Capitulo 10. (FINAL)

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Hasta que por último mi mamá perdió la paciencia y me dio de pellizcos, y me sacó y me trajo en un coche. Después... no sé más, sino que estoy con fiebre y que he pasado toda la noche hablando esos disparates que cuentan mis hermanos…

En este punto, el diario se vuelve de pronto inconexo y contradictorio hasta el grado de hacerse ininteligible en sus líneas restantes. Ignoro cuántos días después de escrito el último renglón puso la casualidad en mis manos este cuaderno doloroso e ingenuo. Sólo puedo decir que fue una tarde en que la tristeza de mi amigo Carlos Romeral me exigió acompañarlo a ver al enfermito. Fue acaso la hora más amarga de mi vida. Los atardeceres son todos melancólicos en los cuartos de los enfermos; pero mi memoria conserva el de aquella estancia, como una llaga en carne viva, siempre irritada y sangrante. Una insufrible congoja me oprime aún al recordar la penumbra en que todos nos desdibujábamos como espectros, la ventanita en alto por donde se veía un trozo de cielo azul gris y asomaba de rato en roto un volantín silencioso, la lívida pincelada del lecho sobre el cual erguíase borroso el busto del loquito que hablaba sin cesar, borboteando un monólogo exasperante. Cerca de mí, la abuela, con el gesto agrio de ciertos seres que gruñen al llorar, movíase afanosa, poniendo en orden frascos y cajas de medicinas; Carlos Romeral, hundido en un sillón, mordíase el bigote, nervioso, desesperado, rebelde; y yo escuchaba el relato que la madre me hacía sobre el proceso de la enfermedad de su hijo.

Hablaba la señora con voz opaca, pero febrilmente. Obedecía sin duda a ese prurito absurdo, pero tan común en los contristados, de rememorar con cruel minuciosidad cuantos fenómenos se sucedieron hasta la crisis final del enfermo a quien lloran. Aquella mujer había llorado ya mucho. Ahora, un secreto instinto de distracción, o acaso una vaga esperanza de amparo, arrastrábala a contar los desgarradores episodios. Yo atendía, no sé si por educación o porque no hiriese mis oídos el monólogo terriblemente plácido del loquito. Por momentos, percibíamos el murmullo de los médicos que en la habitación contigua deliberaban en junta. Entonces la madre suspendía su relato, y yo podía leer en su mirada suspensa la blanda y triste esperanza de los débiles. Pero se apagaba el rumor, y ella proseguía. En los comienzos de la enfermedad, tuviera el niño delirios de terror que concluían en convulsiones; después desapareciera la fiebre, pero la razón volvía sólo por intermitencias; por último, el delirio se había hecho tranquilo y constante. De los terrores por un jabalí cuyos ojos redondos y cuyos bigotes recortados eran humanos, el tema declinara en disputas absurdas con unos lentes amarillos y en diálogos con campanadas que ya pasaban volando, ya flotaban en el aire, ya caían como goterones en una laguna imaginaria. — Y hoy, —concluyó la madre, — su tema único es el de las campanas. Jamás nombra personas, ni a mí. Tampoco sufre, como usted ve; por el contrario, parece deleitarse con su delirio. Es horrible; ese contento inmutable es espantoso. Y calló, ahogada por las lágrimas. Hubo un silencio, pesado, fúnebre. De pronto recomenzó el monólogo del loquito. Aquella vocecita tristemente encantada interrogaba a las imaginarias campanas el significado de sus sones. Un momento, su mirada se encontró con la mía, y el fulgor metálico de aquellos ojos perturbados me apuñaleó las entrañas como una daga fría. Hice un esfuerzo y le sonreí. Me respondió él con la carcajada triturante de los locos y, convulso de risa, se tendió en la cama, hundiendo la cara entre las ropas, Y fue entonces cuando el cuaderno, que tal vez estuvo bajo la almohada, cayó cerca de nosotros. Maquinalmente, me apresuré a recogerlo. Alcancé a leer en la cubierta: Historia y Geografía, 1er año. Pero como en ese instante volvían los médicos, me distraje y lo conservé entre las manos. Sin sospechar siquiera el secreto que el cuaderno contenía, mis dedos lo enrollaban, mientras mi atención deteníase embobada en la suficiencia facultativa que discurría sobre «los perniciosos efectos del alcohol en el cerebro infantil». Comprendí en aquel discurso docto, el exordio de un desahucio próximo. Minutos después, atravesaba yo la Alameda, camino de mi casa, y de pronto me di cuenta de que llevaba el cuaderno. Por un movimiento automático, lo abrí... Cuando terminé de leerlo, las campanas de San Francisco iniciaban su tañer vespertino, lento, grave, trágico, y yo, medio contagiado ya de aquel tema de locura, sentí que las campanadas se desplomaban una a una, como enormes lágrimas de pesadilla, sobre mi corazón.

FIN

El niño que enloqueció de amor - Eduardo Barrios.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora