Centro de desintoxicación.

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Fuiste el titiritero de esta sensible marioneta.



Seguí esperando ahí sentado, en el jardín de mi casa. Lo malo es que no sabía lo que estaba esperando. Posiblemente, que viniese otra vez su mágico susurro a decirme qué problema era ese. Ese problema que él tenía y del que yo le perdoné sin saber cuál era. ¿Y si era algo realmente malo? Fui estúpido. Le perdoné sin saber las consecuencias que iba a tener aquel perdón.

Empezaron a pasar los días, las noches, las horas; todos como un suspiro, pasando todo y al mismo tiempo sin pasar nada. Conté y quise descontar los días desde la última vez que le vi en el bus. Descubrí cuál era una de esas consecuencias que suponía que me traería el problema que tenía Alex. Pero, ¿por qué tenía que sufrir unas consecuencias de un problema que ni siquiera era mío? Supongo que él creyó que porque le perdoné ya no iba a pasar nada. Que no me iba a enfadar por desaparecer de mi vida de repente. Que no iba a estar deseando volver a pincharme todos esos besos en todas y cada una de las venas de mi cuerpo. Pues estaba muy equivocado. No quería verle, no quería más sus besos. Hizo que desperdiciase tanto tiempo de mi vida en estar pensando en él, en alguien que solo quería jugar conmigo. Incluso estos días estuve cogiendo el bus a distintas horas para ver si él venía o no. 

Y no. Nunca venía. Nunca apareció en ningún otro bus en el que yo estuviese. Pasó tanto tiempo sin que pudiera verle ni siquiera de lejos, que empecé a castigarme. Me castigué porque pensaba que el hecho de que él ya no quisiera verme (o por lo menos era lo que yo pensaba) era culpa mía, que quizá yo fui demasiado impulsivo. Cada vez que me subía al bus hacía que brotase un poco de sangre de un pequeño corte en mi brazo. A veces, cuando me aburría, me ponía a contar aquellas líneas de mi brazode donde poco antes había salido sangre: una, dos, tres... Alguna vez hubo que conseguí llegar a más de veinte cortes. Unos cortes que todos sabéis que son muy injustos, que en realidad me los hacía él, que él es el que maneja las cuerdas de esta sensible marioneta a la que había atado de pies, manos y cabeza para poder controlarla a su gusto. Pero a mí, sinceramente, me parecían los cortes más bonitos que podía haber en el mundo, unos cortes secretos dedicados a la persona de la que estás enamorado.

Bueno, secretos hasta que la Música me preguntó qué me pasaba. Ya sabéis que ella siempre sabe que me pasa algo, y esa vez no era distinto. Me cogió del brazo y me subió la manga. Empezó a gritarme que cómo podía haberme hecho eso, que si estaba mal de la cabeza. Empezó a llorar, sus gritos y mi sensación de impotencia me hicieron llorar al igual que ella. Llovimos tristeza, pero no esa tristeza que es solo de uno mismo, sino que llovimos porque nos importábamos el uno al otro. Y como siempre, después de aquella empática lluvia, todo se calmó. Le pedí perdón, le dije que no iba a volver a hacerlo, que creyese en mí. Pero, desgraciadamente, muchas veces todo eso que le decía era mentira. Sí, dejé de cortarme, pero no pude parar de castigarme. No paré de comerme la cabeza, de pensar que todo esto no tendría que haber pasado si hubiese ignorado a aquel precioso chico que se sentó a mi lado en la parada. Pero es que era imposible ignorarle. Quizá esas eran sus armas. Quizá él mataba así, con cigarros que mataban más de lo normal, besos que te volvían besainómano y susurros que creaban un terremoto en la tierra del alma. Y yo lo único que hacía era abrir las puertas para que sus armas me atacasen de lleno y me derrotasen.  Y todo eso hacía que me sintiese bien, porque yo sabía que así él iba a ser feliz, arriesgando mi vida por él. 

Quizá penséis con esto que estoy un poco loco, o a lo mejor no solo un poco. No os juzgo por ello, puede que sea verdad eso de que esté loco. Pero una vez escuché a un gato en una película que dijo que la locura no es locura, sino realidades diferentes a las de los demás. Y sí, eso es lo que creo, que no estamos en la misma realidad. Tú, que eres el que está leyendo esto, no quieres entender mi realidad, no quieres entender por qué tuve que hacer todo aquello. Pero no es culpa tuya, ni mía. Sé que no estás de mi parte, sé que el titiritero del piercing de la nariz tampoco está de mi parte y que nadie lo está, ni siquiera la Música. Pero, por suerte, sé que en algún momento después de que sigas leyendo mi pequeña historia vas a entenderme, sé que si te lo consigo explicar todo, hasta tú querrás hacerte aquellos bonitos cortes que yo me hice. Pero no te precipites, porque no te dejaré. Nunca dejo a nadie que haya conseguido unos 40 minutos, como los que tú has conseguido leyendo esto, haga cosas que yo hice. El sufrimiento solo es bonito para los locos como yo.

Y cuando salí del instituto ese mismo día que lloví y mentí a la Música, recibí un mensaje de texto en el móvil: «Hace mucho tiempo que no nos vemos. Quedamos en la heladería cerca de la plaza a las 16:00». Era de un número desconocido. Podría ser él. Tenía dos horas para ir a casa, prepararme para cualquier cosa que pudiese suceder e ir a la heladería. Cuando llegué a casa, dejé las cosas y me tumbé en la cama, mirando al techo. Deseé que fuese Alex quien me hubiese escrito aquel mensaje. Deseé poder volver a verle. Pero, en verdad, había una parte de mí que quería entrar en un centro de desintoxicación para poder librarse de toda la mierda fantástica que me había pasado. 


40 minutosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora