Asiendo el llamador, la señorita Politt lo dejó caer sobre la puerta de la casita. Luego de un breve intervalo llamó de nuevo. El paquete que llevaba bajo el brazo le resbaló un tanto al hacerlo, y tuvo que volver a colocarlo en su sitio. En aquel paquete llevaba el nuevo vestido de invierno de la señora Spenlow, de color verde, dispuesto para la prueba. De la mano izquierda de la señorita Politt pendía una bolsa de seda negra, que contenía la cinta métrica, un acerico de alfileres y un par de tijeras grandes y prácticas.
La señorita Politt era alta y delgada, de nariz puntiaguda, labios finos y cabellos grises. Vaciló unos momentos antes de llamar por tercera vez. Mirando al final de la calle, vio una figura que se aproximaba rápidamente y la señorita Hartnell, jovial y curtida, con sus cincuenta y cinco años, le gritó con su voz potente y grave:
-¡Buenas tardes, señorita Politt!
La modista respondió:
-Buenas tardes, señorita Hartnell -su voz era extremadamente suave y moderada. Había comenzado a trabajar como doncella en casa de una gran señora-. Perdóneme -prosiguió-, pero ¿sabe por casualidad si está en casa la señora Spenlow?
-No tengo la menor idea.
-Es bastante extraño que no conteste a mis llamadas. Esta tarde tenía que probarle el vestido. Me dijo que viniese a las tres y media.
La señorita Hartnell consultó su reloj de pulsera.
-Ahora es un poco más de la media -contestó.
-Sí. He llamado ya tres veces, pero no contesta nadie; por eso me preguntaba si no habría salido y habrá olvidado que tenía que venir yo. Por lo general no se olvida, y además quería estrenar el vestido pasado mañana.
La señorita Hartnell atravesó la puerta de la verja y llegó al jardín para reunirse con la señorita Politt.
-¿Y por qué no le ha abierto Gladys? -quiso saber-. Oh, no, claro, es jueves... es su día libre. Me figuro que la señora Spenlow se habrá quedado dormida. Me parece que no consigue usted hacer gran ruido con ese chisme.
Y alzando el llamador lo descargó con todas sus fuerzas. Rat-tat-tat-tat y, además golpeó la puerta con las manos. También gritó con voz estentórea:
-¡Eh! ¿No hay nadie ahí dentro?
No obtuvo respuesta.
-Oh, yo creo que la señora Spenlow debe de haberse olvidado y se habrá ido -murmuró la señorita Politt-. Volveré cualquier otro rato.
-Tonterías -replicó la señorita Hartnell con firmeza-. No puede haber salido. Yo la hubiera encontrado. Voy a echar un vistazo por las ventanas para ver si da señales de vida.
Y riendo con su habitual buen humor, para indicar que se trataba de una broma, miró superficialmente por la ventana más próxima, pues sabía que los señores Spenlow no utilizaban aquella habitación, ya que preferían la salita de la parte posterior.
A pesar de ser una mirada superficial consiguió su objetivo. Es cierto que la señorita Hartnell no vio signos de vida. Al contrario, a través de la ventana distinguió a la señora Spenlow tendida sobre las alfombra... y muerta.
-Claro que -decía la señorita Hartnell contándolo después- procuré no perder la cabeza. Esa criatura, la señorita Politt, no hubiera sabido qué hacer. Tenemos que conservar la serenidad -le dije-. Usted quédese aquí y yo iré a buscar al alguacil Palk. Ella protestó diciendo que no quería quedarse sola, pero no le hice el menor caso. Hay que mantenerse firme con esa clase de personas. Les encanta armar alboroto. De modo que cuando iba a marcharme, en aquel preciso momento, el señor Spenlow doblaba la esquina de la casa.