Primera parte

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Incluso la persona más malvada tiene sus momentos de bondad. Eso fue lo que lo que pensó Steve cuando contempló la escena que sucedía ante sus ojos, totalmente estático y atónito.

Ese día había comenzado como cualquier otro. Se había despertado temprano, nada más rayar el alba. Apartó las sábanas con ganas, lleno de energía y con ganas de ponerse en movimiento antes de que las calles se llenaran de gente.

Se lavó la cara concienzudamente, mojándose el cabello en el proceso de forma accidental y haciendo que se le pegara a la frente. Se bebió dos vasos de agua para desprenderse de los escasos restos de sueño y ganas de volver a la cama que le pudieran quedar y poner a su cuerpo en funcionamiento.

Se puso una camiseta negra y un pantalón de chándal azul marino, lanzando al cesto de la ropa sucia la camiseta blanca de manga corta y el pantalón de algodón de cuadros escoceses rojos que usaba a modo de pijama. Ya pondría la lavadora a la vuelta, cuando se preparara el almuerzo.

Después de desayunar una tostada de queso y mermelada de arándanos, un plátano, un racimo de uvas, y beberse un vaso de jugo de naranja, cogió una barrita energética de manzana, miel y almendra que tenía en un bote de cristal en la encimera de la cocina; se la comió de un par de bocados. Recogió las llaves metálicas de su casa, dejando totalmente olvidado el teléfono móvil que le había regalado Tony en la pequeña mesa que tenía junto a la puerta de su casa. No sabía usar el aparato, que no tenía ningún botón que le permitiera encontrarle lógica, y se negaba a hacer ningún esfuerzo después del discurso que le había soltado Tony al dárselo.

—Lo he rediseñado para que incluso un abuelete como tú pueda usarlo, no vaya a ser que un día te olvides de cómo llegar a casa y te encontremos perdido a un lado de la autopista.

Solo de recordarlo le hacía fruncir el ceño. Con semejantes intenciones por parte del ingeniero, Steve siquiera lo había encendido una vez.

Ya preparado, Steve, como cada mañana, salió de su casa y se preparó para su entrenamiento matutino habitual.

Corrió la ruta de los sábados, la más larga y extenuante de todas, pero que le ayudaba a ejercitar y fortalecer sus piernas. Lo peor de esa ruta era la cantidad de pasos de cebra y semáforos que tenía que tragarse, por mucho que él intentara resumirlos todo lo posible. Sin embargo, parecía tener un extraño don con los semáforos, porque rara vez los pillaba en rojo.

Al principio hacía la misma ruta todos los días, pero, queriendo descubrir un poco del nuevo mundo en el que se había despertado, poco a poco había ido cambiado sus planes y estableciendo diferentes horarios según los días y los ejercicios que planeara hacer. Así había descubierto aquella cafetería en la esquina, a treinta minutos de su piso, que tostaba su propio café; o aquella pequeña sala de arte independiente en Williambsburg que contaba con pequeñas maravillas que Steve adoraba admirar.

De todas sus rutas, la de los sábados era, probablemente, la más exigente y problemática. Tenía que atravesar todo Brooklyn, pasando por Williamsburg, Green Point y, sobre todo, las vibrantes calles de Broadway. Lo bueno de salir tan temprano en la mañana es que no se encontraba con el gentío que caracterizaba a la avenida del teatro, que desataba toda su luz con la llegada de la noche. Atravesaba la interestatal 278 y seguía su camino un kilómetro más hasta llegar al puente Kulaski llegando a Long Island City. Cruzaba Roosevelt Island y, por fin, llegaba a su destino. Un kilómetro y medio más y ya había llegado al pulmón de Manhattan. Después de eso, le quedaban un par de horas de travesía en el interior de Central Park. Era un trayecto que dependía mucho de factores externos, como intentar que no le atropellaran, pero, generalmente, era capaz de hacerlo en una hora. Hora y media si se encontraba muy apático.

El secreto de la manzanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora