Capítulo 4

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Denny me llevó desde la granja de Spangle a un barrio de Seattle llamado Leschi,
donde vivía en un pequeño apartamento alquilado que daba al lago Washington. No
me agradó demasiado la vida de apartamento, pues estaba acostumbrado a los
grandes espacios abiertos y aún era cachorro. Así y todo, teníamos un balcón que
daba al lago, lo que me gustaba, pues heredé la afición al agua de la raza de mi
madre.
Crecí deprisa y durante ese primer año entre Denny y yo se estableció un
profundo cariño, además de una recíproca sensación de confianza. Por eso quedé muy
sorprendido cuando se enamoró de Eve con tanta rapidez.
La trajo a casa, y enseguida noté que ella, como él, tenía un olor dulce. Llenos de
bebida fermentada que los hacía actuar de manera extraña, se aferraron como si
demasiadas ropas se interpusiesen entre ambos, y tiraron el uno del otro, se
apretujaron, mordiendo labios, metiendo dedos, enmarañando cabellos, convertidos
en una masa de puros codos, dedos de los pies y saliva. Cayeron sobre la cama y él la
montó y ella le dijo:
—¡Este campo está fértil! ¡Cuidado!
Y él respondió:
—¡Siembro en esta pradera de la fertilidad! —Y se puso a labrar el campo hasta
que éste cerró sus puños sobre las sábanas, arqueó la espalda y gritó de placer.
Cuando él se levantó y se fue a hacer sus ruidos acuáticos al cuarto de baño, ella
me acarició la cabeza, que yo tenía muy cerca del suelo, porque apenas pasaba del
año y aún era inmaduro y todos esos gritos me habían intimidado un poco. Dijo:
—No te importa que yo también lo ame, ¿verdad? No me interpondré entre
vosotros.
La respeté por tener aquella delicadeza, pero de inmediato supe que sí se
interpondría entre nosotros, y me pareció que su negación preventiva era engañosa.
Traté de no mostrar mi desazón, porque me daba cuenta de cuán encaprichado
con ella estaba Denny. Pero debo admitir que no me mostré muy alegre por su
presencia. Y, por eso, a ella tampoco le agradaba mucho la mía. Ambos éramos
satélites que orbitaban en torno al sol que era Denny, y competíamos por la
supremacía gravitatoria. Claro que ella tenía la ventaja que le daban su lengua y sus
pulgares, y cuando la veía besarlo y acariciarlo, ella a veces me echaba un vistazo y
me guiñaba un ojo, como si alardeara:
«¡Mira mis pulgares! ¡Mira lo que pueden hacer!».

El arte de conducir bajo la lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora