Sonó el despertador y se levantó, maldiciendo pero se levantó. Cómo todas las mañanas, no quería ir al colegio. Se puso el uniforme, desayunó café o lo poco que le quedaba tras derrocharlo sobre sí misma. “Maldigo este día”. Sabía que cuando tenía una mala mañana todo lo que sucediera después sería malo, o le saldría mal a ella. Se enojó con la taza y le dijo barbaridades como si el objeto tuviera la capacidad de entender algo. Le gritó a su madre que llegaba tarde al colegio, que no podía limpiar ni la mesa ni el piso mojados con café. Corrió a su cuarto y rebuscó algo que intentara reemplazar su falda gris y su chomba blanca. Encontró unos jeans y una remera lisa común. Tomó su mochila y azotó la puerta, intentando alcanzar el autobús al verlo pasar por la esquina de su casa. Corrió gritando que la esperara, no tenía más faltas para no llegar a horario a la escuela. Llegó al final de la calle y una moto pasó por al lado sobre un charco repleto de agua por la lluvia del día anterior. Miró furiosa al muchacho que conducía y le gritó “Maldito hijo d…” cuando la interrumpió el golpe que le cambió la vida. Una camioneta blanca, de esas que se necesita una escalera para poder subir, la atropelló mientras maldecía al joven desde el medio de la calle.
Poco recuerda lo que pasó después. Lo último que vió fue al conductor dando bocinazos intentando llamar su atención para que diera el paso y a ella misma tirada sobre el asfalto, con los ojos al cielo oyendo un par de sirenas.
Y despertó en su cama. La alarma no había sonado, tal vez durmió treinta horas o más, era de noche y se oía extremado silencio en su casa. Abrió su ropero y buscó entre lo poco que había, viendo la falda con la mancha café y encontrando un pijama que se puso ya que estaba desnuda. “Maaaaaaaaaá”, “Paaaaaaaaá”. Nadie respondía. También llamó a su hermano y tampoco respondió. Le dolían las piernas y tenía jaqueca. Sus ánimos eran pocos para caminar y optó por la comodidad de su cuarto. Estuvo inmóvil un par de horas mirando su techo, pensando quién sabe qué. La casa seguía en total silencio, no había nadie. Le pareció extraño ya que pocas veces se hallaba tan vacía. Y se quedó en su cama, pensando quién sabe qué. Intentó recordar algo de lo posterior al accidente y no lo consiguió. Se aburrió y puso un poco de música. “Tal vez tenía el iPod en el accidente y por eso no funciona el sonido”, supuso. Se hartó de buscar algo interesante en el techo sin poder encontrarlo. Intentó soportar el peso de su cuerpo sobre sus piernas, que tan frágiles y dolorosas sentía, y fue a la cocina en busca de algo para comer, a pesar de que no tenía hambre. Cruzó el pasillo y su madre yacía en el sillón, dormida, con un par de pastillas en su mano y pañuelos repletos de mocos en el piso. La observó un rato y le pareció extraño no haber oído algo cuando volvió del trabajo y, también, que ella no halla oído todos los gritos que emitía desde hace horas. La dejó dormir, se notaba exhausta. Encontró poco y nada en la heladera, se conformó con un par de galletas que había sobre la mesa. Se asomó por la ventana, el día era espléndido. En su patio, el padre se encargaba de podar el pasto, con cara de angustia y los ojos rojos. Miró a la ventana y ella lo saludó con una sonrisa y moviendo su mano, él no respondió, solamente giró la cabeza y siguió con lo que hacía. Pensó que tal vez estaba enojado por algo consigo, no se le ocurrió un por qué. Fue al patio y le dijo que la podadora estaba apagada y su padre no le daba importancia, seguía en lo suyo. Se ofendió, volteó y tropezó con la puerta. El hombre giró hacia ella y miró al piso, tomándose la cabeza y cubriendo sus ojos. Le preguntó qué sucedía, si estaba bien, si quería beber algo. No respondió. Se ofendió aún más y entró nuevamente a la casa. Su madre ya no estaba en el sofá. Fue a su habitación y allí estaba, peinando su cabello. Le dijo que desde hacía un largo rato la llamaba y le preguntó por qué no respondía, y seguía sin responder, sin quitar la mirada del espejo. “¿Por qué nadie me escucha?”, gritó desesperada, y su madre seguía sin emitir sonido ni movimiento alguno. La tomó de la espalda y la volteó, queriendo llamar su atención. No la miró a los ojos, sino que se los cubrió evitando derramar lágrimas. Dijo palabras que no oyó, pero sabía que dijo algo ya que vió sus labios moverse, de esa manera tan delicada en que lo hace. Sacó sus manos, las secó con su ropa y se fue. Ella se ofendió más aún y se echó a llorar en su cuarto. No entendía qué pasaba, se creía loca. Tomó un par de hojas y escribió, como hace siempre que no sabe qué decir ni cómo hacerlo. Anotó varias versiones que terminaron en la basura, hasta que logró algo que le convenció.
A ver, mamá, explicame en simples palabras qué sucede con todos, qué sucede con vos y papá, qué sucede conmigo. Si hice algo mal, necesito saberlo. El día no fue de lo más normal, ni siquiera fui al colegio. Y es por esto que te pido ayuda, para entenderte, entenderlos y entenderme.
Dobló el papel a la mitad, secó sus ojos y fue a su encuentro para dárselo en manos. Estaba en el patio, en brazos de su padre, empapada en llanto. El hombre la miró sin mirarla y volvió a su esposa. Se acercó a ellos y tocó su espalda queriendo llamar su atención. No volteó, ni nada. Solo tocó justo donde ella había tocado frotándose, como si un bicho le hubiera picado. “Por favor, te quiero dar algo, Má”. No respondió. Y ahí es cuando se altera y comienza a gritar, y seguían sin oírla.
Volvió a la casa, dejó la nota sobre la mesa y se encerró nuevamente en la habitación a patalear paredes, romper cosas que ni siquiera azotadas en el piso se rompían y gritar, aunque nadie la oiga. Cuando se quedó sin voz y sin barbaridades que decir, se asomó por el pasillo, queriendo ver si habían leído la nota. Y allí estaba su madre, sentada en el sofá con el papel entre manos y la cabeza entre codos. Se paró, buscó un papel y comenzó a escribir. Pasó un rato luego de que escribiera, borrara, tirara papeles, escribiera, tachara y finalmente concluyó. Se dirigió hacia ella y entró a la habitación, pasó frente suyo cómo si no la hubiera visto. Se sentó en la cama y acarició los peluches por un largo momento. Llorisqueó un poco más, dejó la nota sobre la almohada y salió del cuarto, todavía sin darle presencia alguna a su hija. Se acostó en la cama, tomó la hoja y la leyó detenidamente.
No sé si es una locura lo que acabo de leer y lo que estoy haciendo, o es que en serio he perdido la cabeza. No comprendo lo que me decís, hija, realmente que no. Que ya no estés me hace dudar y repensar todo, y me duele más aún leer lo que leo y no saber a qué te referís. Y me encanta sentir que te tengo, que seguís con nosotros, pero esto me está volviendo loca y solo han pasado dos días, solo dos. Por eso aprovecho y te digo que me perdones, que siento no haber podido estar cada mañana para hacerte el desayuno y que alcanzaras el colectivo a tiempo, siento no poder llevarte a la escuela y evitar que un imbecil conductor se llevara consigo tu vida. Te pido que estés conmigo, pero que no me vuelvas loca.
No intentó abstener las lágrimas ni el mareo. El mundo se volteó y no sintió sus pies, se sintió vacía y en un vacío. Se sintió sola, queriendo entender qué pasaba. Y acercó su dedo a su cuello y presionó, no sintió nada. Acercó su mano a su pecho y tampoco logró sentir algo. Tomó un vaso y lo azotó en el piso, sin poder romperlo y tampoco oyó el intento. Encontró algo punzante y se rasguñó las muñecas, ningún líquido espeso ni rojo salió de allí, no corría sangre, ningún signo de vitalidad, nada. Y comenzó a enloquecerse hasta que pudo llegar a algo lejano a la calma, y se recostó en su cama, a mirar el techo, a intentar despertar de ese horrible sueño que estaba viviendo o por lo menos, a terminar de morir.