Tú y yo.

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Hasta ese momento, nunca antes había sido honesta conmigo misma. Por alguna razón, fue en ese tiempo en el que me prometí que aceptaría esos aspectos que me negaba a reconocer como míos. Llegaste en el momento justo para la sinceridad.

Hacía tiempo que nadie me interesaba de una forma romántica. Habían pasado años sintiéndome solo atraída físicamente a los chicos de mi edad y muchos más aborreciendo su actitud. 

Éramos dos jóvenes bastante comunes y decentes. No sé cómo comenzaste a gustarme ni cuándo, pero los días comenzaron a pasar y yo me encontraba cada vez más ansiosa por encontrarte. Me sorprendí al darme cuenta de que comenzaba a arreglarme más de lo normal. Todavía me costaba hablarte naturalmente, pero hacía un gran esfuerzo al saludarte todos los días, con una sonrisa y un beso en la mejilla.

Pensaba en ti frecuentemente. Y sonreía mucho cuando te escuchaba hablar de los libros que leíamos. Quería acercarme, pero no tenía idea de cómo. Ni siquiera los libros me servían como excusa para acercarme a ti.

Muy pronto comencé a preguntarme por qué. Por qué estaba tan atenta a ti y a lo que hacías. Por qué estaba tan conciente de mis movimientos a tu alrededor. Por qué me estaba esforzando tanto y por qué, por qué no podía parar de tener pensamientos sobre ti.

Me gustabas, si. Me lo reconocí no mucho tiempo después. Y desde ese momento supe que estaba perdida; allí iban mis sentimientos, a la deriva, frágiles, queriendo encontrar a su destinatario. Sentí, mientras me acomodaba a mi nueva realidad, que mis sentimientos no tenían esperanza alguna: su receptor no los querría ni se haría cargo de ellos. Era una búsqueda en vano y aún así seguí.

Empecé a notar cambios en ti también. No me tratabas como a los demás: no me sonreías de la misma manera, ni me saludabas tan alegremente cuando me acercaba. Mis ánimos, para cuando salía de aquel salón blanco, eran horribles. Fingía una sonrisa hasta que cruzaba la puerta y podía, por fin, mostrar mis sentimientos. Me ponía los auriculares, me calzaba la mochila en el hombro y me preguntaba qué sentirías tú sobre mi.

Una vez te crucé en el centro comercial. Estabas riendo, con una niña y un niño más pequeños que tú. Conectamos miradas y te sonreí. Y esperé, esperé que pasaras y me saludaras, o hasta tal vez dijeras mi nombre. Me habría conformado con cualquier cosa, pero caminaste a un lado de mi, sin mirarme, pasando tranquilamente, todavía sonriendo.

Seguí avanzando, pero mi estómago cayó. ¿Fui la única que miró hacia atrás? Probablemente.

Tu indiferencia me hacía titubear. No sabía qué había hecho mal. Mi confianza, la poca que hasta ese momento tenía, se me fue de las manos y la perdí completamente en alguno de esos días, en el que te vi pasarla tan bien, sin reconocerme ni una vez, desvelandome por las noche. Dejé de saber cómo tratarte. Y así fue como me convertí en indiferente y fría cuando me tocaba tratar contigo. Me sentía tan mal conmigo misma por no agradarte que me la agarré contigo. Y lo lamento, pero dolía. Yo era una tonta inexperta sin idea de nada, incapaz de pedir ayuda, así que solo hice lo que sabía hacer: intentar alejarte. Aceptaba mis sentimientos, pero los quería fuera lo antes posible. Me molestaba muchísimo pensar en ti y trataba duramente de cortar cualquier idea en mi cabeza que te hiciera aparecer en mis pensamientos. Pero no funcionaba. Día tras día me venías a la mente, intentaba descifrarte, buscar un por qué, pero siempre todo finalizaba de la misma forma: sin respuestas ni avances, pero conmigo sonriendo porque extrañamente, aún en esta situación, me provocabas un poco de felicidad y un cosquilleo que aún no podía llegar a comprender del todo.

Había días mejores que otros. Te extrañaba cuando no asistías al taller y tu ausencia se palpaba con la mano, por lo menos para mi.

Yo era una soñadora. Me gustaba fantasear con situaciones que me gustaría que sucedieran y crear vidas o mundos, en los que todo era mejor. Últimamente, te aparecías en esos pensamientos bonitos. Y me volvía loca. Todas esas ideas cursis y lindas, hacían que en mi pecho creciera la ilusión y que el sentimiento se volviera más fuerte.

Seguía pensando en cosas que no iban a suceder, pero no importaba cuán consciente me encontrara de la realidad, seguía esperando que pasen. Y cuando nada ocurría, tenía que soportar el peso de la desilusión.   

Diario de un amor no correspondido: Las palabras que nunca dije.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora