Capitulo 3.

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No fue a San Francisco sino a la Catedral, para pasearse en la plaza después de la misa, dijo; pero en la tarde sí la vi. No estuvo más que de pasadita en la casa de mis primos y cuando ya iba anocheciendo. Yo estaba con mi tía Carmencita en el balcón, y me había quedado mirando cómo titilaban los focos de la calle para encenderse y cómo se ponía entonces descolorido el cielo, cuando ¡ella que se nos aparece en la acera! ¿Cómo no la vi llegar?, digo yo. No quiso subir porque se le había pasado la hora y también porque a la Raquelita, que andaba con ella, le molestaban los zapatos nuevos; pero entonces mi tía y yo bajamos y nos estuvimos paseando todos desde la puerta hasta la esquina. Venía tan contenta, que nos contagió, y después se puso a hablar en secreto con mi tía, y entonces las dos se reían y miraban lejos, hacía el lado por donde Angélica había llegado, pero con disimulo, porque yo no me pude dar cuenta de lo que buscaban con la vista. ¿Qué sería? Es lo malo que tiene, y eso que nadie sería más reservado con sus secretos que yo. Pero pasa siempre así, que nadie adivina nunca quiénes son las personas que quisieran servirle a uno para todo y están cerca de uno y no se lo dicen sólo porque no se atreven. Yo digo que se debía adivinar; lo que es que había de ser con seguridad, como me pasa a mí con don Carlos. Estoy seguro de que él quisiera que yo le contara todos mis secretos, y a él sí se los confiaría yo si llegara el caso. Angélica no adivina; pero, de todas maneras, estoy contento: le dijo a mi tía que yo era un encanto y habló varias cosas buenas de mí y después me besó...y yo también, y como me tuvo de la mano todo el tiempo, me ha quedado el olor de sus guantes. Estoy bien, bien feliz. ¿Por qué me quedaré tan contento cuando la veo sólo un momentito y cuando paso mucho rato con ella, no?... ...Me voy a acostar. Ojalá no golpeen la pared en la casa de al lado. Les ha dado ahora por golpear, y me asustan. ¿Qué harán? Es un fastidio. Tanto como espero la hora de acostarme para estar completamente solo, a obscuras, y poder sentir bien esta especie de sed y de felicidad, este ahogo tan dulce, este amor tan grande, y suspirar, y llorar de gusto hundiendo la cara en la almohada... y sin embargo, tantos sustos que he de pasar hasta ahí en mi cama. Y es que oigo una porción de ruidos que me hacen saltar el corazón. Cuando no es un mueble que cruje, se cae un plato en la cocina, o cierran una puerta, o golpean la maldita pared de al lado. Yo no debía asustarme, porque no hago nada malo, sino estar despierto, y el pensamiento no me lo adivinarían; pero me entra un miedo atroz y no lo puedo remediar…

Ahora mi mamá me observa. He pasado anoche un susto terrible. Mis hermanos jugaban después de comer, corriendo en el patio, y yo los miraba desde el corredor, recostado en un pilar y pensando en Angélica, cuando oí que mi mamá le decía a mi abuela:—¿Estará enfermo?— Y entonces se me puso en el acto que estaban hablando de mí, y me quedé de una pieza. No me atreví a mirarlas, pero sentía que ellas me miraban a mí. Y así era, de mí hablaban, porque mi mamá volvió a decir:—Hace muchas noches que no juega.— Y mi abuela le dijo que me dejara, que si no sabía de sobra que yo era así, apagado y tristón y no vivo como mis hermanos; pero mi mamá me llamó. Yo estaba como una estatua; ni voz tenía del susto... La pura verdad, yo creo que me estoy enfermando, porque ya es mucho lo nervioso que me he puesto... — Tienes muchas ojeras, hijito. ¿Por qué no corres tú también un poco?—me preguntó mi mamá, y yo le contestó que tenía sueño, y ella me tocaba la frente, creyendo que estaría con fiebre; pero yo le aseguré que no tenía nada, y me puse a reír, a la fuerza, eso sí, y porque sólo de pensar que, creyéndome enfermo, me llevaran mi cama al dormitorio de mi mamá, temblé. No tuve más remedio que reírme, porque perder mi soledad de la noche... ¡eso sí que no! Mi abuela me encontró la frente fresca. Mi abuela opina siempre antes de examinar; así es que antes de haberme tocado ya tenía resuelto hallarme fresco. Algo bueno había de tener la pobre. Si mi mamá tuviera ese carácter, yo sería muy independiente y más feliz. Pero me cuida demasiado. Porque me quiere será... y a mí me gusta que me quiera... pero es fastidioso que se fijen tanto en uno…

Lo más malo es que nadie me puede defender, puesto que nadie sabe lo que me martiriza este afán de mi mamá. Desde que me encontró ojeroso, no tengo más remedio que jugar todas las noches con mis hermanos. Ya tengo adolorido el cuerpo. ¿No es un martirio, esto? He de saltar, y he de correr, y cantar, y acalorarme más que ninguno. Y si al menos me divirtiera… Pero no, porque mi única preocupación mientras tanto es ir fijándome en la cara feliz con que mi mamá me observa. Y eso que mido mi tiempo: cuando oreo que ya es suficiente, me acerco a ella, le hago notar cómo transpiro, y que he corrido mucho, y que la comida me ha bajado, y a veces hasta le discuto haber traveseado más que todos. Entonces ella me besa, contentísima, la pobre, y yo respiro; ya me puedo ir a acostar sin ese maldito miedo de sentirla llegar a mi cama para ver si duermo bien. Y esa as otra, porque por más que he aprendido a fingir perfectamente que duermo como un lirón, siempre me sobresalta eso de que mi mamá vaya a verme dormir. Le había dado por ir. A mí me da rabia. ¡Pobre mamacita! Ella lo hace de buena que es; pero ¿cómo no me ha de dar rabia?... ¡Todo por ella, por mi Angélica! En estos días, dice mi mamá, vamos a ir a su casa de visita. Ya era tiempo…

Fuimos. Al fin le hicimos la visita a Angélica. Pero he vuelto fastidiado. Había varias personas más y el joven del otro día, que la miraba tantísimo. Ella estaba conmigo siempre; pero a donde íbamos nosotros allá iba él. Se llama Jorge; y es buenmozo; pero muy cargante, el tipo. Ese  modo de decir «señorita Angélica». ¡Imbécil! A ella no le gusta, creo yo. Y cómo le va a gustar, también, con esa cabeza chica y esos ojos redondos y ese bigote como escobilla de dientes... No, no es feo... Pero no le gusta, porque yo se lo pregunté y ella me dijo que no. ¿Y para qué me iba a engañar?, vamos a ver. Si no puede ser; y además, ni su familia lo permitiría. Si creo que hasta tipo es. Y por último, ¿no me dijo ella misma que no le gustaba? ¿Para qué me preocupo, entonces?..

El niño que enloqueció de amor - Eduardo Barrios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora