zarpaso. El
impacto deshizo el casco protector
del Emperador -engalanado con una
altiva cabeza de águila- afectando al
cráneo con una grave herida que
originó el inmediato desplome de
Axayácatl. Incontables brazos
tenochcas se lanzaron al rescate del
cuerpo del monarca, apartándolo con
prontitud del centro de la lucha.
En contra de lo previsto por
Zamacoyáhuac, el derrumbe del
Emperador no ocasionó mayores
consecuencias en el desarrollo del
combate. La transferencia de mando
realizada por Axayácatl en favor de
Ahuízotl no había sido un acto
puramente formal, sino que
correspondía a una auténtica
realidad, y el impasible guerrero
azteca era ahora la fuerza de
sustentación que permitía a las
acosadas fuerzas imperiales
mantener su coherencia.
Al advertir su error,
Zamacoyáhuac buscó de nueva cuenta
entre sus rivales al dirigente del
ejército tenochca. No tardó en
percatarse de la presencia de
Ahuízotl, quien en unión de Tízoc
continuaba derribando a cuantos se
atrevían a cruzar sus armas con las
suyas. Una sola mirada bastó al
general purépecha para entender que
era aquel guerrero y no otro quien
constituía en esos momentos la
voluntad conductora de las fuerzas
imperiales. Teniendo siempre a su
lado a Zitzipandácuare, el
comandante tarasco se fue abriendo
paso rumbo al sitio donde se
encontraba Ahuízotl, quien había
observado ya la proximidad de
Zamacoyáhuac, y a su vez, buscaba
también la forma de llegar junto a él
para enfrentársele.
Cuando todo parecía indicar
que el encuentro entre ambos
comandantes tendría forzosamente
que producirse, la batalla tomó de
repente un nuevo giro: venciendo la
tenaz oposición enemiga mediante un.
continuado y desesperado esfuerzo,
las tropas de Tlecatzin habían
logrado finalmente traspasar el cerco
tarasco y establecer contacto con sus
abrumados compañeros. Se inició al
instante la retirada del ejército
azteca, que aprovechando el espacio
logrado gracias al contraataque del
ciego y valeroso general, se
precipitó a través del salvador
pasadizo, transportando consigo a un
gran número de heridos y
manteniendo todo el tiempo la
organizada formación de sus filas. La
batalla entró de inmediato en una
nueva fase, en la que los aztecas
buscaban alejarse lo más
rápidamente posible, mientras que
los tarascos presionaban a sus
rivales, intentando impedir o al
menos obstaculizar al máximo su
retirada.
Las circunstancias en que se
desarrollaba el combate hacían
difícil el enfrentamiento entre
Ahuízotl y Zamacoyáhuac. En
realidad habría bastado con que el
guerrero azteca retrocediera más
lentamente o el general tarasco
acelerase ligeramente su avance,
para que el encuentro se produjera,
pero en aquellos instantes, ambos
comandantes encarnaban en su
persona la voluntad conductora que
guiaba a los ejércitos en pugna, y la
sincronización entre sus acciones y la
actuación de sus respectivas tropas
era de tal grado, que de variar alguno
de ellos el ritmo de su avance o
retroceso, se produciría de inmediato
un cambio de idéntico sentido en
todos los soldados bajo su mando, lo
que fatalmente pondría en peligro al
ejército que así actuase: si los
aztecas disminuían la velocidad de
su retirada quedarían cercados y si
los tarascos apresuraban su
acometida se exponían a
desorganizar sus filas y a quedar
expuestos a un contraataque enemigo.
En medio del frenético
torbellino de aquel devastador
encuentro, tanto Ahuízotl como
Zamacoyáhuac conservaban una
inalterable serenidad y un pleno
dominio de sus emociones. Así pues,
aun cuando ambos buscaban la
posibilidad de un enfrentamiento
personal, no estaban dispuestos a que
esto implicase el menor riesgo para
sus respectivos ejércitos, por lo que
ninguno de los dos alteró el ritmo de
sus pasos y la en ese momento corta
distancia que les separaba comenzó
lentamente a ensancharse. Como
obedeciendo a un mismo impulso, en
el instante en que empezaban a
alejarse, los dos guerreros apartaron
ligeramente los escudos que les
protegían y levantando sus armados
brazos efectuaron con éstos un
escueto ademán, a modo de
respetuoso saludo a su oponente. Al
realizar este gesto sus miradas se
encontraron y les fue posible, por vez
primera, observar por unos
momentos el rostro de su adversario.
Las facciones inmutables de los dos
guerreros sufrieron al punto una
inusitada transformación, al reflejar
sus semblantes una fugaz expresión
del más completo asombro. Y es que
para ambos el contemplar la faz de
su rival fue como el asomarse a una
corriente de agua y ver en ella
reflejado el propio rostro, pues la
semejanza de facciones del guerrero
purépecha y del militar azteca era
completa. No se trataba solamente de
un simple caso de fisonomías más o
menos parecidas, sino de una
auténtica y total similitud entre dos
caras, fenómeno singularmente
extraño, producto tal vez de la
profunda analogía existente también
entre las almas de ambos guerreros.
La retirada del ejército azteca
constituía ya un hecho consumado. A
pesar del acoso incesante de los
tarascos, los escuadrones tenochcas
proseguían llevando a cabo, cada vez
con mayor celeridad, su movimiento
de repliegue. La luz solar era para
entonces únicamente un pálido
reflejo rojizo en el horizonte. Muy
pronto la negrura de una noche sin
luna envolvía por igual a todos los
contendientes. Inopinadamente, una
recia tempestad se abatió sobre el
campo de batalla, poniendo punto
final al combate, pues con la
excepción de pequeños grupos de
guerreros separados del grueso de
las tropas, que entre las tinieblas y el
fango continuaban luchando hasta su
total exterminio, ambos ejércitos
dieron por concluidas las
hostilidades e iniciaron la tarea de
organizar, en medio de las
consiguientes dificultades, sus
respectivos campamentos.
Como resultado de las graves
heridas sufridas en su enfrentamiento
con el general tarasco, el Emperador
Axayácatl se encontraba privado del
conocimiento, razón por la cual era
Ahuízotl quien continuaba ejerciendo
la máxima autoridad en el ejército
tenochca. En cuanto hubo cesado la
lucha, el primer acto del comandante
azteca fue localizar a Tlecatzin y
externarle un lacónico elogio por su
acertada actuación, que había evitado
el total aniquilamiento de las fuerzas
imperiales. A continuación, sin
inquirir en ningún momento por los
motivos que habían inducido a
Tlecatzin a privarse de la vista,
Ahuízotl le expuso sus planes de
combate para el día siguiente, en que
muy probablemente se reanudaría el
encuentro entre ambos contendientes.
A pesar de la derrota sufrida en
la jornada recién concluida, Ahuízotl
estimaba que existía cierta
posibilidad de convertir el fracaso
en victoria durante el desarrollo del
próximo combate, pues éste se
realizaría en condiciones distintas al
anterior. La ingeniosa estratagema
tarasca que condujera a los aztecas a
dispersar sus tropas no podría volver
a repetirse. La totalidad de las
fuerzas que integraban a los dos
ejércitos se encontraban ahora frente
a frente, acampadas en medio de una
extensa llanura. El nuevo encuentro
constituiría, por tanto, una especie de
cerrado duelo a base de rápidas y
cambiantes maniobras. La mayor
experiencia de las tropas tenochcas
en esta clase de combates
representaba una ventaja que muy
bien podía resultar determinante. Con
acento pausado y frases en extremo
concisas, Ahuízotl concluyó de
explicar a su antiguo maestro los
lineamientos generales de la
estrategia que intentaba poner en
práctica. Tlecatzin consideró
apropiado el proyecto de Ahuízotl y
proporcionó a éste algunos útiles
consejos, producto de los
conocimientos adquiridos en su larga
vida de guerrero.
Semialumbrados por la
vacilante luz de humeantes hogueras -
cuyos empapados leños parecían
negarse a proporcionar luz y calor a
las tropas invasoras- los oficiales
tenochcas escucharon de labios de
Ahuízotl el plan de batalla con que
pretendía devolver a los tarascos el
quebranto sufrido. Concluida la
reunión, sus integrantes se
dispersaron presurosos por todo el
campamento. Instantes después la
movilización de los batallones
aztecas daba comienzo. No fue sino
hasta que todo el ejército quedó
situado en la posición que se
estimaba más conveniente para el
comienzo de la nueva batalla, cuando
se autorizó proporcionar un breve
descanso a las tropas.
Una enorme algarabía y un
desbordante júbilo imperaban en el
improvisado campamento tarasco.
Aunada a la comprensible alegría
por la victoria obtenida,
predominaba en soldados y oficiales
la certeza de que al día siguiente
lograrían completar su triunfo con el
aniquilamiento de las fuerzas
enemigas. En estas condiciones, la
opinión de Zamacoyáhuac -externada
en la junta de oficiales convocada
por el rey Tzitzipandácuare en cuanto
hubo terminado el combateconstituyó
para todos una inesperada
y desagradable sorpresa.
Zamacoyáhuac estimaba que
debían alejarse cuanto antes de aquel
sitio y proceder a concentrarse en sus
cercanas fortalezas. Estaba en contra
de un encuentro a campo abierto con
el ejército azteca sin haber elaborado
previamente un adecuado plan
estratégico, pues de lo contrario,
afirmaba, la mayor experiencia de
las tropas tenochcas en un combate
de esta índole les permitiría
improvisar más rápidamente sus
acciones y realizar una batalla con
grandes posibilidades de éxito.
La proposición de
Zamacoyáhuac de adoptar una
posición defensiva fue motivo de las
más airadas protestas por parte de
los generales tarascos, firmemente
convencidos de que sólo bastaba un
último esfuerzo para lograr el
exterminio del ejército enemigo. Al
insistir el comandante purépecha en
sus puntos de vista, varios de sus
subalternos se dejaron llevar por la
cólera y, haciendo a un lado los
argumentos, comenzaron a insultarle
acusándolo de cobardía; uno de
ellos, empuñando con fiereza un
largo cuchillo de obsidiana, se lanzó
en su contra con la evidente intención
de asesinarle. Zamacoyáhuac esquivó
con ágil movimiento la cuchillada y
de un solo golpe dejó tendido e
inconsciente a su atacante. Después
de ello y dirigiéndose a
Tzitzipandácuare -que hasta ese
momento había optado por no
intervenir, concretándose a escuchar
las opiniones de sus militaresmanifestó
al monarca que
consideraba inútil prolongar por más
tiempo la discusión, razón por la
cual, se retiraba a supervisar las
medidas que se estaban tomando para
atender a los heridos, en la
inteligencia de que fuese cual fuere
la resolución que el soberano
adoptase, él la acataría sin la menor
réplica.
El rey de Michhuacan era un
gobernante a un tiempo valeroso y
prudente. Al igual que sus generales,
deseaba ardientemente llevar hasta
su total conclusión la victoria de las
armas tarascas; sin embargo,
comprendía muy bien la veracidad de
los argumentos de Zamacoyáhuac,
máxime que en su mente estaba aún
fijo el recuerdo de lo que
contemplara aquella mañana al inicio
de la batalla, cuando las tropas al
mando de Tlecatzin, demostrando una
increíble capacidad de maniobra,
habían logrado escapar a un cerco
que parecía imposible de romper.
Así pues, con palabras cuya firmeza
dejaba bien a las claras lo
irrevocable de su determinación,
Tzitzipandácuare manifestó ante el
consejo de oficiales la decisión que
había tomado y las razones de ésta:
abandonarían esa misma noche el
campo de batalla y se retirarían a sus
fortalezas. Las tropas invasoras -
afirmó el monarca- muy bien podían
darse el lujo de intentar recuperar la
iniciativa, arriesgando el todo por el
todo en una segunda batalla, pues aun
en el supuesto de que resultasen
aniquiladas y el Emperador
pereciese, en la capital azteca
estaban en posibilidad de organizar
nuevos ejércitos y de designar otro
Emperador. Muy distinta era la
situación a la que se enfrentaban los
tarascos, cuya derrota en un combate
que ya no era estrictamente necesario
-pues el descalabro sufrido por las
fuerzas enemigas las incapacitaba
para llevar adelante la invasión
proyectada- significaría la
desaparición misma del Reino
Tarasco como entidad independiente.
Una vez adoptada la resolución
de asumir una posición defensiva,
Tzitzipandácuare mandó llamar a
Zamacoyáhuac y tras de reafirmarle
su plena confianza, le encomendó la
dirección de la retirada. Sin pérdida
de tiempo, el comandante tarasco
comenzó a impartir las órdenes
necesarias para llevar a cabo el
repliegue, disponiendo, asimismo, la
forma en que las tropas debían
quedar distribuidas entre los
distintos baluartes, finalmente, dio
instrucciones para que los numerosos
contingentes de población civil que
habían descendido de las fortalezas a
colaborar en diferentes labores -
transporte de víveres y armas,
asistencia a los heridos, retiro de
cadáveres, etc.- se dieran a la tarea
de recoger del campo de batalla todo
el equipo abandonado por los aztecas
durante su precipitada retirada, pues
en gran parte ese equipo consistía en
los implementos que los tenochcas
pensaban utilizar en su asedio de las
fortificaciones purépechas.
Las órdenes de Zamacoyáhuac
comenzaron a ser ejecutadas con gran
celeridad y muy pronto contingentes
cada vez más numerosos de tropas
tarascas se encaminaban
ordenadamente, en medio de la
penumbra de la noche, en dirección a
los baluartes cuya defensa les había
sido encomendada.
La noticia referente a la
frustrada agresión perpetrada en
contra de Zamacoyáhuac por uno de
sus propios oficiales, así como la
diferencia de pareceres surgida entre
aquel y sus subalternos, se difundió
rápidamente entre los integrantes de
la población purépecha presente en
las proximidades del campo de
batalla. De inmediato la población
civil dio a conocer cuál era su
unificada opinión al respecto: vítores
incesantes y entusiastas en favor del
general tarasco, proferidos por gente
del pueblo, comenzaron a dejarse oír
por doquier. Cuando ya cerca del
amanecer y al frente del último grupo
de tropas, Zamacoyáhuac hizo su
arribo a la más importante de las
fortificaciones, le aguardaba el
espontáneo homenaje de la
innumerable población ahí
congregada, que de múltiples
maneras deseaba testimoniar su
gratitud al genial estratego que había
sabido engañar y derrotar a un
ejército tenido hasta entonces como
invencible, preservando así la
existencia del Reino Tarasco.
Zamacoyáhuac permaneció tan
impasible ante el emocionado
homenaje de su pueblo, como antes
lo había estado frente a los insultos
de sus oficiales.
La luz del nuevo día iluminó a
un maltrecho ejército azteca alineado
en formación de combate en medio
de una solitaria llanura, sin ningún
rival al frente con quien llevar a
cabo la proyectada batalla. A lo
lejos, en los elevados valles donde
se asentaban los baluartes
purépechas, las sólidas defensas
enemigas lucían más inexpugnables
que nunca.
En una breve reunión en la que
participaron todos los oficiales
tenochcas, Ahuízotl expuso con frío
realismo la situación en la que se
encontraban: tras de las cuantiosas
bajas sufridas en la batalla del día
anterior y desprovistas de sus
implementos de asedio, las tropas
aztecas no contaban con la menor
probabilidad de éxito en caso de que
se intentara tomar por asalto las
fortificaciones enemigas; no
quedaba, por tanto, sino aceptar el
fracaso padecido en aquella
campaña, e iniciar cuanto antes el
camino de retorno.
Mientras las fuerzas imperiales
levantaban el campo y con ánimo
dolorido se preparaban para el largo
viaje de regreso, un selecto número
de mensajeros se encaminaba con
veloz andar rumbo a la capital
azteca. Atendiendo a las expresas
instrucciones impartidas por
Ahuízotl, los mensajeros no debían
relatar a nadie lo acontecido en
tierras tarascas, manteniendo en
secreto la noticia de la derrota
sufrida por el ejército azteca, hasta el
momento en que se hallaran a solas
frente a Tlacaélel.
Capítulo XX
¡ME-XIHC-CO - ME-XIHC-CO
ME-XIHC-CO!
Con objeto de lograr que su
entrada a la capital azteca pasase lo
más desapercibida posible, los
mensajeros enviados por Ahuízotl
aprovecharon la oscuridad nocturna
para efectuar la última parte de su
largo recorrido. Alumbrados por
tenues antorchas colocadas en la
proa de sus embarcaciones, remaron
sin cesar durante toda la noche hasta
arribar, con las primeras luces del
amanecer, al corazón del Imperio.
Tlacaélel recibió con agrado la
noticia de la llegada de mensajeros
provenientes de la región purépecha,
seguro como estaba de que éstos
traerían la nueva del triunfo de las
armas tenochcas y de la consiguiente
incorporación del Reino Tarasco al
dominio azteca. Sin tener que
efectuar espera alguna, los
mensajeros fueron introducidos ante
la presencia del Cihuacóatl Imperial.
El rostro del Azteca entre los
Aztecas permaneció imperturbable
mientras escuchaba de labios de los
recién llegados, con pormenorizada
exactitud, el relato del inesperado
descalabro padecido por las tropas
aztecas en su enfrentamiento con los
tarascos. Concluida su narración, los
atribulados mensajeros recibieron
una afable felicitación de Tlacaélel
por el eficaz desempeño de su
misión, así como la terminante
indicación de que, hasta nueva orden,
no debían aún informar a nadie más
sobre lo acontecido en Michhuacan.
Después de ordenar que se
suspendieran las audiencias de aquel
día, Tlacaélel salió del Palacio
Imperial y se encaminó solitario a lo
más alto del Templo Mayor,
ensimismándose largo rato en la
contemplación del fascinante
espectáculo que ofrecía de continuo
la capital azteca, toda ella rebosante
de una incesante actividad y de un
notorio sentimiento de orgullosa
confianza en su fortaleza y poderío.
Mientras observaba la
bulliciosa ciudad que se extendía
bajo sus plantas, el Portador del
Emblema Sagrado recordó que en
numerosas ocasiones, mientras se
sucedían sin interrupción los triunfos
de los ejércitos tenochcas, había
deseado en su fuero interno que éstos
padeciesen al menos una derrota,
pues sabía que son siempre la
adversidad y los contratiempos los
que permiten fortalecer el alma de
los pueblos, pero en contra de sus
deseos, la larga serie de victorias
aztecas había proseguido
incontenible. Y era precisamente
ahora; cuando el sueño tan
largamente acariciado de lograr la
unificación del género humano
parecía estar al alcance de la mano,
cuando ya todos los tenochcas se
habían acostumbrado a considerarse
así mismos como invencibles y
cuando él, que fuera quien condujera
a su pueblo en la labor de edificar un
Imperio, era ya un anciano que vivía
la última etapa de su existencia, el
momento en que aquella derrota
antaño deseada se producía en forma
del todo sorpresiva e inesperada.
Tras de echar un último vistazo
a la siempre cambiante ciudad,
Tlacaélel trató de imaginar, sin
conseguirlo, la posible reacción que
sobrevendría entre sus habitantes al
momento de enterarse de lo ocurrido,
concluyendo para sus adentros, que
sería precisamente la conducta que
frente a este hecho adoptase el
pueblo la que vendría a poner de
manifiesto la verdadera fortaleza del
Imperio, demostrando así si éste era
sólo un gigante engreído y vanidoso,
incapaz de hacer frente al infortunio
y de alcanzar las elevadas metas para
las que había sido creado, o si por el
contrario, constituía ya un organismo
lo suficientemente poderoso como
para lograr convertir sus fracasos en
valiosas experiencias, que viniesen a
acrecentar sus fuerzas en lugar de
disminuirlas.
Retornando al Palacio Imperial,
Tlacaélel ordenó que se convocase
de inmediato a los habitantes de la
capital azteca a una gran reunión en
la Plaza Mayor, pues deseaba
informar a todo el pueblo respecto a
un asunto de particular importancia.
Los enormes caracoles marinos
existentes en los diversos templos de
la ciudad comenzaron a inundar el
espacio con su ronco y poderoso
acento. Ante su insistente llamado, la
gente interrumpía el desempeño de
sus actividades cotidianas y acudía
presurosa a inquirir la causa de tan
inusitada algarabía. Los mensajeros
enviados a todos los templos de la
capital se concretaban a informar, a
cuantos querían escucharles, que el
Azteca entre los Aztecas había citado
a su pueblo para comunicarle una
trascendental noticia. Muy pronto,
los canales y las calles de la Gran
Tenochtítlan comenzaron a verse
pictóricos de largas filas de canoas y
de apretadas multitudes, que
convergían desde los cuatro rumbos
de la ciudad hacia la Gran Plaza
Mayor, tradicional lugar de reunión
del Pueblo del Sol.
Por el rumbo de Teopan -región
oriente de la capital azteca- existía
una prestigiada escuela para niños
menores de diez años fundada mucho
tiempo atrás por Citlalmina, a la que
asistían Moctezuma y Cuitláhuac,
hijos del Emperador Axayácatl, de
nueve y seis años de edad
respectivamente.
Después de reunir a niños y
maestras en el amplio patio de la
escuela, la Directora anunció que por
ese día quedaban suspendidas las
clases, pues todos debían dirigirse
de inmediato al centro de la ciudad, a
tomar parte en una reunión
convocada por el Cihuacóatl
Imperial. Haciéndose eco del rumor
que para entonces circulaba ya por
toda la ciudad, la Directora se
permitió anticipar a su auditorio, con
evidente júbilo, el propósito que
seguramente había motivado la
reunión: dar a conocer el triunfo
alcanzado por el ejército azteca en
tierras tarascas.
Al igual que los niños de
cualquier época y lugar, los
pequeños escolares se llenaron de
alegría al enterarse que se produciría
una inesperada interrupción de sus
labores normales. Entre risas y
empujones, regaños de maestras y un
generalizado regocijo, los chiquillos
fueron integrando largas y apretadas
filas para luego emprender la
caminata hacia el centro de la
ciudad.
La inmensa plaza lucía pletórica
de una abigarrada multitud. Un
ambiente festivo imperaba por
doquier y se manifestaba en la
despreocupada expresión de los
rostros y en el alborozado murmullo
de las voces.
El bullicio se trocó de
inmediato en respetuoso silencio al
aparecer, en el primer descanso de la
escalinata de la alta pirámide que
albergaba al Templo Mayor, la
conocida figura del Azteca entre los
Aztecas. Una tenue brisa hacía
ondear levemente el largo manto
negro y blanco de Tlacaélel, que se
hallaba ataviado con todos los
emblemas inherentes a su investidura
de Cihuacóatl Imperial y portaba,
asimismo, la más venerada de todas
las insignias: la mitad del Caracol
Sagrado de Quetzalcóatl de la cual
era depositario.
Amplificadas por la excelente
acústica lograda gracias a la
adecuada disposición de los
edificios, las palabras de Tlacaélel
resonaron enseguida en la enorme
explanada. Su voz conservaba el
mismo poderoso vigor que tuviera en
sus años juveniles y su elocuente
oratoria, caracterizada por constantes
y bien moduladas inflexiones y por la
introducción de imprevistas pausas
que ocasionaban silencios tensos y
expectantes, constituía, como de
costumbre, una refinada obra maestra
de la expresión oral.
En forma del todo fidedigna,
cual si hubiese estado presente al
momento de efectuarse el combate,
Tlacaélel fue relatando a sus
asombrados oyentes el desarrollo de
la batalla librada por las tropas
imperiales con el ejército tarasco,
así como las funestas consecuencias
que para las primeras se habían
derivado de aquel encuentro:
alrededor de treinta mil guerreros
aztecas habían perecido y era
incontable el número de heridos, el
Emperador se debatía entre la vida y
la muerte a consecuencias de una
grave lesión y el ejército tenochca se
había visto obligado, por vez
primera en su historia, a emprender
el camino de retorno sin cumplir la
misión que le fuera encomendada.
Después de una última y
prolongada pausa, Tlacaélel
concluyó su alocución con
categóricas afirmaciones y
enigmáticas interrogantes:
Escuchad. Meditad. Existen
acontecimientos que son tan sólo
débiles vislumbres, pálidos reflejos
de la realidad que yace oculta en lo
más profundo de los corazones.
La derrota de un pueblo, la
pérdida de su fortaleza y poderío,
no sobreviene nunca como resultado
de fracasos ocurridos en los campos
de batalla, es siempre consecuencia
de la quiebra interior de su
voluntad. Sólo está vencido quien
admite estarlo.
¡Pueblo de Tenoch. Os he
narrado, os he referido el
infortunado combate librado por
nuestros guerreros con los ejércitos
purépechas. Este encuentro aún no
ha concluido. La lucha
verdaderamente trascendental y
decisiva tendrá lugar, ahora, en el
corazón de todos los aztecas!
¿Quién logrará el triunfo en
este combate?
¿Quién obtendrá la definitiva y
auténtica victoria?
Tras de pronunciar las últimas
frases con tan recio acento que hasta
los gigantescos edificios que
encuadraban la plaza parecieron
vibrar y estremecerse, Tlacaélel se
encaminó al interior del Templo
Mayor, desapareciendo ante la vista
de la multitud.
Muy lentamente, cual si
despertase de una colectiva y
paralizante pesadilla, el enorme
gentío comenzó a dar síntomas de
vida. Un intenso murmullo, resultado
de miles de voces hablando al
unísono, fue inundando el aire de
crecientes sonidos. Al parecer, cada
tenochca deseaba constatar con su
más próximo acompañante si en
verdad el Cihuacóatl Imperial había
pronunciado las palabras que sus
oídos escucharan, o éstas habían sido
un simple producto de una pasajera
alucinación personal.
Al ir cobrando conciencia de la
realidad y gravedad de los
acontecimientos relatados por
Tlacaélel, se suscitaron en el seno de
la multitud las más variadas
emociones. Ira y estupor, pesar y
confusión, alternaban fugazmente su
dominio sobre el agitado espíritu
popular, sin que ninguno de estos
sentimientos perdurase el tiempo
suficiente para expresarse mediante
alguna clase de acción. En ciertos
momentos, el rumor de voces con
marcado tono de exaltada furia
parecía crecer en forma incontenible,
pero luego, se trocaba
repentinamente en un zumbido apenas
perceptible, que evidenciaba el más
completo desconcierto. El corazón
de la metrópoli azteca semejaba a un
naciente huracán prisionero de sus
propias fuerzas, cuyos vientos
encontrados no alcanzaban a escoger
la dirección adecuada para expander
su contenida energía.
Observando sin ser visto desde
el Templo Mayor a través de una
angosta abertura, Tlacaélel mantenía
fija la mirada en la Plaza,
contemplando, con preocupada
atención, la manifiesta incapacidad
que dominaba a la multitud para
lograr unificar y expresar sus
sentimientos.
En uno de los extremos de la
plaza, confundido entre las largas
filas de sus compañeros de escuela,
el pequeño Cuitláhuac, hijo del
Emperador Axayácatl, se encontraba
sufriendo la experiencia más amarga
de su corta existencia. Al igual que
todos los presentes, había acudido a
la reunión con ánimo alegre y
despreocupado, esperando escuchar
de labios del Cihuacóatl Imperial la
confirmación de la noticia ya
anticipada por la Directora de su
escuela, o sea el anuncio de una
victoria más del invencible ejército
azteca, pero en lugar de ello, el
respetado anciano de imponente voz
y majestuosa figura había enunciado
una serie de incomprensibles y
aciagos sucesos. Al escuchar que su
propio padre -a quien consideraba el
más poderoso guerrero que podía
existir sobre la tierra- había caído
abatido por los certeros golpes del
general enemigo, y que tal vez en
aquellos instantes no formaba ya
parte del mundo de los vivos, el alma
infantil de Cuitláhuac se vio
sobrecogida por la tristeza y la
desesperanza.
El caótico remolino de
encontradas emociones en que se
había transformado la plaza,
incrementó aún más la asfixiante
sensación de angustia que dominaba
a Cuitláhuac. Al borde del llanto, los
ojos del pequeño buscaron con
ansiedad los rostros de sus maestras,
intentando hallar en ellos una mirada
de aliento y comprensión, pero sólo
encontró en su derredor desolados
semblantes femeninos bañados en
lágrimas. Desesperado, abandonó su
lugar al principio de la fila e intentó
llegar al final de la misma, hasta el
sitio donde se encontraba su hermano
Moctezuma, quien constituía para él
ejemplo insuperable de arrogante
valentía. A unos pasos de su
objetivo, Cuitláhuac se detuvo
paralizado de asombro, al observar
que al igual que los demás niños que
le rodeaban, su hermano mayor
lloraba abierta y desconsoladamente.
En el instante mismo en que
Cuitláhuac presintió que le resultaría
imposible contener por más tiempo
el llanto que ya asomaba a sus ojos,
una energía poderosa y desconocida
pareció despertar súbitamente en lo
más profundo de su ser. Con la faz
transformada por la vigorosa
resolución que le animaba, el niño de
apenas seis años de edad levantó sus
brazos en dirección al Templo
Mayor, a la vez que repetía una y
otra vez con firme acento:
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co -
Me-xíhc-co! En medio de la confusa
algarabía que reinaba en la plaza, la
voz de Cuitláhuac no alcanzó a ser
percibida por nadie durante un largo
rato, pero luego, los más cercanos de
sus compañeros comenzaron a unir
sus voces a la suya, y muy pronto,
todos los pequeños integrantes de la
escuela fundada por Citlalmina eran
un solo grito resonando entre la
aturdida muchedumbre:
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co -
Me-xíhc-co!
Las maestras que acompañaban
a los niños, secando sus lágrimas,
incorporaron sus emocionadas voces
al creciente coro. Igual cosa hicieron
las numerosas vendedoras del
mercado de Tlatelolco, agrupadas en
un lugar próximo a los escolares.
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co -
Me-xíhc-co!
En pocos momentos, recias y
varoniles voces secundaron el
rítmico grito de niños y mujeres.
Campesinos y pescadores, artesanos
y comerciantes, sacerdotes y
guerreros, parecieron presentir que
el ancestral vocablo contenía en sí
mismo la respuesta a la inesperada
crisis a que se enfrentaban, y
superando la turbación que les
dominaba, se unieron con ánimo
resuelto en una sola voluntad de
inquebrantable fortaleza.
La plaza entera se cimbraba a
resultas de la poderosa energía en
ella desencadenada.
¡ Me-xíhc-co - Me-xíhc-co -
Me-xíhc-co!
Desde su oculto observatorio, el
Azteca entre los Aztecas atisbaba,
gratamente complacido, la vigorosa
reacción de su pueblo.
Aún resonaban en la plaza los
últimos ecos de la palabra símbolo,
cuando improvisados dirigentes
surgidos del pueblo iniciaban ya, en
forma del todo espontánea, la tarea
de organizar un sistema defensivo de
la ciudad que integrase a todos sus
habitantes. Actuando como si no
existiese un poderoso ejército que
guarnecía a la capital del Imperio y
ésta estuviese a punto de sufrir un
ataque de fuerzas enemigas, los
tenochcas dieron comienzo a una
vasta labor tendiente a convertir su
ciudad en un sólido bastión de cuya
defensa todos fueran responsables.
Al iniciarse el nuevo día, una
comisión de representantes populares
acudió ante Tlacaélel para
informarle de las diferentes medidas
de índole militar que la población
civil estaba adoptando. El Cihuacóatl
Imperial manifestó su más completa
aprobación a las diferentes acciones
emprendidas por el pueblo y externó
su preocupación en torno a las
repercusiones que podrían
sobrevenir en los territorios
conquistados, una vez que en éstos se
conociera la noticia del reciente
descalabro tenochca.
Las opiniones vertidas por el
Azteca entre los Aztecas en aquella
reunión, pronto fueron ampliamente
conocidas y comentadas por la
población, que de inmediato se
dispuso a resolver el problema
señalado por Tlacaélel. Con
asombrosa rapidez fueron
organizándose grupos heterogéneos
de voluntarios, decididos a marchar
a todas las regiones que integraban
los vastos dominios aztecas, con
objeto de disipar -con su entusiasta
presencia- cualquier suposición que
pretendiese ver en el reciente
descalabro tenochca el indicio de un
próximo declinamiento del poderío
Imperial.
El cansado mensajero azteca se
detuvo a contemplar, desde lo alto
del camino, el panorama que le era
tan familiar pero del cual había
estado ausente durante varios meses:
un cielo brillante y transparente
enmarcando el amplio Valle del
Anáhuac, singular porción del mundo
impregnada de un vago e
indescifrable misterio. En el centro
de la enorme laguna que abarcaba
buena parte del valle, como surgida
del fondo de las aguas a resultas de
un milagroso conjuro, la capital
azteca lucía en toda su indescriptible
belleza y prodigiosa simetría.
El mensajero se disponía a
iniciar el descenso hacia el interior
del valle, cuando observó un
numeroso grupo de viajeros que,
marchando en dirección opuesta a la
suya, se aproximaban al sitio donde
se encontraba. Deseoso de obtener
informes sobre los sucesos ocurridos
en la ciudad durante su ausencia,
entabló conversación con los
integrantes de aquel grupo, entre los
cuales había lo mismo sencillos
campesinos de ambos sexos que un
elegante conjunto de danzantes y
sacerdotes de muy distintos rangos.
Los viajeros informaron al
mensajero de la suerte corrida por
las tropas tenochcas en tierras
tarascas, narrándole, asimismo, los
acontecimientos a que había dado
lugar en la Gran Tenochtítlan el
conocimiento de tan lamentable
suceso; finalmente, concluyeron
exponiéndole los motivos que
guiaban sus pasos: se dirigían a
diversas poblaciones para llevar a
éstas un irrefutable testimonio de
cual era el espíritu que animaba en
aquellos momentos al pueblo azteca.
Para ello, proyectaban celebrar por
doquier lo mismo solemnes
ceremonias religiosas que alegres
festejos, todo con el evidente
propósito de dejar sentado, en forma
clara, que el contratiempo sufrido no
había afectado en lo más mínimo al
auténtico soporte sobre el cual se
asentaba el poderío del Imperio, o
sea la indomable voluntad del pueblo
azteca.A su vez, los viajeros
interrogaron al mensajero sobre su
misión y el lugar donde la había
desempeñado.
El interrogado respondió que
retornaba tras de un largo recorrido
por uno de los más apartados
rincones de la tierra -la lejana región
habitada por los mayas- y relató
algunas de las extrañas costumbres
que privaban por aquellos remotos
contornos; sin embargo, se abstuvo
de revelar cualquier detalle sobre la
comisión que le fuera confiada, y tras
de despedirse de sus interlocutores,
reemprendió su camino con la vista
fija en la meta final de su prolongado
viaje.
El mensaje del cual era
portador el agotado caminante no era
otro sino la respuesta a la solicitud
de Tlacaélel de que le fuera
entregada la parte faltante del
Caracol Sagrado: el sacerdote maya
poseedor de la otra mitad del
venerado emblema se negaba a
acceder a la petición del Cihuacóatl
Azteca.
Capítulo XXI
LA OTRA CARA DE ME-XIHCCO
Contrariamente a lo que
imaginaban, el camino de retorno
desde Michhuacan hasta la Gran
Tenochtítlan no representó, para los
integrantes del abatido ejército
azteca, un vergonzante y penoso
trayecto. En cada una de las
poblaciones de importancia
comprendidas en su ruta les
esperaban afectuosos recibimientos,
organizados por los contingentes
populares enviados para este fin
desde la capital azteca. Su entrada en
la metrópoli constituyó todo un
memorable acontecimiento. El
pueblo se volcó a las calles para
tributar a las tropas una calurosa
acogida, manifestando en todo
momento su firme determinación de
proseguir adelante la labor de
unificar al mundo entero con base a
sus propios lineamientos.
El mismo día de su llegada, el
Emperador Axayácatl fue objeto de
un minucioso examen por parte de
los más destacados médicos del
Imperio. El diagnóstico no dio la
menor esperanza de curación para el
monarca: el daño sufrido por su
cerebro era irreversible y habría de
acarrearle la muerte, aun cuando ésta
tardaría, posiblemente, varios meses
en producirse.
En reunión del Consejo Imperial
convocada por Tlacaélel, los
dignatarios aztecas, en unión de sus
aliados los reyes de Téxcoco y
Tlacopan, analizaron con
detenimiento la forma como debían
de actuar mientras se prolongase la
agonía del Emperador. La idea de
proceder a la designación de un
nuevo monarca sin aguardar primero
la muerte de Axayácatl ni siquiera
llegó a ser propuesta, pues en la
mente de todos estaba que ello
constituiría una afrenta a la persona
del valeroso y postrado gobernante.
Así pues, se acordó que operase para
el caso la regla que establecía que el
Cihuacóatl Imperial debía asumir
provisionalmente las funciones del
Emperador cuando éste se encontrase
incapacitado de ejercer el mando por
cualquier causa.
Una vez resuelto el problema
relativo a la continuidad de la
autoridad, se discutió ampliamente la
conducta a seguir respecto al
problema tarasco. Algunos de los
integrantes del Consejo opinaban que
debía emprenderse de inmediato una
nueva guerra en contra de los
purépechas, destinando al efecto la
mayor parte de las fuerzas
disponibles; por el contrario, otros
consejeros juzgaban más conveniente
aguardar algún tiempo antes de
reiniciar las hostilidades, estimando
que debía procederse primero a
valorar las experiencias extraídas de
la reciente campaña, con miras a
determinar las causas que habían
originado el descalabro sufrido y la
forma más conveniente de evitar un
contratiempo semejante en lo futuro.
Tlacaélel coincidía plenamente con
este último criterio, mismo que
finalmente terminó por ser adoptado
por el Consejo.
Para sorpresa de todos los
asistentes a la reunión, el Azteca
entre los Aztecas, tras de informarles
de la negativa recibida a su petición
de que le fuera entregada la parte
faltante del Caracol Sagrado,
procedió a comunicarles su
determinación de encaminarse cuanto
antes a la región maya, con objeto de
entrevistarse personalmente con el
Sumo Sacerdote que portaba la otra
mitad del Símbolo Sagrado y hacerle
ver que la condición señalada por el
propio Quetzalcóatl para dar término
a la separación de ambas porciones
del emblema -o sea la previa
consecución de la unidad del género
humano- estaba ya próxima a
cumplirse, merced a la labor que con
este propósito venía desarrollando el
Imperio Azteca.
A pesar de que algunos de los
integrantes del Consejo arguyeron
que consideraban aquel viaje muy
poco oportuno, pues se desarrollaría
justo en los momentos en que como
consecuencia de la postración del
monarca correspondería al
Cihuacóatl Imperial mantener
centralizadas en su persona toda
clase de atribuciones, Tlacaélel
replicó que su ausencia de la capital
en aquellas circunstancias
constituiría, precisamente, la mejor
prueba de la firme estabilidad que
poseían desde tiempo atrás las
Instituciones Imperiales; por otra
parte, les hizo ver la conveniencia de
obtener la mitad faltante del Caracol
Sagrado, pues a su juicio, ello daría
lugar a que los innumerables
señoríos existentes en la región maya
aceptasen la hegemonía tenochca, sin
tener que llevar a cabo toda una larga
serie de campañas militares para
lograrlo.
Finalmente, los mandatarios
aztecas acordaron, por aprobación
unánime, designar a Ahuízotl
miembro integrante del Consejo
Imperial. Los relevantes méritos del
adusto guerrero -puestos
particularmente de manifiesto durante
la reciente contienda- recibían así el
más completo reconocimiento por
parte de las principales autoridades
del Imperio.
En la vida de los pueblos
existen épocas de excepcional
grandeza alternadas con otras de
acentuada decadencia. El pueblo
maya había conocido ambas a través
de su prolongada existencia. En un
remoto pasado toda el área maya
había constituido el espacio donde
floreciera una de las más grandes
civilizaciones que hayan existido
jamás sobre la tierra. Ciudades
sagradas, articuladas en tal forma
que cada una de ellas reproducía
mediante rigurosos simbolismos una
determinada porción del cosmos,
eran habitadas por sociedades en las
que predominaba la más elevada
espiritualidad y el más exquisito
refinamiento. Sabios sacerdotes,
profundos conocedores de las leyes
que rigen la vida de los astros y de
los hombres, gobernaban con acierto
a una próspera y laboriosa
población, poseedora de un
asombroso porcentaje de excelentes
artistas.
Tras de un largo periodo de
prodigioso esplendor, el ciclo vital
inherente a todas las civilizaciones
se había cumplido fatalmente en la
desarrollada por los mayas: la
decadencia y la muerte sobrevinieron
despoblando ciudades y dispersando
a sus habitantes. Domeñada durante
siglos, la selva cobró su desquite,
sepultando templos y palacios bajo
un manto de impenetrable verdor.
La llegada de Ce Acatl
Topiltzin Quetzalcóatl, el desterrado
Emperador Tolteca, había
despertado a los mayas de su
prolongado letargo. Al impulso de
aquella superior personalidad tuvo
lugar un sorprendente renacimiento.
Los sabios reanudaron sus
interrumpidas observaciones de los
cuerpos celestes. Se repoblaron
algunas de las antiguas ciudades y se
erigieron otras nuevas, aplicando en
ellas los estilos de construcción
llegados del Anáhuac. Una febril
actividad se generó en toda el área
maya dando origen a las más
variadas realizaciones, y si bien
éstas no alcanzaron el grado de
perfección logrado en el pasado, no
por ello dejaron de constituir
admirables ejemplos del quehacer
humano.
Una vez más, el inexorable
devenir del tiempo trajo consigo un
nuevo ocaso al mundo de los mayas.
Desgarradas por luchas incesantes a
resultas de cambiantes alianzas, las
ciudades fueron declinando y
perdiendo su vigor, hasta quedar
semivacías y ruinosas. Caciques
ambiciosos y despóticos tiranizaban
a una población que, si bien
continuaba siendo altamente
numerosa, se encontraba
empobrecida y dispersa.
Esta era, pues, la situación
prevaleciente en la lejana región
hacia la que se encaminaba
Tlacaélel.
La comitiva de Tlacaélel,
integrada solamente por un escaso
número de sirvientes y una escolta
comandada por Tízoc, atravesó
buena parte de los extensos
territorios pertenecientes al Imperio,
para luego adentrarse en la extensa
comarca de imprecisos contornos
poblada por los mayas. El Azteca
entre los Aztecas no había aceptado
ser llevado en andas y realizaba a
pie las diarias y agotadoras jornadas.
Resultaba evidente que a pesar de lo
avanzado de su edad, su organismo
continuaba poseyendo una increíble
fortaleza.
Aun cuando la marcha de la
comitiva estaba desprovista de toda
ostentación, la presencia de
Tlacaélel por vez primera en
aquellos lugares no sólo no podía
pasar desapercibida, sino que motivó
de inmediato una gran conmoción
entre todos los habitantes de la
región, suscitándose entre éstos las
más variadas interpretaciones
respecto a los propósitos que había
detrás de aquel viaje.
Para los codiciosos e
incompetentes caciques que tanto
abundaban en las tierras mayas,
aquella visita inesperada sólo podía
tener como objetivo indagar quiénes,
de entre ellos, estaban dispuestos a
someterse a la hegemonía imperial y
quiénes pretendían ofrecer
resistencia a la expansión azteca.
Poseídos por el pánico y deseosos de
salvar cuanto fuera posible de sus
ventajas y privilegios, los
componentes de las clases
gobernantes -pasando por alto las
sonrisas burlonas del pueblo- se
apresuraron a patentizar ante el
Cihuacóatl Azteca su servil voluntad
de sometimiento al poderío tenochca.
Muy pronto, Tlacaélel vio
entorpecido su avance a causa de las
múltiples muestras de respeto y
acatamiento de que era objeto, tanto
por parte de los gobernantes que
regían los señoríos por los que
transitaba, como por numerosas
comisiones que, encabezadas por los
caciques más prominentes, acudían
desde todos los puntos con idéntico
propósito.
El viaje de Tlacaélel parecía
destinado a convertirse en un
recorrido triunfal que traería consigo
la conquista pacífica de todos los
territorios habitados por los mayas;
sin embargo, a veces ocurre que aun
en sus etapas de mayor decadencia,
los pueblos que han tenido un pasado
grandioso, al verse enfrentados a una
grave crisis, reciben en alguna forma
misteriosa e inexplicable una ayuda
salvadora proveniente de su
poderosa alma de antaño.
Tlacaélel lo ignoraba, pero el
espíritu de los antiguos mayas que
vivieran en aquella misma región
muchos siglos atrás -sacerdotes
astrónomos, valientes guerreros,
geniales artistas- no estaba dispuesto
a entregar a un intruso su sagrado
suelo y encontraría muy pronto la
forma de poder acudir en su defensa.
Al igual que todas las mañanas
desde que traspusieran las fronteras
del Imperio, Tízoc no aguardó la
llegada del alba para reiniciar la
marcha. En unión de algunos
soldados y de uno de los guías mayas
que acompañaban a la comitiva, el
joven guerrero se adelantó al resto
de sus compañeros, con objeto de
asegurarse sobre la ausencia de
cualquier peligro y de formarse una
idea de las condiciones del camino
que habrían de recorrer en la jornada
que se iniciaba.
Los viajeros se encontraban en
un paraje situado en plena selva.
Hacía ya varios días que no hallaban
a su paso ninguna población de
importancia, tan sólo pequeños y
aislados conjuntos de chozas, cuyos
moradores tenían a su cargo impedir
a la exuberante vegetación devorar el
angosto camino por donde
transitaban, pues éste resultaba vital
para los comerciantes que circulaban
por él transportando toda clase de
mercancías.
Aún no llevaban andado un
largo trecho, cuando Tízoc observó,
iluminados por los primeros rayos
del amanecer, los restos sepultados
entre la maleza de una construcción
situada a escasa distancia del
camino. Al preguntarle al guía sobre
aquella edificación, éste respondió
indiferente que la selva ocultaba por
doquier ruinas de antiguas ciudades.
Curioso por naturaleza, Tízoc
decidió examinar de cerca el lugar, e
introduciéndose por entre las
sinuosas lianas y los apretados
arbustos, llegó hasta la derruida
construcción. Un extraño silencio
imperaba en el ambiente, como si las
aves y demás habitantes de la selva
sintiesen un respetuoso temor hacia
aquel sitio y hubiesen optado por no
perturbar con sus ruidos la singular
quietud que ahí prevalecía.
La construcción que llamara la
atención de Tízoc formaba parte de
un vasto conjunto de edificios
cubiertos por la vegetación. Las
plantas habían infiltrado sus ramas y
raíces por todos los resquicios,
abrazando los muros e inundando las
habitaciones. La humedad y el moho
penetraban en las piedras a tal grado,
que éstas más que minerales
semejaban vegetales de insólitas
formas.
Aun cuando a lo largo de su
recorrido por territorio maya no era
ésta la primera ocasión que surgían
ante su vista restos de ciudades
abandonadas, Tízoc comprendió de
inmediato que contemplaba los
vestigios de una ciudad del todo
diferente a cuantas habían venido
encontrando en su camino. Hasta
aquel momento, todas las grandes
construcciones en ruinas por las que
cruzaran poseían el inconfundible
estilo arquitectónico desarrollado
por los toltecas y, por ende,
resultaban altamente familiares para
los aztecas; por el contrario, aquellos
edificios semisumergidos entre un
mar de verdura eran fascinantemente
extraños y diferentes.
Durante largo rato Tízoc vagó
solitario por entre las ruinas,
escurriéndose a través de la cerrada
vegetación que las aprisionaba.
Majestuosas pirámides, edificios de
corredores largos y estrechos,
santuarios coronados por crestas de
multiforme diseño, y enormes
estelas, conteniendo desconocidos
jeroglíficos y la representación de
elegantes y hieráticos personajes,
fueron desfilando lentamente ante la
asombrada mirada del guerrero
azteca.
Ensimismado en sus
descubrimientos, Tízoc perdió la
noción del tiempo; cuando retornó al
sitio donde dejara a sus compañeros
de avanzada era ya cerca del
mediodía y le aguardaban no sólo
éstos, sino todos los integrantes de la
comitiva azteca. Tlacaélel no riñó al
guerrero por tan patente
incumplimiento a sus deberes de
comandante, sino que se limitó a
manifestarle, con irónico acento, que
cuando se encontrase desempeñando
una misión no debía entretenerse
cazando mariposillas.
1
Acostumbrado a ser siempre el
autor de las bromas y no el sujeto
pasivo de las mismas, Tízoc
manifestó de momento un gran
desconcierto y enrojeció en medio de
las francas risotadas de sus soldados,
pero luego, recobrando su habitual
jovialidad, estalló también en alegres
carcajadas.
Una vez concluido el momento
de regocijo, Tízoc informó a
Tlacaélel respecto a las extrañas
construcciones que encontrara en la
selva. Intrigado, el Azteca entre los
Aztecas decidió investigar
personalmente aquel sitio y
acompañado del propio comandante
de su escolta y de algunos guerreros
más -que intentaban con grandes
esfuerzos abrirle un angosto paso a
través del tupido follaje- se internó
entre la maleza, llegando en poco
tiempo hasta los derruidos edificios.
Tlacaélel observó con profundo
interés el vasto conjunto de
monumentos inmersos en la
vegetación. A pesar de que sólo era
visible una mínima parte de los
mismos, resultaba más que suficiente
para poder apreciar el derroche de
sabiduría y refinamiento que habían
plasmado en aquellos edificios sus
desconocidos constructores.
Guiado por su penetrante
intuición, Tlacaélel se encaminó en
derechura hacia un pequeño santuario
que se alzaba sobre una angosta y
elevada pirámide, pues presentía que
era aquel templo el que había
constituido el motivo fundamental de
la existencia de toda la ciudad.
Ayudado por Tízoc, Tlacaélel
ascendió el empinado montículo de
ramajes y piedras en que estaba
convertida la pirámide. Una estrecha
abertura le condujo al recinto que
coronaba el edificio. En su interior,
húmedo y vacío, existía únicamente
un enorme bajorrelieve labrado en
piedra caliza que abarcaba
íntegramente el muro central del
santuario. Gruesas capas de musgo
ocultaban la mayor parte del
bajorrelieve, por lo que Tlacaélel y
Tízoc procedieron a limpiarlo con
sumo cuidado. Al hacerlo, fueron
apareciendo lentamente una gran
variedad de jeroglíficos, cuyos
trazos resultaban claramente visibles
a pesar de su evidente antigüedad.
Tlacaélel comprendió que había
realizado un hallazgo de singular
importancia y tomó la determinación
de interrumpir su viaje durante el
tiempo que fuera necesario para
lograr develar el secreto de aquellas
inscripciones. Así pues, mientras el
resto de los tenochcas procedía a
instalar un campamento al pie de la
pirámide, el Azteca entre los Aztecas
empezó a utilizar todos sus
conocimientos sobre simbología en
la ardua labor de descifrar aquel
perdido mensaje del pasado.
Durante varias semanas,
mientras en el exterior llovía sin
cesar la mayor parte del tiempo,
Tlacaélel permaneció en el derruido
santuario, entregado sin descanso a
su paciente tarea. A su lado,
auxiliándolo en todo lo que le era
posible, se hallaba siempre Tízoc,
quien merced a sus regulares dotes
para el ejercicio de las artes, iba
logrando reproducir en un códice uno
a uno de los complicados
jeroglíficos.
En la misma forma que había
ocurrido muchos años atrás en la
caverna que ocultaba el secreto de la
adormecida Aztlán, el descifrado de
los signos encontrados en el recinto
maya fue dando lentamente a
Tlacaélel no el simple contenido de
un relato, sino la comprensión de
toda una profunda cosmovisión, pues
lo que el Azteca entre los Aztecas
tenía ante los ojos era, nada menos,
que una pormenorizada exposición
de las diferentes influencias que los
cuerpos celestes ejercen sobre la
totalidad de ese particular territorio
que constituye Me-xíhc-co.
El rasgo esencial de Me-xíhc-co
-su excepcional fertilidad para el
racimiento y desarrollo de las más
altas culturas- aparecía subrayado
una y otra vez a lo largo del
bajorrelieve. En igual forma, se
ponía de manifiesto la importancia
que para el apropiado desempeño
del rasgo esencial tenía el lograr una
adecuada armonización de los
diferentes grupos humanos que
habitan en su suelo, pues éstos nunca
han constituido una entidad uniforme
y homogénea, sino por el contrario,
han sido siempre un vasto y
multifacético conjunto, producto de
la interacción de encontradas
energías representadas por una gran
diversidad de pueblos poseedores de
muy distintas peculiaridades y,
solamente cuando todas y cada una
de estas diferentes energías logran
manifestarse en perfecta
consonancia, resulta posible llevar a
cabo la difícil y elevada misión que
a Me-xíhc-co le es propia: la de dar
origen a nuevas y grandiosas
culturas.
En virtud de que el tiempo
analizado desde una perspectiva
cósmica no constituye algo sucesivo
sino simultáneo, el mensaje
contenido en el bajorrelieve no sólo
proporcionaba una cabal
comprensión de las características
inmutables de Me-xíhc-co, sino
también una clara visión de su
pasado, presente y futuro. Las
influencias celestes que habían
permitido el desarrollo de edades
inmemoriales, en las cuales el
predominio de] espíritu constituía la
nota permanente de los seres
humanos y no algo puramente latente
y balbuceante, aparecían expuestas
con toda claridad. Asimismo,
figuraba también un análisis
detallado de las energías cósmicas
predominantes durante las épocas
oscuras, en que la humanidad se
había precipitado al abismo
desapareciendo incluso en varias
ocasiones de la faz de la tierra. A
continuación, se representaba el
mapa celeste correspondiente a la
última edad, durante la cual habían
florecido en Me-xíhcco las diferentes
culturas de las que todavía se
conservaba memoria, si bien muchas
de ellas eran tan remotas, que apenas
si subsistían algunas vagas noticias
de su existencia.
Tlacaélel prestó especial
atención a la parte del bajorrelieve
referente al futuro que se avecinaba.
Era evidente que estaba próximo un
tiempo en el que harían su aparición
fuerzas desconocidas que acarrearían
una tremenda conmoción, a tal grado,
que la sobrevivencia misma de la
invaluable herencia de Me-xíhc-co
estaría en juego y en inminente
peligro de perderse para siempre.
Profundamente preocupado ante
lo que observaba en aquel
antiquísimo bajorrelieve, el Azteca
entre los Aztecas continuó
descifrando su contenido. Los
jeroglíficos dejaban ver una posible
solución tendiente a superar el
peligro que se aproximaba.
Como consecuencia de. la
estrecha interrelación existente entre
todos los seres que pueblan el
Cosmos, las acciones de los astros y
de los seres humanos se entrelazan y
repercuten entre sí, convirtiéndose en
necesarios los unos a los otros. El
conocimiento de esta verdad
fundamental había sido la causa que
diera origen a la creación del
Imperio Azteca, sin embargo, ahora
Tlacaélel comprendía -a través de la
lectura del pétreo mensaje- que la
tarea de coadyuvar al crecimiento
del Universo jamás sería lograda
mediante el simple recurso de extraer
corazones a un creciente número de
víctimas, era necesario algo mucho
más profundo y trascendente: un
sacrificio interior -voluntario y
consciente- que propiciase una
auténtica elevación espiritual de la
naturaleza humana. Y de la adecuada
realización de esta elevada misión
dependía, precisamente, el que Mexíhc-
co lograse preservar su
preciada herencia a pesar de los
bruscos cambios de influencias
celestes que próximamente habrían
de producirse.
Agotado por el esfuerzo
realizado, Tlacaélel detuvo por unos
momentos su labor, para proceder
después al desciframiento del último
jeroglífico contenido en el
bajorrelieve. El signo aludía a un
lejano futuro, a una época aún
distante que tardaría varios siglos en
materializarse. Todo auguraba las
más favorables condiciones para
aquellos tiempos. Tal y como
ocurriera tantas veces en el pasado,
las influencias celestes se
conjugarían de nuevo para coadyuvar
al nacimiento y desarrollo en Mexíhc-
co de una vigorosa cultura.
Tlacaélel se sintió más
tranquilo ante los buenos presagios
del último jeroglífico, pero no por
ello podía dejar de preguntarse si la
sagrada herencia de Mexíhc-co
lograría subsistir hasta el día en que
las condiciones cósmicas tornasen a
ser favorables o si, por el contrario,
desaparecería a resultas de la grave
crisis que se avecinaba. El Azteca
entre los Aztecas concluyó que la
respuesta a esta trascendental
interrogante era del todo
impredecible. Los astros, en su
incesante transitar por los cielos,
iban propiciando todo género de
influencias sobre la tierra, pero eran
los seres humanos quienes, mediante
su conducta, determinaban en última
instancia el resultado de los
acontecimientos. Así pues, todo
dependía de la actitud que ante
cuestión tan vital asumiesen los
habitantes de Me-xíhc-co, tanto los
que lo poblaban en aquellos
momentos, como los integrantes de
las futuras generaciones.
Firmemente decidido a
consagrar hasta el último instante de
su existencia a la tarea de
reorganizar el Imperio, de forma que
estuviera preparado para hacer frente
a las difíciles pruebas que le
aguardaban, Tlacaélel comenzó a
planear -desde aquel derruido
santuario enclavado en medio de la
selva- algunas de las numerosas
reformas que para este fin tendrían
que efectuarse lo antes posible En
primer término, había que proceder a
la suspensión de los sacrificios
humanos. Asimismo, era
indispensable un cambio radical en
el sistema de gobierno, pues debía
reemplazarse el forzado y aplastante
centralismo por un sistema de
alianzas, que sin destruir la unidad
del Imperio, permitiese a los
distintos pueblos que lo constituían
desarrollar libremente su propio
destino.
Dando por concluida su estancia
en aquel olvidado paraje que tantas
sorpresas le había deparado,
Tlacaélel dio instrucciones a Tízoc
para que organizara la reanudación
de la marcha al amanecer del día
siguiente.
Conforme la comitiva azteca
proseguía su avance fue
produciéndose una lenta, pero
fácilmente perceptible,
transformación del paisaje. La selva,
tras de perder su prodigiosa
exuberancia, terminó por
transformarse en matorrales
enmarañados y espinosos, para luego
dar lugar a una extensa y reseca
planicie, en donde la única agua
existente se encontraba depositada en
profundas cavidades subterráneas.
Cansados y sudorosos, los
tenochcas llegaron finalmente al
término de su viaje: una
insignificante aldea de apenas una
docena de chozas, donde habitaba Na
Puc Tun, el Sumo Sacerdote Maya
que tenía bajo su custodia una de las
dos partes que integraban el
Emblema Sagrado de Quetzalcóatl.
El encuentro del Maya y el
Azteca estuvo exento de solemnidad.
Después de intercambiar algunas
breves frases de cortesía a través de
los intérpretes que acompañaban a
los tenochcas, ambos personajes se
dieron a la tarea de hacer frente a los
prosaicos, pero ineludibles
problemas, que creaba la presencia
de los recién llegados en aquella
pequeña población.
Así pues, mientras la mayor
parte de los aztecas en unión de los
habitantes de la aldea se dedicaban a
toda prisa a levantar albergues
provisionales donde guarecerse, el
resto de sus compañeros se
encaminaba a una población más
grande, a medio día de marcha, con
objeto de adquirir en ella suficientes
subsistencias para toda la comitiva.
En cuanto se terminó la
construcción de la choza en donde
tendrían lugar las pláticas entre los
dos dignatarios, éstos se trasladaron
a ella acompañados tan sólo de un
intérprete y de sus respectivos
ayudantes: Tízoc y un joven maya de
inteligente y escrutadora mirada.
Na Puc Tun, el supremo
representante de todas las
organizaciones religiosas existentes
en los territorios mayas, era un sujeto
de baja estatura y regular
complexión, dotado de largos brazos
rematados por manos que parecían
las garras de un jaguar. Su rostro -
surcado de incontables arrugasevidenciaba
una poderosa voluntad a
la par que una infinita tristeza. En
torno de su figura parecía flotar un
indefinible ambiente de insondable
antigüedad, a grado tal que, a pesar
de ser varios años menor que
Tlacaélel, representaba una edad
mucho mayor que éste.
La presencia del Sumo
Sacerdote Maya hacía evocar de
continuo en Tlacaélel el recuerdo de
Centeotl.
2 Sin que existiera entre ambos
personajes ninguna semejanza en lo
exterior, se daban entre ellos
profundas similitudes que convertían
sus respectivas existencias en vidas
del todo paralelas. Guardianes de los
más valiosos secretos de un pasado
desaparecido, ambos habían sabido
desempeñar fielmente su misión, aun
a sabiendas de que no vivirían lo
suficiente para contemplar la llegada
de mejores tiempos. Altivos y
orgullosos, habían permanecido
aislados e indiferentes a todo cuanto
su propia época podía ofrecerles,
despreciando los honores y riquezas
que con propósitos mezquinos
intentaban poner bajo sus pies los
mediocres gobernantes en turno.
Desde el inicio mismo de las
pláticas, tanto el Cihuacóatl Azteca
como el Sumo Sacerdote Maya
comprendieron que no les resultaría
difícil llegar a un acuerdo, pues
poseían criterios bastante afines
sobre las cuestiones que abordaban.
Tlacaélel comenzó la entrevista
mostrando a su interlocutor el códice
recién elaborado por Tízoc, en el que
se reproducían todos y cada uno de
los jeroglíficos hallados en el
derruido santuario de la selva. Na
Puc Tun manifestó que conocía muy
bien toda aquella información. A su
juicio, los graves peligros que en
dichos jeroglíficos se anunciaban
estaban íntimamente relacionados
con el retorno de Kukulkán,
3 acontecimiento largamente
esperado pero poco comprendido,
pues para que tuviese lugar no era
necesario el regreso físico de dicho
personaje -lo que no obstante
también podría ocurrir- sino
fundamentalmente que se operase un
cambio en las influencias cósmicas
que imperaban sobre Me-xíhc-co, en
tal forma que las energías
representadas por el cuerpo celeste
al que los Aztecas habían
identificado con su máxima deidad -
Huitzilopóchtli- dejasen de
predominar y lo hiciesen en cambio
las provenientes del astro cuyo
nombre había sido dado al
desterrado emperador tolteca.
4
A continuación, el sacerdote
maya expuso una posibilidad
desconcertante: existían tal vez sobre
la tierra ignotas y apartadas regiones
habitadas por desconocidos
pobladores, pues de cuando en
cuando llegaban a manos de los
comerciantes mayas extraños objetos
no elaborados por ninguna de las
agrupaciones humanas de que se
tenía noticia. Al indagar sobre el
origen de aquellos objetos se obtenía
siempre idéntica respuesta:
provenían del sur, de más allá de las
selvas impenetrables, de algún sitio
remotamente lejano, en donde,
quizás, existían también enormes
ciudades y poderosos reinos.
Asimismo, Na Puc Tun relató a
Tlacaélel varias antiguas leyendas
mayas, en las que se aludía a la
existencia de pueblos de extrañas
costumbres que moraban allende los
mares, en territorios situados a
distancias que no alcanzaban a ser
concebidas ni por la imaginación
más audaz. Sin embargo -prosiguió
afirmando el envejecido sacerdote
maya- tal vez no estaba lejano el día
en que se produciría el arribo de los
habitantes de aquellas regiones, bien
fuera de los que vivían más allá de
las selvas, o de los que quizá
habitaban al otro lado de los mares,
cuando esto ocurriera, la natural
incomprensión de aquellos seres
hacia todo lo que Me-xíhc-co era y
representaba constituiría, muy
posiblemente, la forma como habría
de materializarse el peligro que se
avecinaba.
Tlacaélel preguntó a Na Puc
Tun cuál estimaba que podría ser la
mejor forma de hacer frente al grave
riesgo que les amenazaba, a lo que
este contestó que la respuesta estaba
dada por los propios jeroglíficos que
le habían mostrado: era preciso
iniciar un movimiento tendiente a
lograr una profunda ascésis
purificadera, llevar a cabo un
gigantesco sacrificio colectivo de
carácter espiritual, en tal forma que
la población estuviese en posibilidad
no sólo de adaptarse al cambio de
influencias cósmicas que habrían de
sobrevenir, sino incluso de poder
participar, activamente, en el
armónico desarrollo de dichas
influencias.
El Azteca entre los Aztecas
expresó que aquéllas eran
precisamente las conclusiones a las
que había llegado tras haber logrado
descifrar el mensaje contenido en el
antiguo templo maya y que, en cuanto
regresara a la capital del Imperio,
iniciaría la tarea de convertir en
realidad dichos propósitos.
Na Puc Tun permaneció largo
rato en silencio, sumido al parecer en
profundas cavilaciones;
posteriórmente, con voz cuyo grave
acento evidenciaba la trascendencia
de la determinación que acababa de
tomar, manifestó que en vista de la
posición adoptada por Tlacaélel,
estaba dispuesto a cambiar su
resolución anterior y hacerle entrega
de la parte del Emblema Sagrado de
la cual era custodio, pues
consideraba que el Cihuacóatl
Azteca contaba con mejores
posibilidades que él para intentar
cumplir la difícil misión que en
aquellos momentos exigían los astros
de los seres humanos.
Después de pronunciar aquellas
palabras, Na Puc Tun concluyó
señalando que consideraba al
santuario donde el propio Kukulkán
había hecho depositario a un
sacerdote maya de la mitad del
Caracol Sagrado como el lugar más
apropiado para efectuar la ceremonia
con la cual se pondría término,
finalmente, al largo período en que
había subsistido la separación de las
dos partes del venerado emblema.
Así pues, si el Cihuacóatl Imperial
estaba de acuerdo, al día siguiente
podrían emprender el viaje hacia la
sagrada ciudad de Uxmal.
Tlacaélel asintió,
profundamente conmovido ante la
evidente grandeza de espíritu del
sacerdote maya.
Guiado por Na Puc Tun,
Tlacaélel realizó un recorrido por
entre los conjuntos de edificios que
integraban el corazón de la en otros
tiempos floreciente Ciudad de
Uxmal. Las construcciones se
encontraban abandonadas y ruinosas,
pues la ciudad se hallaba
prácticamente deshabitada y sus
escasos moradores preferían vivir en
las afueras; sin embargo, todavía
resultaba fácilmente apreciable, en
cualquiera de aquellas derruidas
construcciones, el sello
inconfundible de máximo
perfeccionamiento que los antiguos
mayas habían sabido imprimir a
todas sus obras.
Fascinado ante aquel fastuoso
espectáculo, Tlacaélel recorrió una y
otra vez los alargados edificios
ordenados en forma de cuadrángulos,
admirando la riqueza ornamental de
su decorado a base de columnillas,
mascarones, grecas y celosías. Toda
la ciudad era un modelo de
armoniosa simetría y de una
equilibrada integración de elementos
arquitectónicos y escultóricos.
Finalmente, Tlacaélel se detuvo
a contemplar durante largo rato la
pirámide en cuya cúspide tendría
lugar, al día siguiente, la ceremonia
de reunificación del Emblema
Sagrado. Se trataba de una
construcción gigantesca, a un mismo
tiempo monumental y refinada, que
constituía sin lugar a dudas la
edificación de mayor altura en toda
la ciudad.
La historia de aquella pirámide
-explicó Na Puc Tun- abarcaba
incontables siglos. A través del
tiempo, el edificio había sido objeto
de múltiples modificaciones,
tendientes todas ellas a mantenerlo
en consonancia con las siempre
cambiantes energías provenientes del
cosmos. El pequeño santuario que se
alzaba en lo alto de la pirámide era,
comparativamente, de reciente
construcción. Lo habían edificado los
toltecas para efectuar ahí la
ceremonia en que Kukulkán se había
despojado del último vestigio que le
restaba de su imperial investidura.
El sol se encontraba
exactamente a la mitad de su diario
recorrido de la bóveda celeste,
cuando el largo y complicado ritual
iniciado desde el amanecer llegó a su
momento culminante. Actuando al
unísono, Tlacaélel y Na Puc Tun
fueron aproximando lentamente sus
respectivas mitades del pequeño
caracol -colocado sobre una
plataforma de piedra- hasta que los
finos rebordes de oro, elaborados
por los artífices de Chololan en los
vértices de ambas partes, quedaron
engarzados con perfecta
sincronización. Acto seguido, el
sacerdote maya introdujo en las
delgadas argollas incrustadas en el
emblema las dos cadenas de oro de
las que hasta entonces habían
pendido las separadas mitades, y
levantando las cadenas con su
preciada carga, las mantuvo
oscilando durante un buen rato frente
al rostro sereno e impasible de
Tlacaélel, después, colocó sobre el
pecho del Azteca entre los Aztecas el
unificado emblema.
Al pie de la pirámide, los
integrantes de la comitiva azteca en
unión de media docena de sacerdotes
mayas y de algunos cuantos
campesinos de la región observaban,
intensamente emocionados, el
desarrollo de tan trascendental
ceremonia.
Una vez cumplido el propósito
que les llevara a la región maya, los
tenochcas iniciaron de inmediato el
viaje de retorno rumbo a la capital
azteca. Avanzando lo más rápidamente
posible, la comitiva fue desandando
los extensos territorios que le
separaban de su lugar de origen. Tras
de cruzar la casi desértica planicie,
los aztecas se introdujeron en la zona
selvática, pasando de nuevo -sin
detenerse- a escasa distancia de la
olvidada ciudad en cuyo santuario
encontraran el bajorrelieve con su
revelador mensaje.
Al dejar atrás las tierras
habitadas por los mayas, Tlacaélel
comunicó a Tízoc la impresión que le
había dejado el conocimiento directo
de aquella región y de sus
pobladores: todo aquello constituía
la otra cara de Me-xíhc-co, el otro
lado de un rostro a un mismo tiempo
semejante y distinto.
Tlacaélel y sus acompañantes se
encontraban ya tan sólo a ocho días
de marcha de la Gran Tenochtítlan,
cuando llegó hasta ellos una triste
noticia: el Emperador Axayácatl
había sucumbido finalmente a su
larga agonía.
Capítulo XXII
CUAUHTEMOC
En el año dos casa el
Emperador Axayácatl dejó de existir.
A pesar de no poseer una
personalidad de tan excepcionales
relieves como la de Moctezuma
IIhuicamina, su ilustre antecesor,
había sabido ganarse el respeto y
cariño de todos sus subditos, merced
a su arrojada valentía y a su
incesante laborar en pro del
engrandecimiento del Imperio.
Durante los trece años de su
gobierno habían tenido lugar
múltiples e importantes
acontecimientos: considerable
expansión de las fronteras tenochcas;
desprestigio, muerte y reivindicación
de Citlalmina; frustrada intentona de
adueñarse del poder llevada a cabo
por un puñado de mercaderes
ambiciosos y de militares desleales;
y finalmente, el primer descalabro de
las hasta entonces invencibles tropas
aztecas.
Concluidas las honras fúnebres,
tuvo lugar la reunión del Consejo
Imperial que habría de designar al
nuevo monarca. La totalidad de la
población vio aquella reunión como
un simple requisito formal, pues
todos daban por seguro que Ahuízotl
-sin lugar a dudas la figura en esos
momentos más sobresaliente del
Imperio después de Tlacaélel- sería
quien asumiese las insignias de
mando que en otros tiempos
ostentaran los Emperadores Toltecas.
En su calidad de Cihuacóatl
correspondía a Tlacaélel enunciar en
primer término, ante los restantes
miembros del Consejo, el nombre de
la persona que a su juicio se
encontraba mejor capacitada para
ejercer las funciones de Emperador.
En las dos designaciones anteriores
las propuestas hechas por Tlacaélel
habían sido unánimemente aceptadas,
y si en aquellas pasadas reuniones se
habían suscitado diferencias de
opinión, se debía tan sólo a la
insistente petición formulada por los
dignatarios tenochcas, en el sentido
de que fuese el propio Azteca entre
los Aztecas quien pasase a ocupar el
cargo de Emperador, solicitud
invariablemente rechazada por
Tlacaélel en forma categórica, por
considerar que ello conduciría a una
concentración de poder que antiguas
experiencias desaconsejaban.
En esta ocasión, antes de hacer
mención de algún nombre en
especial, Tlacaélel trazó un
panorama general de la situación
prevaleciente en el Imperio,
añadiendo que se aproximaba una
época que habría de requerir de
profundas reformas, tanto en la
mentalidad como en la organización
de la sociedad azteca. Acto seguido,
sin haber especificado en ningún
momento cuáles podrían ser las
posibles reformas a las que estaba
aludiendo, afirmó que en vista de las
nuevas necesidades a las que el
futuro Emperador habría de hacer
frente, la designación para dicho
cargo debería recaer en una persona
poseedora de un espíritu
particularmente innovador y
propenso al cambio. Tlacaélel
concluyó su exposición revelando el
nombre de aquel a quien consideraba
más apropiado, en vista de las
circunstancias, para ocupar el alto
cargo de Emperador: Tízoc.
Al escuchar el nombre
pronunciado por Tlacaélel una
expresión del más completo asombro
se dibujó en los rostros de sus
interlocutores. Con la excepción de
Ahuízotl -cuyas duras e
impenetrables facciones
permanecieron tan inescrutables
como de costumbre- los demás
integrantes del Consejo Imperial no
pudieron impedir que la sorpresa
asomase a sus semblantes y
enmudeciese sus voces.
Después de unos momentos de
profundo y embarazoso silencio,
Ahuizotl tomó la palabra. Con firme
y reposado acento pronunció un
breve discurso, exaltando la atinada
visión que caracterizara siempre a
Tlacaélel para encontrar las
soluciones más adecuadas a los
problemas que afectaban al Imperio.
Debía, por tanto, acatarse su
propuesta con la segura convicción
de que ésta sería acertada.
Si bien los integrantes del
Consejo no lograban superar el
asombro que les causaba tan
inesperada proposición, el enorme
respeto que les inspiraba la
personalidad del Azteca entre los
Aztecas y la actitud asumida por
Ahuízotl de apoyar
incondicionalmente la resolución de
Tlacaélel, terminaron por
convencerles de que no tenía ya
ningún sentido intentar llevar
adelante sus propósitos iniciales de
entronizar a Ahuízotl. Así pues, con
voces que no denotaban una gran
convicción, uno a uno fueron
aprobando la designación de Tízoc
como nuevo monarca del Imperio.
La reacción de Tízoc al tener
conocimiento de lo acordado por el
Consejo fue primero de una franca
incredulidad, y posteriormente, de un
sincero rechazo a su designación
como Emperador, pues no se
consideraba merecedor de tan
elevada dignidad.
Durante el transcurso de una
larga entrevista con el joven
guerrero, Tlacaélel expuso a éste las
razones que explicaban su
designación, o sea las
trascendentales reformas que se
proponía realizar y las cuales
requerían de una nueva mentalidad al
frente del gobierno. Tízoc quedó
gratamente sorprendido al escuchar
los planes del Portador del Emblema
Sagrado, sin embargo, expresó de
nueva cuenta sus dudas respecto a su
propia capacidad para el desempeño
de la difícil misión que Tlacaélel
esperaba de él, y pidió tres días de
plazo antes de dar a conocer su
resolución definitiva.
Concluido el plazo, Tízoc
acudió ante Tlacaélel para
manifestarle su aceptación al cargo
de Emperador, así como su firme
determinación de coadyuvar con
todas sus fuerzas, desde su futura e
importante posición, a la realización
de los objetivos señalados por el
Heredero de Quetzalcóatl.
Tal y como era costumbre, la
entronización del nuevo monarca
azteca constituyó un memorable
acontecimiento, que congregó en la
Gran Tenochtítlan a personalidades
provenientes de las cuatro
direccionalidades del mundo
conocido. Lujosos séquitos de
grandes señores de apartados
confines, figuraban al lado de
modestas representaciones llegadas
de lugares igualmente distantes.
La ceremonia de coronación
alcanzó su momento culminante
cuando Tlacaélel, una vez cumplidas
todas las distintas etapas del
complicado ritual, hizo entrega a
Tízoc de los emblemas que le
convertían en el legítimo sucesor del
antiguo Imperio de los Toltecas.
Tlacaélel y Tízoc comprendían
muy bien las enormes dificultades a
que habrían de enfrentarse para
llevar adelante sus proyectadas
reformas -particularmente la relativa
a la supresión de los sacrificios
humanos-, razón por la cual, se
dieron a la tarea de planear con todo
detenimiento cada uno de los
distintos pasos encaminados a la
realización de sus propósitos.
El Azteca entre los Aztecas
estimaba que en virtud de la
importancia de los acontecimientos
que se avecinaban, procedía
convocar a una reunión de todos los
dirigentes de las organizaciones
religioso-culturales de que se tenía
noticia, con miras a la celebración de
una asamblea semejante a la que
tuviera lugar tiempo atrás, cuando
apenas se iniciaba la labor de
estructurar los cimientos sobre los
cuales se había edificado el Imperio
Azteca.
Una reunión de esta índole -
pensaba Tlacaélel- permitiría
comenzar a crear una clara
conciencia de los cambios que se
estaban operando en el cosmos, así
como de la ineludible necesidad de
adoptar las medidas apropiadas para
adecuar la actuación de los seres
humanos a las nuevas condiciones
existentes en los cielos.
Considerando que lo más
prudente, antes de llevar a cabo una
asamblea de tanta trascendencia, era
lograr una cierta unificación de
criterio del pueblo y el gobierno
aztecas, Tlacaélel y Tízoc decidieron
dar a conocer sus propósitos en
forma paulatina y escalonada, esto
es, exponerlos primero a los
integrantes del Consejo Imperial,
posteriormente a los miembros de la
Orden de Caballeros Águilas y
Caballeros Tigres, y finalmente, ante
todo el pueblo tenochca.
Tras de penetrar en el vasto
conjunto de lujosos edificios y de
bien cuidados jardines que
integraban el Tecpancalli, Ahuízotl
se encaminó en línea recta rumbo a la
amplia estancia donde tenían lugar
las reuniones del Consejo Imperial.
Al cruzar el gran patio enlosado
situado a la entrada del salón, dio
alcance a Tlacaélel, que se dirigía
con pausado andar hacia el mismo
sitio. El Cihuacóatl Imperial saludó
con amable acento al adusto guerrero
y procedió a preguntarle sobre el
estado que guardaba la salud de su
esposa. Tiyacapantzin, la bella e
inteligente mujer de Ahuízotl, se
encontraba en la etapa final de un
embarazo que desde el principio
había sido motivo de graves
dolencias. Las parteras que la
atendían presagiaban un fatal
desenlace tanto para ella como para
la criatura, y sus pesimistas
predicciones parecían estar a punto
de cumplirse, pues Tiyacapantzin
venía empeorando a ojos vistas
conforme se aproximaba el momento
del alumbramiento.
Ahuízotl respondió que su
esposa no había tenido ninguna
mejoría y agradeció la preocupación
que por ella manifestaba Tlacaélel.
Ambos personajes entraron juntos al
recinto donde habría de celebrarse la
reunión, y después de saludar a los
integrantes del Consejo ahí reunidos,
ocuparon sus correspondientes
lugares. Ahuízotl observó que no se
hallaban presentes los reyes de
Texcoco y Tlacopan, sino tan sólo
los altos dignatarios tenochcas que
en compañía de aquellos integraban
el Consejo Imperial, lo que le hizo
suponer que la junta tendría por
objeto tratar asuntos de índole
estrictamente interna del gobierno
azteca.
La llegada del Emperador no se
hizo esperar y con ella dio comienzo
la reunión. Tízoc anunció que la
causa por la cual se hallaban
congregados revestía una inusitada
importancia y que deseaba fuera el
propio Heredero de Quetzalcóatl
quien la diera a conocer, anticipando
de antemano que coincidía
plenamente con los puntos de vista
de Tlacaélel, y que su mayor anhelo
era el de lograr la unánime
aceptación del plan de acción
trazado por éste para hacer frente a
los problemas que se avecinaban.
Ante su reducido auditorio,
Tlacaélel dio comienzo al que habría
de ser el más brillante y emotivo de
todos sus discursos. Como una
especie de terremoto, cuyo comienzo
fuera apenas un imperceptible
temblor de tierra que lentamente va
transformándose en una irresistible y
estruendosa sacudida, las palabras
del Azteca entre los Aztecas, en un
principio serenas y pausadas, se
convirtieron pronto en un torrente de
desbordada elocuencia.
Tlacaélel comenzó narrando los
inesperados descubrimientos
efectuados durante su viaje a tierras
mayas. Con vivas imágenes describió
el hallazgo del santuario perdido en
medio de la selva y del excepcional
mensaje que en él se conservaba: la
historia completa de Me-xíhc-co,
incluyendo su pasado, presente y
futuro. Mediante un conciso resumen,
Tlacaélel transmitió a sus oyentes lo
esencial de la copiosa información
contenida en el olvidado
bajorrelieve maya, desde las
referencias al grandioso esplendor
de pasadas Edades y a los periódicos
cataclismos que asolaban la tierra,
hasta la directa alusión a los
próximos peligros que se cernían
sobre Me-xíhc-co, como resultado
del cambio de las influencias
celestes imperantes.
Con voz cuyo grave acento
revelaba la singular trascendencia
que atribuía al tema que estaba
abordando, el Azteca entre los
Aztecas planteó la urgente necesidad
de reestructurar el Imperio desde los
cimientos, con miras a lograr que su
funcionamiento estuviese acorde con
las nuevas realidades cósmicas, para
lo cual, se requería adoptar toda una
serie de radicales medidas:
supresión de los sacrificios humanos,
fomento a la libre expresión de las
distintas peculiaridades que
caracterizaban a cada uno de los
pueblos conquistados, y
fundamentalmente, propiciar por
todos los medios el desarrollo de una
profunda espiritualidad, lograda a
través del sacrificio interior y
consciente de todos los habitantes
del Imperio. Convenía, desde luego,
convocar cuanto antes a una reunión
de las distintas organizaciones
religioso-culturales, con objeto de
lograr su necesaria colaboración en
las múltiples y decisivas tareas por
realizar.
Tlacaélel finalizó enunciando
dramáticos vaticinios respecto a lo
que podría acontecer si no se
alcanzaban los fines propuestos:
siendo en gran medida lo existente en
la tierra un reflejo de la realidad
prevaleciente en los cielos, la falta
de una armónica adecuación entre las
actividades de los hombres y de los
astros sólo podía traducirse en
funestas consecuencias para los
primeros. Así pues, la subsistencia
no sólo del Imperio, sino incluso de
la ancestral herencia de Me-xíhc-co,
se hallaban en juego, pues de no
proceder en forma conveniente y
oportuna, el cambio de influencias
celestes terminaría por expresarse en
la tierra mediante la acción de otros
pueblos, quizás desconocidos hasta
entonces por los aztecas, los cuales,
acatando dictados cósmicos de los
que tal vez ni siquiera serían
conscientes, procederían a derribar
la estructura del Imperio por resultar
ésta contraria a las nuevas exigencias
de los astros, y al hacerlo, pondrían
en peligro el inmemorial y valioso
legado del cual dicho Imperio era
depositario.
Durante el transcurso de su
exposición, Tlacaélel no dejó de
observar el efecto que sus palabras
estaban produciendo en quienes le
escuchaban, percatándose fácilmente
del estupor y confusión que se iban
apoderando del ánimo de sus
oyentes. Únicamente el rostro de
Ahuízotl se mantenía impasible, sin
que el menor movimiento de sus
rasgos permitiese presagiar los
pensamientos que cruzaban por su
mente en aquellos instantes.
En cuanto Tlacaélel terminó de
hablar, Ahuízotl, sin siquiera dar
cumplimiento al formulismo que
disponía solicitar primero al
Emperador el uso de la palabra, dejó
oír su voz, pronunciando con
desafiante acento un popular poema:
¿Quién podrá sitiar a
Tenochtítlan?
¿Quién podrá sitiar los
cimientos del cielo?
Con nuestras flechas
Con nuestros escudos
Está existiendo la ciudad.
Las palabras de Ahuízotl -y
particularmente el tono de franco reto
con que habían sido proferidasconstituían
la más evidente
manifestación de su inconformidad
con el criterio sustentado por
Tlacaélel. El breve poema enunciado
por el guerrero retumbó en las
conciencias de los miembros del
Consejo con mayor estruendo que los
aterradores tronidos de una
tempestad, pues todos comprendieron
de inmediato que una grave escisión
-de incalculables consecuenciasamenazaba
en forma inesperada la
hasta entonces indestructible unidad
del Imperio.
En virtud del profundo
conocimiento que tenía del carácter
de su hermano, Tízoc fue el primero
en percatarse claramente de lo que
había acontecido en la inflexible
mente de Ahuízotl. Para el inmutable
guerrero, el Imperio Azteca
representaba la más sagrada
realización jamás llevada a cabo por
los seres humanos, y todo intento que
pretendiese modificar los
fundamentos en que se sustentaba,
constituía, ante sus ojos, una acción
reprobable en extremo.
Por otra parte, y como
consecuencia de su singular sentido
de responsabilidad, resultaba
evidente que Ahuízotl debía
considerar que le correspondía a él
la misión de impedir que cualquier
persona -así fuese el propio Portador
del Emblema Sagrado- atentase en
contra de los que él consideraba
inamovibles cimientos del Imperio.
Intentando aparentar una calma
que estaba muy lejos de sentir, Tízoc
preguntó si alguien más deseaba
añadir algo en torno a lo expuesto
por Tlacaélel. Un total mutismo
acogió sus palabras. Comprendiendo
que sería inútil prolongar por más
tiempo la reunión, el Emperador
decidió darla por concluida, no sin
antes anunciar su reanudación para el
día siguiente, fecha en la cual debía
llegarse a un acuerdo sobre el
problema planteado.
Las pisadas de los consejeros al
atravesar el amplio patio enlosado
resonaron con opresivo y ominoso
acento. Tízoc presintió que aquellos
rítmicos sonidos contenían el anuncio
de un funesto augurio.
El cauteloso avance de unas
pisadas, deslizándose en las
proximidades de su dormitorio,
interrumpieron bruscamente el sueño
de Tlacaélel. Era media noche y al
parecer reinaba la más completa
calma en la alargada construcción -
parte integral del Tecpancalli- que
servía de residencia al Cihuacóatl
Imperial. No existían, ni habían
existido jamás, guardias que
efectuasen una labor de vigilancia en
aquel edificio. El profundo respeto
que inspiraba la personalidad del
Azteca entre los Aztecas había
constituido siempre su mejor garantía
de seguridad.
Actuando con gran celeridad
Tlacaélel se incorporó del lecho,
ciñó su cintura con un corto lienzo de
algodón y cruzó sobre su pecho la
doble cadena de oro de la que pendía
el Caracol Sagrado. Después de esto,
aguardó erguido y con una severa
expresión de reproche reflejada en el
rostro la aparición del misterioso
visitante.
El anciano sirviente que dormía
en la habitación contigua a la de
Tlacaélel había escuchado también
los pasos del merodeador. Extrañado
ante lo insólito del acontecimiento,
se levantó presuroso y encendió una
antorcha cuyo resplandor iluminó de
inmediato un amplio espacio.
Enmarcado por la luminosidad
proveniente de la antorcha destacó al
punto, en la puerta de entrada dé la
habitación que ocupaba el sirviente,
la musculosa figura de Ahuízotl. El
guerrero portaba en sus manos una
gruesa y corta lanza. Su semblante
mantenía la inescrutable
inmutabilidad que le era
característica.
Comprendiendo que algo
extrañamente anormal se encerraba
en aquella inexplicable visita
nocturna, el sirviente retrocedió
alarmado, pretendiendo cubrir con su
cuerpo la entrada que conducía al
aposento de Tlacaélel. Un fuerte
empujón le hizo rodar por los suelos,
dejándole maltrecho y
semiinconsciente.
Con rápido andar Ahuízotl
penetró en la habitación. Tlacaélel
observó la lanza del guerrero y
adivinó al instante sus propósitos.
Las miradas de ambos se cruzaron
permaneciendo fijas una en otra
durante un largo rato. Los ojos de
Ahuízotl poseían la impersonal
dureza de dos cuentas de obsidiana.
Las pupilas de Tlacaélel semejaban
hogueras de volcánica energía.
La sombra casi imperceptible
de una paralizante vacilación pareció
cruzar momentáneamente el rostro de
Ahuízotl. La frialdad de su mirada se
atenuó levemente por unos instantes y
sus manos denotaron un ligero pero
al parecer involuntario
estremecimiento. Recuperando
rápidamente su habitual dominio,
Ahuízotl retrocedió unos pasos para
cobrar impulso, al tiempo que
levantaba la lanza para luego
arrojarla con poderoso ímpetu.
El arma atravesó velozmente la
habitación y se estrelló con fuerza en
el Emblema Sagrado que Tlacaélel
ostentaba sobre su pecho. Ante el
impacto, el pequeño y milenario
caracol saltó hecho trizas, y la lanza,
cuyo impulso se había amortiguado
pero no detenido, se incrustó en el
corazón del Azteca entre los Aztecas.
Muy lentamente Tlacaélel fue
inclinándose, resbalando poco a
poco sobre la pared en la que se
apoyaban sus espaldas, mientras
mantenía los brazos abiertos y
ligeramente separados del cuerpo. La
sombra que de su figura proyectaba
la luz de la antorcha semejaba, con
increíble realismo, la silueta de una
águila gigantesca cayendo desde lo
alto. Finalmente, el Heredero de
Quetzalcóatl quedó tendido e inerte
sobre el piso.
Alejándose sigilosamente de la
residencia del Cihuacóatl Imperial,
Ahuízotl recorrió buena parte de la
dormida ciudad. Al llegar a su casa,
la abundancia de luces y el intenso
movimiento que prevalecía en su
interior le hicieron percatarse de que
algo anormal había acontecido en su
ausencia. Al observar la presencia
de las parteras que atendían a su
esposa, concluyó que de seguro se
había producido el esperado y
temido alumbramiento. Las
alborozadas voces de los sirvientes
confirmaron de inmediato sus
suposiciones: el nacimiento había
ocurrido ya, y contrariando todas las
pesimistas predicciones, se había
desarrollado normal y
favorablemente, Tiyacapantzin se
encontraba bien, al igual que el
recién nacido, un varoncito que lucía
fuerte y saludable.
Después de hablar brevemente
con su esposa, Ahuízotl penetró en la
habitación donde se encontraba el
niño. Las parteras le habían bañado
con sumo cuidado y envuelto en
ligeros ropajes, colocando bajo sus
pies un arco y varias saetas,
significando con ello cual sería la
misión que le tocaba en suerte
desempeñar en el mundo.
Al fijar su atención en el rostro
del recién nacido, una incontrolable
expresión de asombro reflejóse en el
semblante de Ahuízotl. ¡Las pupilas
del niño poseían la misma
inconfundible mirada que
contemplara tantas veces en los ojos
de Tlacaélel! De los ojos del
pequeño brotaba ese fuego, vigoroso
e incontenible, que había sido
siempre la más destacada
característica en la personalidad del
forjador del Imperio Azteca.
Tras de reflexionar sobre el
hecho singular de que el nacimiento
de su hijo hubiese ocurrido al mismo
tiempo que la muerte de Tlacaélel,
Ahuízotl llegó a la conclusión de que
ambos seres debían constituir, en
alguna forma del todo misteriosa e
incomprensible, la dual
manifestación de una misma y única
energía.
Mientras continuaba absorto en
la silenciosa contemplación del
nuevo ser, acudió a la mente de
Ahuízotl el recuerdo de la extraña
imagen que observara aquella misma
noche en la habitación de Tlacaélel:
el perfil de una enorme águila
precipitándose en veloz caída;
pasajera visión creada por la sombra
que, al desplomarse herido de
muerte, había proyectado la figura
del Azteca entre los Aztecas.
Repentinamente operóse una
sorprendente transformación en las
facciones de Ahuízotl. El rostro del
guerrero perdió su granítica dureza, y
sus ojos -que de acuerdo con la
creencia popular no se habían
humedecido jamás por llanto algunocomenzaron
a derramar copiosas
lágrimas.
Con voz apenas audible, pero en
la cual resonaban acentos profetices,
Ahuízotl pronunció el nombre -
símbolo y destino, destino y símboloque
habría de llevar el recién nacido
durante su estancia en la tierra:
Cuauhtémoc.
Los que leen,
gozan;
los que
estudian,
aprenden.
P.
Ángel
María
Garibay
K.
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05/10/2008
notes
1 Teotihuacan.
1 ¡El Flechador del Cielo!
1 Itzcóatl era hijo de
Acamapichtli -que había sido el
primer monarca azteca- y de una
mujer de muy modesta condición
pero famosa por su astucia y belleza.
1 El Maxtlatl era un lienzo de
algodón enrollado en torno a la
cintura y el tilmatli una manta que
colgaba de los hombros.
1 El macahuitl calificado con
acierto como la “espada
prehispánica”, se elaboraba
incrustando filosas navajas de
obsidiana a ambos lados de un recio
pedazo de madera aproximadamente
un metro de largo por veinte
centímetros de ancho.
2 La aceptación de Tlacaélel de
aquellos símbolos le habría
convertido de inmediato en rey y
sumo sacerdote de los technochas. Su
rechazo, efectuado ante la vista de
incontables testigos, constituyo para
todos no solo un claro testimonio de
que tanto Itzcóatl como
Tozcuecuetzin contaba con su más
completa aprobación, sino también
una prueba evidente de que la misión
que el Heredero de Quetzalcóatl
venía a desempeñar dentro de la
sociedad technocha era de un
carácter superior y diferente a la del
monarca y sumo sacerdote.
1 Al comprender que habían
perdido la partida y que muy
posiblemente la ira popular se
desataría en su contra, los integrantes
del Consejo del Reino habían optado
por abandonar Tenochtítlan para ir a
refugiarse en Azcapotzalco,
reconociendo así abiertamente quién
era en verdad el amo al cual habían
estado sirviendo.
1 Por ser uno de los hijos
menores de Tezozómoc (Rey de
Azcapotzalco y creador del poderío
tecpaneca) Maxtla contaba al nacer
con muy escasas probabilidades de
heredar el Reino de su padre, sin
embargo, haciendo gala de una
astucia y capacidad de intriga poco
comunes, había logrado imponerse a
todos sus hermanos -dando muerte a
varios de ellos- y adueñarse del
poder.
1 Coyote hambriento.
2 Me-xíhc-co: "Lugar en donde
se unen el sol y la luna".
1 Consejero principal del
monarca.
2 O sea el "Juego de pelota",
designación desde luego errónea,
originada en la natural incapacidad
en que se hallaban los
conquistadores españoles para
desentrañar el complejo simbolismo
de esta ceremonia.
3 Estos individuos eran
considerados como auténticos
símbolos de los cuerpos celestes. El
principal elemento de juicio que se
utilizaba para efectuar la selección
de estas personas era el análisis de
las influencias ejercidas sobre ellas
por los astros como resultado del
lugar y momento de su nacimiento.
4 Designación que se daba al
recinto en donde se efectuaba la
ceremonia.
5 La primera tenía lugar en el
día y la segunda por la noche.
6 Huitzilopóchtli era a un
mismo tiempo un símbolo del planeta
Marte y una Deidad Solar, o más
exactamente, constituía una
representación de las influencias que
ejercía el planeta Marte sobre la
Tierra cuando sus fuerzas se
conjugaban con la energía del Sol.
Los toltecas del Segundo Imperio
habían designado a esta misma
influencia celeste con el nombre de
"Tezcatlipoca azul".
1 La residencia de Tlacaélel se
encontraba a un costado del Templo
Mayor y formaba parte del
"Tecpancalli", o sea del conjunto de
edificios donde habitaban el Rey y
las principales autoridades
tenochcas.
2 Con motivo de este incidente
las autoridades aztecas ordenaron la
constitución de una guardia especial
para la vigilancia del mercado y
crearon un tribunal que tenía por
objeto dirimir cualquier controversia
que se suscitase dentro del mismo.
1 La prodigiosa capacidad de
resurgimiento que caracterizara al
mundo náhuatl -que en la época de
los aztecas ya había sido objeto por
lo menos de dos terribles
devastaciones debido a las
invasiones de pueblos bárbaros
provenientes del norte- se explica en
buena medida por los profundos y en
verdad asombrosos sistemas de
enseñanza que le eran propios, los
cuales tenían como objetivo fomentar
al máximo la potencialidad creativa
de los educandos, hasta lograr
dotarlos, según poética expresión,
"de un rostro y un corazón".
2 Como es lógico suponer dadas
las ingentes dificultades de la
empresa, los Caballeros Tigres que
llegaban a convertirse en Caballeros
Águilas eran siempre muy escasos;
sin embargo, a pesar de lo reducido
de su número, la actividad de este
pequeño grupo resultó trascendental
a todo lo largo de la existencia del
Imperio Azteca.
3 Al constituirse el Imperio, el
antiguo "Consejo Consultivo del
Reino" habíase transformado en el
Tlatocan o "Consejo Imperial".
4 Los otros tres miembros del
Consejo Supremo eran el Cihuacóatl
y los reyes de Texcoco y Tlacopan.
El Cihuacóatl era el Consejero más
importante del monarca y la principal
autoridad en cuestiones judiciales. A
partir de la restauración de la Orden
de los Caballeros Águilas y
Caballeros Tigres, correspondería
siempre al máximo dirigente de esta
Orden ocupar el cargo de Cihuacóatl
Imperial. Los dos reyes aliados
actuaban exclusivamente como
consejeros, sin poseer facultades de
decisión en las cuestiones internas
del gobierno azteca.
5 La vasta red de diques con
que los aztecas habían logrado un
perfecto control de los grandes
volúmenes de agua existentes en los
lagos del Valle, fue para los
españoles motivo de particular
admiración. Durante el sitio de la
Gran Tenochtítlan los diques
quedaron inutilizables al ser
perforados en incontables sitios con
el fin de permitir la movilidad de los
pequeños bergantines artillados
utilizados por los conquistadores
para cañonear la ciudad. La
destrucción de los diques habría de
convertirse en el origen de graves
vicisitudes para la capital de la
Nueva España, que en varias
ocasiones padeció de terribles
inundaciones.
Tanto en la etapa Colonial como
en el Porfiriato y en la Época Actual,
se han venido realizando importantes
obras de ingeniería -a un costo
increíblemente elevado- tendientes a
combatir la amenaza de las
inundaciones que pende sobre la
Ciudad de México; en todos los
casos, el sistema utilizado para ello
ha sido el de construir canales de
superficie o profundos túneles a
través de los cuales poder sacar el
agua fuera del Valle. El empleo
continuado de este procedimiento ha
ocasionado un trastorno total en el
equilibrio ecológico del Valle: los
grandes lagos se han secado y de sus
secos lechos de tierra se levantan
insalubres polvaredas, una gran parte
de la vegetación ha desaparecido,
incluyendo vastas extensiones
boscosas, el subsuelo se ha resecado
provocando un incontenible
hundimiento del terreno, numerosas
especies de animales se han
extinguido, e incluso el clima se ha
visto alterado.
Así pues, y con base en los
hechos anteriormente mencionados,
puede afirmarse que la solución que
para resolver el Problema de las
inundaciones en el Valle de México
adoptaron en su tiempo
Nezahualcóyotl y los Aztecas, fue
mucho más acertada e inteligente que
las que posteriormente han venido
aplicándose, con idéntico fin, a partir
de entonces.
1 Flor. Este día era considerado
por los aztecas como particularmente
favorable para el desarrollo de las
bellas artes, especialmente en lo que
respecta a la danza, la poesía y el
canto.2 Debido quizás a las
condiciones en que se había
producido su rescate, así como a su
determinante participación en los
valiosos descubrimientos llevados a
cabo por la expedición, los aztecas
consideraron a Macuilxochitl un
testimonio personificado de la
capacidad de sobrevivencia del
espíritu que animaba a los habitantes
de la tierra de sus mayores -una
especie de símbolo viviente de
Aztlán- otorgándole los más diversos
honores; fue consagrada al culto
sacerdotal y adoptada como hija por
el propio Tlacaélel. A partir de
entonces, el Heredero de
Quetzalcóatl veló con esmero por la
educación de la niña, manifestando
por ella un profundo y sincero afecto.
El augurio contenido en el
nombre de la pequeña habría de
cumplirse plenamente, Macuilxochitl
llegaría a ser, con el tiempo, una de
las más destacadas poetisas del
mundo náhuatl.
1 Chalchiuhnenetzin era
hermana del Emperador Axayácatl, y
al igual que todos sus hermanos,
había dado muestras desde pequeña
de una superior inteligencia. Una
periódica y virulenta infección en las
encías había afeado su rostro
imprimiéndole un aspecto de
prematura vejez. A pesar de lo
desfavorable de su apariencia,
Chalchiuhnenetzin había celebrado
un buen matrimonio a juicio de todos,
pues se hallaba casada con
Moquíhuix, personaje de indiscutible
talento que desempeñaba el cargo de
gobernador de Tlatelolco.
2 Moquíhuix era Caballero
Tigre y a pesar de que en varias
ocasiones había sido propuesto para
Caballero Águila no se le había
otorgado dicho grado, pues varios de
los dirigentes de la Orden -
incluyendo al propio Tlacaélelopinaban
que si bien le sobraban
valor e inteligencia, estaba aún muy
lejos de poseer la elevada
espiritualidad que se requería para
ostentar tan alta distinción.
3 Estas fiestas duraban diez días
y concluían en fecha equivalente al
24 de junio del actual calendario. El
objetivo fundamental de las mismas
era el de subrayar la transcendencia
del solsticio de verano.
4 Tlazoltcotl: "Diosa del
pecado o de la basura'', "comedera
de inmundicias". Se le representaba
en los códices con el cuerpo pintado
de amarillo.
1 A la llegada de los españoles
los comerciantes aztecas
("pochtecas") habían adquirido ya
una preeminente posición dentro de
la sociedad tenochca, pues su figura
se aproximaba en buena medida al
prototipo de "sacerdote militar" que
constituía el ideal de esta sociedad:
los comerciantes destacaban por su
religiosidad, sabían convertirse en
diestros guerreros cuando la ocasión
lo requería, y proporcionaban a las
Autoridades Imperiales la mayor
parte de la información que éstas
necesitaban de las poblaciones que
proyectaban conquistar.
2 "Aguas divinas sin fin."
3 Como se recordará por lo
relatado en el Capítulo Primero de
esta obra, Ce Acatl Topiltzin
Quetzalcóatl, Emperador Tolteca y
Portador del Emblema de la Deidad
del mismo nombre, tras de su derrota
y expulsión de Tula inició en unión
de sus partidarios una larga marcha
hacia el sureste. Al pasar por la
ciudad de Chololan, vencido por la
frustrante desesperación que le
dominaba, se despojó del Caracol
Sagrado arrojándolo al suelo y
rompiéndolo en dos pedazos. A
partir de entonces el venerado
emblema había quedado dividido en
dos partes: una de ellas permaneció
en Chololan y era portada por el
Sumo Sacerdote de la Hermandad
Blanca de Quetzalcóatl, la otra mitad
había sido llevada por el propio Ce
Acatl Topiltzin hasta Uxmal y
entregada al más elevado
representante del sacerdocio maya.
4 El sol, o más exactamente las
fuerzas cósmicas que éste representa.
1 El diálogo en náhuatl relativo
a este episodio -que al igual que el
relato de todas las acciones de
Tlacaélel ha sido conservado
fidedignamente por la tradición oraldeja
ver muy claramente que el
Azteca entre los Aztecas hace un
juego de palabras con el término
"mariposillas" (papalototon)
utilizándolo con un doble sentido, o
sea dándole la acepción popular que
lo empleaba para designar a las
mujeres de la llamada vida fácil.
La anécdota en cuestión resulta
particularmente interesante, pues es
la única que nos revela a un
Tlacaélel dotado de sentido del
humor, sin que desde luego nos sea
posible dilucidar, a través de este
solo hecho, si dicha característica
formaba realmente, parte de su
personalidad, o si lo ocurrido fue tan
sólo un episodio aislado, que tuvo
lugar en una época en que el forjador
del Imperio Azteca tenía ya una edad
muy avanzada.
2 Centeotl: anciano sacerdote
de Chololan de quien Tlacaélel
recibiera la mitad del Caracol
Sagrado de la cual era depositario.
(Ver Cap. I de esta obra,.)
3 Kukulkán: nombre dado por
los mayas a Quetzalcóatl.
4 En otras palabras, lo que Na
Puc Tun afirmaba era que se iba a
operar un cambio en las energías
cósmicas predominantes en Me-xíhcco,
y que las provenientes de la unión
del Sol y Venus, prevalecerían sobre
las que conjuntamente irradiaban el
Sol y Marte.

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⏰ Última actualización: Jan 31, 2014 ⏰

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Tlacaelel - Antonio Velasco PinaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora