IV. La nada (parte 3)

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Si había algo que le había enseñado Amélie, era, además de la compañía y los ojillos brillantes de Clarke disfrutando de la película como una niña pequeña, era disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Sólo que ella no iba por ahí metiendo las manos en sacos de lentejas, sino que se conformaba con las cosas bellas que le rodeaban.

Le gustaba oír las historias estúpidas de Bellamy y burlarse de él cuando algo no salía como él quería. Le gustaba escuchar música antigua y bailar hasta las tantas de la noche junto a Clarke. Le gustaba perderse en medio del bosque con los hermanos Blake y Clarke, contar historias de terror y que Clarke se acurrucara a su lado porque se cagaba de miedo. Le gustaba perderse en sí misma pasear por Arkadia hasta que el portero le gritaba que tenía que cerrar y no quería dejarla olvidada allí. Le gustaba dormir con Clarke entre sus brazos, delinear su barbilla en mitad de la noche y hacerle trastadas para que dejase de roncar. Le gustaba su existencia, ahora que había dejado de ser un ángel caído y no le debía nada a Lucifer.

O en momentos como ése, sentada en una esquina en medio de la cafetería, con una taza de café caliente en las manos, vigilando que nadie se acercase a Clarke y le molestase en su último repaso antes de su temido examen de Fisiología médica que tenía en apenas un par de horas.

-Se te va a quedar frío, Clarke –dijo por quinta vez, y volviendo a tener por respuesta un resoplido angustioso.

-¡Cómo se nota que no eres tú la que se examina hoy! –cerró el enorme libro que tenía delante de sí, echándolo a un lado y dejándose caer sobre el respaldo de la silla-. ¿Qué hiciste tú cuando estabas en segundo? Porque creo que va a acabar conmigo.

-No agobiarme –respondió alzando los hombros-. Algo tan sencillo como eso.

Clarke era incapaz de quedarse quieta. Cuando no eran las manos, eran los pies; morderse las uñas, o el impulso de querer volver a coger el libro y darle un repaso que no le serviría de nada. Así que Lexa cogió su silla y la colocó a su lado, agarró sus manos y las encerró entre las propias, obligando a Clarke a mirarla.

De inmediato, una serena paz invadió su interior, y el salvaje traqueteo que era su sistema nervioso se quedó completamente tranquilo, completamente hierático: nada se atrevía a moverse, ni tan siquiera el impulso nervioso que en ese instante estaba transmitiendo.

Se sentía en medio de esa famosa escena de Big Fish, en la que Edward ve por primera vez a Sandra, en medio de aquel gentío. Si giraba la cabeza, todo a su alrededor estaría completamente parado, inmóvil en el tiempo: gente charlando en silencio, riendo, llorando, jugando, besándose, discutiendo. Gente despidiéndose, saludándose. Gente huyendo de gente.

Y luego, si fijaba la mirada en Lexa, estaba allí, tan preciosa como siempre, tan serena, tan impoluta, tan perfecta. Con esas trenzas tan únicas en ella, sus labios en un gesto burlón y sus ojos verdes, ese verde tan precioso que se había convertido en el color favorito de Clarke sin ni tan siquiera darse cuenta. Y su ropa negra, esa que tanto se negaba a abandonar a pesar de las quejas de la rubia.

-¿Mejor? –inquirió, y en ese instante, todo volvió a cobrar vida de nuevo.

Parecía preocupada, cuando intentó liberar sus manos de su particular prisión, Lexa se lo impidió.

-Cuando te miro, me es imposible no perderme en tus ojos. Me tranquilizan de una manera que da miedo.

Sólo entonces Lexa accedió a soltar sus manos, no sin antes llevarse una de ellas a los labios y besar sus nudillos con adoración, como si hubieran vuelto cien años atrás y ese gesto fuese el más íntimo que pudieran tener en público.

Grey AngelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora