Prefacio

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—Luz...

—Oscuridad...

Y todo ha quedado en tinieblas.

Y es extraño. Sólo es sentir cómo el calor abrasa mis dedos, y percibo algo. No sé describirlo. Es como una corriente que me traspasa el cuerpo, que simplemente siente, y se trasforma en fuego; un fuego que emana de mis dedos, y tiñe de rojo las paredes de madera corroídas

Mi existencia es como esa vela. Por momentos, es de una claridad inimaginable, una pesadilla vibrante de luz; en otros, una oscuridad que me inunda, me calma... me tranquiliza. Pero aquel hombre, el que me tiene entre la humedad de estas cuatro paredes, dice y repite: "Te niegas a ver la realidad". ¿Y si es así? Me niego a sentir mi cuerpo impregnado de sangre, me niego a ver cómo mi existencia se consume en un fuego que arde, que me devora sin piedad.

— ¡Me niego! —grito—, ¡me niego a ser un brujo—. Tiro la vela con la palma de la mano. Y, como si la llama tuviera vida, se hace enorme y se lanza hacia el hombre.

Sin más, me dirijo a la única salida: un corredor estrecho e infinitamente negro. Sus pisadas firmes contra el piso de mármol, resuenan dejando un eco. Y una luz azul me persigue a toda velocidad. Agacho la cabeza para esquivarla, e impacta contra la pared; la luz y el estallido se expanden en el corredor, mientras los pedazos de madera y mi cuerpo, vuelan por el aire, estrellándose contra la pared.

Me levanto y corro por un pasillo más amplio, donde se ve una exigua luz al final. No es igual a las míseras llamas en torno a una oscura habitación, como me han tenido todo este tiempo. Esta es una luz real, roja, brillante, proveniente de la luna, que se hace enorme a cada paso que doy. Es perfecta.

El hombre me trae de vuelta a la realidad. Una ráfaga de luz golpea mi hombro, mi cuerpo pierde fuerza y ruedo por una alfombra; mientras el dolor ardiente se traspasa rápida y profundamente entre cada una de mis extremidades.

Me agarro de la alfombra. Las pisadas son continuas. Él corre. Mis manos tiemblan por la fuerza con que aprieto los puños para sostenerme. Se acerca, lo siento. Me pongo de pie, dejando de lado el dolor. Sus ojos están en mi espalda. Todo es silencio. Mis huesos se astillan pedazo a pedazo, inundándose de un frío penetrante y hasta abrasador. Las lágrimas bajan en silencio, y en su lugar, se escuchan los pedazos de tablilla del piso, y caen al vacío.

Me giro dejando salir un leve suspiro y el hombre sale de la oscuridad.

Mi ser pide gemir de dolor y yo no lo dejo. Grito.

— ¡Me niego!

Mis palabras hacen eco. El piso cruje, se desprende. Y caigo al vacío.

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