Capítulo 8.

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―...y por eso estoy con ella últimamente ―terminé mi explicación y levanté mi taza de café hacia mis labios fríos. Me encontraba en la casa de Sam, y por alguna razón, está siempre estaba tan fría que era necesario unas capas de ropa extra para estar cómodo.

La voz de su familia se escuchaba por toda la casa, hablando, gritándose entre sí o cantando. Este tipo de ambiente era muy confuso para mí, ser hijo único hacía el silencio parte de mi habitad natural, además del orden y la tranquilidad. Mis padres se la pasaban trabajando la mayor parte del tiempo, así que la compañía tampoco era algo perseverante en mi vida. Sé que mis papás no tenían tiempo para criar otro bebé, mamá era doctora con un gran puesto y mi papá un arquitecto a tiempo completo de grandes proyectos; pero a veces me pregunto que a lo mejor mi infancia hubiera sido diferente ―con menos soledad― si me hubiera acompañado otro pequeño.

Sam era lo opuesto. El señor Day, Ernest, cuando se casó con la señora Day, Melissa, ya venía arrastrando a dos pequeños hijos de un matrimonio anterior, Marie y Albert, dos años después nació Sam, siguiéndole dos hermanas menores, Claire e Ivonne. Y como si no hubiera suficiente gente en su casa, la madre de Melissa, Denia, se mudó con ellos tras la muerte de su esposo. Denia, era... inusual. Siempre hacía cosas locas de nada, como echarles sal en la cabeza a sus nietos para alejar los espíritus malos, ir a la iglesia de vez en cuando descalza y hacer que cinco gatos callejeros entren y vivan en la casa de su hija.

Dos padres, cinco hijos, y una abuela loca hacían que la bonita casa de los Day se convirtiera en un circo clandestino.

Sam me miró algo incrédulo, le dije la primera cosa que se me ocurrió camino a su casa. Expliqué que le devolví su diario haciendo que nos fijáramos en la existencia de ambos, hicimos un par de trabajos juntos en Historia y éramos amigos. Una realidad a medias, solo ocultaba las partes importantes con cosas inexistentes. Debía cumplir con Arabella, aunque eso significara mentirle a mi mejor amigo.

―Está bien ―articuló tomando un poco de su café―. Sé que estás grandecito y todo, pero Arabella no se considera la mejor de las influencias... en casi ningún sentido la verdad. Solo ten cuidado, tener una amistad con ella puede terminar en algo fatal. ―Agarró mi mejilla y la apretó con fuerza―. Sabes que te quiero, bebé.

Rodé los ojos y aparté su mano de un golpe. Sabía que decía aquello por la imagen de chica mala que poseía Arabella en nuestro colegio, pero aun así me sentía halagado porque se preocupara por mí.

―No empieces con tus homosexualidades, Day ―amenacé gruñón.

Él miró con los ojos bien abiertos y asintió.

―Vamos, dilo.

Yo suspiré, y para que no siguiera suplicando, le seguí la corriente.

―Sí, yo también te quiero, mi terroncito de azúcar.

Empezamos a hablar con la voz más aguda que de costumbre y comenzamos a llamarnos por apodos totalmente cursis. Era un juego entre nosotros creado cuando Sam quería librarse de una chica fastidiosa, así que salí a su rescate fingiendo ser su pareja. Fue muy incómodo agarrarnos de las manos y fingir tranquilidad, cuando por dentro estábamos en pánico. Bromeamos tanto con ese momento, que de alguna manera se adhirió a nuestra rutina diaria. Pero cada vez que lo hacíamos todos comenzaban a mirarnos raro. Aunque, siempre hay excepciones...

La puerta de la cocina se abrió y entró Ivonne, la más pequeña de la casa, observándonos con una ceja en alto.

―¡Mami, Hilbert y Sam están actuando raro de nuevo! ―gritó a todo pulmón haciendo chillar mis oídos. Se dirigió a la nevera y se sirvió un vaso de agua aun mirándonos con extrañeza.

Dame una razónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora