Prefacio

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27 de Noviembre, 2020.

Excavación arqueológica en Valle de las puertas de los Reyes, Egipto.

  El sofocante calor y los penetrantes rayos del sol se extendían por sobre toda la zona en la que trabajaba el equipo de August M. Lancaster, prominente arqueólogo encargado de los nuevos descubrimientos en el Valle de los Reyes. Aquella mañana calurosa en la antigua Tebas, el señor Lancaster había despertado lleno de emoción como todos los días desde que fue descubierta, gracias a él, la tumba de Ramsés VIII. Era él, con sus vastos conocimientos, quien tras años de trabajo bajo el sol y de investigación constante había hallado el Santo Grial de la arqueología egipcia: él, y no aquellos pomposos compañeros de profesión que se regodeaban del trabajo de una vida y sus colecciones expuestas en museos de renombre, había hecho el descubrimiento más importante en décadas, había encontrado una de las tantas tumbas faltantes de los faraones en ese valle.

Ahora, desde una silla plegable, sentado bajo la sombra de una de las carpas, supervisaba el trabajo de excavación que su magnífico equipo realizaba justo en ese momento. Sirvió directo de la jarra de cristal un vaso de agua tibia gracias a la temperatura del ambiente y lo bebió sin darle demasiada importancia a pesar de que hubiera preferido mil veces un trago de agua helada para calmar el bochorno que sentía. Una exclamación por parte de un joven aprendiz que no se despegaba del trabajo lo hizo volver su atención a la excavación.

 — ¡Profesor, profesor! —chillaba el muchacho con la voz aguda por la emoción del momento.

August M. Lancaster corrió tan rápido como pudo hacia el sitio de dónde provenía tanto barullo. Al acercarse lo suficiente, una escena sorprendente lo recibió, en medio de la tierra, apenas expuesta por la limpieza de la tierra que realizaron los trabajadores, había una tablilla de piedra llena de jeroglíficos. No era lo que buscaban exactamente, pero un descubrimiento es un descubrimiento y, de inmediato, mandó a que se sacara con cuidado para ponerla a salvo de cualquier peligro.

Esa tarde no se trabajó más, una ventisca fuerte levantó montones de arena y les impidió continuar con sus labores por lo que el arqueólogo permitió a todos resguardarse hasta la mañana siguiente. Lancaster se dirigió en un jeep todo terreno algo viejo hacia el pequeño pueblo cercano donde se hospedaba, antes de entrar a su habitación pasó a un bar diminuto por un trago de celebración solitaria. En la comodidad de esa pequeña habitación, poco decorada y no muy atractiva, pero efectivamente cómoda, sacó de su bolso la tablilla envuelta en forma cuidadosa y, apoyándola en el viejo escritorio observó los jeroglíficos que habían sido grabados en ella. Tras escudriñarla por un buen rato, y dándose cuenta de que entendía por lo menos un poco la mitad de los grabados, se dio cuenta, con pesar, de que había muchas cosas que no entendía y que ni siquiera le parecían egipcios. De su bolso de viaje sacó un escáner portátil, un aparato que era lo último en tecnología para traducir distintos idiomas y que, por suerte, había sido cargada con dialectos antiguos. Lancaster pensó por un momento en la similitud que esa simple tablilla de piedra compartía con la piedra Rosetta, ¡había lenguajes de distintas culturas antiguas en esa tablilla! Según su escáner tenía grabados egipcios e incas. El aparato le daba una traducción casi perfecta en su pantalla táctil, pero como era un hombre que, por su edad, prefería hacer las cosas bien y a la antigua, decidió traducir grabado por grabado en una hoja de papel. Tuvo el texto listo ya entrada la madrugada y, al leerlo y entenderlo lógico, exclamo un grito de emoción. ¡No podía esperar a que esos estúpidos, que tanto lo quisieron hacer menos, supieran de su gran logro! Se recargó en la silla y talló su rostro sin creerlo él mismo, después fijó su mirada en la hoja con la traducción. La leyó, primero en su mente y luego en voz alta sin saber que habían cosas que eran mejor no pronunciarse, ni siquiera descubrirse.

A la mañana siguiente marchó, muy animado, hacia la zona arqueológica del Valle de los Reyes. Llevaba un café en su termo y la tablilla en su bolso. Su estado anímico se fue por los suelos al presenciar en su preciosa zona de trabajo tal escena.

 — ¿Qué demonios...?

Avanzó sobre la arena casi pintada en rojo sangre. Habían miembros esparcidos por doquier; brazos, piernas, manos, pies. Reconoció a su joven alumno gracias a un tatuaje que llevaba en el brazo. Corrió horrorizado hacia la parte más profunda de la excavación, ahí donde presumía que se encontraba el aposento de Ramsés VIII. Dejó caer su termo, regando el café a sus pies y ocasionándole una terrible quemadura, pero no se quejó, era más el impacto de ver al faraón que había muerto hace tantos miles de años de pie frente a él.         

Ghoul. El ascenso.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora