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Cada miércoles en la noche Federico caminaba por el parque que estaba cerca de su departamento, era muy pintoresco, tenía un columpio, un tobogán y una estructura llena de tubos donde los niños normalmente se guindaban como pequeños primates. Esa noche el parquecito no estaba muy concurrido, solo una pareja que se mecía tiernamente en los columpios. Federico decidió sentarse en un banco a meditar sobre los últimos acontecimientos de su semana. Su trabajo de profesor comenzaba agobiarlo, no sabía qué hacer para hacer que sus estudiantes leyesen los libros que asignaba «ni siquiera leyeron a Alicia» pensó. Pero luego ese pensamiento fue barrido por el hecho de que se acercaba el día de pagar la renta y no le quedaría mucho dinero para comer, iba tener que llamar a su mamá y perder un poco de su dignidad de adulto joven independiente. Suspiró pesadamente y luego miró hacia la luna, ese gran reflector hecho de roca espacial que adornaban sutilmente lo adornaban las estrellas, mientras brillaba plenamente en el aterciopelado cielo nocturno.

Una estrella fugaz pasó frente a sus ojos. En ese instante le hubiese gustado compartir el momento con alguien, y entonces deseó tener la compañía de una persona, hacía ya algún tiempo que estaba soltero y comenzaba a sentir cómo las frías garras de la soledad le aruñaban la espalda. Silencio. De pronto notó que todo se encontraba en sosiego, dirigió la mirada hacia los columpios, la pareja se había ido, estaba completamente solo. El parquecito ya no le parecía tan pintoresco.

—Hola —dijo alguien a sus espaldas, produciéndole un susto que le heló la sangre. Se volteó rápidamente para ver quién pronunciaba el inesperado saludo, era un joven, aparentemente contemporáneo a él, vestía muy casual, cabello largo y oscuro, ojos azules penetrantes y un rostro muy atractivo.

—Hola... —respondió Federico cuando pudo recuperar la compostura.

—Disculpa, no fue mi intención asustarte. Me he quedado accidentado, he caminado mucho buscando quién me ayude y fuiste la primera persona que vi. Mi teléfono murió... así que...

—Que mal, no traigo mi teléfono conmigo, lo dejé en casa... pero podría tratar de ayudarte, sé algo de mecánica.

—Eso sería perfecto, muchas gracias.

El padre de francisco le enseñó algunas cosas de mecánica en su afán por apartarlo de los libros. Durante su adolescencia pasó muchos veranos ayudándolo en el taller que le daba el sustento a la familia, sin embargo, eso no lo apartó de su ferviente pasión por la literatura.

El desconocido lo guio hasta donde se encontraba su auto, las calles estaban solitarias, al igual que el parque, solamente un auto pasó durante los diez minutos que habían caminado. La temperatura había descendido repentinamente, haciendo que Federico se removiera dentro de su suéter buscando un poco de calor, mientras que su desconocido compañero lucía completamente cómodo. Para hacer más amena la caminata y tratar de olvidar el frío, Federico comenzó a hablar con el extraño. Le preguntó su lugar de procedencia, este era de la ciudad, estaba visitando a su madre que vivía en un sector muy alejado, pero su carro se apagó a medio camino y no quiso prender más, y ya que la batería de su teléfono se había agotado le pareció prudente salir en busca de alguien que lo socorriera. A Federico su voz le parecía muy sensual, lo escuchaba atentamente mientras lo miraba de reojo de vez en cuando.

—¿Qué hacías sentado solo en ese parque? —preguntó el desconocido mirándolo directamente a los ojos.

—Cada semana salgo a caminar, pensar un rato. Estar solo.

—Interesante —dijo dibujando una media sonrisa en su rostro.

Ambos se detuvieron de repente, ya habían llegado a su destino, donde un viejo volkswagen esperaba que lo devolvieran a la vida y lo pusieran en movimiento durante aquella fría noche. Federico se acercó a la parte trasera del auto para revisar el motor, le pareció extraño, todo estaba aparentemente bien —«tal vez sea la batería» —pensó.

El VisitanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora